El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
Ecce Rex


NO. 1353

Un sermón predicado la mañana del Domingo 6 de mayo, 1877

por Charles Haddon Spurgeon

En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.

"Entonces dijo a los judíos: ¡He aquí vuestro Rey! Juan 19: 14.

Sermones
Pilato expresó con esto mucho más de lo que era su intención decir, y, por tanto, no restringiremos nuestra consideración de sus palabras a lo que él quiso decir. Juan nos informa comentando de Caifás, "Esto no lo dijo por sí mismo," y nosotros podemos decir lo mismo de Pilato. Todo lo que fue dicho o hecho en conexión con el Salvador durante el día de Su crucifixión, rebosa de significado, está muchísimo más cargado de significado de lo que los propios participantes o actores pensaban. Incluso lo trivial se torna solemne y grave, cuando es transformado por la cruz. Cuando Caifás afirmó que era conveniente que un hombre muriera por el pueblo, y no que toda la nación pereciera, no se imaginaba que estaba enunciando el grandioso Evangelio de la sustitución. Cuando el pueblo judío clamó delante de Pilato: "Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos," no tenían la menor idea de la sentencia que estaban solicitando sobre ellos mismos, que tendría su cumplimiento inicial durante el sitio de Jerusalén, y que les perseguiría, como una negra nube suspendida sobre su raza, durante muchos siglos. Cuando el soldado le abrió el costado con una lanza, no se imaginaba que estaba extrayendo, delante de los ojos de todos, la sangre y el agua que son para la iglesia entera, los emblemas de la doble purificación que encontramos en Jesús, la purificación mediante la sangre expiatoria y la gracia santificante.

Cuando vino la plenitud del tiempo, todas las cosas desbordaban plenitud. Cada acontecimiento en aquel pasmoso día revelaba grande misterio, y cada movimiento y cada palabra de nuestro Señor y de quienes le rodeaban, enseñaban algún evangelio o inculcaban una lección. Mientras que en ciertos días la frivolidad gobierna la hora, y queda muy poco de valor de lo mucho que se habla, en el día de la pasión, aun los más indiferentes hablaron como hombres inspirados. Pilato, ese espíritu indeciso y sin un criterio propio, se expresó con un lenguaje de tanto peso como si él también hubiera estado entre los profetas. Su declaración de la inocencia de nuestro Señor, su mención de Barrabás, la inscripción que escribió para ser fijada sobre la cabeza de Jesús, y muchos otros asuntos, todo ello estaba cargado de instrucción.

Pilato presentó a Jesús ante los judíos vestido con ropas de escarnio, y les dijo: "Ecce Rex" - "¡He aquí a vuestro Rey!" Pero la simiente de Abraham le rechazó como su Rey; mas no nos acordamos de esa infeliz nación para echarle la culpa, sino para que tengamos presente que nosotros también podemos caer en el mismo pecado. Como nación favorecida con el Evangelio en muchos aspectos, gozamos de la misma condición privilegiada que disfrutaron los judíos. A nosotros se nos da a conocer la palabra de Dios; los oráculos de Dios son puestos bajo nuestra custodia, y nosotros, aunque por naturaleza somos ramas de olivo silvestre, estamos injertados en ese tronco propicio del que Israel ha sido desgajado por un tiempo. ¿Demostraremos que somos igualmente indignos? ¿Será encontrado culpable alguno de nosotros de la sangre de Jesús? Jesús nos es predicado en este día; ¿lo estamos rechazando? El sufriente Mesías será presentado nuevamente esta mañana, no por Pilato, sino por uno que ansía honrarle, y cuando esté delante de ustedes, y sea proclamado otra vez con la palabras "¡He aquí vuestro Rey!" ¿gritarán ustedes también : "¡Fuera, fuera!"?

Esperemos que no haya aquí corazones tan perversos que, imitando a la nación rebelde, griten: "No queremos que éste reine sobre nosotros." Oh, que cada uno de nosotros pueda reconocer que el Señor Jesús es su Rey, pues bajo Su cetro hay reposo y gozo. Él es digno de ser coronado por cada corazón. Unámonos todos en reverente contemplación y recibámosle con deleite. Presten mucha atención a mis palabras y prepárense con un corazón dispuesto para el momento en que Jesús sea presentado delante de ustedes, y que, durante los siguientes minutos, su única atención sea: "¡He aquí vuestro Rey!"

I. Acompáñenme, entonces, al lugar llamado el Enlosado, y en hebreo Gabata, y "¡He aquí vuestro Rey!" Primero les pediré que CONTEMPLEN A SU REY PREPARANDO SU TRONO, sí, y preparándose para sentarse en él. Si miran en respuesta al llamado: "¡He aquí vuestro Rey!", ¿qué es lo que ven? Ven al "Varón de dolores, experimentado en quebranto," ceñido con una corona de espinas y vestido con un viejo manto de púrpura que le pusieron en son de burla; ustedes pueden ver, si se fijan atentamente, los hilos de sangre que corren, pues acaba de ser flagelado, y también pueden descubrir que Su rostro está amoratado por los golpes y manchado con la asquerosa saliva escupida por las bocas de los soldados.

"Así ataviado lo presentan a la chusma,
Que 'crucifícale' grita al unísono,
Dios calla frente al hombre, pero el hombre grita."

