El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Pecados
Cometidos Por Ignorancia
NO.
1386
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Finalmente,
si una persona pecare, o hiciere alguna de todas aquellas cosas que por
mandamiento de Jehová no se han de hacer, aun sin hacerlo a sabiendas, es
culpable, y llevará su pecado. Traerá, pues, al
sacerdote para expiación, según tú lo estimes, un carnero sin defecto de los rebaños;
y el sacerdote le hará expiación por el yerro que cometió por ignorancia, y
será perdonado”. Levítico 5: 17, 18.
Nuestro texto supone que
los seres humanos pueden hacer cosas prohibidas sin darse cuenta; es más, no
sólo lo supone, sino que lo da por sentado y establece una medida pertinente. La
ley de Levítico contenía estatutos especiales para pecados cometidos por
ignorancia, y una de sus secciones comienza con estas palabras: “Cuando alguna
persona pecare por yerro (por ignorancia)
en alguno de los mandamientos de Jehová”. Si leen en algún rato disponible los
capítulos cuatro y cinco de Levítico, encontrarán que se asume, primero que
nada, que un sacerdote puede pecar.
La ley mosaica hace caso omiso de sacerdotes infalibles y de papas infalibles.
Más bien era sabido y reconocido que los sacerdotes podían pecar y que podían
hacerlo también por ignorancia. “Los labios del sacerdote han de guardar la
sabiduría”, pero como estaban rodeados de debilidades, aprendían a tener
compasión del ignorante ya que les quedaba claro que ellos mismos no eran
perfectos en entendimiento. En el capítulo cuarto se prescribe un sacrificio
por “si el sacerdote ungido pecare según el pecado del pueblo”. El que ocupaba
el cargo de mayor responsabilidad, quien debería estar más enterado de la cosas
de Dios, podía errar a pesar de todo debido a algún mal entendido, a algún
olvido o a la ignorancia. Los sacerdotes eran maestros, pero también
necesitaban aprender. Como dice Trapp: “Los pecados de los maestros son maestros
de los pecados”, y por eso no eran ignorados, sino que debían ser expiados por
medio de los sacrificios por la culpa. Más adelante en el mismo capítulo se
admite que un jefe podía pecar (véase
el versículo 22). Un jefe debía conocer a fondo la ley que tenía que administrar,
pero aun con todo pudiera no haber conocido todos los puntos, por lo que podía
errar; por eso está escrito: “Cuando pecare un jefe, e hiciere por yerro algo
contra alguno de todos los mandamientos de Jehová su Dios sobre cosas que no se
han de hacer, y pecare; luego que conociere su pecado que cometió, presentará
por su ofrenda un macho cabrío sin defecto”. No existía ninguna ficción entre
los judíos respecto a que el rey no podía hacer nada malo, pues sin importar
cuán excelentes fueran sus intenciones, podría estar desinformado respecto a la
ley divina y caer en el error. Los errores de los líderes son muy fecundos en
la reproducción del mal, y, por tanto, ellos tenían que arrepentirse y ofrecer un
sacrificio expiatorio para que fueran quitados. Se consideraba también que era
muy probable que, de acuerdo a la ley, cualquiera podía caer en pecados de
ignorancia, pues en el capítulo 4 y versículo 27, leemos: “Si alguna persona del pueblo pecare por
yerro, haciendo algo contra alguno de los mandamientos de Jehová”. El pecado,
aun de la persona menos relevante, no debía ser tolerado ni ignorado como una
mera trivialidad, aun cuando esa persona pudiera argumentar ignorancia de la
ley. No debía decirse: “Oh, se trata de una persona muy insignificante; lo hizo
por error, y, por tanto, no hay necesidad de darle ninguna importancia al hecho”;
sino que, por el contrario, también debía traer su sacrificio por la culpa para
que el sacerdote hiciera expiación por ella. La ignorancia era lo bastante común
entre la gente del pueblo, y con todo, no constituía una licencia para ellos,
ni los exoneraba de culpa.
Pero, queridos amigos,
no necesitamos recurrir a estas referencias de
La palabra traducida
como “ignorancia” podría ser traducida también como inadvertencia. La inadvertencia es un tipo de ignorancia actuada: el
hombre frecuentemente hace el mal debido a la irreflexión, por no considerar la
importancia de su acción o por no pensar en absoluto. Anda dando traspiés, descuidada
y apresuradamente, en la opción que se le presenta primero y yerra por no
verificar que hubiere sido recta. Cada día se cometen muchos pecados de este
tipo. No existe la intención de obrar el mal, pero con todo, se obra el mal. La
negligencia culpable genera mil ofensas. “La irreflexión y la insensibilidad
engendran el mal”. Los pecados de inadvertencia, por tanto, son indudablemente
abundantes entre nosotros, y en estos días de ajetreo, de irreflexión, días de
viajes en trenes, son propensos a aumentar. No nos damos el tiempo suficiente
para examinar nuestras acciones. No guardamos con diligencia nuestros pasos. La
vida debería ser una cuidadosa obra de arte en la que cada una de sus líneas y
de sus matices debería ser fruto del estudio y del pensamiento, como las
pinturas del gran maestro que solía decir: “yo pinto para la eternidad”; pero,
ay, la vida es emborronada a menudo como esas apresuradas producciones del
paisajista en las que sólo el efecto del momento es considerado, y el lienzo se
convierte en un mero manchón de colores pintados a toda prisa. Parecemos decididos
a hacer mucho en vez de hacerlo bien; queremos cubrir espacio en vez de querer
alcanzar la perfección. Eso no es sabio. Oh, que cada pensamiento fuera
conformado a la voluntad de Dios.
