El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
1454B
UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Acuérdate de
mí, oh Jehová, según tu benevolencia para con tu pueblo; visítame con tu
salvación, para que yo vea el bien de tus escogidos, para que me goce en la
alegría de tu nación, y me gloríe con tu heredad”.
Salmo 106: 4, 5.
Amados, siempre reconocemos
que es una señal muy esperanzadora cuando un hombre comienza a pensar en una religión
personal. Asistir simplemente con la muchedumbre y adorar públicamente no es
sino una pobre acción; pero cuando un hombre llega a sentir el peso de su
propio pecado y a confesarlo de todo corazón delante de Dios -cuando necesita
para sí un Salvador y comienza a orar a solas para encontrar a ese Salvador-
cuando no se contenta con ser un hijo de padres piadosos, o con haber sido
incorporado a la iglesia en su niñez, según la costumbre de ciertas
denominaciones; cuando desea con vehemencia la piedad real, la religión
personal, la verdadera conversión, todo eso constituye una bendita señal.
Cuando el ciervo se separa de la manada concluimos que el dardo ha dado en el
blanco: la herida es grave y la criatura busca soledad, pues un corazón
sangrante no puede tolerar estar en compañía. ¡Benditas sean las heridas
infligidas por Dios pues conducen a una curación celestial!
Nos alegra más todavía
cuando este deseo de una salvación personal conduce al hombre a orar, cuando
comienza realmente a dar voces delante de Dios por cuenta propia; nos encanta
que haya abandonado los rezos que solía repetir de memoria como loro y que
prorrumpa orando con el lenguaje de su corazón. Aunque ese lenguaje pudiera ser
muy entrecortado, o consistiera únicamente en suspiros y lágrimas y gemidos, se
trata de una circunstancia feliz. “He aquí, él ora” le bastó a Ananías; estaba
seguro de que Pablo debía de haber sido convertido; y cuando encontramos a un
hombre orando, y orando fervientemente pidiendo la salvación personal, sentimos
que eso es el dedo de Dios, y nuestro corazón se alegra en nuestro interior.
El pasaje que vamos a
considerar es una de esas fervientes súplicas personales que nos encanta oír de
cualquier boca. Voy a leerlo de nuevo, y luego voy a proceder a utilizarlo de
dos o tres maneras. “Acuérdate de mí, oh Jehová, según tu benevolencia para con
tu pueblo; visítame con tu salvación, para que yo vea el bien de tus escogidos,
para que me goce en la alegría de tu nación, y me gloríe con tu heredad”.
Ahora, primero, esta es una oración muy apropiada para el
creyente humilde: quien la musitó por primera vez era un humilde creyente.
A continuación, constituiría una petición
muy apropiada para un penitente que se ha descarriado; y, en tercer lugar, sería un Evangelio muy dulce para un
buscador. Que el Espíritu de Dios bendiga la palabra para cada uno de esos
caracteres.
I. Primero,
entonces, esta es una admirable oración PARA UN POBRE Y HUMILDE CRISTIANO. Me parece oírle usando esas mismas palabras.
