El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Jinete Del
Caballo Blanco
Y
Los Ejércitos Que
Le Acompañan
NO.
1452B
UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Entonces vi
el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba
se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como
llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito
que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre;
y su nombre es: EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino
finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos. De su boca sale una
espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de
hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios
Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE
REYES Y SEÑOR DE SEÑORES”.
Apocalipsis 19: 11-16.
El amado Juan, más que
nadie, conocía al humilde Salvador. Había recostado su cabeza sobre Su pecho, y
conocía mejor que cualquiera de los otros apóstoles los dolidos latidos del
afligido corazón de su Señor. Nunca podría borrarse de su mente el aspecto de
Cristo pues de tal manera había sido desfigurado de los hombres su parecer.
Juan había visto al amado Sufriente en aquella terrible noche cuando se cubrió
de un sudor sangriento en Getsemaní; le había visto después de que hubo sido
golpeado y azotado en el palacio de Herodes y en el pretorio de Pilato; había estado
incluso al pie de la cruz y había visto a su divino Maestro en medio de las
extremas agonías de la muerte; por todo eso, el tierno y afectuoso corazón de
Juan no iba a permitir jamás que la sufriente imagen de su Maestro
desapareciera de su memoria. En verdad, si nos hubiera hablado en visión –en términos
simbólicos- respecto a lo que había visto de su Señor y Maestro aquí abajo, le
habría descrito como un soldado de a pie que sale a combatir solo, sin ningún
ejército que le siguiera, pues todos Sus discípulos le abandonaron y huyeron.
Él mismo no iba cubierto con una refulgente armadura, sino con vestidos teñidos
en sangre y con Su rostro cubierto de vergüenza. Nos habría contado cómo el
solitario Adalid luchó solo en medio del polvo y de la sofocación de la
batalla, y cómo cayó y mordió el polvo de manera que Su enemigo le holló con su
pie y por un momento se regocijó a costa Suya. Les habría contado cómo se
levantó del sepulcro, y holló en tierra a Sus adversarios y llevó cautiva la
cautividad. Así hubiera sido la descripción de Juan de su primera visión de su
Señor como un guerrero combatiente, sólo que en términos muchos más nobles.
Pero ahora, en el pasaje
que estamos considerando, se nos informa que fue abierta una puerta en el
cielo, y el discípulo a quien Jesús amaba vio algo que de otro modo nunca
habría visto, algo que nunca hubiera imaginado. Vio al mismo combatiente Señor,
pero de una manera muy diferente. Si Juan hubiera continuado mirando con el ojo
del sentido a Cristo y a Sus seguidores aun hasta este día, y hubiera visto la
batalla como ha de ser vista en la historia en la tierra, habría dicho que vio
al mismo Ser despreciado y desechado a la cabeza de un grupo igualmente
despreciado y desechado, guiándolos a prisión y a la muerte. Les habría contado
cómo hasta este preciso día el pendón del Evangelio es portado en alto en medio
del humo y del polvo, y Cristo crucificado es proclamado en medio de la
contención y del ridículo. Juan habría pintado con negros colores la escena de
la batalla, de la gran batalla que está siendo librada entre los hijos de los
hombres en esta precisa hora. Pero en aquel momento se abrió una puerta en el
cielo y Juan vio la escena como Dios la
ve. La contempló desde la perspectiva del cielo y vio el conflicto entre el
bien y el mal, entre Cristo y Satanás, entre la verdad y el error; vio la
escena según la propia y clara perspectiva del cielo y escribió luego la visión
para que también nosotros pudiéramos verla. Oh, si somos partícipes de este
conflicto, si seguimos al Cordero por dondequiera que va, si estamos
comprometidos con la verdad y con lo recto, si tenemos fe absoluta en la sangre
preciosa de la expiación y en las grandiosas doctrinas del Evangelio, nos hará
bien y hará bullir nuestra sangre si nos ubicamos en una de las serenas cumbres
de las colinas del cielo, sobre las brumas de la tierra, y contemplamos la
batalla que se está librando enconadamente en la tierra y que se seguirá
librando hasta que Armagedón concluya la guerra. Si nosotros podemos contemplar
la escena, si Dios fortalece nuestros ojos, nuestras manos pueden ser
vigorizadas para el conflicto y nuestros corazones pueden ser fortalecidos para
el combate.
