El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Más Breve de las Siete Palabras

NO. 1409

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 14 DE ABRIL DE 1878

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed.” Juan 19: 28.

 

Era sumamente conveniente que cada palabra de nuestro Señor en la cruz fuera reunida y preservada. Así como no sería quebrado ni un hueso Suyo, tampoco no se perdería ni una palabra. El Espíritu Santo tuvo especial cuidado de que cada una de las sagradas expresiones fueran registradas convenientemente. Como ustedes saben, hubo siete de esas últimas palabras, y siete es el número de perfección y plenitud; ese número combina el tres del Dios infinito con el cuatro de la completa creación. Como en todo lo demás, nuestro Señor fue la perfección misma en Sus clamores de muerte. Hay una plenitud de significado en cada expresión que nadie sería capaz de captar enteramente, y cuando son combinadas, constituyen una vasta profundidad de pensamiento que ninguna medición humana podría sondear. Aquí, como en cualquier otra parte, nos vemos constreñidos a decir de nuestro Señor: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” En medio de toda la angustia de Su espíritu, Sus últimas palabras demuestran que tuvo pleno control de Sí mismo, y que fue fiel a Su naturaleza perdonadora, fiel a su oficio de Rey, fiel a Su relación filial, fiel a Su Dios, fiel a Su amor por la palabra escrita, fiel a Su gloriosa obra y fiel a Su fe en Su Padre.

 

Como estas siete palabras fueron registradas fielmente, no nos sorprende que hayan sido frecuentemente el tema de una devota meditación. Padres y confesores, predicadores y teólogos se han deleitado en reflexionar en cada sílaba de estas palabras inigualables. Estas solemnes frases han resplandecido como los siete candeleros o las siete estrellas del Apocalipsis, y han guiado a multitudes de hombres hacia quien las pronunció. Hombres reflexivos han extraído una riqueza de significado de ellas, y al hacerlo, las han clasificado en diferentes grupos, y las han colocado bajo diversos encabezados.

 

Yo sólo puedo darles a apreciar una muestra de este rico tema, pero me han impactado especialmente dos maneras de considerar las últimas palabras de nuestro Señor. Primero, esas palabras enseñan y confirman muchas de las doctrinas de nuestra santa fe. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” es la primera. Aquí tenemos el perdón del pecado, un perdón gratuito en respuesta a la súplica del Salvador. “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Aquí tenemos la seguridad del creyente a la hora de su partida, y su admisión instantánea en la presencia de su Señor. Es un golpe asestado directamente al corazón de la fábula del purgatorio. “Mujer, he ahí tu hijo”. Esto manifiesta claramente la propia humanidad real de Cristo, quien hasta el final reconoció Su relación humana con María, de quien nació. Sin embargo, Su lenguaje nos enseña a no adorarla a ella, pues la llama: “mujer”, y nos lleva a honrarlo a Él, que en Su más terrible agonía pensó en las necesidades y aflicciones de ella, así como piensa de igual manera en todos los miembros de Su pueblo ya que ellos son Su madre y Su hermana y Su hermano. “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?” es la cuarta palabra que ilustra el castigo soportado por nuestro Sustituto, cuando cargó con nuestros pecados y fue así desamparado por Su Dios. Ninguna exposición puede revelarnos plenamente la agudeza de esa frase: es penetrante como la propia hoja y la punta de la lanza que atravesó Su corazón. “Tengo sed” es la quinta palabra, y su expresión nos enseña la verdad de la Escritura, pues todas las cosas fueron llevadas a cabo para que la Escritura se cumpliese, y por eso nuestro Señor dijo: “Tengo sed”. La Santa Escritura sigue siendo la base de nuestra fe, confirmada por cada palabra y acto de nuestro Redentor. La penúltima palabra es: “Consumado es”. Ahí tenemos la completa justificación del creyente, puesto que la obra por la cual es aceptado, está realizada plenamente. La última de Sus palabras finales es tomada también de las Escrituras, y nos muestra dónde se alimentaba Su mente. Clamó, antes de inclinar la cabeza que había sostenida erecta en medio de todo Su conflicto, como uno que nunca cedió: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. En ese clamor hay reconciliación para con Dios. Aquel que estuvo en nuestro lugar, había completado toda Su obra y ahora Su espíritu regresa al Padre y nos lleva con Él. Por tanto, ustedes pueden ver que cada palabra nos enseña alguna doctrina fundamental de nuestra bendita fe. “El que tiene oídos para oír, oiga”.

 

