El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
1465B
UN SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Ved ahora
que yo, yo soy, y no hay dioses conmigo; yo hago morir, y yo hago vivir; yo
hiero, y yo sano”. Deuteronomio 32: 39.
No hay sino un Dios.
Jehová es Su nombre, el “YO SOY”. Ese único Dios no tolera ningún rival. ¿Por
qué habría de hacerlo? Él hizo todas las cosas y sustenta todas las cosas.
¿Acaso una criatura hecha por Sus propias manos habría de constituirse en Su
rival? Si se tratara de un gran varón como Nabucodonosor y si dijera: “¿No es
ésta la gran Babilonia que yo edifiqué?”, Dios lo enviará a pastar entre los
bueyes, y le hará saber que nadie es grande a los ojos de Dios. ¡Qué provocación
ha de ser para Dios ver que los hombres se postran delante de los ídolos
esculpidos por sus propias manos! ¡Qué degradación es para el hombre que adore
el oro, o la plata, o la madera o la piedra, pero qué grave deshonra es para el
grandioso Dios de todo! Y me parece que la peor de todas las deshonras es
cuando Dios ve que la imagen de Su propio amado Hijo es convertida en un ídolo,
y que la representación de la cruz en que la redención fue consumada es elevada
en alto para que los hombres se postren en adoración ante ella. Esto debe de
afectar Su alma sagrada, y vejarle en grado sumo, pues Dios es el único Dios, y
no hay otro fuera de Él; a otro no dará Su gloria, ni Su alabanza a esculturas.
En el texto que estamos considerando es visto el grandioso Ego. “Yo, Yo soy”. Ese Ego es
tan grande que llena todos los lugares, y por eso no puede haber ningún lugar
para nadie más. “Yo, yo soy, y no hay dioses conmigo”. En otro lugar dice: “No
hay Dios fuera de mí”. Oh, tener tales pensamientos excelsos de Dios para que
no tuviéramos ninguna consideración por nada más que le robe la gloria que es
tan exclusivamente Suya. Gustosamente quisiéramos arder con un santo celo que
aborrezca la idea de un dios rival, y que eche fuera de su boca el nombre de
Baal con un completo aborrecimiento.
En el texto, el Señor
reclama la soberana prerrogativa de vida y de muerte. Él dice: “Yo hago morir, y
yo hago vivir”. Ante todo es de Él de quien nosotros recibimos nuestro ser. Su
mano enciende la antorcha de vida, y de Él viene la extinción de la llama. No
es posible que el brazo de algún ángel pudiera salvarnos de la tumba, ni
tampoco una miríada de ángeles podría confinarnos allí una vez que nos ordene
resucitar. Dios hace morir y Dios hace vivir. Los reyes han sido usualmente muy
celosos de la prerrogativa de vida y muerte, pero nuestro grandioso Dios posee
esa prerrogativa sin término o límite. Él reina supremo. “Yo hago morir”,
-dice- “y yo hago vivir”.
Por el contexto en el
que se encuentra el texto, es claro que el Señor alude a constituir naciones o
a destruir naciones. Fue Dios quien hizo que Israel fuese un pueblo; fue Dios
quien echó fuera a los cananeos, a los heveos, y a los jebuseos y quien hizo
que dejaran de ser naciones delante de Él; fue Dios quien levantó a Caldea, y a
Babilonia, y quien luego fortaleció a Persia para que hiciera pedazos a Babilonia,
y a Grecia para que destruyera a Persia, y a Roma para que con pie de hierro
acabara con Grecia; y cuando hubo llegado el tiempo, fue Él quien habló a la
ciudad de las siete colinas, y ella también perdió su poder real. Reinos y
tronos pertenecen al Señor, y los escudos de los valientes son levantados en
alto o abandonados en el polvo según Su voluntad. Aunque ellos no lo tomen en
consideración, hay un Rey de reyes y Señor de señores; y cuando se desenrolle
la larga página de la historia, y los hombres sean capaces de ver con ojos
iluminados el fin desde el principio, sabrán que en todo momento el Dios
ignorado y menospreciado, el invisible y aun inimaginable Dios, seguía reinando
por siempre. A todo lo largo de la página del largo registro de la tierra se escribirá
con mano de rey, “Yo hago morir y Yo hago vivir”. Dios es absoluto en la
providencia, el bendito y único Potentado cuya voluntad soberana no conoce
ninguna disputa.