Cuando se abrió la
puerta en el cielo, lo primero que el vidente de Patmos advirtió fue a nuestro Capitán; mirémosle a Él primero.
Después vio a Sus seguidores; y luego
observó el modo de la guerra, y alcanzó a
ver la gran derrota del enemigo.
I. Entonces,
primero JUAN VIO A NUESTRO CAPITÁN, el Rey de reyes.
Notemos Su glorioso
estado. Juan dice: “Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco,
y el que lo montaba”. Como ya lo hemos dicho, cuando Jesús estaba aquí era un
soldado de a pie; tenía que hundirse hasta las rodillas a través del cieno y del
lodo, y tenía que caminar tan agotadoramente como cualquiera de los demás
guerreros de la compañía; pero ahora que ha ascendido, aunque continúa
combatiendo, lo hace de otra manera. Por supuesto que los términos son
simbólicos, y nadie los tomaría literalmente; pero nuestro Señor es descrito
aquí como montando un brioso corcel, yendo al ataque en contra de Sus enemigos
montando un corcel blanco como la nieve. Esto significa que Cristo es honrado ahora. Les garantizo que ya no
es ningún soldado de a pie que va cansado, lleno de polvo y desfalleciente. En
una ocasión Salomón dijo que vio siervos a caballo, y príncipes que andaban
como siervos sobre la tierra. Y lo mismo sucedía con Cristo: Pilato y Herodes
se daban ínfulas mientras Jesús tenía que caminar en dolor y deshonra. Pero
ahora, como uno más grande que Mardoqueo, Él cabalga en el corcel del Rey, pues
este es el hombre a quien el Rey se agrada en honrar. Nuestro Jesús sale a la
guerra en la condición de un Rey, no como un soldado común, sino como un
glorioso Príncipe, regiamente montado.
Un caballo denota, no
únicamente honor, sino poder. Para
los judíos el empleo del caballo en la guerra era algo inusual, de manera que
cuando sus adversarios lo usaban ellos le atribuían gran fuerza. Jesucristo
tiene gran poder hoy, un poder que nadie puede medir. Él fue crucificado en
debilidad, pero ¿dónde está la debilidad ahora? Él ofreció Sus manos a los
clavos y Sus pies para que fueran clavados al madero, pero ya no lo hace más.
Ahora se ha montado en el corcel de Su poder, grande sobremanera, y gobierna en
el cielo y en la tierra, y nadie puede detener Su mano, o ponerlo en deshonra o
disputar Su voluntad. Oh, ustedes, que le aman, solacen sus ojos en Él en este
día. No me corresponde hablar ahora; hacerlo sólo sería como sostener una vela
contra el sol; pero contémplenlo por ustedes mismos y sacien sus ojos con la
imagen, mientras ven a quien una vez fuera despreciado y desechado, asumiendo
ahora Su gran poder.
Allí está simbolizada
también la rapidez. Cristo tenía que
caminar cuando estaba aquí, y tenía que ir de ciudad en ciudad y a duras penas
llegó a visitarlas a todas antes de que se cumpliera Su tiempo; pero ahora Su
palabra circula con gran rapidez. Basta con que así lo quiera para que la voz
de Su Evangelio se oiga hasta los últimos confines del globo; su mensaje ha
circulado por toda la tierra, y sus palabras hasta los términos del mundo. El
Evangelio es predicado en todas partes, aunque sólo sea como un testimonio en
contra de ellos, y hoy se cumplen ante sus ojos las palabras del profeta
Zacarías: “Jehová de los ejércitos visitará su rebaño, la casa de Judá, y los
pondrá como su caballo de honor en la guerra”.