Ahora bien, viendo que
hay pecados que son cometidos por ignorancia y pecados que son cometidos
inadvertidamente, ¿qué pasa con respecto a ellos? ¿Conllevan alguna culpa real?
En nuestro texto tenemos la mente y el juicio del Señor, no los de la iglesia o
de algún teólogo eminente, sino los del propio Señor, y por tanto, permítanme
leerlos una vez más para ustedes. “Si una persona pecare, o hiciere alguna de
todas aquellas cosas que por mandamiento de Jehová no se han de hacer, aun sin
hacerlo a sabiendas, es culpable, y llevará su pecado”. Los pecados cometidos
por ignorancia, entonces, son pecados reales que necesitan expiación, porque
nos involucran en la culpa. Con todo, debemos entender claramente que difieren
grandemente, en su grado de culpa, de los pecados conocidos e intencionales. Nuestro
Señor nos enseña eso en los Evangelios, y nuestra propia conciencia nos dice
que así debe ser. El Salvador lo expresa así: “Aquel siervo que conociendo la
voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá
muchos azotes. Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será
azotado poco”. El que no conocía la voluntad de su Señor fue menos castigado
que el ofensor intencional, pero aun así fue castigado, y recibió unos azotes,
y unos cuantos azotes son muchos más de lo que ustedes y yo pudiéramos desear
recibir. Los mínimos azotes provenientes de la mano de la justicia bastarán
para afligirnos gravemente. Un golpe ha bastado para que hombres buenos se revuelquen
en el polvo y giman de aflicción. Los pecados cometidos por ignorancia son
castigados pues el profeta dice (Isaías 5: 13): “Mi pueblo fue llevado cautivo,
porque no tuvo conocimiento”, y también Oseas dice: “Mi pueblo fue destruido,
porque le faltó conocimiento”. Pablo también se expresa así: “cuando se
manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama
de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios”. Éstos deben ser
castigados, parece, aunque en la amenaza se mencione su pecaminosa ignorancia.
Sí, y según mi texto, en
la ignorancia misma hay pecado pues el versículo dieciocho declara: “el
sacerdote le hará expiación por el yerro que cometió por ignorancia”. La
ignorancia de la ley entre quienes moran en el campamento de Israel es
esencialmente pecaminosa. El israelita no se podía permitir ser ignorante. La
ley era clara y estaba a su alcance. Si descuidaba el estudio del estatuto y lo
quebrantaba, no podía ser excusado por su negligencia en vista de que su
negligencia era en sí misma un acto de omisión censurable. La deliberada
ignorancia de la voluntad del Señor es pecado en sí misma, y el pecado que
origina es grave a los ojos del Señor nuestro Dios.
Bendito sea Dios porque
la solemne declaración del texto concerniente a la culpa de los pecados
cometidos por ignorancia no necesita conducirnos a la desesperación, pues permitió
un sacrificio para expiarla. Al descubrir su error, el ofensor podía traer su
ofrenda y pagar el dinero de la transgresión por cualquier daño que hubiere
causado por su acción; y fue dada una promesa en conexión con el sacrificio
expiatorio que sin duda era realizado con frecuencia por el individuo de
contrito corazón: “y será perdonado”.
Esta mañana no nos toca intentar
buscar una excusa, sino buscar el perdón. Que el Espíritu Santo de Dios obre en
nosotros una confesión sincera de ese pecado que no fue cometido a sabiendas, y
mientras lo confesamos, que el divino Espíritu aplique la sangre preciosa para
que podamos experimentar un dulce sentimiento de perdón. Que el Señor nos
conduzca a regocijarnos en la verdad de que “la sangre de Jesucristo su Hijo
nos limpia de todo pecado”.
La enseñanza de mi texto
hace tres cosas sobre las que voy a hablar. Primero, por ella, el mandamiento es honrado; en segundo
lugar, por ella, la conciencia es
iluminada; en tercer lugar, por ella, el
sacrificio es encarecido.