Sin embargo en este
momento me propongo sacar esta grandiosa verdad fuera del ámbito de la
providencia para insertarla en el reino de la gracia; y vamos a limitarnos a la
segunda frase: “Yo hiero, y yo sano”. Sobre estas palabras haremos tres
observaciones, siendo la primera que nadie
sino el Señor puede herir o sanar; en segundo lugar, que el Señor puede herir y sanar; y, en
tercer lugar, que el Señor en efecto
hiere y sana, tres pensamientos que están estrechamente conectados, y que
no obstante están marcados por instructivos matices de diferencia.
I. Primero,
NADIE SINO EL SEÑOR PUEDE HERIR O SANAR. Comenzando por el principio, solo el Señor puede herir espiritualmente. Cuando
tenemos que tratar con corazones humanos nuestro primer esfuerzo tiene que ser
herirlos. El hombre de manera natural se
considera sincero, y con perfecta salud, pero no es así. El gran objetivo del
ministerio del Evangelio, al principio, es convencer a los hombres de pecado y
humillarlos delante de Dios; de hecho, es herirlos, herirlos en lo más vivo.
Pero nadie puede herir sin el Señor.
Yo hablo sin ninguna medida en cuanto a mi expresión: ningún predicador puede
herir verdaderamente el corazón humano. Puede hablar de manera muy honesta y
clara; puede hablar con un profundo patetismo y verdadero afecto; puede blandir
por momentos los truenos de Dios, y luego pueden estar en sus manos las suaves
y tiernas cuerdas de amor; pero de ninguna manera el predicador puede llegar al
corazón de los hombres a menos que su Maestro esté con él. Puedes encantarlo lo
más sabiamente que se te ocurra, oh sabio, pero el áspid es sordo, y es en vano
que uses tus encantos. Esperar tocar el corazón humano mientras Dios no desnude
Su brazo es como querer convencer a los vientos salvajes o convertir a las
caprichosas olas. Es una obra del Espíritu Santo convencer de pecado, y
mientras Él no aplique Su poder, el predicador puede predicar hasta quedar mudo
por el cansancio y ciego del llanto, pero no es posible que se obtenga resultado
alguno. Y lo que es válido respecto a los predicadores es válido también con
respecto a todos los maestros de la escuela dominical, a todas las personas
denodadas que andan hablando personalmente a los hombres, sí, y a la más tierna
madre y al más sincero padre. No hay manera de herir el corazón del niño; no
hay manera de inducirlo a la contrición mediante los argumentos más tiernos o
los más sabios consejos. Ustedes regresarán y dirán como lo hemos hecho
nosotros: “¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y sobre quién se ha manifestado
el brazo de Jehová?”
Sí, queridos amigos, y
las más solemnes verdades que en sí
mismas tienen una tendencia natural a herir el corazón, no pueden hacerlo
aparte de la obra del propio Dios. Ahí está la espada que en sí misma es aguda
y cortante, pero ningún varón puede manejarla. El brazo eterno tiene que
revelarse o la piel de behemot no sentirá el arma. Una espada cortará a través
de una cota de malla si un Corazón de León la blande; pero en la mano de un
niño no herirá para matar. Dios tiene que tomar
Y en adición a la
verdad, la providencia misma puede
venir y obrar en el corazón de los hombres pero sin causar ninguna herida del
tipo requerido. Yo he visto que los impíos son llevados a la miseria y a la
pobreza por sus extravagancias, y que son llevados a la enfermedad y a las
puertas de la muerte por sus lujurias, y sin embargo, no han sido heridos. Han
visto el resultado del pecado, lo han sentido incluso en la médula de sus
huesos, y sin embargo, los perros han regresado a su vómito. Todavía se han
aferrado a sus ídolos y se han apegado a sus abominaciones. El niño que se ha
quemado siente terror del fuego, pero el pecador quemado mete su mano en la
llama de nuevo. Hemos visto a hombres tan enfermos que temblaban ante el
pensamiento de la muerte, y por lo que decían se suponía que estaban realmente
compungidos y que llevarían otra vida si la salud les era restaurada; pero, ay,
hemos visto que su salud les fue restaurada, pero pecaron peor que antes. Los
perversos rompen Sus ligaduras y echan de ellos Sus cuerdas. Todos los terrores
de la providencia –los lutos, las pérdidas, las enfermedades- todas esas cosas
han fallado con los inconversos. Su corazón diamantino ha doblado el filo del
arado que pretendía quebrantarlo. Los hombres han desgastado todas las agencias
de la gracia y de la providencia, pero ellos no han sido heridos; su corazón es
duro como el de leviatán, “sí, su corazón es firme como una piedra, y fuerte
como la muela de abajo”. Nadie puede herir eficazmente el corazón sino solo
Dios.