Es un terrible espectáculo, pero les pido que lo observen atentamente y vean el establecimiento del trono del Redentor. Vean cómo se convierte en su Rey mediador. Él estableció un nuevo trono en Gabata, en el que reinará como Rey de los pecadores perdonados y como el Príncipe de Paz. Él era Rey antes de todos los mundos, como también Señor de todo por el derecho de Su eterno poder y Deidad. Él tenía un trono cuando los mundos fueron hechos, como Rey de todos los reyes por la creación; también había ocupado siempre el trono de la providencia, sustentando todas las cosas con la palabra de Su poder. Sobre Su cabeza habían muchas coronas, y a la pregunta que le hizo Pilato: "¿Luego, eres tú rey?" respondió adecuadamente: "Tú dices que yo soy rey." Pero aquí, delante de Pilato y de los judíos, en Su condición de vergüenza y humillación, estaba a punto de ascender y primero que nada a punto de preparar el trono de la gracia celestial, que ahora ha sido establecido entre los hijos de los hombres, para que acudan a él y encuentren eterna salvación.

Adviertan cómo está preparando este trono de gracia: es por medio del dolor y de la vergüenza soportados en lugar nuestro. El pecado se interponía en el camino de la felicidad del hombre, y la ley quebrantada y la justicia exigían el castigo: y todo esto debía ser resuelto antes de que un trono de gracia pudiera ser erigido entre los hombres. Si ustedes contemplan a nuestro sufriente Señor, verán de inmediato las insignias de Su dolor, pues lleva una corona de espinas que traspasa Su frente. El dolor era una gran parte del castigo exigido por el pecado, y por lo tanto, el grandioso Sustituto fue sometido a un dolor extremado. Cuando Pilato presentó a nuestro Príncipe mártir, era el mismo espejo de la agonía, era la majestad abatida, el abatimiento forjado hasta sus extremas posibilidades. Los crueles surcos de los azotes, y los abundantes hilos de sangre que bañaban Su rostro no eran sino indicios que estaba a punto de morir en medio de los crueles dolores de la cruz, y todo esto era forzoso para Él, porque no podría haber un trono de gracia mientras no hubiera un sacrificio sustitutivo. Era menester que sufriera para que se convirtiera en un príncipe y un Salvador.

He aquí a su Rey en Sus dolores, pues allí está poniendo los profundos cimientos de Su reino de misericordia. Muchas coronas han sido obtenidas con sangre, y lo mismo sucede con esta, pero se trata de Su propia sangre; muchos tronos han sido establecidos con sufrimiento, y lo mismo sucede con este, pero Él mismo soporta el dolor. Por Sus graves aflicciones propiciatorias, nuestro Señor ha preparado un trono sobre el que se sentará hasta que todos los de la raza elegida sean convertidos en reyes y sacerdotes para que reinen con Él. Es en razón de Su agonía que Él obtiene el poder real de perdonar: por Sus azotes y cardenales adquiere el derecho de absolver a los pobres pecadores. No tenemos razón para sorprendernos de la grandeza de Su poder mediador cuando consideramos la profundidad de Sus sufrimientos propiciatorios: así como Su abatimiento es la fuente de Su majestad, así la gravedad de Sus dolores le ha asegurado la plenitud del poder salvador. Si no hubiese cumplido a plenitud la ley, y no hubiese honrado la justicia hasta el más alto grado, no habría sido tan gloriosamente capaz de conceder misericordia desde Su elevado y glorioso trono de gracia mediadora. He aquí a su Rey, entonces, mientras pone la base de Su trono de gracia en lo profundo de Su dolor y de Su muerte.

Y no se trata de dolor únicamente, pues también muestra las señales del escarnio. Esa corona de espinas significaba principalmente burla: los soldados lo hicieron monarca de broma, un rey de carnaval, y también ese manto de púrpura fue colocado sobre Sus hombros en un gesto lleno de amargo escarnio: así se burlaba este mundo de su Dios. Los evangelistas nos dan estas descripciones utilizando frases breves, como si se hubieran detenido entre frase y frase para cubrir sus rostros con las manos y llorar amargamente. Así que allí le vemos delante de la multitud, desamparado, abandonado por sus amigos, sin nadie que contara Su generación o le animara. Él es abandonado por todos los que antes le llamaban Maestro, y se convierte en el centro de una escena de alboroto y de escarnio. Los soldados hicieron lo peor, y ahora los jefes de la nación le miran con desprecio, y sólo se contienen de seguir con el escarnio más impúdico por causa del odio que los impulsaba a buscar con rapidez Su muerte. No podían permitirse el placer de continuar con sus mofas. Sus enemigos habían hecho todo lo que estaba en su poder para cubrirle de escarnio, y pedían permiso para hacer todavía más, pues gritaban: "¡Sea crucificado!"

¡Consideren ustedes, cómo se ha despojado de todo el honor de la casa de Su Padre, y de Su propia gloria en medio de los ángeles, y allí está, con un manto de burla, un cetro de broma, y una corona de espinas que es el colmo del ridículo, siendo escarnecido por todos! Sin embargo, esto debe ser así, pues el pecado es algo vergonzoso, y una parte del castigo del pecado es la vergüenza, como lo sabrán los que se despierten en el día del juicio para ser entregados a la vergüenza eterna. La vergüenza cayó sobre Adán cuando pecó, y al punto se dio cuenta que estaba desnudo; y ahora la vergüenza ha descendido como una tremenda granizada sobre la cabeza del Segundo Adán, el sustituto del hombre vergonzoso, y ha sido cubierto de desprecio. "Todos los que me ven me escarnecen." Es difícil decir si la crueldad o el escarnio prevalecían en el ataque contra la persona de nuestro Señor en Gabata; pero al soportar estos dos flagelos unidos, puso la base inamovible de la piedra del ángulo de Su dominio de amor y de gracia.