Noten con interés el
primer miedo sentido por este pobre y trémulo cristiano. Tiene miedo de que Dios lo olvide por ser tan pequeño, y por eso
comienza con: “Acuérdate de mí, oh
Jehová, según tu benevolencia para
con tu pueblo”. Yo conozco bien a este hombre. Lo tengo en muy alta estima,
pero él mismo tiene una muy baja opinión de sí mismo. Admiro su humildad, pero
él se queja a menudo de que siente orgullo en su corazón. Es un verdadero creyente,
pero es un hombre tristemente acosado por las dudas. Pobre hombre, hunde su
cabeza pues tiene un gran sentido de su propia indignidad; yo sólo desearía que
tuviera un igual sentido de la plenitud de Cristo que pudiera equilibrar su
humildad. Va camino al cielo, pero con frecuencia teme no ir por ese camino, y
eso lo lleva a vigilar cada paso que da. Casi desearía que algunos profesantes
confiados fueran tan asediados por las dudas como él lo es, si fueran la mitad
de cautelosos. Tiene miedo de poner un pie delante del otro, no sea que se
equivoque, y sin embargo, lamenta su falta de vigilancia. Se está quejando
siempre de la dureza de su corazón, y, sin embargo, él es la ternura misma. Ah,
qué tipo: deberían oírle orar. Sus oraciones están entre las más fervientes y
bendecidas que ustedes hayan oído jamás, pero una vez que ha concluido teme que
no debió haber abierto su boca jamás. Dice que no es apto para orar delante de
otros. Considera que las suyas son las más pobres oraciones de las que llegan
jamás al trono de Dios; en verdad tiene miedo de que no lleguen allá, sino que
se disipen como si fueran aliento desperdiciado. Recibe sus ocasionales rayos
de luz solar, y cuando siente el amor de Dios en su alma se siente tan feliz
como el grillo sobre la chimenea. No hay nadie fuera del cielo que se sienta
más alegre que él cuando su esperanza revive. Pero, oh, es tan sensible en
cuanto al pecado que cuando descubre que se está enfriando un poco o que se
está descarriando en alguna medida, comienza a flagelarse, lo cual me alegra
mucho, pero también comienza a dudar un poco de su interés en su Señor, lo cual
no me alegra para nada, sino que me compadezco mucho de él aunque también lo culpo
si bien sintiendo mucha simpatía por él. No estoy muy seguro del nombre de este
buen hombre; pudiera ser Poca Fe, o Mente Débil. ¿O acaso estaré pensando en el
señor Desaliento? ¿O estoy hablando de la señorita Temerosa? ¿O se trata del
señor A Punto de Caer? Bien, es algún miembro de esa numerosa familia. Esta
pobre alma piensa, “¡Seguramente Dios me olvidará!” No, no, querido corazón, Él
no te olvidará. Es maravilloso cómo Dios piensa en las cosas pequeñas. Mungo
Park recogió un poquito de musgo en el desierto, y mientras observaba cuán
hermosamente jaspeado era, dijo: “Dios está aquí. Él está pensando en el musgo,
y por tanto, pensará también en mí”. Érase una vez, una plantita que creció
justo en el centro del bosque; los árboles se extendían por muchas millas
alrededor de ella, y la plantita se dijo a sí misma: “Nunca me dará la luz del
sol. Tengo una florecita que yo gustosamente abriría, pero no puede brotar
mientras la luz del sol no me acaricie. ¡Ay!, nunca llegará hasta mí. Mira el denso follaje y los grandes
troncos de esos robles gigantescos y de esas poderosas hayas que van a ocultar
efectivamente el sol para que no le dé a mi diminuta forma”. Pero a su debido
tiempo el sol miró a través de los árboles como un rey a través de las rejas y
le sonrió a la florecita; pues no ha existido nunca una flor en la que Dios no
hubiera pensado y para la que no hubiera provisto. ¿No dices correctamente que
“cada hoja de hierba tiene su gota de rocío”, y piensas que Dios te olvidará,
por pequeño que seas? Él sabe cuándo vuelan las golondrinas, y cuándo
despiertan las hormigas y recogen sus reservas, ¿y no pensará en ti? No porque
seas pequeño debes dudar del amor de tu Padre celestial. Madre, ¿de cuál de tus
hijos te olvidas alguna vez? Si alguna vez fueras a tu cama en la noche y
dejaras a uno de los hijos afuera de la casa, yo sé cuál no sería. No sería el
bebé que permanece indefenso en tu pecho. Nunca lo olvidas a él. Y ustedes,
criaturas indefensas, ustedes, seres trémulos, si el Señor tuviera que olvidar
a alguien, sería al fuerte, pero ciertamente no a ustedes. Al tiempo que
musitas la oración, “Acuérdate de mí… según
tu benevolencia para con tu pueblo”, el Señor te responde: “Yo todavía te
recuerdo vívidamente”.
Observen a continuación
que este pobre corazón trémulo pareciera estar en serios problemas por miedo de
que el Señor lo pasara por alto, pero al mismo tiempo siente que toda cosa buena que pueda recibir tiene que venir del Señor,
y que tiene que ser llevado a ella por el Señor. Noten las palabras:
“Visítame con tu salvación”; es como si hubiese dicho: “Señor, yo no puedo
venir a Ti; estoy muy lisiado para venir, estoy demasiado débil para venir, pero
visítame. Oh Señor, yo soy como el hombre herido entre Jericó y Jerusalén:
estoy medio muerto, y no puedo moverme. Ven a mí, Señor; pues no puedo moverme para ir a Ti. Visítame, pues sólo
Tus visitaciones pueden preservar mi espíritu. Estoy tan herido y tan
gravemente quebrantado y arruinado que si Tú no me visitas con Tu salvación,
como si no hubiese sido salvado nunca antes, estaré perdido”.