I. Por
la declaración divina de que los pecados de ignorancia son pecados reales, EL
MANDAMIENTO DE DIOS ES HONRADO. No necesito multiplicar las palabras para
demostrar que así es. Por esta solemne sentencia la ley es elevada a un lugar
de pasmosa dignidad. Si realmente es así, que quebrantar uno de sus preceptos
nos involucra en la culpa aun sin hacerlo a sabiendas, entonces la ley es en
verdad entronizada en una terrible eminencia y ceñida con fuego.
Ampliando este
pensamiento quisiera observar, primero, queridos amigos, que mediante esto la ley es constituida como
suprema autoridad sobre los hombres. La ley es suprema, mas
no la conciencia. La conciencia es iluminada de manera diferente en diferentes
hombres, y para la apelación definitiva en cuanto a lo bueno y lo malo no puede
recurrirse a tu conciencia que está medio ciega ni a la mía. Yo podría condenar
lo que tú permites, y tú difícilmente tolerarías lo que yo apruebo: ninguno de
nosotros es juez, pero todos somos igualmente culpables cuando somos juzgados
por la ley. La apelación definitiva se hará a “Así ha dicho el Señor”, a la
propia ley, que es la única norma perfecta por medio de la cual pueden ser
medidos los actos y las acciones de los hombres. La ley, desde la supremacía a
la que este texto la eleva, nos dice: “No serás excusado porque tu conciencia
no fuera iluminada, ni porque fuera tan perversa como para poner lo amargo por
dulce, y lo dulce por amargo. Mis exigencias son las mismas en cada jota y
tilde, sin importar lo que tu conciencia condene o permita”. La conciencia ha
perdido mucho de su sensibilidad debido a
La ley está por sobre la
opinión humana, pues este hombre dice: “tú puedes hacer eso”, y un segundo
individuo reclama que puede hacer otra cosa, pero la ley no cambia según el
juicio del hombre, ni se doblega al espíritu de los tiempos o al gusto de la
época. Es el juez supremo, y para su decisión infalible no hay apelación. Lo
bueno es bueno aunque todos lo condenen, y lo malo es malo aunque todos lo
aprueben. La ley es la balanza del santuario que tiene una precisión milimétrica
y es sensible aun a la más pequeña partícula de polvo de la balanza. Las
opiniones difieren continuamente, pero la ley es una e invariable. De acuerdo a
la sensibilidad moral del hombre será su estimación del acto que realiza, pero
¿quisieras tener una ley que varíe de acuerdo al voluble juicio del hombre? Si tú deseas tal cosa, la infinita
sabiduría de Dios lo prohíbe. La ley es una cantidad fija, una norma
establecida, y si nos quedamos cortos en cuanto a ella, aunque no lo sepamos,
somos culpables y debemos llevar nuestra pecado a menos que se realice una
expiación.
Esto exalta a la ley por
encima de la costumbre de las naciones y de las épocas, pues los hombres son
muy proclives a decir: “Es cierto que hice tal y tal cosa que no podría haber
defendido en sí misma pero, por otra parte, esa es la práctica comercial, otras
casas lo hacen, la opinión general y el consenso público han endosado esa
práctica; por tanto, yo no veo cómo podría actuar de manera diferente a los
demás, pues si lo hiciera sería muy singular, y probablemente terminaría
perdiendo gracias a mi escrupulosidad”. Sí, pero las prácticas de los hombres
no son la norma de lo recto. Donde al principio han estado en lo correcto
debido a una fuerte influencia cristiana, la tendencia para ellos es a
deteriorarse y a quedar por debajo de la norma apropiada. El hábito, la
práctica inveterada y la universalidad de lo malo, al final permiten a los
hombres llamar a lo falso verdadero, pero no hay ningún cambio real obrado por
eso; lo malo acostumbrado sigue siendo algo malo y la mentira universal sigue
siendo una falsedad. La ley de Dios no ha sido modificada; nuestro Señor Jesús
dijo: “Más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de
la ley”. La ley divina invalida a la costumbre, a la tradición y a la opinión;
su efecto sobre la norma eterna es el mismo que tiene la caída de una hoja
sobre las estrellas del cielo. “Si alguna persona hiciere alguna de todas
aquellas cosas que por mandamiento de Jehová no se han de hacer, aun sin
hacerlo a sabiendas, es culpable”. Ninguna costumbre en el mundo puede
convertir a lo malo en bueno, y si todos los millones que hayan vivido desde
Adán hasta la fecha hubieren hecho algo malo y hubieren declarado que era
bueno, eso no hubiera generado ninguna diferencia moral en el acto malo. Por
mucho que un vicio sea blanqueado con cal nunca puede ser convertido en una
virtud. El mandamiento de Dios permanece firme para siempre, y quien lo
quebranta tiene que recibir su castigo. Pueden ver entonces que por la
declaración de mi texto la ley es entronizada en el lugar de reverencia.
