El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Cristo, el Destructor de la Muerte

NO. 1329

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 17 DE DICIEMBRE, 1876

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte”.

1 Corintios 15: 26.

 

Los últimos cuatro domingos hemos seguido a nuestro Señor y Maestro a través de Sus grandes conquistas: le hemos visto como el fin de la ley, como el conquistador de Satanás, como el vencedor del mundo, como el creador de todas las cosas nuevas, y ahora le contemplamos como el destructor de la muerte. Adorémosle de todo corazón en este y en todos Sus otros gloriosos logros.

 

Que el Espíritu de Dios nos guíe al pleno significado de éste que es uno de los rasgos más distintivos del Redentor.

 

¡Cuán maravillosamente es nuestro Señor Jesús uno con el hombre! Pues cuando el salmista David consideró “los cielos, la obra de los dedos de Dios”, dijo: “Señor, ¿qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” David estaba hablando de Cristo. Tú habrías creído que estaba pensando en el hombre en su más humilde estado y que se asombraba de que le agradara a Dios honrar a un ser tan endeble como lo es el pobre hijo caído de Adán. No habrías imaginado nunca que el glorioso Evangelio estuviera oculto en el interior de esas palabras de agradecida adoración. Sin embargo en el curso de esa meditación David sigue diciendo: “Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies”. Ahora bien, si no hubiese sido por la interpretación del Espíritu Santo, todavía habríamos considerado que David hablaba del hombre en general y del dominio natural del hombre sobre la creación animal, pero, he aquí, si bien eso es cierto, hay otra verdad mucho más importante que se oculta en su interior, pues David, como un profeta, en todo momento hablaba primordialmente del hombre de hombres, del hombre modelo, del segundo Adán, cabeza de la nueva raza de hombres. Era de Jesús, del Hijo del hombre honrado por el Padre de quien cantó el salmista: “Todo lo pusiste debajo de sus pies”. ¿No es sorprendente que al hablar del hombre, también tuviera que hablar necesariamente de nuestro Señor? Y, sin embargo, cuando consideramos ese hecho, resulta natural y según verdad y sólo es extraordinario para nosotros porque en nuestra mente consideramos muy a menudo que Jesús y el hombre están muy distanciados, y demasiado poco consideramos que Él es verdaderamente uno con el hombre.

 

Vean ahora cómo a partir del salmo el apóstol infiere la necesidad de la resurrección, pues si todo tiene que ser puesto debajo de los pies del hombre Cristo Jesús, entonces toda forma de mal tiene que ser vencida por Él y eso incluye a la muerte. “Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies”. Debe ser así y, por tanto, la muerte misma tiene que ser vencida en definitiva. Entonces el apóstol identificó la doctrina de la resurrección en esa simple frase del salmo que habríamos leído de una manera muy diferente sin la luz del Espíritu Santo. El Espíritu Santo le enseñó a Su siervo Pablo, mediante una química sutil, cómo podía destilar una preciosa esencia fragante de unas sencillas palabras cuya presencia en ese lugar el lector común jamás habría distinguido. Los textos tienen sus cajones secretos, su caja dentro de otra caja, sus almas ocultas que permanecen adormiladas hasta que Aquel que las colocó en sus depósitos secretos las despierta para que hablen a los corazones de Sus escogidos. ¿Habrían podido adivinar ustedes la resurrección a partir del Salmo ocho? No. Tampoco habrían podido creer, si no hubiesen sido informados previamente, que hay fuego en el pedernal, aceite en la roca y pan en la tierra que pisamos. Los libros escritos por el hombre contienen menos cosas de las que anticipamos, pero el libro del Señor está lleno de sorpresas: es un conglomerado de luz, es una montaña de inestimables revelaciones. Nada sabemos de lo que aún se encuentra oculto dentro de las Escrituras. Conocemos la forma de las sanas palabras conforme el Señor nos las ha ido enseñando, y nos atendremos a eso, pero en sus entrañas hay depósitos que no hemos escudriñado; hay cámaras de revelación iluminadas con luces brillantes que posiblemente sean demasiado brillantes para nosotros en este momento. Si Pablo pudo ver tantas cosas en los cánticos de David cuando el Espíritu de Dios descansaba en él, puede llegar el día cuando nosotros también veamos más cosas todavía en las epístolas de Pablo, y nos asombremos por no haber podido entender mejor las cosas que el Espíritu Santo nos había dicho tan liberalmente por medio del apóstol. Que en este momento estemos en condiciones de mirar a lo lejos y a lo profundo y que contemplemos las sublimes glorias de nuestro Señor resucitado.