Un segundo modo de considerar estas siete palabras es comprobar que exponen la persona y los oficios de nuestro Señor, que las pronunció. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Aquí vemos al Mediador intercediendo: Jesús está delante del Padre suplicando por el culpable. “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Aquí está el Señor Jesús en el poder de un Rey, abriendo con la llave de David una puerta que nadie puede cerrar, admitiendo dentro de las puertas del cielo a la pobre alma que le había confesado sobre el madero. ¡Salve, eterno Rey en el cielo, Tú admites a Tu paraíso a quienquiera que te agrade! Tampoco estableces un tiempo de espera, sino que abres la puerta de perla al instante. Tú tienes todo poder en el cielo así como en la tierra. Luego vino: “Mujer, he ahí tu hijo”. Allí vemos al Hijo del hombre preocupándose por Su afligida madre con la ternura de un hijo. En una palabra anterior, cuando abrió el Paraíso, vieron al Hijo de Dios; ahora ven a Aquel que fue cierta y verdaderamente nacido de una mujer y sometido a la ley; y bajo la ley le ven todavía, pues honra a Su madre y se preocupa por ella en el artículo de la muerte. Luego viene: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Aquí contemplamos Su alma humana en angustia, Su íntimo corazón sobrecogido por la retirada del rostro de Jehová, y siendo conducido a clamar como sumido en la perplejidad y en el asombro. “Tengo sed”, es Su cuerpo humano atormentado por un penoso dolor. Aquí pueden ver cómo la carne mortal tuvo que participar en la agonía del espíritu interior. “Consumado es” es la penúltima palabra y allí ven al Salvador perfecto, al Capitán de nuestra salvación que ha completado el cometido asumido, que terminó con la transgresión, que puso un fin al pecado y que trajo la justicia eterna. La última palabra al expirar, en la que encomendó Su espíritu a Su Padre, es la nota de aceptación para Sí mismo y para todos nosotros. Al encomendar Su espíritu a la mano del Padre, así lleva a todos los creyentes cerca de Dios, y de allí en adelante estamos en la mano del Padre, que es más grande que todos, por lo que nadie nos arrancará de allí. ¿Acaso no es éste un fértil campo de pensamiento? Que el Espíritu Santo nos conduzca a menudo a espigar allí.

 

Hay muchas otras maneras en las que se pudieran leer estas palabras y se encontraría que todas están llenas de instrucción. Como los peldaños de una escalera o los eslabones de una cadena de oro, hay una dependencia mutua y una vinculación interna entre cada una de las palabras, de tal manera que una conduce a la otra y ésa, a una tercera. Separadamente o en conexión, las palabras de nuestro Maestro desbordan instrucción para las mentes ponderativas: pero de todas ella, con la excepción de una, debo decir: “de las cuales no se puede hablar ahora en detalle”.

 

Nuestro texto contiene la más breve de todas las palabras del Calvario; consta de dos palabras en nuestro idioma: “Tengo sed”, pero en el idioma griego sólo tiene una. No puedo decir que sea breve y dulce, pues, ay, fue la amargura misma para nuestro Señor Jesús; y, sin embargo, yo confío que de su amargura ha de brotar una gran dulzura para nosotros. Aunque fueron amargas para Él, al decirlas, serán dulces para nosotros al oírlas, tan dulces, que toda la amargura de nuestras pruebas serán olvidadas al recordar el vinagre y la hiel que Él bebió.

 

Con la ayuda del Espíritu Santo intentaremos considerar estas palabras de nuestro Salvador bajo una luz quíntupla. Primero, hemos de mirarlas como LA ENSEÑA DE SU VERDADERA HUMANIDAD. Jesús dijo: “Tengo sed”, y ésta es la queja de un hombre. Nuestro Señor es el Hacedor del océano y de las aguas que están sobre el firmamento: Su mano detiene o abre las botellas del cielo, y hace llover sobre malos y buenos. “Suyo también el mar, pues él lo hizo”, y Él abre todas las fuentes y los manantiales. Él derrama los arroyos que corren entre las colinas, los torrentes que caen desde las montañas, y los ríos que fluyen y enriquecen las llanuras. Uno habría dicho: ‘si Él estuviera sediento no nos lo diría, pues todas las nubes y las lluvias se alegrarían de refrescar Su frente, y los riachuelos y las corrientes fluirían dichosamente a Sus pies’.

 

Y, sin embargo, siendo el Señor de todo, había tomado la forma de un siervo tan plenamente y era hecho en la semejanza de la carne de pecado tan perfectamente, que clamó con desfalleciente voz: “Tengo sed”. Cuán verdaderamente es un hombre; Él es, en verdad, “hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne”, pues lleva nuestras dolencias.

 

Yo los invito a meditar sobre la humanidad verdadera de nuestro Señor, muy reverentemente y muy amorosamente. Quedó demostrado que Jesús era realmente hombre, porque sufrió los dolores propios de la condición de hombre. Los ángeles no pueden sufrir de sed. Un fantasma, como le han llamado algunos, no podría sufrir de esa manera; pero Jesús sufrió realmente, no sólo los más refinados dolores de mentes delicadas y sensibles, sino también las dolencias más torvas y más comunes de carne y sangre. La sed es una miseria común, tal como la sufren los campesinos y los mendigos; es un dolor real, y no un producto de la imaginación o una pesadilla del país de los sueños. Aunque los reyes no suelen padecer de sed, es un mal universal de la condición humana. Jesús es hermano de los más pobres y de los más humildes de nuestra raza.

 

Nuestro Señor, sin embargo, padeció la sed a un grado extremo, pues Él sentía la sed de la muerte y algo peor todavía, ya que era la sed de alguien cuya muerte no era común, pues “Él gustó la muerte por todos”. Tal vez, esa sed fue provocada en parte por la pérdida de sangre, y por la fiebre creada por la irritación causada por Sus cuatro dolorosas heridas. Los clavos estaban sujetados en las partes más sensibles del cuerpo, y las heridas se abrían conforme el peso de Su cuerpo arrastraba los clavos a través de Su carne bendita y rompía Sus delicados nervios. La tensión extrema producía una fiebre ardiente. El severo dolor le secaba Su boca convirtiéndola en un horno, hasta llevarlo a declarar, en el lenguaje del Salmo veintidós: “Mi lengua se pegó a mi paladar”. Fue una sed tal que nadie de nosotros ha conocido jamás, pues el rocío de la muerte no se ha condensado todavía sobre nuestra frente. Tal vez la conoceremos a nuestra medida en la hora de nuestra muerte, pero no todavía, ni la sentiremos tan terriblemente como Él lo hizo. Nuestro Señor sintió esa penosa sequía de la disolución que provoca que toda humedad se evapore y que la carne retorne al polvo de la muerte: aquéllos que han comenzado a caminar en el valle de la sombra de muerte saben de ésto. Jesús, siendo un hombre, no escapó de ninguno de los males que son repartidos al hombre en la muerte. Él es en verdad “Emanuel, Dios con nosotros” en todo.