Ahora, lo mismo es
cierto acerca de la curación: nadie sino
el Señor puede sanar. Eso es cierto, por supuesto, con respecto a quienes nunca
fueron heridos. Nadie podría sanar a esas personas. He conocido a algunos
predicadores que han intentado hacerlo, aunque siempre me pareció que era una
pobre obra intentar sanar a los hombres que nunca han sido heridos, predicar
misericordia a personas que creen que no tienen ningún pecado, predicar gracia
a hombres que sueñan que poseen méritos propios. Cristo no hizo eso; Él dijo: “No
he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento. Los que están
sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos”. No hay ninguna
curación, entonces, para aquellos que no están heridos; e igualmente no hay
ninguna curación para aquellos que están heridos, a menos que Dios ponga Su
mano en sus heridas. ¿Te has encontrado alguna vez con personas heridas
espiritualmente? Si te las has encontrado, si eres un creyente, todo tu corazón
se ha volcado a ellas y tomando ejemplos de tu propia experiencia y promesas de
la palabra de Dios y dulces alientos de la doctrina evangélica, te has esforzado
para derramar un bálsamo sanador en sus heridas sangrantes. ¿Pero no has
fracasado con frecuencia? Es más, sin la obra del Espíritu del Dios viviente,
¿no has fallado siempre, y no has de fracasar siempre? Ah, queridos amigos, una
cosa es hablar de un espíritu herido, pero otra cosa muy diferente es sentir un
espíritu herido; y ustedes pueden hablar acerca de la restauración de la salud,
también, pero es otra cosa muy diferente recibir la curación, y otra cosa muy
diferente aplicarla. Cuando Dios corta a un hombre con Su grandiosa espada,
como una vez me hirió a mí, yo les garantizo que ninguna ordenanza lo sanará.
“No” –le dice un amigo- “ven y escucha un sermón”. Él lo oye, pero la
predicación lo pone peor, y se siente más triste que nunca. He conocido a
personas lo suficientemente insensatas como para persuadir a tales buscadores a
que se acerquen a la mesa de la comunión. Sólo han comido y bebido condenación
para ellas mismas. Mientras estaban a la mesa sabían que eran intrusas, y sus
corazones sangraron más que nunca. Tú puedes pacificar fácilmente a un hombre
cuyo sentido de pecado es una mera pretensión, tal como podrías sanar
fácilmente la imitación de una herida; pero no sucede así con alguien en cuyo
interior se enconan las flechas del Señor. Ese hombre necesita una cirugía
divina. En cuanto al penitente hipócrita, si le das sacramentos externos cree
que ya está bien; pero si Dios le ha herido, ni todos los sacramentos bajo el
cielo le ministrarían consuelo jamás. Tiene que acudir a Dios para eso, pues
sólo puede encontrarse el consuelo en Cristo Jesús. Ningún predicador, por
veraz y ortodoxo que sea, sí, y ninguna doctrina de
Oyente inconverso, no
nos mires a nosotros como si pudiéramos hacer algo por ti, sino mira únicamente
a Jesús. Ah, amigo, si yo pudiera herirte y si yo pudiera sanarte, eso no te
haría ningún bien. Si yo pudiera convertir a todo pecador aquí presente, ¿de
qué serviría la conversión humana? Seguramente han escuchado la anécdota del
señor Rowland Hill, a quien se le acercó una noche un borracho que caminó
tambaleándose hacia él y le dijo: “¡Hola, señor Hill, yo soy uno de sus
convertidos!” “Ah”, dijo el señor Rowland Hill, “muy probablemente, pero tú no
eres de los convertidos de Dios, pues de lo contrario no estarías borracho”.