 

Vayamos entonces al texto mismo: la muerte es un enemigo; la muerte es un enemigo que será destruido; la muerte es el postrer enemigo que será destruido: “Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte”.

 

I.   LA MUERTE ES UN ENEMIGO. Nació como tal, al igual que Amán, el agagueo, era un enemigo de Israel por su linaje. La muerte es un hijo de nuestro peor enemigo pues “el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte”. “El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte”. Ahora bien, lo que es claramente un fruto de la transgresión no puede ser otra cosa que un enemigo del hombre. La muerte se introdujo en el mundo en aquel día sombrío que fue testigo de nuestra caída, y aquel que tenía su poder es nuestro archienemigo y engañador, el demonio; por ambos hechos debemos considerarlo como el manifiesto enemigo del hombre. La muerte es un intruso en este mundo pues no entraba en el diseño original de la creación antes de la caída, pero su intrusión desfigura y lo arruina todo. No es parte del redil del Grandioso Pastor, antes bien, es un lobo que viene para matar y destruir. La geología nos hace saber que hubo muerte en las diversas formas de vida desde las primeras edades de la historia del globo, incluso cuando el mundo no estaba arreglado todavía como morada del hombre. Puedo creer esto y no obstante considerar a la muerte como el resultado del pecado. Si se pudiese demostrar que hay una unidad orgánica entre el hombre y los animales inferiores que no habrían muerto si Adán no hubiese pecado, entonces veo en esas muertes antes de Adán las consecuencias antecedentes de un pecado que entonces no había sido cometido. Si por los méritos de Jesús hubo salvación antes que hubiese ofrecido Su sacrificio expiatorio, no encuentro difícil concebir que los anticipados deméritos del pecado pudieran haber arrojado la sombra de la muerte sobre las largas edades que precedieron a la transgresión del hombre. Poco sabemos de eso y no es importante que lo sepamos, pero es seguro que en lo que respecta a la presente creación, la muerte no es un huésped convidado por Dios, sino un intruso cuya presencia arruina la fiesta. El hombre, en su locura, le dio la bienvenida a Satanás y al pecado cuando se abrieron paso a la fuerza en el gran festival del Paraíso, pero nunca le dio la bienvenida a la muerte: aun sus ojos ciegos podían ver en esa figura esquelética un cruel enemigo. Como el león para los rebaños de las llanuras, como la guadaña para las flores del campo, como el viento para las hojas secas del bosque, así es la muerte para los hijos de los hombres. Le temen de manera instintiva porque su conciencia les dice que es el producto de su pecado.

 

La muerte es llamada apropiadamente un enemigo pues realiza la obra de un enemigo en contra nuestra. ¿Con qué propósito viene un enemigo sino es para arrancar, y derribar y destruir? La muerte destroza esa hermosa obra de las manos de Dios que es la estructura del cuerpo humano, tan maravillosamente realizada por los dedos de la destreza divina. Arrojando este rico recamado en la tumba en medio de los ejércitos de gusanos, la muerte distribuye a su fiera soldadesca “las vestiduras de colores para cada uno, las vestiduras bordadas de colores”, que destroza despiadadamente los despojos. Este edificio de nuestra humanidad es una casa hermosa a los ojos, pero la muerte, el destructor, oscurece las ventanas, hace estremecer sus pilares, cierra las puertas de la calle y hace disminuir el ruido del molino. Entonces todas las hijas del canto son abatidas y los hombres fuertes se doblegan. Este Vándalo no perdona ninguna obra de la vida, por llena de sabiduría o de belleza que esté, pues quiebra la cadena de plata y rompe el cuenco de oro. He aquí, el cántaro se quiebra junto a la fuente, y la rueda se rompe sobre el pozo. La muerte es un fiero invasor de los ámbitos de la vida y adonde llega derriba todo árbol bueno, tapa todos los pozos de agua y rellena todas las tierras fértiles con piedras. Contempla a un hombre una vez que la muerte haya obrado su voluntad en él: ¡en qué ruina se ha convertido! Cómo se torna en cenizas su belleza y su hermosura en corrupción. Ciertamente un enemigo ha hecho eso.