¿Cómo habría podido ser Rey de un pueblo redimido si no lo hubiera redimido así? Podría haber sido señor sobre un pueblo condenado a morir, el severo gobernante de un pueblo que continuó en el pecado, y continuaría en él hasta perecer para siempre de su presencia; pero Él no buscaba un reino así; Él buscaba un reino sobre corazones que estuvieran eternamente agradecidos con Él, corazones que, habiendo sido redimidos desde el más profundo infierno por Su muerte expiatoria, le amaran para siempre con supremo fervor. Su dolor aseguró Su poder de salvar, Su vergüenza le otorgó el derecho de bendecir.

"¡He aquí vuestro Rey!" Mírenle con una mirada resuelta y vean cómo es Rey ahora por el derecho del beneficio conferido. He aquí, Él ha quitado para siempre el pecado por el sacrificio de Sí mismo, y por eso todos los seres rescatados están de acuerdo que Aquel que mató al dragón que devoraba a las naciones, debe ser el Rey. He aquí, al humillarse hasta la vergüenza, Él ha destronado a Satanás, que era el príncipe de este mundo; y, ¿quién debe ocupar el trono sino Aquel que lo obtuvo, y que arrojó al hombre fuerte que gobernaba anteriormente? Cristo ha hecho más por los hombres de lo que el príncipe de las tinieblas hubiera podido o querido hacer, pues Él ha muerto por los hombres, y así se ha ganado una justa supremacía sobre todos los corazones agradecidos.

En cuanto a la muerte, Jesús, entregándose a la muerte, la ha vencido. Coronemos con el lauro de la victoria al que ha destruido al destructor del mundo. En medio de Su vergüenza, también vean al Señor Jesucristo cumpliendo la ley y honrándola. Quien honró a esa ley, que de otra manera nos hubiera maldecido, merece recibir todo el honor y el homenaje tributado por los hijos de los hombres, a quienes rescató de la maldición. Ustedes vean, entonces, que nuestro Señor, cuando se vistió con esa vieja túnica de púrpura, y presentó Sus sienes para que fueran ceñidas con las espinas, realmente estaba estableciendo para Él un imperio cuyos cimientos nunca serán conmovidos: Él estaba efectuando esa obra salvadora que lo ha hecho Rey de los pecadores salvados por Él, y Señor del reino de la gracia, que mediante Su muerte es otorgada a los hombres.

Observen esto, también, que los hombres son reyes entre sus semejantes cuando muestran profunda compasión, y brindan socorro verdadero. Aquel que siente compasión, gana un poder del mejor tipo, no la fuerza bruta sino una refinada influencia espiritual. Por esta causa nuestro Señor fue afligido, como lo puedes ver, para que se identifique contigo en tu terrible dolor, y en tu más espantosa deshonra. Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo y como ellos debían sufrir, así el Capitán de su salvación fue perfeccionado por el sufrimiento. Esto le otorga Su glorioso poder sobre nosotros. Él es un fiel Sumo Sacerdote, pues puede ser conmovido con el sentimiento de nuestras debilidades, y esta habilidad de compenetrarse con nuestras debilidades y aflicciones le da supremacía en nuestros corazones.

¡Contempla a tu Rey en el dolor y en el escarnio, y mira Su condición de rey para tu corazón! Cuán soberanamente ordena a tu corazón que se regocije. Con qué poder real ordena a tus miedos que se disipen, y cuán obedientemente tu desaliento se somete a Su palabra. Ahora, lo mismo que sucede contigo, ocurre a una escala mayor en el mundo. Las sufrientes naciones verán todavía a su verdadero libertador en su Señor sufriente. Ese cetro de caña le asegurará un poder mucho mayor que una vara de hierro. Su amor a los hombres está comprobado por Su sufrimiento por ellos, y esto, cuando el Espíritu Santo haya hecho sabios a los hombres, será para los millares de nuestra raza, la razón para proclamarle Señor de todo. Los reyes y los príncipes que gobiernan a la humanidad en razón de su linaje o por la fuerza de las armas, sólo tienen el nombre de reyes. Los verdaderos reyes son los grandes benefactores. Los héroes son, después de todo, nuestros reyes. Consideramos que tienen condición de reyes aquellos que arriesgan sus vidas por sus semejantes, para obtener libertad para ellos, o para enseñarles la verdad. La raza olvida a sus señores, pero recuerda a sus amigos. Si no fuera por Jesús, la tierra sería una vasta prisión, y los hombres serían una raza de criminales condenados, pero Aquel que está delante de nosotros en Gabata, en medio de toda Su vergüenza y dolor, nos ha salvado de nuestra condición perdida, y por tanto Él debe ser Rey. ¿Quién votará en Su contra? Si el amor debe triunfar al final y si la abnegación desinteresada debe recibir el homenaje, entonces Jesús es y será el Rey. Cuando despunte la mañana y el corazón sea purificado del prejuicio y de la injusticia ocasionados por el pecado, el poder estará del lado de la justicia, y la verdad prevalecerá; entonces Jesús reinará. La eterna adecuación de las cosas exige que el mejor sea encumbrado y que el que preste el mayor servicio sea mayormente honrado entre los hombres; en una palabra, que el que fue hecho nada en favor del hombre, debe convertirse en todo para él. ¡Vean ustedes, entonces, cómo la corona de espinas es madre de la corona que lleva Jesús en Su iglesia! El manto de púrpura es el precio de compra de la vestidura de la soberanía universal, y la caña que simulaba un cetro es la precursora de la vara de las naciones, con la cual la tierra entera será gobernada en el futuro. "¡He aquí vuestro Rey!", y vean la fuentes de Su poder mediador.