Ahora, nuestros convertidos, si fueran nuestros
convertidos, serían producciones muy pobres. Si un hombre pudiera
convertirlos, otro hombre podría revertir su proceso de conversión. Lo que es
obrado por la carne puede ser deshecho por la carne. “Os es necesario nacer de
nuevo. El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. A menos que
haya un obra de gracia en el alma que no pueden obrar jamás ni la voluntad del
hombre, ni la voluntad de la carne, ni la sangre, ni el nacimiento, ni la educación,
ni la enseñanza; digo que a menos que haya un poder sobrenatural ejercido en
nosotros, no veremos jamás el rostro de Dios con aceptación al final.
Entonces he ahí la
primera verdad: sólo Dios puede herir y sólo Dios puede sanar.
II. Y
ahora, en segundo lugar, EL SEÑOR PUEDE HERIR Y ÉL PUEDE SANAR. ¡Cuán grande
misericordia es esta, y cuán consoladoramente anima al cristiano a hacer su
trabajo! El Señor puede herir. Él puede
atravesar el corazón más impensado. Miren a Saulo de Tarso. Cuando se apresuraba
a Damasco para arrastrar a prisión a los santos nunca se hubiera pensado que sería
humillado y conducido a clamar: “¿Qué quieres que yo haga?” El Señor conocía a
Su hombre, y justo cuando estaba en la ladera de la colina y podía ver a
Damasco en la llanura y estaba presto a devorar a los santos, el Señor dejó
escapar una flecha. Al suelo cayó un tal Saulo de Tarso, tan herido que tomó
tres días extraerle la flecha. Esto fue maravilloso pues Saulo era como
leviatán, de quien leemos: “Cuando alguno lo alcanzare, ni espada, ni lanza, ni
dardo, ni coselete durará”; sin embargo, la flecha del Señor lo derribó. El
Señor puede derribar a los hombres en los lugares más impensables. Yo he sabido
que la flecha de la convicción ha alcanzado a un hombre que no había entrado en
un lugar de adoración durante años. Tal es la infinita soberanía de Dios que
llama pueblo mío al que no era Su pueblo, y es hallado por los que no le
buscaban. Sí, incluso en las guaridas del pecado un hombre no está protegido de
las flechas de Dios; me refiero a las flechas del infinito amor de Dios. Dios
puede todavía tocar la conciencia. Ustedes saben que leviatán está forrado en
su cuerpo con escudos fuertes, “cerrados entre sí estrechamente”; con todo, aun
en leviatán hay un punto débil. El astuto cazador sabe cómo encontrarlo. Hay
algunos hombres tan escépticos, tan ateos, tan profanos, tan abominables, que
nadie se atreve a acercarse a ellos; sin embargo, lo hemos sabido –dígase para
alabanza de la gracia soberana- el Señor ha herido aun a esos con Su espada
grande y fuerte, y después los ha sanado mediante Su poderosa gracia. Nunca
pierdan la esperanza por nadie. Si la salvación fuera una obra humana podrían
desesperar; pero como es una obra de Dios, no desesperen de nadie. El desventurado
que es lo más parecido a un demonio encarnado puede convertirse todavía en un
ángel de Dios. Tal es la gracia de Dios que aunque los hombres hagan una
alianza con la muerte y un pacto con el infierno, Él puede romper sus alianzas
e invalidar sus pactos, puede arrebatar la presa de entre las fauces del
dragón, y alcanzar renombre para Él.
Entonces, el Señor puede
herir. Él puede herir a algunos que han estado escuchando el Evangelio durante
años y han desafiado Su poder. Mis flechas han cascabeleado contra su arnés, y
yo he dicho: “Todo es en vano”; pero yo ruego a mi Señor que uno de estos días
cuando esté tensando un arco a la ventura, le agrade dirigirlo entre esa
juntura del arnés que yo temía que no existía, esa pequeña juntura donde la
hombrera no encaja ajustadamente en el peto. Yo temía que estuviera revestido
con los escudos fuertes de leviatán, de los que leemos: “El uno se junta con el
otro, que viento no entra entre ellos. Pegado está el uno con el otro”; sin
embargo, el Señor puede enviar Su flecha y hacer que el altivo corazón sienta
el poder de Su gloriosa verdad. Los seres humanos más irreflexivos, los más
negligentes y los más abandonados están aún dentro del alcance del arco del
Señor.