 

Contemplen, hermanos míos, el paso de la muerte a lo largo de todas las edades y en todas las tierras. ¿Acaso hay algún campo desprovisto de una tumba? ¿Hay alguna ciudad sin su camposanto? ¿Adónde podríamos ir sin hallar un sepulcro? Así como la playa está cubierta con las excavaciones de los cangrejos, así estás tú, oh tierra, cubierta con esos montículos cubiertos de hierba bajo los cuales duermen generaciones de hombres que han partido. ¡Y tú, oh mar, tú mismo no te has quedado sin tus muertos! Es como si la tierra estuviese saturada de cadáveres y se empujaran unos a otros en sus atestados sepulcros para llegar hasta tus cavernas, oh poderoso océano, adonde son arrojados los cuerpos de los muertos. ¡Tus olas se han contaminado con los cadáveres de seres humanos y en tus profundidades yacen los huesos de los muertos! Nuestro enemigo, la muerte, ha marchado, por decirlo así, con espada y con fuego asolando a la raza humana. Ni los godos, ni los hunos, ni los tártaros habrían podido matar tan universalmente a todo lo que respira, pues la muerte no ha permitido que nadie escape. Ha marchitado la dicha hogareña por doquier y ha generado aflicción y lamentos; en todas las tierras a las que calienta el sol ha cegado con llanto los ojos de los seres humanos. Las lágrimas de los deudos, el lamento de la viuda y el gemido del huérfano han sido el canto de guerra de la muerte que ha encontrado en todo eso un himno de victoria.

 

Los más grandes conquistadores han sido simplemente unos verdugos de la muerte, unos carniceros ambulantes que trabajan en sus degolladeros. La guerra no es otra cosa que la muerte celebrando un carnaval y devorando a su presa un poco más aprisa de lo que suele hacerlo.

 

La muerte ha realizado la obra de un enemigo para quienes nos hemos escapado hasta ahora de sus flechas. Quienes recientemente han estado alrededor de una tumba recién abierta y han sepultado allí la mitad de sus corazones, pueden decirles qué clase de enemigo es la muerte. Arrebata al amigo de nuestro lado y al hijo de nuestro pecho y no le importa nuestro llanto. Ha caído quien fuera el sostén de la casa; ha sido arrebatada la que fuera el brillo del hogar. El pequeñito es arrancado del pecho de su madre aunque su pérdida casi le rompa las fibras de su corazón; y la juventud floreciente es quitada del lado de su padre sin importar que las más caras esperanzas sean aplastadas por ese medio. La muerte no tiene ninguna piedad por los jóvenes y ninguna clemencia para con los ancianos; no tiene ninguna consideración para los buenos ni para los gallardos. Su guadaña troncha dulces flores y hierbas nocivas con igual diligencia. Viene a nuestro jardín y pisotea nuestros lirios y desperdiga nuestras rosas sobre el suelo; sí, y aun a las más modestas flores plantadas en algún rincón que ocultan su belleza debajo de las hojas para poder sonrojarse sin ser vistas, la muerte las espía aun a ellas y menospreciando su fragancia, las marchita con su hirviente aliento. La muerte es ciertamente tu enemigo, huérfano niño que fuiste señalado para ser golpeado por la despiadada tormenta de un mundo cruel sin que nadie te proteja. La muerte es tu enemigo, oh viuda, pues la luz de tu vida ha partido, y el deseo de tus ojos ha sido arrebatado con un golpe. La muerte es tu enemigo, esposo, pues tu casa está desolada y tus pequeños hijos claman por la madre que la muerte les ha robado.

 

La muerte es un enemigo de todos nosotros, ¿pues qué jefe de familia entre nosotros no ha tenido que decirle: “¡Tú me has hecho guardar luto una y otra vez!?” La muerte es especialmente un enemigo para los vivos cuando invade la casa de Dios y hace que el profeta y el sacerdote sean contados con los muertos. La iglesia deplora cuando sus ministros más útiles son derribados, cuando el ojo que vigila se queda a oscuras y la lengua que instruye enmudece. Sin embargo, ¡cuán a menudo combate así la muerte contra nosotros! Los varones esforzados, los varones activos, los varones infatigables son llevados. Los que son más vigorosos en la oración, los más afectuosos de corazón, los seres más ejemplares en la vida, todos ellos son cortados en medio de sus labores y dejan tras de sí una iglesia que los necesita más de lo que pudiera decirse. Con sólo que el Señor amenace con permitir que la muerte se apodere de un amado pastor, las almas de Su pueblo se llenan de aflicción y ven a la muerte como su peor enemigo mientras interceden ante el Señor y le suplican que deje vivir a su ministro.