Noten además que si un pecado de ignorancia nos hace
culpables, ¿qué no hará un pecado deliberado? ¿No perciben de inmediato cómo
la ley es exaltada por ésto? Pues si una transgresión inadvertida cubre el alma
de un pecado que no puede ser quitado sin un sacrificio, entonces, ¿qué diremos
de aquellos que a sabiendas y advertidos, con maliciosa premeditación,
quebrantan los mandamientos de Dios? ¿Qué diremos de aquellos que, una, y otra,
y otra vez, siendo censurados a menudo, endurecen su cerviz y continúan en sus
iniquidades? Seguramente su pecado es sumamente grave. Si me vuelvo un
transgresor al quebrantar una ley que ignoraba, ¿cómo seré llamado si, a
sabiendas, presuntuosamente alzo mi mano para desafiar al legislador y violar Sus
estatutos?
Así también, queridos
amigos, por la enseñanza de nuestro texto, los
hombres fueron conducidos a estudiar la ley; pues si eran del todo de recto
corazón decían: “Debemos saber lo que Dios quiere que hagamos. No queremos
dejar de cumplir Sus mandamientos, o cometer transgresiones contra Sus
preceptos prohibitivos por no conocerlos mejor”. Acudían, entonces, a los
profetas y a otros maestros y les preguntaban: “Dinos cuáles son los estatutos
de la ley. ¿Qué ha ordenado Jehová?”. Los hombres de mente recta eran guiados
por un deseo de obedecer y de convertirse en ávidos estudiantes de la voluntad
de Dios. Yo confío, amados amigos, que también seremos inducidos a hacerlo. Con
el objeto de no quebrantar la ley por desconocer sus mandamientos,
convirtámosla en nuestro estudio continuo. Escudriñémosla de día y de noche.
Debe ser nuestra consejera y la guía de nuestras vidas. Sea esta la oración de
cada uno de nosotros: ‘enséñame, oh Dios mío, lo que no sé. Hazme entender el
camino de Tus mandamientos; que no sea como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, sino
alumbra lo más íntimo de mi corazón, no sea que transgreda ignorantemente Tus
mandamientos’.
Pueden ver así que la
ley era glorificada en medio de Israel, y los hombres eran conducidos a
escudriñarla para saber qué era lo que el Señor requería de ellos. Un santo
temor los impulsaba a una diligente lectura de los mandamientos para evitar
caer en pecado inadvertidamente. Así eran frenados a menudo cuando estaban a punto
de cometer un acto apresurado y eran inducidos a preguntarse: “¿Qué quiere el
Señor que hagamos?” Sin una ordenanza como la de nuestro texto, habrían podido
actuar apresuradamente, y haber pecado, y haber pecado repetidamente en la
torpe prisa de un espíritu irreflexivo; pero así eran frenados en su inconsciencia,
eran llamados a la consideración y eran conducidos a tener siempre delante de
ellos el temor de Dios. De esa manera se les advertía que tenían que considerar
sus acciones y examinar sus caminos, no fuera que por culpa de la irreflexión
pecaran en contra de la ley.
Y verán de inmediato,
amados, que esto conducía a todo israelita
sincero a enseñar la ley de Dios a sus hijos, no fuera que sus hijos
erraran por culpa de la ignorancia o de la inadvertencia. El judío piadoso enseñaba
escrupulosamente a sus hijos todo lo concerniente a la pascua y a las fiestas
anuales, al sacrificio diario y a la adoración del templo, y lo pertinente al
servicio de Dios; los hacía aprender la ley moral, y se esforzaba, hasta donde
le era posible, para alumbrar su conciencia, sabiendo que “El alma sin ciencia
no es buena”. Le decía a su hijo: “Retén el consejo, no lo dejes; guárdalo,
porque eso es tu vida”. Sin conocimiento, el hombre cae en muchas trampas y
lazos que la luz verdadera le habría permitido evitar; los hombres buenos, por
tanto, dedicaban mucho tiempo a instruir a sus familias. “Venid, hijos”,
-decían- “oídme; el temor de Jehová os enseñaré”. Eran celosos también de dar a
conocer la ley en la medida de lo posible, diciéndole cada uno a su vecino: “Conoce
a Jehová”. El temor de cometer pecados por ignorancia era un acicate para la
educación nacional, y tendía grandemente a hacer que todo Israel honrara a la