II. Oh, ustedes que ven en su Señor rechazado y sangrante "al Rey en su hermosura," vengan aquí una vez más y CONTÉMPLENLO EXIGIENDO SU HOMENAJE. Vean de qué manera Él viene para ganar sus corazones. ¿Cuál es Su derecho a reinar sobre ustedes? Existen muchos derechos, pues sobre Su cabeza hay muchas coronas, pero el derecho principal que tiene Jesús sobre cualquiera de nosotros está simbolizado por esa corona de espinas: es el derecho del amor supremo: Él nos amó como nadie más nos pudo haber amado. Si juntamos todos los amores de los padres y de las esposas y de los hijos, no podrían todos ellos rivalizar ni un instante con el amor de Cristo por nosotros, y cuando ese amor nos conmueve y sentimos su poder, le coronamos de inmediato como Rey.

¿Quién puede resistir Sus encantos? Una mirada de Sus ojos nos subyuga. Vean con su corazón esos ojos llenos de lágrimas por los pecadores que se pierden, y se convertirán en súbditos voluntarios. Una mirada a Su bendita persona, sometida a los azotes y escupitajos por nosotros, nos dará una mejor idea de Sus derechos a la corona, que cualquier otra cosa nos pudiera dar. Miren a Su corazón traspasado derramando el líquido de la vida por nosotros, y todas las disputas acerca de Su soberanía llegan a un término en nuestros corazones. Le reconocemos Señor porque vemos cómo nos amó. ¿Cómo podríamos hacer otra cosa? El amor en acción, o más bien el amor en el sufrimiento, conlleva una omnipotencia. Contemplen lo que ese amor soportó, y así "¡He aquí vuestro Rey!"

Jesús vestido de escarnio, desfigurado con las huellas de Su dolor, también nos recuerda que es pleno propietario de nosotros por Sus obras y por Su muerte. "¿O ignoráis . . . .que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio." Contemplen a su Rey, y vean el precio. Es el precio de un sufrimiento inmenso, de la vergüenza más cruel. Es un precio incalculable, pues el Señor de todo es reducido a nada. Es un precio terrible, pues el único que tiene inmortalidad se somete a la muerte. Es un precio de sangre. Son los azotes y el derramamiento de sangre y el dolor de Jesús; es más, es Él mismo. Si quieren ver el precio de Su redención, "¡He aquí vuestro Rey!" Es Él quien nos redimió para Dios por Su sangre, Él que "se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz." Tú reconoces ese derecho. El amor de Cristo te constriñe. Sientes que de ahora en adelante vivirás únicamente para Él, y consideras un gozo, en todos los aspectos, que Él reine sobre ti con dominio ilimitado.

Porque Jesús sufrió, ha adquirido un poder sobre nosotros que es muy superior a cualquiera que pudiera ser impuesto por cortes judiciales, o puesto en vigor por el simple poder, pues nuestros corazones se han sometido voluntariamente a Él y le han otorgado Su derecho a nuestra voluntaria sumisión, encantados de otorgar sumisión a un amor tan imperial. ¿Acaso es posible que un creyente contemple al Señor Jesucristo sin sentir que anhela ser más y más Su siervo y Su discípulo? ¿Acaso no tienen sed de servirle? ¿Pueden contemplarle en el precipicio de la vergüenza sin desear con vehemencia elevarle a las alturas de la gloria? ¿Puedes verle humillándose así por ti, sin suplicarle a Dios que un elevado trono glorioso sea Suyo, y que Él se siente allí para gobernar a los corazones de los hombres? No hay ninguna necesidad de debatir el derecho del Rey Jesús, pues tú lo sientes; Su amor te ha tomado por asalto, y te retiene como su presa firmemente. No puedes tener un Salvador sin que sea tu Rey, y viendo a tal Rey en una condición así, no puedes pensar en Él sin que te goces en atribuirle a Él todo el poder y el dominio. Si pudiéramos escaparnos de Su poder, entraríamos en casa de servidumbre, y cuando en cualquier instante dejamos de reconocerlo como Rey, experimentamos la peor aflicción.

"¡He aquí vuestro Rey!", entonces, Él mismo es Su propia razón para que le obedezcan. Vean lo que sufrió por ustedes, hermanos míos, y de ahora en adelante no rehuyan ningún trabajo, vergüenza, o sufrimiento por Su amada causa. "¡He aquí vuestro Rey!", y cuenten con ser tratados como Él. ¿Esperan ser coronados de oro cuando Él fue coronado de espinas? ¿Acaso crecerán lirios para ustedes y cardos para Él? Nunca más se avergüencen de confesar Su glorioso nombre, a menos que en verdad puedan ser tan viles como para ser traidores a un Señor como Él. Vean la vergüenza a la que fue expuesto, y aprendan de Él a despreciar toda vergüenza por causa de la verdad. ¿Acaso será el discípulo superior a su maestro, o el siervo más que su señor? Si han maltratado de esta manera al dueño de la casa, ¿qué harán con los que habitan en la casa? Contemos con nuestra porción de un trato vergonzoso, y al aceptarlo demostraremos a todos los hombres, que el que fue despreciado y desechado entre los hombres es realmente Rey en medio de nosotros, y que los súbditos no se avergüenzan de ser como su monarca. Aunque el costo sea toda la vergüenza que el mundo pueda derramar sobre nosotros, o todo el sufrimiento que carne y sangre puedan soportar en cualquier condición, seamos fieles en nuestra lealtad, y digamos "¿Quién nos separará? ¿Nos podrá alejar de nuestro Rey la persecución, o la angustia, o la tribulación? No, en todas estas cosas somos más que vencedores. ¡Rey de dolores, Tú eres Rey de mi alma! ¡Oh Rey en vergüenza, Tú eres monarca absoluto de mi corazón! Tú eres Rey por derecho divino, y Rey por mi propia elección voluntaria. Otros señores han tenido dominio sobre nosotros, pero ahora, puesto que Tú te has revelado de esta manera, únicamente Tu nombre gobernará nuestros espíritus." ¿No ven entonces que Jesús, delante de Pilato, revela Su derecho en Su aspecto externo? "¡He aquí vuestro Rey!"