Qué lado tan dulce de la
verdad es su segunda parte, es decir, que Él
puede sanar. ¡Hay algunos casos terribles de heridas sangrantes! Yo me
pregunto si en esta audiencia cuento con algunas almas desesperadamente
heridas. He sabido que el corazón sangra como si se desangrara hasta la muerte
bajo la espada de la convicción. Algunos son conducidos a la desesperación, y
han estado dispuestos a poner manos violentas sobre ellos mismos en la amargura
de sus almas. Que resuene como trompeta para que estos pobres seres
desesperados puedan oírlo: el Señor puede
sanar. No hay ningún caso tan desesperado que Jehová-Jesús no pueda
restaurar. ¡Desesperación, tienes que dejar ir a tu cautivo! ¡Desánimo, tienes
que abrir tu cárcel cuando Jesús llega! Él ha venido del Padre con el propósito
de liberar a los cautivos y decir a los que están esclavizados, “Eres libre”.
Las heridas que Dios
inflige son propensas a enconarse. Ustedes recordarán lo que dijo el salmista:
“Hieden y supuran mis llagas”. Cuando hay mala sangre, hemos sabido que las
heridas de los seres humanos se tornan horribles; y algunas almas que han
experimentado una conciencia despierta se han convertido en un terror para
ellas mismas. “Yo no puedo ser salvada”, dicen. “Yo no puedo orar. ¿Cómo puede
orar jamás un desventurado como yo? No puedo esperar recibir misericordia.
Sería una sorpresa para el cielo y también para el infierno si yo encontrara
alguna vez misericordia”. Escúchame, y deja que tu propio corazón lo crea; tú
ciertamente puedes recuperarte. Dios, quien hace todas las cosas y para quien
nada es imposible, puede sanar tus heridas aunque apesten a corrupción. Si tú
estás a las puertas del infierno, si tú parecieras estar ya metido a medias en
el Tofet, Su brazo es lo suficientemente fuerte para ayudarte ahora. Si tú
miraras a Cristo elevado en la cruz, hay perdón, vida, aceptación, gozo, y
cielo para ti, aun para ti. Aquel que te hirió te sanará, aquel que te ha
quebrantado te vendará. Aquel que te ha hecho morir, hará que vivas. Que tus
oídos den cabida al alegre mensaje que he recibido la orden de entregarte: “Yo
hiero, y Yo sano”.
Con todo, déjenme
exhortarlos diciendo que no busquen una curación en ninguna otra parte excepto
en Dios, en Cristo Jesús. Huyan del pensamiento de ser sanados a menos que el
Señor los sane. Me da miedo que un alma herida acuda a un ministro o a un
sacerdote, o a la persona más religiosa en el mundo, y piense en obtener de un
hombre la curación. Tus heridas tienen el propósito de conducirte a tu Dios. Búscale
a Él y a nadie más. Cae de rodillas ahora en tu aposento privado, o si no
tuvieras uno, quédate solo incluso en la calle, pues tú puedes estar solo en
medio de una multitud; pero acude a Dios con
tu corazón sangrante. Dile: “yo soy un pecador; Señor, yo soy casi un pecador
condenado. Yo he sido un ofensor tal que a duras penas me atrevo a esperar;
pero oigo que Tú puedes sanarme y darme consuelo. Oh, por el nombre de Jesús,
ten misericordia de mí. Yo te doy gracias porque Tú me has herido; sería mejor
para mí estar herido que ser tan indiferente y tan descuidado como solía ser;
pero ahora, Señor, no me hagas pedazos por completo ni me trates como a un
enemigo. Mi espíritu desfallece a menos que Tú me consueles. ¡Oh, mírame!” Si
no pudieras decir todo eso, deja que tus lágrimas rueden y mira a lo alto
diciendo: “Dios sé propicio a mí, pecador”. Pero clama a Él, y encontrarás una
curación, pues Dios puede sanarte y nadie más que Él. Fuera con aquellos que
sueñan que la religiosidad externa puede hacerles bien. Fuera, fuera con los
engañadores que quieren decirles que ellos
pueden darles el perdón. Ningún hombre viviente puede absolver a sus
prójimos pecadores: esa pretensión es el superlativo de la blasfemia. Dios está
en Cristo Jesús reconciliando al mundo para Sí, no imputándoles sus delitos a
ellos, y nos ha entregado la palabra de reconciliación, y nos alegra proclamar
esa palabra, y señalarles al Señor Jesús quien es exaltado en lo alto para dar
arrepentimiento y remisión de los pecados.