ley del Señor. Concluyo estos pensamientos notando que para mí el poder de revelar el pecado que tiene la
ley es exhibido maravillosamente conforme leo mi texto. Yo sé que la ley es
sumamente amplia, yo sé que su ojo es como el de un águila, y sé que su mano es
pesada como el hierro, pero cuando descubro que me acusa de pecados que no
tenía la intención de cometer, que escudriña las partes secretas de mi alma, y
que saca a la luz lo que mi propio ojo de autoexamen no ha visto nunca,
entonces me domina el temblor. Cuando descubro que puedo presentarme delante
del tribunal de Dios y ser acusado de iniquidades que seré muy incapaz de
negar, pero de las que en este momento no estoy consciente del todo, entonces soy
abatido hasta el polvo. ¡Qué ley ha de ser esta! ¡Qué luz es esta bajo la que
nuestra conducta es colocada! Si comparas tu carácter lado a lado con el de tu
semejante, es posible que empieces a elogiarte; si lo miras a la tenue luz de
la vela de la opinión pública, es posible que comiences a adularte; incluso si
no vas más allá de una diligente búsqueda con la ayuda de tu propio juicio,
podrías quedarte más o menos tranquilo todavía; pero si la luz bajo la que
estaremos al final será la luz de la propia pureza inefable de Jehová, si Su
omnisciencia detecta iniquidad donde nosotros no la hemos percibido, y si Su
justicia visita el pecado cuando ni siquiera estábamos conscientes de él,
nuestra posición es solemne, en verdad. ¡Qué ley es ésta que obliga a los
hombres! ¡Cuán severa y escudriñadora! ¡Cuán santo y cuán puro habrá de ser
Dios mismo! ¡Oh, Tú, tres veces santo Jehová, nos encontramos sobrecogidos ante
Ti! Los cielos no son limpios delante de Tus ojos y notas necedad en Tus
ángeles, ¿cómo entonces podremos ser justos contigo? Después de leer esto en Tu
propia palabra, vemos cuán justamente Tú nos acusarás de necedad, y cuán
imposible es que esperemos ser justificados a Tus ojos por alguna justicia
propia nuestra. Así, hermanos míos, vemos que la ley es honrada.
II. En
segundo lugar, por la enseñanza del texto,
Nuestra ignorancia, queridos amigos, es evidentemente muy grande. Yo
no supongo que el cristiano más instruido aquí reclame poseer mucha sabiduría.
La regla usual es que entre más sepamos más conscientes estaremos de la
pequeñez de nuestro conocimiento. Nuestra ignorancia, por tanto, -puedo dar por
hecho que integralmente- ha sido muy grande. Entonces, qué amplitud ha habido
debajo del manto de esa niebla de ignorancia para que el pecado se oculte y se multiplique.
Así como los conejos pululan en los huecos de la roca, los murciélagos en las
oscuras cuevas de la tierra y los peces en los profundos abismos del mar, así
nuestros pecados pululan en las partes escondidas de nuestra naturaleza. “¿Quién
podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos”.
La ignorancia de muchísimas personas es deliberada en gran medida. Muchos
no leen
Ahora, sería vano que alguien pensara, como me temo
que algunos lo harán, que: “Dios es duro al tratar así con nosotros”. Si
dices eso, oh hombre, te pido que recuerdes la respuesta de Dios. Cristo pone
tu rebelde pronunciamiento en la boca del infiel que oculta su talento. Dijo: “Tuve
miedo de ti, por cuanto eres hombre severo, que tomas lo que no pusiste, y
siegas lo que no sembraste”. ¿Qué respondió su Señor? En lugar de excusarse,
que está muy por debajo de la dignidad del grandioso Dios, aceptó la propia
confesión del hombre y le dijo: “Sabías que yo era hombre severo, que tomo lo
que no puse, y que siego lo que no sembré; ¿por qué, pues, no pusiste mi dinero
en el banco, para que al volver yo, lo hubiera recibido con los intereses?” Si
sabes que Dios es duro, o dices que lo crees, entonces recuerda cuán denodado
deberías ser para alcanzar Su norma, pues, prescindiendo de cómo la llames, es la norma; considérala severa si quieres,
pero es obligatoria para ti a pesar de todo, y por ella habrás de ser juzgado
al final, de tal manera que no hay escape para ninguno de nosotros por inculpar
a nuestro Hacedor. Es mucho más sabio someterse y ansiar la misericordia.