El color del caballo
tiene el propósito de denotar victoria.
Cuando el conquistador romano gozaba de un triunfo, al regresar de una campaña
cabalgaba en un corcel blanco a lo largo de
Les repito que casi no
me gusta hablar sobre este tema; me parece que es algo demasiado grande para mí,
pero les pediría a los santos de Dios que han llorado en Getsemaní que alcen
ahora sus ojos y sonrían al ver al mismo Redentor que una vez estuvo postrado
debajo de los olivos, cabalgando ahora sobre un blanco corcel. Su Señor en este
momento ya no es despreciado, sino que más bien se prodiga en Él toda la gloria
que el propio cielo es capaz de concebir.
Juan miró en el interior
de la bóveda abierta del cielo y tuvo tiempo, no sólo para ver al corcel, sino
para observar el carácter de Aquel que lo montaba. Dice que quien lo montaba se
llamaba Fiel y Verdadero. Por esto pueden conocer a su Señor. Él ha sido un amigo
fiel y verdadero para ustedes. Oh soldados de la cruz, ¿alguna vez los ha
engañado? ¿Cuándo les ha fallado, o los ha olvidado? ¿Fiel? Ah, eso es Él, fiel
a cada palabra que ha dicho. ¿Y verdadero? ¿No le reconocen, pues acaso no es
Él la verdad, la propia verdad de Dios? ¿No ha cumplido cada promesa que les ha
hecho, y no han visto que Sus enseñanzas están eternamente basadas en la veracidad
divina? Y fiel y verdadero ha sido Él para con el grandioso Padre. Ha
completado la obra que se comprometió a realizar. No ha dejado de cumplir
ninguno de los compromisos del pacto bajo el que se obligó desde el principio.
Él se ofreció como la fianza de Su pueblo y ha sido fiel y verdadero con esa
fianza sobremanera costosa. Él vino para ser el liberador de Sus elegidos, y ha
consumado su liberación. No se ha desviado ni a la derecha ni a la izquierda,
sino que ha sido fiel y verdadero con cada promesa que le hizo a Su Padre para
la liberación de Sus elegidos. Sí, y aun Sus enemigos, si bien le dirigen
muchas palabras amenazantes, no pueden decir que Él no es fiel y verdadero. No
ha actuado con falsedad ni siquiera para con el más vil demonio en el infierno,
ni ha engañado, en ningún sentido, al más vil de los hombres con vida. Ni
tampoco lo hará, pues cuando llegue el día de que cumpla con Su palabra de terror,
hará que el castigo corresponda a cada sílaba de la amenaza, y ajustará el
juicio a cordel, y a nivel la justicia, y aun Sus adversarios, aunque para
siempre lamentarán el hecho, confesarán que Su nombre es Fiel y Verdadero. Lo
llamaron con muchos nombres ofensivos mientras estuvo aquí; decían que tenía
demonio y que estaba loco; pero ahora es reconocido que Su nombre es Fiel y
Verdadero. Nosotros lo reconocemos
con intenso deleite, y nos alegra pensar que guía a las tropas del cielo a la
batalla.
Juan seguía mirando y
mientras contemplaba con unos ojos abiertos observó el modo de acción y de guerra que el Adalid empleaba, pues dice: “Y
con justicia juzga y pelea”. Jesús es el único rey que siempre hace la guerra
de esta manera. Ha habido brillantes excepciones a la regla general, pero la
guerra es usualmente tan engañosa como sangrienta y las palabras de los
diplomáticos son una sarta de mentiras. Parece imposible que los hombres
deliberen acerca de la paz y de la guerra sin que olviden en seguida el
significado de las palabras y las obligaciones de la honestidad. La guerra
pareciera todavía una actividad en la que la verdad está fuera de lugar; es un
asunto tan maldito que la falsedad se encuentra allí en su elemento y la
justicia abandona el campo de batalla. Pero en cuanto a nuestro Rey, Él
efectivamente juzga y pelea con justicia. El reino de Cristo no necesita de
ningún engaño. Las armas de nuestra guerra son el lenguaje más sencillo y la
verdad más transparente. La astucia jesuítica que habla con engaños, la
superchería sacerdotal que mina la fe en Dios de los hombres para enseñarles la
fe en sus semejantes, la falsedad que no enseña una doctrina desde el principio
sino que la insinúa gradualmente a las mentes débiles, la astucia que se
arrastra al interior de las casas y descarría a mujeres necias que son esclavas
de sus concupiscencias, todo eso no tiene nada que ver con el reino de Cristo.