 

Creyendo esto, debemos sentir con ternura cuán íntimamente semejante a nosotros se ha vuelto nuestro Señor Jesús. Tú has estado enfermo, tú has sido quemado por la fiebre como Él lo fue, y también has dicho jadeando: “Tengo sed”. Tu senda corre muy cerca de la de tu Maestro. Él dijo: “Tengo sed”, para que alguien le trajera algo de beber, igual que tú desearías beber algún fresco sorbo que te fuera ofrecido cuando no puedes servírtelo tú mismo. ¿Podrías evitar sentir cuán cercano está Jesús a nosotros, cuando Sus labios debían ser humedecidos con una esponja y tenía que depender de otros tanto como para pedir de beber de sus manos? La próxima vez que tus labios enfebrecidos murmuren: “Tengo mucha sed”, te podrías decir: “Esas son palabras sagradas, pues mi Señor habló de esa manera”.

 

Las palabras “Tengo sed”, son una voz común en las cámaras mortuorias. No podemos olvidar las dolorosas escenas de las que hemos sido testigos, cuando hemos observado la disolución de algún cuerpo humano. Hemos visto a algunos de nuestros seres más queridos en una incapacidad de atenderse a sí mismos; el sudor de la muerte estaba sobre ellos, y ésta ha sido una de las señales de su próxima disolución: que ardían de sed, y sólo podían musitar entre sus labios semiabiertos: “dame de beber”.

 

Ah, amados, nuestro Señor era un hombre, tan verdaderamente, que todos nuestros dolores nos traen recuerdos Suyos: la próxima vez que estemos sedientos podemos contemplarlo a Él; y siempre que veamos a algún amigo desfallecido y sediento a la hora de su muerte, podemos contemplar a nuestro Señor reflejado en sus miembros tenuemente, si bien verdaderamente. Cuán íntimamente relacionado con nosotros está el sediento Salvador. Debemos amarle más y más.

 

¡Cuán grande es el amor que le condujo a una condescendencia como ésa! No debemos olvidar la infinita distancia que hay entre el Señor de gloria en Su trono y el Crucificado consumido por la sed. Un río del agua de vida, pura como el cristal, proviene hoy del trono de Dios y del Cordero y, sin embargo, una vez Él condescendió a decir: “Tengo sed”. Él es Señor de las fuentes y de todos los abismos, pero ni un solo vaso de agua fresca fue puesto en Sus labios. Oh, si Él  en cualquier momento hubiera dicho delante de Sus guardas angélicos: “Tengo sed”, ellos seguramente habrían emulado el valor de los hombres de David cuando se abrieron paso hasta el pozo de Belén que estaba junto a la puerta, y sacaron agua a riesgo de sus vidas. ¿Quién de nosotros no derramaría voluntariamente su alma hasta la muerte si sólo pudiera darle un refrigerio al Señor? Y sin embargo, por nuestra causa Él se puso en una posición de vergüenza y de sufrimiento en la que nadie querría atenderle, sino que cuando clamó: “Tengo sed”, más bien le dieron a beber vinagre. ¡Cuán gloriosa inclinación de nuestra Cabeza exaltada! ¡Oh Señor Jesús, nosotros te amamos y te adoramos! ¡De buena gana enaltecemos Tu nombre en recuerdo agradecido de las profundidades a las que descendiste!

 

Mientras admiramos así Su condescendencia, nuestros pensamientos han de dirigirse con deleite a Su evidente identificación con nosotros: pues si Jesús dijo: “Tengo sed”, entonces Él conoce todas nuestras fragilidades y aflicciones. La próxima vez que sintamos dolor o que suframos de depresión de espíritu recordaremos que nuestro Señor lo entiende todo, pues ha tenido una experiencia práctica y personal de eso. Ni en la tortura del cuerpo ni en la pesadumbre del corazón somos abandonados por nuestro Señor; Su línea es paralela a la nuestra. La flecha que te ha traspasado últimamente, hermano mío, primero fue manchada con Su sangre. La copa que ahora eres conducido a beber, por muy amarga que sea, muestra la huella de Sus labios sobre su borde. Él ha recorrido el aciago camino antes que tú, y cada huella que dejas sobre el suelo mojado muestra junto a ella la huella de Sus pies. Entonces, debemos creer plenamente y apreciar profundamente la simpatía de Cristo, puesto que dijo: “Tengo sed”.