Ahora, pobre amigo
trémulo, permíteme susurrar una media palabra a tu oído, y que Dios el Espíritu
Santo la torne en un consuelo para ti. Si tienes un corazón quebrantado no
necesitas decir: “Señor, visítame”. ¿No sabes que Él mora en ti, pues acaso no
está escrito, “Miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla
a mi palabra, y con él moraré”? ¿No
eres tú esa precisa persona? Yo quisiera que te gozaras con la palabra de Dios,
pero como no puedes hacerlo, me alegra que tiembles ante ella, pues tú eres el
hombre al que Dios ha prometido morar con él. “Tiembla a mi palabra”, aférrate a eso, y cree que el Señor te mira
y mora contigo.
¡Qué oración tan
quejumbrosa es esta! Consideren cuidadosamente que este pobre ser débil,
humilde y trémulo anhela participar de
las bendiciones que el Señor da a Su propio pueblo, y del goce que tiene
reservado para ellos. Así es como habla: “Oigo a muchos cristianos a mi
alrededor que dicen que saben y que están persuadidos. Oh, que tuviera yo un
poco de su certeza. Les oigo hablar muy confiadamente, con una seguridad muy plena,
y veo que sus ojos irradian luz cuando hablan acerca de su dulce Señor y Maestro,
y de todo Su amor por ellos; ¡oh, cuánto desearía poder hablar así! Pobre de
mí, yo sólo soy capaz de decir: ‘Creo; ayuda mi incredulidad’. Los veo sentados
a una mesa bien provista y parecieran comer opíparamente; pero en cuanto a mí,
me alegra que esté escrito que los perrillos comen las migajas que caen de la
mesa del Maestro, y si obtengo una migaja de vez en cuando, me sentiré feliz
con eso, aunque desearía poder sentarme y darme un banquete donde lo hacen otros
hijos de Dios. ¡Oh que pudiera hablar de un extasiado compañerismo, de una
íntima comunión, de un gozo interior y de una desbordante bienaventuranza! Algunos
de ellos me dicen que se sientan en los escalones que dan a la puerta del
cielo, y miran hacia el interior y ven las calles de oro, y que algunas veces
oyen algunas notas extraviadas de las arpas de los bienaventurados en el país
lejano. ¡Oh, cómo quisiera sorber esos goces, pues, ay de mí, que moro en
Mesec, y habito entre la tiendas de Cedar!, y la única música que oigo es el
ruido de un mundo pecador y la violas de aquellos que se divierten en el
libertinaje. Echo de menos aquellas cosas preciosas en las que los santos se
deleitan”. Pobre corazón doliente, déjame decirte, y decir en el nombre de
Dios, que si amas a tu Señor, todas las cosas son tuyas. Son tuyas para que las disfrutes libremente incluso en este
instante. El Señor no te niega ninguna de las bendiciones del pacto. Atrévete a
apropiarte de los goces sagrados, pues aunque seas el hijo más pequeño de los
hijos de la familia, con todo, la herencia de los hijos de Dios es la misma
para cada uno. No hay ninguna cosa selecta que Dios mantendrá alejada de ti.
No, si hay un bocadillo más exquisito que otro, está reservado para alguien
como tú. Atrévete, entonces. Si fueras el Benjamín de la familia, tendrás la
porción de Benjamín que es diez veces más grande que cualquier otra. Él te
confortará y te bendecirá. Sólo ten buen ánimo, y cuando estés orando esto: “Acuérdate
de mí, oh Jehová, según tu benevolencia para con tu pueblo”, que tu fe le oiga
decir: “Yo soy tu porción”. Regocíjate en el Señor tu Dios. Levanta las manos
caídas y las rodillas paralizadas. ¿Acaso no es mi texto una dulce oración para
ti? Órala con fe, y ten paz.