III. Ahora
llego a mi tercero y último punto, que es: EL SEÑOR EN EFECTO HIERE Y SANA.
Tengo dos cosas aquí esta noche. Sólo voy a mostrárselas y habré terminado. Primero,
tengo un manojo de flechas que he
visto que han sido disparadas en diferentes ocasiones por el arco de Dios para
herir a los hombres. Yo no puedo dispararlas contra ustedes en este momento,
pero voy a mostrárselas.
He sabido que Él ha
disparado esta flecha contra un hombre: la flecha de la continua longanimidad.
Él ha sido muy bueno para el pecador, y durante años ha prolongado su benevolencia
para con él. Agustín cuenta de un individuo para quien Dios era tan
maravillosamente benévolo, aunque el hombre era maravillosamente malo, que al
final se sorprendió de la bondad de Dios y como el Señor continuó amontonando
sobre él beneficios, dio un giro y clamó: “Dios sumamente benigno, estoy
avergonzado de ser Tu enemigo por más tiempo. Yo confieso mi pecado y me
arrepiento de él”. ¡Cómo desearía que esta flecha atravesara sus corazones! Es
una flecha que fácilmente penetra en una mente noble. Las naturalezas más burdas
y animales no la sienten, pero donde Dios ha dejado alguna pequeña chispa de
nobleza, un hombre siente más fácilmente esto: “No puedo seguir adelante
pecando en contra de un Dios tan bueno”. Es una flecha muy aguda, pero está
cubierta de amor y hiere de manera sumamente dulce.
He aquí otra flecha:
Dios está airado contra el impío todos los días. Oh, que esta verdad les
quedara clara a algunos de ustedes, “Dios está airado conmigo porque he
quebrantado Su santa ley”; ciertamente los heriría en lo más vivo. A mí no me
gusta que alguien esté airado conmigo; pero, ¡oh, que el Señor esté enojado
conmigo! ¿Cómo podría soportarlo? Querido oyente, yo espero que sientas el
dolor punzante de esta advertencia. Para ti es muy fácil oírla y para mí
decirla, pero una vez que la sientas, desgarrará tu corazón y llenará tus lomos
de agonía.
Otra flecha: “El que no
cree, ya ha sido condenado”. Tú no has de ser condenado meramente al final; ya
estás condenado ahora. No estás en un estado de prueba; tú ya has sido probado,
y has fallado, y en este momento estás caminando en esta tierra como un
criminal condenado. Ah, si esa púa de hierro entrara a tu alma, en verdad te
heriría.
Aquí hay otra flecha: “Los
malos serán trasladados al Seol, todas las gentes que se olvidan de Dios”. “Estos
irán éstos al castigo eterno”. Muchos han estado jugando últimamente con esa
flecha; es una herramienta filosa, y el que juega con ella debe tener mucho
cuidado. Si el Señor la dirige al blanco, matará las altivas esperanzas y las
vanas presunciones, tan rápidamente, como cualquier flecha en la aljaba del
Todopoderoso.
He aquí otra: “Te
perdiste”. Tu presente estado de ruina y peligro es por tu propia culpa. Tú te
lo buscaste, y no tienes a nadie a quien culpar excepto a ti mismo por ser un
hombre perdido. Ah, eso se va a enconar, y hará que el alma se duela como si
una espada se insertara en los huesos.
Y he aquí otra: “Tú
estás muerto en pecado. Tú mismo te has destruido, pero no puedes salvarte a ti
mismo”. He visto a un hombre a quien se le introdujo un trozo de esa flecha en
su carne y deliraba de rabia. Se mordió sus labios y dijo: “No voy a volver a
oír jamás a ese predicador. El percibe que mi caso carece de esperanza”. Ese
hombre no dejará de venir. Es como un pez grande en un torrente, con un gancho
incrustado en sus mandíbulas. Él hará que corra una gran cantidad de sedal y
nosotros dejaremos que lo haga, pero tiene que detenerse en breve por esa
solemne verdad que lo retendrá. Lucha denodadamente; pero ese agudo texto no es
desalojado pronto del corazón: “Te perdiste, oh Israel”.