 

A partir de ahora, tenemos que cultivar también el espíritu de resignación, pues haríamos bien en regocijarnos al tomar una cruz que Sus hombros han llevado ya antes que nosotros. Amados, si nuestro Maestro dijo: “Tengo sed”, ¿acaso esperamos beber diariamente de los torrentes del Líbano? Él era inocente y, sin embargo, tuvo sed; ¿habríamos de asombrarnos si los culpables son castigados de vez en cuando? Si era tan pobre que fue despojado de Sus vestidos y fue colgado en un madero, sin un centavo y sin amigos, hambriento y sediento, ¿acaso gemirán o murmurarán a partir de ahora porque llevan un yugo de pobreza y carencia? Hay pan en tu mesa hoy, y habrá al menos un vaso de agua fría para refrescarte. Por tanto, no eres tan pobre como era Él. Entonces, no debes quejarte. ¿Será más el siervo que su Señor, o el discípulo más que su Maestro? “Tenga la paciencia su obra completa”.

 

Tú realmente sufres. Tal vez, amada hermana, sufres de una royente enfermedad que carcome tu corazón; pero Jesús tomó nuestras enfermedades, y Su copa fue más amarga que la tuya. Que el jadeo de tu Señor al decir: “Tengo sed”, entre en tus oídos en tu aposento, y cuando lo oigas, deja que toque tu corazón y haga que te ciñas y que digas: “¿Dice Él: “Tengo sed”? Entonces tendré sed con Él y no me quejaré; sufriré con Él y no murmuraré”. El clamor del Redentor: “Tengo sed” es una solemne lección de paciencia para Sus afligidos.

 

Al pensar en esta expresión: “Tengo sed”, que demuestra la humanidad de nuestro Señor, debemos resolver además que no hemos de rehuir ninguna negación, antes bien que hemos de cortejarlas para ser conformados a Su imagen. ¿No deberíamos sentirnos medio avergonzados de nuestros placeres, cuando Él dice: “Tengo sed”? ¿No podríamos despreciar nuestra mesa sobrecargada cuando Él está tan abandonado? ¿Será una penalidad jamás que se nos niegue el trago que satisface cuando Él dijo: “Tengo sed”? ¿Serán satisfechos los apetitos carnales y serán consentidos los cuerpos, cuando Jesús clamó: “Tengo sed”? ¿Qué importa que el pan esté seco, qué importa que la medicina sea nauseabunda, cuando para Su sed no hubo alivio sino hiel y vinagre? ¿Acaso nos atreveríamos a quejarnos? Por Su causa debemos regocijarnos en la autonegación y aceptar a Cristo y un mendrugo de pan como todo lo que deseamos de aquí al cielo.

 

Un cristiano que vive para satisfacer los bajos apetitos de una bestia bruta, para comer y beber casi hasta la glotonería y la ebriedad, es completamente indigno del nombre. La conquista de los apetitos y la entera subyugación de la carne deben alcanzarse, pues antes nuestro grandioso Ejemplo dijo: “Consumado es”, en donde me parece que alcanzó la mayor altura de todas. Cuando dijo: “Tengo sed” sólo descendió un escalón desde aquella suprema elevación. El poder de sufrir por otro, la capacidad de ser abnegado incluso hasta el extremo para cumplir alguna gran obra para Dios, esto es algo que ha de buscarse, y debe ser ganado antes de que nuestra obra esté terminada, y en esto Jesús es para nosotros nuestro ejemplo y nuestra fortaleza.

 

Así he tratado de atisbar alguna medida de enseñanza, usando ese lente para los ojos del alma a través del cual miramos la expresión: “Tengo sed” como la enseña de Su verdadera humanidad.

 

II.   En segundo lugar, consideraremos estas palabras: “Tengo sed”, como EL SIGNO DE SU DOLIENTE SUSTITUCIÓN. La gran Fianza dice: “Tengo sed”, porque es colocado en el lugar del pecador y, por tanto, debe sufrir el castigo del pecado de los impíos. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”, señala la angustia de Su alma; “Tengo sed” expresa en parte la tortura de Su cuerpo; y ambas cosas eran necesarias porque está escrito del Dios de justicia que Él es quien “puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno”, y los dolores agudos que se han de pagar a la ley son de ambos tipos, y tocan el corazón y la carne.

 

Vean, hermanos, dónde comienza el pecado, y fíjense que allí termina. Comenzó con la boca del apetito, cuando fue gratificado pecaminosamente, y termina cuando un apetito similar es negado resueltamente. Nuestros primeros padres arrancaron el fruto prohibido, y al comerlo, mataron a la raza. El apetito fue la puerta del pecado, y por tanto, nuestro Señor fue expuesto al dolor en ese punto. Con “Tengo sed”, el mal es destruido y recibe su expiación.

 

Vi el otro día el emblema de una serpiente con su cola en su boca, y si lo transporto más allá de la intención del artista, el símbolo puede expresar al apetito tragándose a sí mismo. Un apetito carnal del cuerpo, la satisfacción del deseo de alimentos, nos abatió bajo el primer Adán, y ahora el agudo malestar de la sed, la negación de lo que el cuerpo apetecía, nos restaura a nuestro lugar.

 

Y esto no es todo. Sabemos por experiencia que el efecto presente del pecado en todo hombre que se entrega a él, es la sed del alma. La mente del hombre es como las hijas de la sanguijuela que dicen todo el tiempo: “¡dame! ¡Dame!” Entendida metafóricamente, la sed es insatisfacción, el deseo ardiente de la mente, de algo que no tiene, pero que desea con vehemencia. Nuestro Señor dice: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”, siendo esa sed el resultado del pecado en cada hombre impío en este momento.