Para que nuestra
doctrina parezca menos extraña, recordemos que de acuerdo a la analogía de la naturaleza, cuando las leyes de Dios
son quebrantadas, la ignorancia de esas leyes no previene el castigo que recae
sobre los ofensores. La ley natural es un tipo instructivo de la ley moral y
espiritual, y de ella podemos recoger mucha enseñanza. Tenemos por ejemplo la
ley de la gravitación, por la cual los objetos son atraídos entre sí. Es
inevitable que los objetos pesados caigan a la tierra. Un hombre piensa que
puede volar; se pone alas y sube a una torre; está plenamente persuadido de que
está a punto de remontarse como un pájaro. Los espectadores son invitados a
contemplar esa maravilla que despierta grandes expectativas. La ley de la
gravitación está en contra del inventor, pero él no lo piensa así. El pobre
hombre cree firmemente en su propio vuelo, pero en el momento en que salta de
la torre cae a tierra y sólo se recobra su cuerpo destrozado. ¿Por qué Dios no
suspendió Su ley ya que el hombre no la violó intencionalmente? No; la ley es
rígida y no cambia, y quien ofende en ignorancia paga el castigo. He leído que los
chinos en Pekín sufren con frecuencia severos inviernos; tienen carbón en el
subsuelo pero rehúsan extraerlo por temor a desestabilizar el equilibrio de la
tierra, y a provocar que el celeste imperio, que está ahora en la parte
superior del universo, se invierta y quede en la parte inferior. Los chinos
están plenamente conscientes de esta creencia, pero ¿se altera el clima para
adaptarse a su filosofía? ¿Los calienta Dios sin carbón en invierno? De ninguna
manera. Si rechazan los instrumentos para calentarse, tienen que sentir frío;
su ignorancia no eleva la temperatura ni siquiera medio grado. Un médico, con
el mejor propósito posible, se esfuerza por descubrir una nueva medicina para
poder aliviar el dolor. Al hacer sus experimentos inhala un gas letal,
desconociendo que era fatal. Muere tan inevitablemente como si hubiera tomado
algún veneno deliberadamente. La ley no es suspendida para recompensar su
benevolencia y para evitar el fatal resultado de su error. Prescindiendo de
cuáles hubieran podido ser sus motivos, él ha quebrantado una ley natural, y le
es aplicado el castigo establecido. Ciertamente, tal como sucede en el mundo
natural, descubrirán que pasa lo mismo en el mundo espiritual.
Pero hurguemos un poco
en la pregunta, a manera de argumento. Es
por necesidad que debe ser de acuerdo a esta declaración. No es posible que
la ignorancia sea una justificación para el pecado, pues, si lo fuera, el
resultado sería que entre más ignorante sea el hombre más inocente sería.
Entonces seguramente sería cierto que la ignorancia es una bienaventuranza,
pues la perfecta ignorancia no tendría ninguna responsabilidad y estaría libre
de todo pecado. Todo lo que ustedes y yo tendríamos que hacer para estar
perfectamente libres de toda acusación, sería no saber nada. Quemar
Si, además, la culpa de
una acción dependiera enteramente del conocimiento del hombre, no tendríamos en
absoluto ninguna norma fija mediante la cual juzgar lo bueno y lo malo: sería
una variable de acuerdo a la iluminación de cada individuo, y no habría ninguna
corte de apelación definitiva e infalible. Supongan que el código de leyes de
nuestro propio país fuera construido sobre el principio de que sólo en
proporción a que el hombre conozca la ley será culpable de quebrantarla; entonces
un gran número de personas argumentaría verazmente ignorancia, y una mayor
cantidad se esforzaría por hacerlo, y un método tan sencillo y tan fácil para
obtener la absolución se volvería muy popular de inmediato. El arte de olvidar
sería estudiado diligentemente, y la ignorancia se convertiría en una herencia
envidiable. Habría caballeros que serían presentados por estar borrachos y
alterar el orden habiendo ya pagado la multa una veintena de veces, que todavía
dirían que no sabían que podrían ser castigados de nuevo puesto que ya habían
pagado la multa con mucha frecuencia. Se argumentaría la ignorancia tan continuamente
que prácticamente eso pondría fin a toda la ley, y los propios cimientos del
estado se verían socavados. Eso no podría ser tolerado: es absurdo a primera
vista.
Además, la ignorancia de
la ley de Dios es en sí misma un quebrantamiento de la ley, puesto que se nos
ordena conocerla y recordarla. Así habló el Señor por medio de Su siervo
Moisés: “Pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y
las ataréis como señal en vuestra mano, y serán por frontales entre vuestros
ojos. Y las enseñaréis a vuestros hijos, hablando de ellas cuando te sientes en
tu casa, cuando andes por el camino, cuando te acuestes, y cuando te levantes,
y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas”. El conocimiento
de la ley era un deber y la ignorancia un crimen. ¿Puede ser posible, entonces,
que un pecado sea una excusa para otro? Rehusar escudriñar la palabra de Dios
es un pecado del hombre; ¿pudiera ser que porque cometa este pecado vaya a ser
excusado por las faltas a las que su deliberada ignorancia lo condujera? Eso es
imposible.
Si los pecados de
ignorancia no fueran pecados, entonces la intercesión de Cristo sería por
completo una superfluidad. Ustedes recuerdan que nuestro texto el domingo
pasado por la mañana fue: “(Habiendo) orado
por los transgresores”, y lo ilustramos por el texto: “Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen”. Pero si no hubiera pecado cuando un hombre no
sabe lo que hace, ¿por qué nuestro Señor oró pidiendo perdón por la ignorancia
de los transgresores? ¿Por qué pedir perdón, si no fuera nada malo? La forma
correcta de pedirlo habría sido: “Padre, no te pido que los perdones, pues no
hay ninguna ofensa que perdonar, en vista de que no saben lo que hacen”; pero
por el hecho de que pidió el perdón queda claramente demostrado que hay culpa
en el pecado de ignorancia.