III. "¡He aquí vuestro Rey!", por tercera vez, para que le puedan ver SOMETIENDO SUS DOMINIOS. Vestido con ropas de escarnio, y con un rostro desfigurado por el dolor, viene como conquistador y para conquistar. Esto no es muy aparente para una mirada superficial, pues no lleva el atuendo de un hombre de guerra. No puedes ver una espada al cinto, ni un arco en la mano. De Sus labios no brotan amenazas terribles, ni habla con persuasión elocuente. Está desarmado, y sin embargo victorioso; está silencioso, pero conquista. Con este traje va a la guerra. Su vergüenza es Su armadura, y Sus sufrimientos son Su hacha de combate. ¿Cómo, preguntarás? ¿Cómo puede ser eso? No estoy hablando de ficción, sin de un hecho real, y será demostrado.

Los misioneros han salido a ganar a los paganos para Cristo, y han comenzado diciéndoles a los incivilizados hijos del pecado, que hay un Dios, y que Él es grandioso y justo: la gente escucha inconmovible, o simplemente ha respondido: "¿acaso piensas que no sabemos esto?" Luego, han hablado del pecado y su castigo, y han anunciado anticipadamente la venida del Señor para juzgar, pero la gente permanece impasible, y ha respondido con frialdad: "es cierto," y han seguido su camino, viviendo en el pecado como antes. Por fin, estos hombres denodados han descubierto el bendito secreto, y han hablado del amor de Dios que entrega a Su Unigénito Hijo, y han comenzado a contar la historia de los dolores incomparables de Emanuel. Entonces los huesos secos han cobrado vida, y los sordos han comenzado a oír. Esos misioneros nos informan que tan pronto comenzaron a contar la historia, se daban cuenta que los ojos estaban clavados en ellos, y los rostros mostraban destellos de interés, cuando antes estaban distraídos, y se tuvieron que preguntar: "¿Por qué no comenzamos con esto?" Ay, ¿por qué no? Pues esto es lo que toca los corazones de los hombres.

Cristo crucificado es el conquistador. No somete corazones con Sus vestiduras de gloria, sino vestido con Sus ropas de vergüenza. No gana al principio la fe y los afectos de los pecadores sentado en el trono, sino como el Salvador que sangra, sufre y muere en el lugar de ellos. "Pero lejos esté de mí gloriarme," dice el apóstol, "sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo"; y aunque cada tema que está conectado con el Salvador debe jugar un papel en nuestro ministerio, sin embargo, este es el tema principal. La obra de propiciación de Jesús es el gran cañón de nuestra batería. La cruz es el poderoso ariete que despedaza las puertas de bronce de los prejuicios humanos y la barras de hierro de la obstinación. Cristo que viene como nuestro juez, nos alarma, pero Cristo, el varón de dolores, nos subyuga. La corona de espinas tiene un poder real en sí para forzar una lealtad voluntaria; el cetro de caña rompe corazones mejor que una vara de hierro, y el manto de escarnio inspira más amor que la púrpura imperial de César. No hay nada parecido bajo el cielo. Millones de victorias han sido obtenidas por Aquel a quien Pilato presentó delante de la multitud, victorias claramente atribuibles a la corona de espinas y al manto de escarnio, y ¿acaso no están escritas esas victorias en el libro de las guerras del Señor? Y habrá más victorias conforme Él sea predicado más frecuentemente a Su manera, y se invite a los hombres a que, en el Varón de dolores, vean a su Rey.

¿Acaso no ha sucedido lo mismo en casa, igual que en las lejanas tierras de los paganos? ¿Qué es lo que gana hoy los corazones de los hombres para Cristo? ¿Qué otra cosa sino Cristo en la vergüenza y Cristo en el sufrimiento? Apelo a ustedes que se han convertido recientemente; ¿qué es lo que los ató como cautivos al carro de Jesús? ¿Qué les ha hecho comprometerse de aquí en adelante a ser Sus seguidores, regocijándose en Su nombre? ¿Qué otra cosa sino esta: que inclinó Su cabeza a la muerte por causa de ustedes, y los ha redimido para Dios por Su sangre? Yo sé que así es.

Y, oh, amados hijos de Dios, si alguna vez sienten el poder de Cristo en ustedes de manera suprema, hasta someterles por completo, ¿no es el recuerdo del dolor redentor el que lo logra? Cuando ustedes se convierten en una especie de arpas y Jesús es el trovador que toca con Sus dedos las cuerdas de sus corazones, y sólo tañe alabanzas para Su amado nombre, ¿qué es lo que les cautiva de la música del amor agradecido, sino el hecho de su condescendencia a favor de ustedes? ¿Acaso su canción no es que Él fue inmolado y los ha redimido para Dios por Su sangre? Yo confieso que me podría sentar al pie de la cruz y quedarme sin hacer nada excepto llorar hasta deshacerme en lágrimas, pues Sus sufrimientos derriten mi alma dentro de mí. Entonces, si se escucha el llamado del deber, me siento intensamente ávido de interceder por otros, listo para realizar cualquier sacrificio para traer a otros bajo el dominio del Señor, y lleno de una santa pasión que ni la muerte podría apagar. Todo esto podría realizar, lo digo, cuando acabo de regresar de contemplar la pasión del Redentor, y de beber de Su copa y de ser bautizado con Su bautismo. El cetro de caña gobierna como ninguna otra cosa lo ha hecho, pues despierta entusiasmo. La corona de espinas inspira el homenaje como ninguna otra diadema lo hizo, pues fortifica a los hombres para que sean héroes y mártires. Ninguna realeza es tan imponente como esa que tiene por insignia la guirnalda de espinas, la caña, el manto de púrpura y las cinco heridas.