 

Ahora, estando en el lugar del impío, Cristo sufre de sed como un tipo que nos enseña que está soportando el resultado del pecado. Más solemne aún es la reflexión de que, de acuerdo a la propia enseñanza de nuestro Señor, la sed será también el eterno resultado del pecado, pues Él dice en relación al glotón millonario: “Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos”, y su petición, que le fue negada, fue, “Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en esta llama”. Ahora, recuerden que si Jesús no hubiera tenido sed, cada uno de nosotros habría tenido sed por siempre muy lejos de Dios, con una impasable sima entre nosotros y el cielo. Nuestras lenguas pecaminosas, ampolladas por la fiebre de la pasión, habrían tenido que arder eternamente si Su lengua no hubiese sido atormentada por la sed en lugar nuestro. Yo supongo que la frase: “Tengo sed” fue expresada suavemente, de modo que quizás uno o dos que estaban cerca de la cruz alcanzaron a oírla; en contraste con el más fuerte clamor: “Lama sabactani” y el triunfante grito de: “¡Consumado es!”, ese suspiro que fue suave y desfalleciente: “Tengo sed”, ha calmado la sed para nosotros que de otra manera, insaciablemente feroz, habría hecho presa de nosotros a lo largo de la eternidad.

 

Oh, asombrosa sustitución del justo por el injusto, de Dios por el hombre, del perfecto Cristo por nosotros, seres culpables y rebeldes que merecíamos el infierno. Debemos engrandecer y bendecir el nombre de nuestro Redentor.

 

Me parece muy asombroso que estas palabras: “Tengo sed”, fueran, por decirlo así, la liquidación de todo. Tan pronto dijo: “Tengo sed”, y sorbió el vinagre, clamó: “¡Consumado es!”; y todo terminó: la batalla fue peleada y la victoria fue ganada para siempre, y la sed de nuestro grandioso Liberador fue el signo de que Él había eliminado al último enemigo. La inundación de Su dolor había sobrepasado la línea de pleamar, y comenzaba a bajar. “Tengo sed” fue la experimentación del último dolor agudo; ¿qué si digo que fue la expresión del hecho de que Sus dolores habían comenzado a cesar por fin, y que su furia había pasado, y le había dejado en libertad de notar Sus dolores menores? La excitación de una gran lucha hace que los hombres olviden la sed y la debilidad; es sólo cuando todo ha terminado que vuelven en sí y notan el desgaste de sus fuerzas. La gran agonía de ser desamparado por Dios había terminado, y cuando la tensión fue retirada, se sentía desfallecido.

 

Me gusta pensar que la palabra de nuestro Señor: “¡Consumado es!” fue dicha inmediatamente después de que hubo exclamado: “Tengo sed”, pues estas dos voces vienen muy naturalmente juntas. Nuestro glorioso Sansón había luchado contra nuestros enemigos; ‘un montón, dos montones había herido a sus miles’, y ahora como Sansón, estaba terriblemente sediento. Sorbió del vinagre y se refrescó, y tan pronto como hubo apagado la sed clamó como un vencedor: “¡Consumado es!”, y abandonó el campo cubierto de renombre.

 

Debemos exultarnos al ver a nuestro Sustituto completando Su obra hasta su más amargo fin, y luego con un “Consummatum est” (Consumado es), retornando a Su Padre, Dios. Oh almas cargadas de pecado, descansen ustedes aquí, y descansando, vivan.

 

III.   Ahora tomaremos el texto desde una tercera perspectiva, y pedimos que el Espíritu de Dios nos instruya una vez más. La expresión: “Tengo sed” expuso UN TIPO DEL TRATAMIENTO DEL HOMBRE PARA SU SEÑOR. Fue una confirmación del testimonio de la Escritura con relación a la enemistad natural del hombre para con Dios. De acuerdo al pensamiento moderno, el hombre es una criatura muy buena y noble que se esfuerza por volverse mejor. Ha de ser grandemente alabado y admirado, pues se dice que su pecado es una búsqueda de Dios, y su superstición es una lucha por alcanzar la luz. Puesto que es un ser grandioso y excelentísimo, la verdad debe ser alterada para él y el Evangelio ha de ser modulado para que se adecue al tono de sus variadas generaciones, y todos los arreglos del universo han de subordinarse a sus intereses. La justicia debe abandonar el campo, no vaya a resultar demasiado severa para un ser tan merecedor; en cuanto al castigo, no debe susurrarse a sus corteses oídos. De hecho, la tendencia es exaltar al hombre por encima de Dios y darle el lugar más elevado.

 

Pero ésa no es la apreciación verdadera del hombre de acuerdo a las Escrituras: allí el hombre es una criatura caída, con una mente carnal que no puede ser reconciliada con Dios; peor que una criatura salvaje, devuelve mal por bien y trata a su Dios con una vil ingratitud. Ay, el hombre es un esclavo embaucado por Satanás, y un traidor de negro corazón a su Dios. ¿No decían las profecías que el hombre daría a su Dios encarnado hiel para comer y vinagre para beber? Ya lo hizo. Él vino para salvarlo, pero el hombre le negó la hospitalidad: al principio no hubo espacio para Él en el mesón, y al final no hubo ni un solo vaso de agua fresca que pudiera beber; antes bien, cuando tuvo sed, le dieron a beber vinagre. Este es el tratamiento que el hombre da a su Salvador. El hombre universal, dejado a sí mismo, rechaza, crucifica y escarnece al Cristo de Dios.