II. Ahora
vamos a mirar en otra dirección, y vamos a decir que NUESTRO TEXTO ES UNA
PETICIÓN ADECUADA PARA UN POBRE PENITENTE EXTRAVIADO. Yo sé que hay personas
descarriadas aquí; aunque, ay, no estoy seguro de que sean penitentes.
Únicamente el Señor puede leer sus corazones. Pero si son penitentes,
difícilmente puedo concebir una petición más apropiada para ellos que la que
tenemos ante nosotros.
Es claro que este pobre
ser descarriado y suplicante siente que
ha olvidado a su Dios. ¿Lo hecho tú?
Tú has sido un miembro de la iglesia, pero tristemente te has descarriado; te
has olvidado de Sus mandamientos. Pensabas que lo amabas. Solías orar en un
tiempo; sentías algún gozo leyendo y oyendo
Y, luego, creo que tu
siguiente turbación será que sientes que has
perdido tu comunión con Cristo, y tienes razón de sentir así, pues “¿Andarán
dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?” ¿Cómo podría Cristo tener comunión
contigo en los caminos de la necedad? ¿Piensas que Cristo vendría y hablaría
cómodamente contigo mientras fueras frívolo, o mientras fueras inmundo? Toda
dichosa comunión entre tu alma y Dios está rota, y harías bien en orar,
pidiendo: “Visítame con tu salvación. Regresa a mí, Señor. Ven y mora en mí de
nuevo.
‘¿Por qué habrían de vagar mis pasiones insensatas?
¿Dónde pudiera haber esa dulzura
Como la que he probado en Tu amor,
Como la que he encontrado en Ti?’
Regresa, Señor mío, y
visítame con tu salvación”. ¿Acaso no esta una oración hecha a propósito para
ti?
Y a continuación, se
observa en el texto que el pobre descarriado anhela lograr una visión de las cosas buenas que durante mucho tiempo
han estado ocultas para él. Clama: “Para que yo vea el bien de tus
escogidos”. Ha estado afuera entre los puercos, pero no podía llenar su vientre
con las algarrobas. Ha estado padeciendo de hambre y sed, y ahora recuerda que
en la casa de su Padre hay abundancia de pan. Alma descarriada, ¿recuerdas eso
esta noche? Tú sabes que no eres feliz, y comienzas a percibir que nunca serás
feliz mientras estés viviendo en el país lejano. Si no hubieras sido un hijo de
Dios habrías sido un feliz mundano según el tipo de felicidad que los mundanos
conocen; pero si has conocido alguna vez el amor de Dios has quedado imposibilitado
de ser un mundano; y tú lo has conocido,
o de lo contrario habrías sido ciertamente un hipócrita. ¿No le pides al Señor
entre suspiros que te dé estas buenas cosas de nuevo? Bien, Él te las dará
libremente y no te reprenderá. Ven y prueba otra vez. Él está dispuesto a
estrecharte contra Su pecho, y a olvidar y a perdonar el pasado, y a aceptarte
en el Amado.
El pobre descarriado, orando
con las palabras de mi texto, anhela
experimentar una vez más el gozo que solía sentir, y, por tanto, dice:
“Para que me goce en la alegría de tu nación”; y, también, quiere ser capaz de hablar como podía hacerlo antes: “y me gloríe
en tu heredad”. Pobre hombre, ahora le da vergüenza hablarles a los pecadores.