Otras soberanías son forzadas, y fingidas y vacías, comparadas con la soberanía del "desechado entre los hombres": el miedo, o la costumbre o la ambición convierten a los hombres en cortesanos en otras partes, pero el amor ferviente satura las cortes del Rey Jesús. No decimos simplemente que el rostro desfigurado es el más majestuoso que se haya visto jamás, pero en diversas ocasiones hemos sentido que lo es, sí, y sentimos que lo es ahora. ¿Quieren ablandar nuestros corazones endurecidos? Háblennos del dolor de Jesús. ¿Quieren convertirnos en niños, a nosotros, hombres fuertes? Pongan al Varón de dolores en medio de nosotros; no hay manera de resistírsele.

Miren también a los rebeldes si quieren ver el poder del Nazareno despreciado. Si se han alejado de Cristo, si se han vuelto tibios, si sus corazones se han vuelto insensibles a Él, que en un tiempo los embelesaba, ¿qué puede hacerlos regresar? Sólo conozco un imán que en las manos del Espíritu Santo atraerá a estos seres tristemente caídos: es Jesús en Su vergüenza y en Sus dolores. Les decimos que crucifican nuevamente al Hijo de Dios, y lo presentan a la vergüenza pública, y entonces miran a Él a quien han traspasado y se lamentan por Él. Oh, ustedes que después de haber sorbido de la copa de la comunión han ido a beber de la mesa de Baco, ustedes que después de haber hablado del amor a Cristo han seguido a las concupiscencias de la carne, ustedes que después de cantar Sus alabanzas han blasfemado el sagrado nombre con el que ustedes son llamados, que Su omnipotencia de amor sea demostrada en ustedes también. ¿Qué puede traerlos de regreso excepto esta triste reflexión, que ustedes también han tejido para Él una corona de espinas y han sido causa de que Él sea blasfemado entre Sus enemigos? A pesar de ello, el mérito de Su muerte está disponible para ustedes: el poder y eficacia de Su preciosa sangre no ha cesado incluso para ustedes, y si regresan a Él (y, oh, que una contemplación de Él los induzca a regresar), Él los recibirá lleno de gracia como la primera vez. Yo les digo: "¡He aquí vuestro Rey!", y que la soberanía de Su humillación y de Su sufrimiento sea comprobada esta mañana, en algunos de ustedes, cuando vengan inclinándose a Sus pies, conquistados por Su gran amor y restaurados al arrepentimiento y a la fe, por Su compasión maravillosa. Una visión de Sus heridas y golpes nos sana, y nos conduce a dolernos de nuestras rebeliones y a anhelar a ser regresados al hogar, a Dios, para no descarriarnos más.

Ah, queridos hermanos, mientras el mundo permanezca, siempre encontraremos que entre los santos, pecadores, rebeldes, y todas las clases de hombres, el poder de Jesucristo es más sentido en verdad cuando Su humillación es declarada con más fidelidad y es conocida con más fe. Es mediante esto que Él someterá a Sí todas las cosas. Si les predicamos a los hindúes, no es necesario que respondamos todas sus sutilezas metafísicas. Los dolores de Jesús son una espada tan aguda que cortan el nudo gordiano (2). Si vamos en medio de los habitantes más degradados del África, no necesitaremos civilizarlos primero; la cruz es una gran palanca que levanta a los hombres caídos: conquista el mal y establece la verdad y la justicia. Los seres más depravados y endurecidos aprenden de Su grandioso amor, y los corazones de piedra comienzan a latir; ellos ven a Jesús sufriendo hasta la muerte por la única razón del amor hacia ellos, y son conmovidos por esto, y preguntan con avidez qué deben hacer para ser salvados por ese Salvador. El Espíritu Santo obra en las mentes de muchos al exponer el gran amor y el dolor de Jesús. Que nosotros que somos ministros tengamos gran fe en Su cruz, y de aquí en adelante digamos, al predicar al Jesús sufriente: "¡He aquí vuestro Rey!"

IV. En cuarto lugar les ruego que consideren "¡He aquí vuestro Rey!" PROMULGANDO EL MODELO DE SU REINO. Cuando le contemplan de inmediato piensan que si Él es rey, es diferente a cualquier otro monarca, pues otros reyes están cubiertos de ricos vestidos y rodeados de pompa, pero Él no posee nada de esto. Sus glorias usualmente consisten en guerras por las cuales han hecho sufrir a otros, pero Su gloria es Su propio sufrimiento; ninguna sangre ha sido derramada excepto la Suya, para hacerle ilustre. Él es un rey, pero no puede ser incluido en la lista de soberanos del tipo que las naciones de la tierra se ven compelidas a servir. Cuando Antonino Pío (3) colocó la estatua de Jesús en el Panteón, como uno más del círculo de dioses y héroes, debe haber sido algo extrañamente fuera de lugar para los visitantes que contemplaban Su rostro, si el escultor fue fiel al modelo. Debe haberse destacado como alguien que no podía ser contado con el resto. Tampoco puedes contarle entre los señores de la raza humana que han aplastado a la humanidad bajo su talón de hierro. Él no era César; no puedes compararlo con uno de ellos: no puedes llamarle autócrata, emperador, o zar. Él tiene una autoridad mayor que la de todos estos, aunque es una autoridad diferente. Su púrpura es diferente a la de ellos, y Su corona también, pero Su rostro difiere todavía más, y Su corazón muchísimo más. "Mi reino," dice, "no es de este mundo." Por tropas tiene un ejército de aflicciones, por pompa los contornos del escarnio, por porte distinguido la humildad, por adulación la burla, por homenaje los escupitajos, por gloria la vergüenza, por trono una cruz. Sin embargo nunca hubo un rey más verdadero, pues todos los reyes no son sino un nombre, excepto este Rey, que es un gobernante en Sí y por Sí, y no por una fuerza extraña. Verdaderamente regio es el Nazareno, pero no puede ser comparado con los príncipes de la tierra, ni Su reino puede ser contado entre ellos.