 

Éste ha sido también el acto del hombre en su mejor momento, cuando es movido a la compasión; pues parece claro que aquél que alzó la esponja húmeda hasta los labios del Redentor, lo hizo por compasión. Yo creo que ese soldado romano tenía buenas intenciones, al menos buenas para un rudo soldado con poca luz y conocimiento. Corrió y remojó la esponja en vinagre: era la mejor manera que conocía de poner unas cuantas gotas de humedad en los labios de alguien que estaba sufriendo tanto; pero aunque sintió un grado de piedad, era del tipo que uno podría mostrar a un perro; no sintió ninguna reverencia, sino que se burlaba al tiempo que aliviaba. Leemos: “Los soldados también lo escarnecían, acercándose y presentándole vinagre”. Cuando nuestro Señor clamó: “Eloi, Eloi”, y dijo después: “Tengo sed”, las personas en torno a la cruz dijeron: “Deja, veamos si viene Elías a librarle”, burlándose de Él; y, según Marcos, el que le dio el vinagre expresó las mismas palabras. Tuvo piedad del sufriente pero pensó tan poco en Él, que se unió a las voces de escarnio. Incluso cuando el hombre se compadece de los sufrimientos de Cristo, -y el hombre dejaría de ser humano si no lo hiciera- aun así se burla de Él; la propia copa que el hombre le da a Jesús es a la vez escarnio y compasión, pues “el corazón de los impíos es cruel”. Miren cómo el hombre, en su mejor momento, mezcla la admiración por la persona del Salvador con el desprecio de Sus pretensiones; escribe libros para ponerlo como un ejemplo y al mismo tiempo rechaza Su deidad; admite que fue un hombre portentoso, pero niega Su más sagrada misión; encomia Su enseñanza ética y luego pisotea Su sangre: así también le da de beber, pero la bebida es vinagre. Oh, mis oyentes, eviten elogiar a Jesús y negar Su sacrificio expiatorio. Eviten rendirle homenaje y deshonrar Su nombre al mismo tiempo.

 

Ay, hermanos míos, no puedo decir mucho sobre el recuento de la crueldad del hombre hacia nuestro Señor, sin hacer referencia a mí mismo y a ustedes. ¿Acaso nosotros no le hemos dado a beber vinagre a menudo? ¿No hicimos éso años antes de que lo conociéramos? Solíamos derretirnos cuando oíamos acerca de Sus sufrimientos, pero no nos arrepentíamos de nuestros pecados. Le dábamos nuestras lágrimas y luego lo contristábamos con nuestros pecados. Algunas veces pensábamos que lo amábamos cuando oíamos la historia de Su muerte, pero no cambiábamos nuestras vidas por causa de Él, ni poníamos nuestra confianza en Él y, así, le dábamos a beber vinagre. Y la aflicción no termina ahí, pues las mejores obras que hemos hecho jamás, y los mejores sentimientos que hemos sentido jamás, y las mejores oraciones que hemos ofrecido jamás, ¿acaso no han sido amargados y agriados por el pecado? ¿Podrían compararse con el vino generoso? ¿No son acaso más semejantes al punzante vinagre? Me asombra que las haya recibido jamás, como uno se pregunta por qué recibió este vinagre; y, sin embargo, los ha recibido, y nos ha sonreído por presentárselos.

Él supo cómo convertir el agua en vino en una ocasión, y en amor inigualable ha convertido a menudo nuestras amargas libaciones en algo dulce para Sí, aunque en sí mismas, me parece, han sido el jugo de uvas amargas, lo suficientemente agrias para producirle dentera. Por lo tanto, podemos presentarnos delante de Él con todo el resto de nuestra raza, cuando Dios los rinda al arrepentimiento por Su amor y lo miren a Él, a quien hemos traspasado y lloramos por Él como quien se aflige por su primogénito. Haríamos bien en recordar nuestras faltas en este día,

 

“Nosotros, cuya propensión a olvidar

Que Tu precioso amor, en el Olivo

Bañó Tu frente con sudor sangriento;

 

Nosotros, cuyos pecados, con terrible poder,

Como una nube descendieron sobre Ti,

En aquella hora que excluyó a Dios;

 

Nosotros, que todavía, en pensamiento y obra,

A menudo sostenemos la amarga vara

Para Ti, en Tu tiempo de necesidad”.

 

He tocado ese punto muy ligeramente porque quiero un poco más de tiempo para reflexionar sobre una cuarta perspectiva de esta escena. Pido que el Espíritu Santo nos ayude a oír una cuarta sintonización de esta música doliente, “Tengo sed”.

 

IV.   Pienso, queridos amigos, que el clamor que decía: “Tengo sed” fue LA EXPRESIÓN MÍSTICA DEL DESEO DE SU CORAZÓN: “Tengo sed”. No puedo pensar que lo único que sentía era la sed natural. Sin duda tenía necesidad de agua, pero Su alma estaba sedienta en un sentido más elevado; en verdad, pareciera que Él habló para que se cumplieran las Escrituras en lo relativo al ofrecimiento del vinagre. Siempre estuvo en armonía consigo mismo, y Su cuerpo fue siempre expresivo de los deseos ardientes de Su alma así como también de sus propios anhelos. “Tengo sed” quería decir que Su corazón estaba sediento de salvar a los hombres. Esta sed había estado en Él desde Sus más tempranos días terrenales. “¿No sabíais” –dijo Él, siendo todavía un muchacho- “que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” ¿No les dijo a Sus discípulos: “De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!?” Tenía sed de arrancarnos de entre las fauces del infierno, de pagar el precio de nuestra redención y de liberarnos de la eterna condenación que pesaba sobre nosotros; y cuando Su obra estaba casi completada en la cruz, Su sed no había sido aliviada y no podía serlo hasta decir: “¡Consumado es!” Está casi hecho, oh Cristo de Dios; Tú casi has salvado a Tu pueblo; queda una sola cosa más: que debes morir realmente, y a esto se debe Tu poderoso deseo de llegar hasta el fin y de completar Tu labor. Tú estabas constreñido hasta sentir el último dolor agudo y hasta decir la última palabra para completar la plena redención, y de ahí Tu clamor: “Tengo sed”.