La obra del Espíritu Santo
sería también una obra mala en lugar de una obra buena para los corazones de
los hombres, si la ignorancia fuera una excusa para el pecado, pues Él ha
venido para convencer al mundo de pecado; pero si por no estar convencidos de
pecado son inocentes de él, por qué convencerlos de pecado? ¿De qué sirve
revivir una conciencia e iluminarla y hacerla sangrar por una transgresión, si
no fuera una transgresión, bajo el supuesto de que la conciencia nunca fue
hecha consciente de ella? ¿Quién es aquel que ha de blasfemar de tal manera
contra el Espíritu Santo como para decir que Su obra es innecesaria e incluso
ociosa? Por tanto, los pecados de ignorancia tienen que ser pecaminosos.
Consideren una
consecuencia más derivada de la doctrina contraria. Entre más perverso sea un
hombre, más endurecido se vuelve, y es más ignorante respecto a la belleza de
la santidad. Todo el mundo sabe eso. Un pecado que turba a un niño cuando está
en casa con su piadoso padre, no lo turbará cuando llegue a tener cincuenta
años de edad, si se ha entregado a una vida de vicio. El hombre desciende de un
pecado a otro, y, conforme desciende, sus ojos mentales y morales se debilitan,
y va dejando de percibir la pecaminosidad del pecado. Si un hombre que ha
alcanzado la propia cima de la infamia puede cometer cualquier atrocidad sin la
menor idea de que es algo malo, si puede engañar, y mentir, y jurar, y no sé
qué otras cosas más, y con todo considerar que todo eso no es nada, y que basta
con limpiar su boca; si ese hombre es culpable de menor pecado por la muerte
creciente de su conciencia y el limitado grado de su conocimiento espiritual,
entonces verdaderamente la cosas están trastornadas. Pero no es así. La prueba
de la culpa de una acción no es la conciencia del hombre, ni es su percepción
del mal, ni es su conocimiento, sino es la ley misma; pues el pecado es una
transgresión de la ley, ya sea que esa ley sea conocida o desconocida. El
estatuto permanece inconmovible e inmutable, y el pecador, por ciego que sea,
si cayere sobre él, será quebrantado.
Además, yo estoy seguro
de que muchos de los presentes hemos de haber
sentido la verdad de esto en nuestros propios corazones. Ustedes que aman
al Señor y odian la injusticia deben de haber llegado en sus vidas a un punto
de mayor iluminación, donde han dicho: “Veo que una cierta acción es mala; la
he estado haciendo durante años, pero Dios sabe que no la habría realizado si
la hubiera considerado mala. Aun ahora veo que otras personas la están
realizando, y piensan que es buena; pero yo no puedo hacer más eso; mi
conciencia ha recibido por fin una nueva luz, y tengo que hacer un cambio de
inmediato”. En tales circunstancias, ¿alguna vez se les ocurrió decir: “lo que
hice no está mal, porque no sabía que fuera malo”? Lejos de eso. Ustedes se han
dicho justamente: “Mi pecado en este asunto no es tan grande como si hubiera
transgredido deliberadamente con mis ojos abiertos, sabiendo que era pecado”; se
han acusado de la falta, y se han lamentado de ella. Al menos yo lo he hecho. Un hombre como John Newton,
quien en sus años mozos había estado involucrado en el comercio de esclavos
pensando que era algo bueno, como la mayoría de los cristianos lo pensaba en
aquellos días, no se excusaba en años posteriores cuando su conciencia despertó
a la iniquidad de la esclavitud. ¿Piensan que el buen hombre habría dicho: “yo
estaba en lo correcto al hacer lo que hacía, porque todos los demás lo hacían,
y yo no conocía nada mejor”? Ah, no. Era
bueno o malo prescindiendo de que lo supiera o no, y cuando quedó iluminada su
conciencia, se lo dijo. Mi conciencia y tu conciencia podrían requerir ser
iluminadas respecto a varios asuntos que ahora hacemos con bastante
complacencia, sin ninguna noción de que estamos pecando; pero la acción lleva
su propio carácter de bueno o malo, prescindiendo de cuál pudiera ser nuestro
juicio.
¿Acaso no muestra esto
la total imposibilidad de salvación por obras? Si tú esperas ser salvado por
guardar la ley, tienes que ser un hombre más atrevido que yo. Yo sé que no
puedo guardar la ley de Dios, y la doctrina de mi texto lo hace imposible más
allá de toda otra imposibilidad, porque la ley me acusa de hacer mal cuando no tengo
la intención de hacerlo, y cuando no estoy consciente de ello. Oh, ustedes que
esperan ser salvados por obras, ¿cómo pueden gozar jamás de la paz de un
instante? Si piensan que su justicia los salvará, si es perfecta, ¿cómo pueden
estar seguros jamás de que es perfecta? Pueden haber pecado ignorantemente, y
eso lo arruinará todo. Piensen en esto y tiemblen. Yo les imploro que crean en
nuestro testimonio cuando les aseguro que el camino al cielo a través de su
justicia propia está bloqueado. Diez grandes cañones Krupp que arrojan balas lo
suficientemente grandes para enviar a su alma al infierno, están apuntándolos
por si intentan abrirse paso al cielo por esa empinada
pendiente.