“Con justicia juzga y pelea”. Él les ordena a Sus paladines que no salgan con
otra cosa sino con Su palabra y que proclamen esa palabra fielmente, tal como
la reciben, independientemente de que los hombres quieran oírla o quieran
abstenerse de hacerlo. Él les dice a los elementos de Su pueblo, doquiera que
se encuentren, que vivan justamente, sobriamente y con toda integridad, y Él
mismo sacude, como un hombre sacude una víbora de su mano, cualquier cosa que sea
injusta, cualquier cosa que sea contraria a la verdad y a la santidad. Este es
nuestro Adalid, y yo les garantizo que ustedes están muy felices de que
cabalgue en un caballo blanco y de que tenga el dominio. Como Él combate de esa
manera, mientras más prevalezca ese tipo de guerra, será mejor para la
humanidad.
Mirando todavía en el
interior de la puerta abierta, Juan vio algo –no mucho- de la persona de su
bendito Maestro. Y, por supuesto, miró, primero, esos ojos, esos amados ojos que se habían llenado de lágrimas con
tanta frecuencia y que al final estaban incluso enrojecidos por el llanto. Juan
miró en su interior, o deseó hacerlo, pero tuvo que cubrir sus propios ojos
pues estaban deslumbrados. Dice: “Sus ojos eran como llama de fuego”. Piensen
esta noche en su Señor en el corcel blanco con unos ojos como esos. ¿Por qué
son como llamas de fuego? Pues bien, primero, para discernir los secretos de
todos los corazones. No hay secretos aquí que Cristo no vea. No hay ningún
pensamiento lascivo, no hay ningún escepticismo incrédulo que Cristo no lea. No
hay ninguna hipocresía, ningún formalismo, ningún engaño que no examine con la
misma facilidad con la que un hombre lee una página en un libro. Sus ojos son
como una llama de fuego para leernos integralmente y conocer hasta lo más íntimo de nuestra
alma. Oh, piensa en esto y si albergas algún engaño, tiembla ante Aquel en cuyo
espíritu no hay engaño. Esos ojos, como una llama de fuego, le pertenecen a
nuestro Adalid para que pueda entender todas las intrigas y astucias de todos
nuestros enemigos. Algunas veces nos alarmamos; decimos que las maquinaciones
de Roma son muy profundas, y que las conspiraciones de la infidelidad se
sumergen hasta lo más hondo. Pero ¿qué importa eso? Sus ojos son como una llama de fuego: saben qué es lo que se
proponen. Él confundirá su política, dejará al descubierto sus malignos ardides,
y todavía irá al frente de Su ejército venciendo, y para vencer. No temamos
nunca mientras Él cabalgue en el corcel blanco con ojos como los Suyos.