Podría continuar enseñándoles
una muestra de las armas con las que Dios hiere a los hombres: Él cuenta con Su
espada de dos filos, con Su lanza, con Sus flechas, con Su hacha de combate y
con armas de guerra. Tú dices: “yo no las siento”. No, yo no puedo hacer que tú
las sientas. Ya te he dicho que no es mi brazo el que puede blandirlas, pero
cuando le agrada a Dios usar cualquiera de esas armas, el pueblo cae rendido a
Sus pies. “Bien”, -dice alguien- “no creo que yo salga herido”. No, pero me
alegra que estés en la batalla, porque cuando las flechas vuelen podrían
golpearte igual que a alguien más. He tenido que tratar con seres heridos que
nunca imaginé ver en tal condición. Oh, qué heridas he visto en hombres que
estaban entregados a toda clase de pecados de moda, y que se habían burlado de
la religión; han venido aquí al principio por los más miserables motivos, pero
han tenido que regresar y llorar y clamar delante del Señor con corazones
quebrantados. Ustedes no saben dónde se pueden alojar las balas. Ustedes que
son los siervos del demonio pisan un terreno peligroso cuando se acercan a un
fiel ministerio. Es más, voy a modificarlo, estás en tierra santa, donde los
muertos por el Señor han sido muchos y donde el pueblo de Dios está orando
fervientemente por ti ahora. Yo sé que en este momento están elevando esta
oración: “Señor, haz que las flechas den en el blanco; envía flechas certeras”.
Sus oraciones prevalecen ante Dios, y Él desnudará Su brazo. No hay ningún error
en este asunto, Él dice: “Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y
me compadeceré del que yo me compadezca”. Cuando aplica Su brazo a la obra,
¿quién se le opondrá? Él hará todo lo que le agrade. Gloria sea dada a Su bendito
nombre porque Él puede herir, y en efecto hiere de acuerdo a Su eterno
propósito.
Ahora voy a sostener en
alto ante ustedes la botella de bálsamo. Cuando
un alma es herida, el Señor aplica Su sagrada cirugía en el corazón. Él nos ha
sanado a algunos de nosotros. La botella particular de bálsamo que usó para
sanarme es una que yo conozco bien, y que no voy a olvidar nunca. Ésta era la
etiqueta, “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo
soy Dios, y no hay más”. Vamos, ¿saben? Yo le tenía miedo a Dios hasta que oí
que Dios estaba en Cristo, y que yo debía mirar a Dios en Cristo, y que el
propio Dios a quien yo temía, me salvaría. ¡Esa revelación me fue aclarada con
poder divino para mi alma! El predicador dijo: “Miren. Eso es todo lo que se
necesita”. “Allí” –dijo- “un tonto puede mirar; un niñito puede mirar; alguien
que es casi un idiota puede mirar; un moribundo puede mirar”. “Miren” –dijo él-
“y está hecho”. Yo realmente le entendí: que sólo debía mirar a Cristo muriendo
en la cruz por mí y ver a Dios haciendo una expiación por mi pecado en la
persona de Su Hijo; que sólo debía mirar y viviría de inmediato. Así era, y yo
efectivamente miré. Mi carga desapareció, y desde esa hora yo puedo decir lo
que Cowper ha dicho tan dulcemente en el himno:
“Desde que por fe yo vi el torrente
Que hacen fluir tus heridas abiertas
El amor redentor ha sido mi tema,
Y lo será hasta que me muera”.
¡Oh, qué botella de
bálsamo es esa: el amor redentor! ¡Cuán dulcemente se posa en el alma! El Señor
le muestra al hombre herido que si bien está lleno de pecado, él puede
desprenderse de ese pecado sin ninguna violación de la justicia cuando el alma
cree en Jesús. Ahora dejen que el bálsamo caiga un minuto. “Todos nosotros nos
descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino”: ese hecho nos
produce heridas. Pero ahora “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”;
ningún bálsamo de Galaad fue alguna vez tan potente como ese. Pobre pecador
culpable, si confías en Cristo ahora, tu pecado ya no será más tuyo; fue
cargado hace mil ochocientos años sobre la espalda de Cristo, tu grandiosa
Fianza. Él fue castigado por ese pecado, y lo ha arrojado en las profundidades
del mar. Tú eres perdonado; vete en paz.