 

Amados, hay ahora en nuestro Maestro, y siempre ha habido, una sed de amor de Su pueblo. ¿No recuerdan cuán tremenda era Su sed en los antiguos días del profeta? Evoquen Su queja en el capítulo quinto de Isaías: “Ahora cantaré por mi amado el cantar de mi amado a su viña. Tenía mi amado una viña en una ladera fértil. La había cercado y despedregado y plantado de vides escogidas; había edificado en medio de ella una torre, y hecho también en ella un lagar”. ¿Qué esperaba de Su viña y de su lagar? ¿Qué otra cosa esperaba sino el jugo de la vid para poder refrescarse? “Y esperaba que diese uvas, y dio uvas silvestres”; dio vinagre, mas no vino; amargura, mas no dulzura. Él estaba sediento entonces.

 

De acuerdo al sagrado cantar de amor, en el capítulo quinto del Cantar de los Cantares, aprendemos que cuando Él bebió, en aquellos tiempos de antaño, fue en el huerto de Su iglesia donde fue refrescado. ¿Qué dice? “Yo vine a mi huerto, oh hermana, esposa mía; he recogido mi mirra y mis aromas; he comido mi panal y mi miel, mi vino y mi leche he bebido. Comed, amigos; bebed en abundancia, oh amados”. En el mismo cantar Él habla de Su iglesia, y dice: “Y tu paladar como el buen vino, que se entra a mi amado suavemente, y hace hablar los labios de los viejos”. Y, sin embargo, en el capítulo octavo, la esposa dice: “Yo te haría beber vino adobado del mosto de mis granadas”. Sí, a Él le encanta estar con Su pueblo; ellos son el huerto donde camina para refrescarse, y el amor de ellos y sus gracias, son la leche y el vino que a Él le encanta beber.

 

Cristo siempre estuvo sediento de salvar a los hombres y de ser amado por los hombres; y vemos un tipo de Su deseo vitalicio cuando, estando cansado se sentó así junto al pozo y le dijo a la mujer de Samaria: “Dame de beber”. Había un significado más profundo en Sus palabras de lo que ella se imaginaba, como un versículo posterior lo demuestra plenamente, cuando le dijo a Sus discípulos: “Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis”. Él obtenía refrigerio espiritual al ganar para Sí el corazón de esa mujer.

 

Y, ahora, hermanos, nuestro bendito Señor tiene en este momento una sed de comunión con cada uno de ustedes, los que son miembros de Su pueblo, no porque pudieran hacerle algún bien, sino porque Él puede hacerles un bien a ustedes. Él tiene sed de bendecirlos de recibir a cambio su agradecido amor; Él tiene sed de verlos mirar con ojos creyentes a Su plenitud, y de que le ofrezcan con mano extendida su vacío, para que Él remedie la carencia. Él dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo”. ¿Para qué llama? Es para comer y beber contigo, pues Él promete que si le abrimos, entrará y cenará con nosotros, y nosotros con Él. Vean, Él todavía está sediento de nuestro pobre amor, y seguramente no podemos negárselo. Vengan y derramemos vasijas llenas hasta que Su gozo sea cumplido en nosotros.

 

¿Y qué le hace amarnos así? Ah, eso no podría decirlo, excepto Su propio gran amor. Él debe amar; es Su naturaleza. Él tiene que amar a Sus escogidos a quienes comenzó a amar una vez, pues Él es el mismo ayer, hoy y para siempre. Su gran amor le hace sentir sed de tenernos mucho más cerca de lo que estamos; Él no estará satisfecho hasta que todos Sus redimidos estén más allá del alcance de los proyectiles del enemigo. Voy a darles una de Sus oraciones sedientas: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria”. Él te quiere, hermano, Él te quiere, hermana, Él anhela tenerlos enteramente para Sí. Vengan a Él en oración, vengan a Él en comunión, vengan a Él con una perfecta consagración, vengan a Él entregando su ser entero a las dulces influencias misteriosas de Su Espíritu. Siéntense a Sus pies con María, apóyense en Su pecho con Juan; sí, vengan con la esposa en el cantar y digan: “¡Oh, si él me besara con besos de su boca! Porque mejores son tus amores que el vino”. Él pide eso: ¿no se lo darás? ¿Está tan congelado tu corazón que ni un solo vaso de agua fresca puede ser derretido para Jesús? ¿Eres tibio? Oh hermano, si Él dice: “Tengo sed” y tú le traes un corazón tibio, eso es peor que el vinagre, pues Él ha dicho: “Te vomitaré de mi boca”. Él puede aceptar vinagre, pero no un corazón tibio. Vamos, llévale tu cálido corazón, y deja que beba de ese cáliz purificado todo lo que quiera. Todo tu amor ha de ser Suyo. Yo sé que a Él le encanta recibir algo de ti, porque Él se deleita incluso con un vaso de agua fría que tú le des a uno de Sus discípulos; ¿cuánto no se deleitará en la dádiva de todo tu ser a Él? Por tanto, ya que tiene sed, dale de beber en este día.