Era natural que la
mirada de Juan se desplazara de los ojos a la
frente, y mientras contemplaba a nuestro Adalid en el caballo blanco vio
que había en Su cabeza muchas diademas. Lo último que había visto allí era una
corona de espinas, pero esa ya no se encontraba ahí, y en el lugar de la
solitaria corona de zarzas de la tierra, Juan vio muchas diademas de las joyas
del cielo. Ahí está puesta la diadema de la creación, pues esta Palabra hizo el
cielo y la tierra; ahí está la diadema de la providencia, pues este Hombre rige
ahora a las naciones con una vara de hierro; ahí está la diadema de la gracia,
pues es por Su regia mano que se otorgan las bendiciones; ahí está la diadema
de la iglesia, pues han de saber todos los hombres que no hay ninguna otra cabeza
de la iglesia sino Cristo, y ay de aquellos que se roben el título. Él es Cabeza
sobre todas las cosas para Su iglesia, y Rey en medio de ella. Sí, hay en Su
cabeza muchas diademas, puestas ahí por almas de individuos a los que Él ha
salvado. Cada uno de nosotros ha tratado de coronarle a nuestra pobre manera, y
lo haremos en tanto que vivamos. Toda potestad le es dada en el cielo y en la
tierra, y por tanto, es bueno que multitudes de diademas cubran esa augusta
frente que una vez fue ceñida con espinas. ¡Gloria sea dada a Ti, oh Hijo de
Dios! Nuestros corazones te adoran esta noche al contemplarte en Tu corcel
blanco.
Mientras le contemplaba
todavía, Juan vio algo más, es decir, Su
ropa. Dice que Su ropa estaba teñida en sangre. Oh, pero este es el
pensamiento más grandioso acerca de nuestro Maestro doquiera que esté: que
siempre es un varón rojo que viste una ropa ensangrentada. Él está en Su más
excelente condición como el sacrificio expiatorio. Nosotros le amamos al ver el
blanco lirio de Su naturaleza perfecta, pero la rosa de Sarón es la flor para
nosotros, pues su dulce perfume infunde vida a nuestras almas desfallecientes.
Sí, Él se desangró, y esto es lo más grandioso que podemos decir de Él. Su vida
fue gloriosa, pero Su muerte la trasciende. Nos embelesa pensar en un Cristo
viviente, en un Cristo reinante; pero, ¡oh, el Cristo sangrante, el Cristo que
se desangró por mí! Tal como la sangre es la vida, así también Su sangre es
vida para nosotros: la vida del Evangelio, la vida de nuestras esperanzas: y
uno se deleita pensando que aunque Él cabalgue en el caballo blanco no se ha
despojado nunca de Su ropa ensangrentada con la que ganó nuestra redención. Se
ve como un Cordero que ha sido inmolado y que ejerce Su sacerdocio todavía.
Siempre que sale para vencer lleva puesta Su armadura, Su ropa teñida en
sangre. Oh, predíquenlo a Él, siervos Suyos, predíquenlo a Él en Su ropa teñida
en sangre. Si lo presentan con cualquier otro tipo de traje no verán nunca que
las almas son salvadas. Le despojan de Su propia ropa, y le ponen la de alguien
más, y pretenden que lo están volviendo más ilustre al ponerle un manto
escarlata, pero Su propia sangre es Su belleza y Su triunfo. Que se presente
ante nosotros con esa ropa y nuestro corazón le coronará con la aclamación más
sonora.
Juan vio algo más y era Su nombre. Pero aquí pareciera
contradecirse. Dice que tenía un nombre que ninguno conocía; sin embargo dice
que Su nombre era: EL VERBO DE DIOS. Oh, pero todo eso es cierto, pues en
alguien como nuestro Maestro tiene que haber paradojas. Ninguno conoce Su
nombre. Ninguno de ustedes conoce toda Su naturaleza. Su amor sobrepasa el
conocimiento de ustedes; Su bondad, Su majestad, Su humillación, Su gloria,
todas esas cosas trascienden el conocimiento de ustedes. No pueden conocerle.
¡Oh, las profundidades! Aunque se sumerjan hasta lo más hondo del misterio del
Dios encarnado no podrían alcanzar jamás su fondo. “Nadie conoce al Hijo, sino
el Padre”. Y, no obstante, ustedes conocen efectivamente Su nombre, pues saben
que Él es “el Verbo de Dios”. ¿Y qué quiere decir eso? Pues bien, cuando un
hombre quiere darse a conocer, habla. “Habla” –dijo el filósofo- “para que yo
te vea”. El discurso de un hombre es la encarnación de su pensamiento. Cuando
oyen su palabra conocen su pensamiento si se trata de un hombre que dice la
verdad. Ahora, Cristo es la palabra de Dios. Él les expresa Su corazón. Sus más
íntimos pensamientos de amor están impresos en grandes letras mayúsculas, y
están expuestos ante ustedes en la persona del viviente, amante, sangrante y
moribundo Hijo encarnado de Dios. Por eso es llamado
II. Les
he pedido así que contemplen lo que Juan vio. El tiempo apremia, sin embargo, y
sólo puedo pedirles a continuación que si han visto al más refulgente Ser de
todos montando el blanco corcel, que miren simplemente a SUS SEGUIDORES. “Y los
ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían
en caballos blancos”.