Agacha su cabeza cuando está acompañado, pues hay algunos que lo llaman
renegado. No quiere que se sepa que una vez fue cristiano, y, por tanto, llega
a hurtadillas a la asamblea de los santos como si esperara que nadie lo
reconociera. Allí está, pero se siente medio avergonzado por estar aquí; y, no
obstante desearía poder estar una vez más en la hermandad cristiana, y poder
regocijarse con los hermanos. Pobre amigo mío, antes solías ser intrépido como
un león por Cristo, y ahora das la media vuelta y huyes. ¿Cómo podrías ser
intrépido con todas esas inconsistencias? Hubo un tiempo en que habrías podido
ser un mártir, pero ahora, cuán cobarde eres; y nadie se sorprende de que lo
seas sabiendo que el pecado secreto ha minado y socavado tu profesión, y te ha
hecho débil como el agua. Te ruego
que digas esta oración: “Y me gloríe con tu heredad”. Nunca te gloriarás de
nuevo en el Señor mientras no seas restaurado, mientras no regreses de nuevo
como viniste la primera vez con el viejo clamor: “Padre, he pecado contra el
cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. Regresa ahora
mismo, hermano mío, y obtén otra aplicación de la sangre rociada. Mira otra vez
a Jesús. Ah, y puedo decir aquí -si no
te has descarriado- que mires de nuevo a Jesús. Sería bueno que los que no nos
hemos extraviado le miráramos a Él conjuntamente con nuestros hermanos que se
han descarriado, pues todos nosotros necesitamos la misma bendición. Todos nos
hemos descarriado en cierta medida. Vamos, miremos esas amadas heridas de
nuevo. ¿No puedes verle? Me parece que pende delante de mí ahora. La corona de
espinas está sobre Su cabeza, y Sus ojos están llenos de una piedad lánguida y
de un lloroso dolor. Veo Su rostro embadurnado de salivazos, y negro y azul por
las crueles contusiones. Veo Sus manos que son fuentes de sangre coagulada. Veo
Sus pies, que vierten regueros de sangre carmesí. Le veo y clamo: “¿Hubo alguna
vez dolor como el tuyo, oh Rey del dolor?” Y al tiempo que miro, recuerdo que Dios
puso en Él la iniquidad de todo Su pueblo; y, mirando, mi pecado se aparta de mí,
porque fue colocado sobre Él. Mirando, mi corazón comienza a amar, y luego
empieza a saltar. Mirando, regreso otra vez al sitio donde estuve antes; y
ahora, una vez más, Cristo es mi todo, y yo me gozo en Él. Descarriado, ¿has
recorrido ese proceso? Si lo has hecho mientras he estado hablando, alabemos
juntos a Dios.
III. Espero
que el último uso que debo hacer de mi texto sea de provecho para muchas
personas que están presentes. Se trata de este: ESTA ES UNA ORACIÓN MUY DULCE
PARA UN POBRE BUSCADOR AFLIGIDO. Ruego a todos los que desean la conversión que
recuerden esta oración. Sería bueno que la anotaran y que se la llevaran a
casa, o, mejor aún, que de inmediato la musitaran al cielo.
Considérenla bien. Para
comenzar, es una oración de un pecador. “¡Acuérdate
de mí, oh Jehová!” Una oración de un pecador, digo yo, pues el ladrón moribundo
se gozó usando esas palabras. Pobre hombre, él no hubiera podido agacharse para
tomar un libro de oración y decir una ‘colecta’ (1) cuando se estaba muriendo,
y no había necesidad de que lo hiciera. Esta es la mejor de las oraciones: “Señor,
acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Trémulo pecador, lo que fue válido
para el ladrón moribundo muy bien puede ser válido para ti. Musítala ahora:
“Olvida mis pecados, Padre mío, pero recuérdame. Olvida mis demoras, olvida mis
rechazos de un Salvador, olvida la dureza de mi corazón, pero, oh, recuérdame.
Que todo se aparte de Tu mente, y que sea borrado de Tu memoria; pero, amado
Padre, por el amor del Señor Jesús, recuérdame”. Pecador, no te vayas a casa
sin ofrecer esa oración a Dios.
Noten, además, que es la
oración de un perdido. “Visítame con
tu salvación”. Nadie necesita la salvación a menos que esté perdido. La gente
puede hablar acerca de la salvación pero sin sentir que está perdida pues no
saben nada al respecto, y realmente no la desean. Alma perdida, ¿dónde estás?
¿Acaso estás perdida de mil maneras, perdida incluso para la sociedad? Bien, he
aquí una oración apropiada para ti: “Visítame con tu salvación”. Jesucristo no
vino para buscar y para salvar a quienes no necesitan la salvación, sino que
vino a propósito para buscar y salvar lo que estaba perdido. Tú eres el hombre
que Él vino a bendecir. Míralo a Él y encontrarás que Él es el Salvador que tú
requieres. “Visítame con tu salvación”. Yo no puedo insertar esta oración en
sus corazones, pero Dios sí puede, y yo estoy orando en mi propia alma pidiendo
que muchos de ustedes que están en los balcones, o por allá abajo, clamen
ahora: “Visítame con tu salvación”.