 

V.   Por último, el clamor de: “Tengo sed” es para nosotros EL MODELO DE NUESTRA MUERTE CON ÉL. ¿Acaso ignoran, amados, (pues hablo con los que conocen al Señor), que han sido crucificados juntamente con Cristo? Bien, entonces, ¿qué significa este clamor: “Tengo sed”, sino que nosotros hemos de estar sedientos también? No estamos sedientos según la antigua manera en la que estábamos amargamente afligidos, pues Él ha dicho: “El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás”; pero ahora codiciamos una nueva sed, un apetito refinado y celestial, una gran urgencia de nuestro Señor.

 

Oh bendito Maestro, si estamos en verdad clavados al madero Contigo, danos sed de Ti con una sed que únicamente la copa del “nuevo pacto en tu sangre” puede satisfacer jamás.

 

Ciertos filósofos han dicho que a ellos les gusta perseguir la verdad incluso más que el conocimiento de la verdad. Yo difiero grandemente de ellos, pero esto diré, que después del gozo real de la presencia de mi Señor, amo tener hambre y sed de Él. Rutherford usó palabras más o menos en este sentido: “Yo tengo sed de mi Señor y esto es un gozo; un gozo que nadie me quita. Incluso si no puedo acercarme a Él, estaré lleno de consuelo, pues tener sed de Él es el cielo, y seguramente Él nunca negará a una pobre alma la libertad de admirarle, y de adorarle y de tener sed de Él”.

 

En cuanto a mí, quisiera volverme más y más insaciable de mi divino Señor, y cuando tenga mucho de Él, todavía anhelaré más; y luego más y todavía más. Mi corazón no estará contento hasta que Él sea todo en todo para mí, y yo esté totalmente perdido en Él. Oh, poder tener el alma más ancha para poder tomar sorbos más grandes de Su dulce amor, pues nuestro corazón no se conforma con eso. Uno desearía ser como la esposa, que ya había festejado en la casa del banquete, y había encontrado que Su fruto era dulce a su paladar, al punto que estaba muy llena de gozo, pero aun así clamaba: “Sustentadme con pasas, confortadme con manzanas; porque estoy enferma de amor”. Ella ambicionaba vasos llenos de amor aunque ya estaba doblegada por él. Este es un tipo de dulzura de la cual, si un hombre ha recibido mucha, tiene que obtener más, y cuando ha tenido más, está bajo mayor necesidad de recibir más, y así sucesivamente, pues su apetito está creciendo siempre, alimentado por lo que come, hasta quedar saciado con toda la plenitud de Dios. “Tengo sed”, esta es la palabra de mi alma para su Señor. Tomada prestada de Sus labios se adecua muy bien a mi boca.

 

                      “Tengo sed, pero no como una vez la tuve,

                        De compartir los vanos deleites de la tierra;

                        Tus heridas, Emanuel, todas prohíben

                        Que busque mis placeres allí.

 

                        ¡Amada fuente de desconocido deleite!

                        No bajes más debajo del borde

                        Sino desborda y derrama sobre mí

                        Una corriente viva y dadora de vida”.

 

Jesús tuvo sed, entonces hemos de tener sed en esta tierra seca y sedienta, donde no hay agua. Así como el ciervo brama por las corrientes de aguas, nuestras almas tienen sed de Ti, oh Dios.

 

Amados, hemos de sentir sed de las almas de nuestros semejantes. Ya les he dicho que ése fue el deseo místico de nuestro Señor; ha de ser el nuestro también. Hermano, ten sed de que tus hijos sean salvos. Hermano, te ruego que tengas sed de que tus trabajadores sean salvos. Hermana, ten sed de la salvación de tu clase, sed de la redención de tu familia, sed de la conversión de tu esposo. Todos nosotros tenemos que anhelar conversiones. ¿Sucede así con cada uno de ustedes? Si no es así, pónganse en movimiento de inmediato. Fijen su corazón en alguien que no es salvo, y sientan sed hasta que sea salvo. Es la manera por la que muchos serán llevados a Cristo, cuando esta bendita sed del alma de la verdadera caridad cristiana esté en aquellos que son salvos ellos mismos. Recuerden cómo dijo Pablo: “Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo, que tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne”. Él se habría sacrificado para salvar a sus paisanos, pues deseaba de todo corazón su bienestar eterno. Esta misma mente debe haber en ustedes. Haya, pues, en ustedes este sentir.

 

En cuanto a ustedes, tengan sed de perfección. Tengan hambre y sed de justicia, pues serán saciados. Odien el pecado, y aborrézcanlo de corazón; tengan sed de ser santos como Dios es santo, tengan sed de ser semejantes a Cristo, sed de dar gloria a Su sagrado nombre por una completa conformidad a Su voluntad.

 

Que el Espíritu Santo obre en ustedes el modelo completo de Cristo crucificado, y a Él sea la alabanza por los siglos de los siglos. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Marcos 15: 15-37;

Salmo 69: 1-21.

 

Nota del traductor:

 

Artículo de la muerte: Último estado o tiempo de la vida, próximo a la muerte.

                           

 

Traductor: Allan Román

25/Febrero/2010

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