He aquí otra gota de
bálsamo: cuando un hombre es herido siente que no puede ayudarse a sí mismo;
pero entonces interviene esta preciosa verdad: que el Espíritu de Dios puede
hacerlo. Dios ha enviado el Espíritu de Su Hijo, y ese Espíritu ayuda a
nuestras debilidades, de manera que si bien no sabemos qué debemos pedir en
oración como deberíamos, ese Espíritu está esperando para ayudarnos a orar. Oh,
ustedes seres heridos, que el grandioso Espíritu les muestre en este momento a
la persona del amado Hijo de Dios: Dios y hombre. Que les muestre a esa persona
herida, cubierta con un sudor sangriento y llevado a la muerte; y que susurre
dulcemente a sus oídos esta noche: “Él fue el sustituto de ustedes, Él soportó
la ira de Dios para que no tuvieran que soportarla ustedes jamás”. Entonces
ustedes dirán al salir de esta casa, “Él puede sanar, pues Él me ha sanado. Ha hecho que deje mi
desesperación, y aun mis dudas, a mis espaldas. Ahora voy a cantarle un cántico
a mi Amado:
“Jesús se ha convertido finalmente
En mi salvación y mi fortaleza”.
Así no les he predicado
a ustedes ninguna otra cosa sino a Dios en Cristo Jesús, y me alegra tenerle a
Él para predicarlo a ustedes. Supongan que hay un joven malo aquí en este
momento, que ha abandonado su casa, y ha huido de su padre. Él ha hecho mal,
muy mal; y en vez de ir a un padre tierno y amoroso y decirle: “Padre,
perdóname”, tiene miedo del castigo, y por tanto, ha huido. Hay un anuncio para
él en el periódico, invitándole a regresar a casa. Ahora, ¿qué tiene que hacer para
enderezar su situación con su padre? Este pobre muchacho, descarriado, rebelde
y perdido, se ha involucrado con la propia escoria de Londres, y está yendo a
la ruina y está padeciendo hambre hasta la muerte. ¿Qué debe hacer? Muchacho,
debes regresar a casa, a tu padre; anda a casa con tu padre. Él te ama; él
anhela verte; está afligido de corazón por ti. ¡Oh, si te viera esta noche, su
corazón se rompería al verte en tus andrajos! Él quiere que regreses a casa.
¿No ven ustedes que sería muy insensato que ese muchacho dijera: “Me voy a meter
a una institución”, o “Voy a tratar de ganar dinero”? Tu padre es rico, bueno,
sabio, y amable; lo mejor que podrías hacer es ir a casa, a tu padre. Si
regresas a casa, a tu padre, todo estará bien. Ahora, tomen la parábola. Todos
nosotros hemos dejado a nuestro padre, y nos hemos ido a un país lejano. No
estaremos bien nunca a menos que regresemos a Aquel de quien nos hemos
extraviado. Y Jesús –Dios en Cristo Jesús- está esperando para darnos la
bienvenida; Él está afligido por nosotros ahora. Sólo tenemos que ir a Él, pues
dice que nunca echará fuera a nadie que venga a Él. “Yo no sé cómo me va a
recibir”, dice uno. Bien, regresa de todas formas y pruébalo. “Yo no puedo
orar”. Tú puedes orar, querido amigo.
“Pero no debidamente”. No trates de orar debidamente. Ora como puedas según lo
que te dicte tu corazón, y pide para recibir ayuda. Yo sé que algunas pobres
almas están en tal estado que se alegrarían si nosotros les escribiéramos una
oración. Estaba hablando sólo hace muy poco tiempo con una persona en apuros
que me dijo: “Oh, señor Spurgeon, ustedes no sabe cuán ignorantes somos
nosotros, y cuando estamos bajo un sentido de pecado, usted no sabe cuán tontos
somos. Si usted pusiera algunas veces las propias palabras en nuestras bocas
nos haría bien”. Y yo pensé que tenía razón, porque encuentro que el Señor dice
en las Escrituras: “Toma contigo palabras y di…”; y les dice qué deben decir.
Vamos ahora, pobre alma,
si quieres encontrar a Dios, oremos un minuto. “Oh, Dios, sálvanos, pues sólo
Tú puedes hacerlo. Por Tu grande misericordia sana nuestras heridas, pues de lo
contrario nos vamos a desangrar hasta la muerte. Nosotros nos apoyamos en Tu
promesa en Cristo Jesús, Tu Hijo; concédenos Tu salvación ahora, te lo
suplicamos, por Su nombre. Amén”.
Porción de
Traductor: Allan Román
2/Enero/2014