Además, observen que
nuestro texto es la oración de alguien
que tiene un ojo débil, “Para que yo vea
el bien de tus escogidos”. Le hemos dicho al buscador que mire a Jesús,
pero él se queja diciendo: “yo en verdad trato de mirar, pero no puedo ver”. Amado
buscador, hasta donde sé no se te pide ver. Se te pide que mires; y si no
pudiste ver cuando miraste, al menos habrías obedecido el mandato del
Evangelio. Mirar, mirar es lo que te traería la salvación. Pero Cristo es
la grandiosa cura para los ojos débiles. Él puede quitar la catarata y suprimir
la gutta serena (2). Ora diciendo
esta noche: “Señor, abre mis ojos ciegos, para que yo vea el bien de tus
escogidos”.
Luego, es una oración para un corazón afligido. “Para
que me goce en la alegría de tu nación”. El alma que anda buscando gime
diciendo: “Oh, que tuviera un poco de gozo o siquiera una trémula esperanza. Yo
me alegraría aunque fuera con una pequeña porción de luz”. Ora
pidiendo gozo. El Señor espera darlo, y si tú crees en Jesús, tu gozo será pleno.
Y en último lugar –para
no retenerlos hasta el cansancio- nuestro texto es la oración de un espíritu que es humilde y que yace en el propio polvo,
que clama a Dios para que le capacite a gloriarse en su herencia porque ha
quedado despojado de toda otra gloria, ha quedado vacío de sus propias
jactancias. Prácticamente su súplica es: “Señor, concédeme que me jacte en Tu
misericordia y en Tu benevolencia, pues no tengo nada más de qué jactarme”.
Ahora, amado oyente,
quisiera instarte muy fervientemente a que hagas esta oración, y quisiera instarte
a que la adoptes por estas razones:
Sólo piensa un instante.
Suponiendo que estás viviendo ahora sin ver el bien de los escogidos de Dios,
sin ser salvo, ¡qué vida tan desgraciada vives! No puedo entender lo que hacen
los hombres sin Dios; no puedo comprender cómo viven. ¿No tienen cuidados,
varones? “Oh” –dices tú- “tenemos ansiedades en grandes cantidades”. Bien,
¿adónde las llevas? Yo encuentro que tengo bastantes problemas, pero tengo un
Dios a quien llevárselos. ¿Qué haces tú con muchos problemas y sin un Dios? ¿No
turban nunca tu mente tus hijos? ¿Cómo puedes vivir con hijos malos y sin un
Dios? ¿Nunca pierdes dinero en tu negocio? ¿No te sientes aturdido nunca? ¿No
dices nunca: “Qué haré? ¿Qué camino debo tomar? Yo supongo que sí. Entonces,
¿qué haces sin un ayudador o un guía? Pobre ser débil como soy, yo corro bajo
el abrigo del ala de mi Padre, y allí me siento muy seguro. Pero, ¿adónde vas?
¿Adónde acudes presuroso? ¿Cuál es tu consuelo? Yo supongo que te pareces a las
pobres criaturas condenadas a muerte en tiempos antiguos a quienes les
proporcionaban una copa con un estupefaciente, de manera que pudieran morir sin
sentir el horror de la muerte; seguramente tienes que estar grandemente
engañado para que puedas creer una mentira, pues si estuvieras en tus cabales no
podrías pasártela sin un Dios -no, no con tus hermosos jardines y excelente
parques, y dinero y riquezas, y mucho menos –muchos de ustedes- con su pobreza
y duros trabajos. Pobre hombre sin Dios, ¿cómo mantienes el ánimo? ¿Qué
consuelo hay en tu vida? No haces ninguna oración por la mañana, y ninguna
oración por la noche: ¡qué días, qué noches! Oh, varones, yo preferiría optar
por vivir sin comer o vivir sin respirar, que vivir sin orar. ¡Espíritus
desnudos y miserables, sus almas tienen que estar sin un Dios que las cubra!