Vean, entonces, que Cristo tiene un gran séquito, no un
ejército, sino “ejércitos”, huestes enteras de seguidores en números que no se
pueden contar. Mi Señor no es el líder de un pequeño grupo, sino que cuenta con
un gran ejército. Hay algunos que piensan que todos los seguidores de Cristo
van a su pequeño Bet-el, y así todos ellos se sientan en la cima de su propio
Monte Sion, y dulcemente bendicen al Señor que deja fuera al resto de la
humanidad. Pero yo les digo que su pequeño Bet-el no constituiría ni un establo
para los caballos de Sus lugartenientes. Él cuenta con grandes ejércitos que le
siguen, pues ha redimido con Su sangre sumamente preciosa a un número que no se
puede contar de cada pueblo y nación y lengua.
Y ustedes pueden notar
que los que le siguen todos van montando.
Le seguían en caballos blancos. Montan el mismo tipo de caballos que Él monta,
pues a ellos les va como a Él le va: cuando Él camina, ellos tienen que
caminar; cuando Él carga con una cruz, ellos tienen también que cargar con
cruces; pero cuando recibe una corona, exclama: “Ellos serán coronados
también”. Si alguna vez monta un caballo, hará que Sus santos monten caballos
también, pues no es propio de Él que mientras Él cabalga ellos tienen que caminar.
Recuerden cómo motivaba Alejandro a sus soldados. Siempre que las tropas estaban
sedientas, Alejandro se abstenía de beber; y cuando marchaban a pie, Alejandro
caminaba con ellos. Lo mismo sucede con nuestro Señor: Él ha estado marchando
aquí con nosotros en los caminos ásperos pero nos dejará cabalgar con Él en los
caminos de la gloria cuando llegue el tiempo.
Los ejércitos de Cristo
le seguían en caballos blancos. Vean ustedes detenidamente esos caballos
blancos, pues quiero que observen la armadura de sus jinetes. Los hombres de
Cromwell llevaban largas fundas de hierro al cinto en las que enfundaban
espadas que limpiaban con frecuencia sobre las crines de sus caballos cuando
estaban enrojecidas por tanta sangre. Leer esa historia es algo terrible, por
valerosos que fueran aquellos “costillas de hierro”. Pero si miran a estas
tropas observarán que no hay ni una sola espada en medio de ellos. No cuelga ni
una sola funda; ni un solo trozo de metal refleja el destello de la luz del
sol. No hay ni cascos ni corazas allí, ni pareciera haber alguna pistola en su
funda. Ellos no están armados con lanzas o picas y, sin embargo, van cabalgando
a la guerra. ¿Quieren saber cuál es la armadura de esa guerra? Les diré. Están
vestidos de lino finísimo, blanco y limpio. ¡Ese es un extraño uniforme de
batalla! Y, con todo, así es como vencen, y como debes vencer tú también. Esa
es tanto la armadura como el arma. La santidad es nuestra espada y nuestro
escudo. Esa es la pica y ese es el cañón. Basta que vivamos como vive Cristo y
le sigamos, y entonces venceremos, pues ninguna espada puede alcanzar a quien
vive para Dios, ya que aunque matare su cuerpo, no puede tocar su alma: todavía
vive y vence. Piensen en esto, y nunca pidan ninguna otra armadura sino ésta en
el día de la batalla.