Yo pido que venga pronto el día cuando no haya nadie que sueñe con ver a la iglesia como una organización mundana, capaz de aliarse con soberanías temporales para ser patrocinada, dirigida o reformada por ellos. El reino de Cristo brilla como una estrella solitaria con un esplendor propio. Permanece aparte como un monte de luz, sagrado y sublime: las altas colinas pueden saltar de envidia por su causa, pero no pertenece a ellas ni es semejante a ellas. ¿Acaso no es manifiesto esto incluso en la presentación de nuestro Señor cuando Pilato le saca al pueblo diciendo: "¡He aquí vuestro Rey!"

Ahora, conforme promulga en Su propia persona, delante de nosotros, el modelo de Su reino, podemos esperar ver una semejanza a Él en Sus súbditos; y si analizan la iglesia, que es Su reino, desde el primer día de su historia hasta ahora, verán que ella también lleva un manto de púrpura. La sangre de los mártires es el vestido de púrpura de la iglesia de Cristo; las pruebas y persecuciones de los creyentes, son su corona de espinas. Piensen en el furor de la persecución en la pagana Roma, y en los procedimientos igualmente inhumanos de la Roma Papal, y verán cómo la enseña del reino de Cristo es una corona de espinas; una corona formada con espinas; unas espinas que forman una corona. La zarza está ardiendo, pero no se consume. Si ustedes, amados, son verdaderamente seguidores de Jesús, deben esperar recibir su ración de vergüenza y deshonra, y pueden contar con su porción de dolores y penalidades. El "Varón de dolores" atrae un séquito doloroso. El cordero de la Pascua de Dios todavía se come con hierbas amargas. El hijo de Dios no puede escapar a la vara, pues el hermano mayor no la escapó, y debemos ser conformados a Él. Debemos "cumplir en nuestra carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia" (Colosenses 1: 24).

Recuerden, sin embargo, que los sufrimientos de Cristo como modelo, no fueron por Sus propios pecados, ni fueron puestos sobre Él como un castigo por Sus propias faltas, así que los sufrimientos que pertenecen a Su reino son aquellos que son soportados por causa de Su nombre y de Su gloria, y por el bien de otros. Si los hombres están encerrados en prisión por sus propios crímenes, eso no tiene nada que ver con Su reino; si sufrimos por nuestros pecados, eso no es parte de Su reino; pero cuando un hombre pierde su patrimonio por la causa de Cristo, y se entrega a un arduo trabajo hasta la muerte, y aguanta el desprecio y sufre las durezas como un cristiano, esto es de conformidad al tipo del reino de Cristo.

Cuando el misionero se va con su vida en su mano entre los paganos, o cuando el creyente se despoja de cualquier manera del consuelo por el bien de otros, es entonces que verdaderamente copia el modelo establecido para él en el pretorio de Pilato, por nuestro grandioso Rey. Yo les pregunto a ustedes, cristianos, que se entregan al ocio, a ustedes que están atesorando su oro, a ustedes que no hacen nada que los exponga a las críticas de sus semejantes, a ustedes que sólo viven para ustedes mismos, ¿no sería una ironía extrema si yo les mostrara a Jesús delante de Pilato y les dijera: "¡He aquí vuestro Rey!"? ¡Cómo es posible que vivan en el lujo indebido, amasando riquezas, pasándosela bien, viviendo para su disfrute personal! ¿Es ese su Rey? Ustedes son unos pobres súbditos muy disímiles a su Señor; pero si hay en medio de nosotros algunos que pueden hacer sacrificios por Su causa, podemos contemplar a nuestro Rey sin miedo. Ustedes que se quedan impávidos ante el desprecio, y que estarían dispuestos a dar todo lo que tienen, sí, y se entregan a conocer a Jesús, y lo están haciendo, a tales yo les digo: "¡He aquí vuestro Rey!" pues ustedes pertenecen a Su reino y reinarán con Él. En su conquista de ustedes mismos ya se han convertido en reyes. Al reinar sobre sus propios deseos e inclinaciones carnales, por causa de Su inapreciable amor, ustedes ya son reyes y sacerdotes para Dios, y reinarán por siempre y para siempre.