Pero si es malo vivir sin Cristo –y
yo estoy seguro que lo es- ¿qué será morir
sin Él? ¿Qué será avizorar el futuro, y no encontrar ninguna luz, sin una
luz y sin nadie que te pueda traer un poco de luz? Has hecho llamar al ministro
y él ha hablado contigo, pero no puede ayudarte; tu familia ha orado por ti, y
llora ante la idea de perderte, pero tú te estás asomando como alguien que
contempla un mar embravecido en una tormenta del frío invierno, y no puedes ver
nada sino la palpable oscuridad. O, cambiando la metáfora, eres como un hombre
en aquel naufragio. Mira, él se aferra al mástil; oye la ráfaga de viento que
pasa silbando a su lado y que pronto regresa aullando en torno a él, como si
estuviese hambrienta de su presa. Puede oír a las gaviotas chillando en el
cielo y ellas parecen profetizar su perdición. Las olas rompen sobre él,
remojándolo con su agua salobre, hasta que queda a punto de congelarse mientras
pende entre las terribles fauces de la muerte. El bote salvavidas ya fue
utilizado y se ha llevado a todos los que podía, y no regresará jamás; y aunque
se aferra con desesperación sabe que es una esperanza vana. Seguirá a la deriva
en el mar, y su cadáver permanecerá donde yacen las perlas en lo profundo, en
las cavernas donde miles de esqueletos se han blanqueado todos estos años; su
caso es terrible en grado sumo, y sin embargo, es un débil cuadro de un alma
que abandona el cuerpo sin un interés en la salvación de Cristo. Antes de que
entres en ese estado, clama a Dios diciendo: “Acuérdate de mí, oh Jehová, según
tu benevolencia para con tu pueblo; ¡visítame con tu salvación!”
Pero la niebla se
oscurece y la tempestad reduce diez veces su furia cuando nos ponemos a pensar
qué cosa ha de ser resucitar de la tumba sin Cristo. Cuando el último clarín
estridente haya sonado y cada tumba y cada cementerio hayan entregado a sus
durmientes, y el mar haya devuelto a los muertos que están en su interior, y
los campos de batalla rebosen con las miríadas de muertos que viven de nuevo, y
en el cielo se vea el grandioso trono blanco, y en él al Hijo del hombre que se
desangró por los pecadores, que viene ahora para juzgar y para condenar a Sus
adversarios; ¿qué harán los hombres si no tienen ninguna religión personal,
ningún interés en Cristo, ninguna porción en Su salvación?
Esta gran reunión en el
Tabernáculo es una escena común para muchos de ustedes. He de confesar que no
puedo contemplarla sin emoción, aunque la contemplo dos veces cada día domingo.
Aquí están todos ustedes, y yo, un hombre solitario, de pie aquí para hablarles
a ustedes en el nombre de Dios. Ser denodado con ustedes vale para mí tanto como
mi alma; pero, ah, yo no soy ni la mitad de denodado de lo que
debería ser. Con todo, óiganme una vez más. Yo soy un verdadero profeta en esta
hora: cuando les advierto de nuevo que verán este espectáculo si rechazan al
Salvador. A través de las llamas del infierno lo verán, y se dirán a ustedes mismos:
“El predicador efectivamente nos advirtió: él nos dijo que clamáramos a Dios
pidiendo misericordia; él nos indicó al Salvador. Nos pidió que oráramos, y que
oráramos allí mismo”. Ustedes recordarán mis súplicas, y entonces renovarán su
agonía cuando, con un alarido que será interminable, clamarán diciendo: “Dios
llamó, pero yo rehusé; Él extendió Sus manos, pero yo no lo tomé en cuenta, y
ahora ha pasado el día de gracia, y el Cristo a quien yo desprecié se ríe de mi
calamidad y se burla cuando llega mi tiempo: pues no hay ninguna esperanza,
ninguna esperanza. Toqué demasiado tarde a la puerta de la misericordia. Mi
lámpara se apagó. Fui una virgen necia, y me he quedado afuera en las tinieblas
exteriores, donde hay llanto y lamentos y crujir de dientes”. En el nombre del
Dios eterno yo les ruego que se sometan de inmediato a Cristo, su Señor, y
vivirán. Amén. Amén.
Porción de
Notas del traductor:
(1) Colecta: primera de
las oraciones que dice quien celebra la misa, recogiendo las intenciones de los
fieles.
(2) Gutta serena:
amaurosis, ceguera en la cual no se encuentra defecto o irregularidad alguna en
el ojo.
Traductor: Allan Román
14/Noviembre/2013
www.spurgeon.com.mx