Hay otra senda: aquella
cruz los dirige a ella, pues es el poste de señales del camino del Rey. Ese
camino real al cielo está pavimentado con la gracia: Dios perdona a los
culpables libremente porque confían en Cristo. Esa senda es tan segura que
ningún león se encuentra allí, ni ninguna bestia rapaz se acerca allí; pero en
cuanto al camino de la justicia legal, no lo intenten, sino pongan mucha atención
a las otras cosas que tenemos que decirles.
III. Por
la grande y terrible verdad del texto EL SACRIFICIO ES ENCARECIDO. Según
nuestro sentido de pecado así ha de ser nuestra valoración del sacrificio. El método
de Dios de liberar a quienes pecaron ignorantemente no era negando su pecado y
pasándolo por alto, sino aceptando una expiación por él. “El sacerdote le hará
expiación por el yerro que cometió por ignorancia, y será perdonado”. El perdón
debía llegar a través de la expiación. ¡Cuán grandemente ustedes y yo
necesitamos una expiación por nuestros pecados de ignorancia, en vista de que
nuestra ignorancia es grande! ¡Oh, sangre de Cristo, cuánto te necesitamos!
¡Oh, divino Sustituto, cuán grandemente requerimos de Tu sangre limpiadora!
Cuán misericordioso es de
parte de Dios que esté dispuesto a aceptar una expiación; pues si Su ley
hubiese dicho que no hay una expiación posible, habría sido justa; pero la
gracia infinita diseñó el plan por medio del cual, a través del sacrificio de
otro, es posible el perdón para el pecador ignorante. Contemplen cuán generoso
es Dios, pues Él mismo ha provisto este sacrificio. El hombre que había errado
bajo la ley tenía que traer él mismo una ofrenda, pero la nuestra es presentada
a nombre nuestro. Jesús el Hijo de Dios no fue perdonado por el grandioso Padre,
sino que lo separó de Su pecho y lo entregó para que se desangrara y muriera.
El Dios encarnado es el grandioso portador del pecado de ignorancia; y hoy Él
puede tener compasión del ignorante, y de aquellos que se han descarriado, pues
ha realizado una expiación por ellos.
Bajo la ley, esta
expiación debía ser un carnero sin defecto. Nuestro Señor no tenía pecado, ni
sombra de pecado. Él es la víctima inmaculada que exige la ley. Todo lo que la
justicia, en su más sombrío ánimo, pudiera requerir del hombre a modo de
castigo, nuestro Señor Jesucristo lo ha ofrecido; pues en adición a Su
sacrificio por el pecado, Él ha presentado una recompensa por el daño, tal como
estaba obligada a hacer la persona que había pecado por ignorancia. Él ha
recompensado el honor de Dios, y ha recompensado a todo hombre a quien hayamos
lesionado.
Hermano mío, ¿te ha
lesionado alguien más? Bien, como Cristo se ha entregado a ti, se te ha dado
una plena compensación, así como también le fue dada a Dios. Bendito sea Su
nombre, porque podemos confiar en este sacrificio. Cuán supremamente eficaz es.
Quita la iniquidad, la transgresión y el pecado.
Mis queridos oyentes,
ustedes están obligados a confesar sus pecados a Dios; pero si les fuera
ofrecido el perdón a condición de que mencionen cada pecado que han cometido,
ninguno de ustedes sería salvo jamás. No las conocemos, y si alguna vez las
conociéramos, no podríamos recordar todas nuestras fallas y todas nuestras
transgresiones; pero la misericordia consiste en que aunque nosotros no las conozcamos, ÉL sí las
conoce y puede borrarlas. Aunque no podamos llorar por ellas con un claro conocimiento
de ellas, porque son desconocidas para nosotros, Jesús se desangró por ellas
con un claro conocimiento de todas ellas, y todas son quitadas por Sus
sufrimientos desconocidos, todas ellas son arrojadas a las profundidades donde
el ojo de un ángel no podría rastrearlas nunca. Por Sus inmensas e inescrutables
agonías soportadas a favor nuestro, y por Sus méritos, infinitos como Su
naturaleza divina, nuestro Redentor ha quitado esa densa oscuridad de iniquidad
que éramos incapaces de captar. Oh, pecador creyente, no conoces la deuda que
tu gloriosa Fianza ha asumido y ha pagado por ti. Bendiciones en Su nombre.
Confíen en Él, y prosigan su camino con regocijo. Amén.
Porción de
Traductor: Allan Román
8/Febrero/2012
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