El que es dominado por sus pasiones en cualquier medida, es todavía un esclavo, pero el que vive para Dios y para sus semejantes, tiene un alma regia. Las insignias de un príncipe para Dios son todavía la vergüenza y el sufrimiento: y esos atavíos son usados con prontitud cuando el Señor ordena a ese príncipe que los use. Aquellos que son más semejantes a su Señor y tienen la mente más humilde y sumisa, y son verdaderos siervos de todos, son los pares del más alto rango en el reino de Cristo. Los príncipes secundarios de Su reino no se aproximan tan cercanamente a Él, y entre más bajo desciendas en la escala, menos parecido a Él eres en ese respecto. El cristiano rodeado de toda la comodidad, que no ha soportado ninguna dureza por Cristo, que nunca supo lo que era ser escarnecido por causa de Jesús, que nunca hizo un sacrificio que haya ido tan lejos como para pellizcarle en lo más mínimo, él, si en verdad es un cristiano, es el menor en reino de los cielos. Los hombres orgullosos y los ricos que dan una nimiedad para la causa de Cristo son parias en Su reino. Pero los que están dispuestos a ser los menores de todos, son los primeros. Los que se convierten en la hez de todas las cosas por causa de Su nombre son príncipes, como lo fueron los apóstoles y los primeros mártires, y otros que han sido constreñidos grandemente por Su amor.

V. Nuestro comentario para concluir será: "¡He aquí vuestro Rey!" - DEMOSTRANDO LA CERTIDUMBRE DE SU IMPERIO - pues, amados, si Cristo fue Rey cuando se encontraba en manos de Pilato, después de ser azotado y escupido, y cuando vestía ese manto y esa corona de escarnio, ¿cuándo es que no será Rey? Si fue Rey en las peores circunstancias, ¿cuándo es que puede ser alguna vez sacudido Su trono? Le abatieron, le abatieron por debajo de los hijos de los hombres, pues le convirtieron en gusano y no hombre, despreciado del pueblo, ¡y sin embargo, Él es Rey! Señales de realeza había en el día de Su muerte. Él repartía coronas cuando estaba en la cruz: Él dio la promesa de la entrada al Paraíso al ladrón moribundo. En Su muerte hizo temblar la tierra, abrió las tumbas, partió las rocas, oscureció al sol, e hizo que los hombres se golpearan el pecho espantados. Una voz tras otra, incluso dentro de las filas enemigas, proclamaban que Él era Rey, aun cuando moría como un malhechor.

¿Era un Rey en ese momento? ¿Cuándo dejaría de ser Rey? Y ¿quién hay que pudiera por algún medio sacudir Su trono? En los días de Su carne "Los reyes de la tierra se levantaron, y príncipes consultaron unidos. . . diciendo: rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas;" pero el que mora en los cielos se rió, el Señor se burló de ellos, y Cristo sobre la cruz fue reconocido, en hebreo, en griego y en latín, como el Rey de los judíos. ¿Cuándo dejará de ser Rey? Si era Rey antes de morir y de ser colocado en la tumba, ¿qué es, ahora que resucitó de los muertos, ahora que ha vencido al destructor de nuestra raza, y vive para no morir más? ¿Qué es Él ahora? ¡Ustedes, ángeles, proclamen cuáles glorias le circundan ahora! Si era Rey cuando estuvo ante el tribunal de Pilato, ¿qué será cuando Pilato se tenga que presentar ante Su tribunal, cuando venga sentado en Su gran trono blanco y congregue a toda la humanidad delante de Él para juicio? ¿Cuál será Su reconocida soberanía y Su terrible majestad en el día del Señor?

Vengan, vamos a adorarle; rindamos en este día nuestro humilde homenaje en los atrios de la casa del Señor; y luego vayamos a cumplir con nuestro servicio diario en Su nombre, y tomemos esta firme resolución, con la ayuda de Su Espíritu, que viviremos para coronarle en nuestros corazones y en nuestras vidas, en cualquier lugar donde sea nuestra porción estar, hasta que despunte el día y las sombras se alejen, y contemplemos al Rey en Su belleza y la tierra que se encuentra muy lejana. Nadie puede derrocar un reino que está fundado en la muerte de su Rey; nadie puede abolir un dominio cuyos profundos cimientos están colocados sobre las lágrimas y la sangre del propio Príncipe. Napoleón dijo que él fundó su imperio por la fuerza, y por lo tanto había pasado; pero añadió: "Jesús fundó Su reino en el amor, y durará para siempre." Así debe ser, pues independientemente de lo que sea o de lo que no sea, está escrito: "Preciso es que él reine."

En cuanto a nosotros, si deseamos extender el reino del Redentor debemos estar preparados para negarnos a nosotros mismos por Cristo, debemos estar preparados para el cansancio, la calumnia y la abnegación. Con este signo venceremos. La cruz tendrá que ser tomada por nosotros así como también fue tomada por Él, si vamos a reinar con Jesús. Tenemos que enseñar la cruz y cargar con la cruz. Tenemos que participar en la vergüenza si queremos ser partícipes de la gloria. No hay trono sin espinas. Cuando se oiga otra vez la voz: "¡He aquí vuestro Rey!" y tanto el judío como el gentil le vean entronizado, y rodeado por todos los ángeles de Su Padre, con toda la tierra sometida bajo Su poder, feliz será el que en el exaltado Salvador contemple entonces a su Rey. Que el Señor nos conceda en este día que seamos súbditos leales del Crucificado para que seamos favorecidos de compartir Su gloria.

Porción de la Escritura leída antes del Sermón: Juan 19: 1-30.

Notas del traductor:

(1) El título de este sermón está tomado de la Biblia Vulgata, en latín, que traduce Juan 19: 14: 'Ecce rex vester.' 'He aquí su Rey.'
(2) Nudo gordiano (por alusión al que ataba al yugo la lanza del carro del rey Gordio de Frigia, que Alejandro Magno cortó, en vista de la imposibilidad de deshacerlo, para aplicarse el oráculo que prometía el imperio de Asia al que lo deshiciera). "Dificultad que se presenta insoluble y que se suprime tajantemente."
(3) Antonino Pío. Emperador romano (138-161).