Sin embargo, he dicho
que todos ellos iban en caballos blancos, lo cual les muestra que los santos de
Dios tienen una fuerza que algunas veces olvidan. Tú no sabes que cabalgas en
un caballo, oh hijo de Dios; pero hay un supremo poder invisible que te ayuda
al contender por Cristo y por Su verdad. Eres más poderoso de lo que piensas, y
vas cabalgando más rápidamente a la batalla y pasas más rápidamente sobre las
cabezas de tus enemigos de lo que hayas imaginado jamás. Cuando se abra una
puerta en el cielo para ti y llegues al fin de la batalla, dirás: “Bendito sea
el Señor porque yo también cabalgué en un caballo blanco. Yo también vencí
cuando pensaba que estaba derrotado. Yo también, por la simple obediencia a Su
voluntad, y guardando la fe y caminando en Su verdad, he sido más que un
vencedor por medio de Aquel que me amó”.
¿Y no es este un
grandioso espectáculo –este hombre bello, como le llama Rutherford- montado en
Su caballo blanco, y todos esos seres resplandecientes que le siguen en su
gloriosa formación de batalla?
III. Y
ahora debemos concluir, pues acaba de sonar la campana para señalar que se
agotó el tiempo, pero no podemos terminar mientras no hablemos de
Pero para quienes no
quieren rendirse a ella, nuestro Líder tiene una mano así como una lengua y Él
dice que regirá a las naciones con una vara de hierro; y si leyeran la historia
de principio a fin encontrarían que todas las naciones que rechazan el Evangelio
tienen que sufrir por ello. Selecciono un ejemplo. El Evangelio llegó a España
hace años, y multitudes de personas de la nobleza fueron convertidas; pero
ellos tenían sus autos de fe, y
quemaban a los santos y la maldita Inquisición sacó al Evangelio de España, y hasta
este día la nación no ha podido levantarse. Yo confío que lo hará por la
misericordia perdonadora de Dios; pero durante siglos, aquella que gobernó a
las naciones y cubrió los mares con sus armadas ha estado revolcándose en su
pobreza y en su indolencia, pues Cristo la ha gobernado con una vara de hierro,
y así gobernará a todas las naciones que rechacen el testimonio de Su boca. Si
la espada de Su boca no es atendida, entonces viene lo último de esta terrible
guerra –y que Dios nos conceda que nunca lo sepamos- cuando Su pie actúe, pues
Él pisa el lagar del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Ah, qué estrujamiento
ha de ser aquel que vendrá sobre los racimos de Gomorra por el pie que una vez
fue clavado a una cruz. ¿Quién pisoteó el alma de ese pecador y la aplastó?
¿Fue un ángel airado con una espada de fuego? Fue el Cristo de Dios, el hombre
de amor, despreciado y desechado. Más fiero que un león sobre su presa es el
amor una vez que es provocado. Cuando el amor se convierte en celos sus fuegos
son como brasas de enebro, que tienen una llama violenta. Guárdense, ustedes,
despreciadores, de continuar despreciando. Sométanse a la espada de Su boca, no
sea que sean heridos por Su mano. Sean sabios una vez que Su mano comience a
herirlos no sea que tengan que sentir Su pie, pues entonces todo ha terminado.
Que ustedes y yo
tengamos un caballo blanco con el cual seguir a Cristo. Pero nunca lo tendremos
a menos que seamos Sus seguidores aquí. Tenemos
que ponernos ahora nuestras ropas blancas como la nieve. Aquí están listas para
ustedes. La justicia de Cristo le será dada a todo hombre que le acepte y crea
en Él; y cuando se pongan sus ropas blancas como la nieve, Él les dará el
caballo de Su sagrada fuerza, y ustedes, sí, ustedes, siguiendo la huella de su
valiente líder, cabalgarán dando voces: “Victoria, victoria, victoria, por
medio de la sangre del Cordero”. Que el Señor los bendiga por Jesucristo
nuestro Señor. Amén.
Porción de
Apocalipsis 19.
Traductor: Allan Román
4/Octubre/2013
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