 

Incluso quienes han muerto pueden muy bien considerar a la muerte como su enemigo. No me refiero a esta hora en que han subido a sus asientos y que como espíritus incorpóreos contemplan al Rey en Su hermosura, sino a la etapa previa, cuando la muerte se estaba aproximando a ellos. La muerte parecía ser un enemigo para su carne trémula, pues no está en nuestra naturaleza, excepto en los momentos de extremo dolor o de perturbación mental o de excesiva expectación de la gloria, que nos sintamos a gusto con la muerte. Fue sabio de parte de nuestro Creador que nos constituyera de tal manera que el alma ame al cuerpo y que el cuerpo ame al alma y que ambos deseen morar juntos en tanto que se pueda, pues de otra manera no habría habido ningún interés por la autopreservación y el suicidio habría destruido a la raza.

 

¿Quién querría sufrir del tiempo el escarnio y el azote,

Del fuerte la injusticia, del soberbio el áspero desdén,

Cuando él mismo podría labrarse su propia muerte

Con una daga desnuda?

 

Es una ley básica de nuestra naturaleza que ‘piel por piel, todo lo que el hombre tiene dará por su vida’, y así somos alentados a luchar por la existencia y a evitar aquello que nos destruiría. Este benéfico instinto convierte a la muerte en un enemigo, pero también ayuda a evitar ese crimen de crímenes que es la más segura condenación si alguien lo comete voluntariamente y en su sano juicio: me refiero al crimen del suicidio.

 

Cuando la muerte le llega incluso al hombre bueno, le llega como un enemigo, pues viene acompañada de terribles heraldos y de escoltas sombríos que nos atemorizan grandemente.

 

“De una fiebre que hace arder la frente;

De palidez de la tisis, de parálisis, de una vida a medias extinguida,

De una reuma que siempre roe, de convulsiones violentas;

De inflamación por hidropesía, de asma jadeante, de apoplejía

Plenamente transido”.

 

Nada de eso agrega una partícula de belleza al aspecto de la muerte. Viene con dolores y aflicciones; viene con suspiros y lágrimas. Nubes y oscuridad la circundan; una atmósfera cargada de polvo oprime a aquellos a quienes se aproxima y un gélido viento los congela hasta la médula. La muerte monta un caballo amarillo, y allí donde su corcel pone el casco la tierra se convierte en desierto. Las pisadas de ese terrible trotón despiertan al gusano que roe a los muertos. Cuando olvidamos otras grandes verdades y únicamente recordamos estas cosas espantosas, la muerte es el rey de los terrores para nosotros. Los corazones se enferman y se desbocan por su culpa.

 

Pero ciertamente es un enemigo, pues ¿qué le hace a nuestro cuerpo cuando viene? Yo sé que le hace lo que finalmente le conduce a su perfeccionamiento, pero con todo, es algo que en sí mismo y por el momento no es gozoso sino atroz. Viene para suprimir la luz de los ojos, la audición de los oídos, el habla de la lengua, la actividad de la mano y el pensamiento del cerebro. Viene para transformar a un hombre vivo en una masa de putrefacción, para degradar a la amada figura del hermano y del amigo a una condición tal de corrupción que el afecto mismo da voces diciendo: “Sepulten a mi muerto delante de mí”. Muerte, progenie del pecado, Cristo te ha transformado maravillosamente, pero en ti mismo tú eres un enemigo ante quien la carne y la sangre tiemblan pues saben que tú eres el asesino de todos los nacidos de mujer cuya sed de presas humanas la sangre de las naciones no puede saciar.

 

Si piensan por unos instantes en este enemigo, observarán algunos de los rasgos de su carácter. Es el enemigo común de todo el pueblo de Dios, y el enemigo de todos los hombres, pues a pesar de que algunos han sido persuadidos de que no van a morir, en esta guerra no hay licencias; y si en esta conscripción un hombre escapa al reclutamiento durante muchos y muchos años hasta que su barba gris pareciera desafiar la más dura helada invernal, con todo es preciso que el hombre de hierro se rinda por fin. Está establecido para los hombres que mueran una sola vez. El hombre más fuerte no tiene ningún elixir de vida eterna con el que pueda renovar su juventud en medio de la putrefacción de la época; tampoco tiene un precio el príncipe más rico con el cual pueda sobornar a la destrucción. A la tumba has de descender, oh coronado monarca, pues los cetros y las palas se parecen. Al sepulcro has de bajar, varón esforzado y valiente, pues la espada y la azada son de un metal semejante. El príncipe es hermano del gusano, y ha de morar en la misma casa. De toda nuestra raza es cierto lo siguiente: “Polvo eres, y en polvo te convertirás”.

 

La muerte es también un enemigo sutil, que acecha en todas partes, aun en las cosas más inofensivas. ¿Quién podría saber dónde ha preparado sus emboscadas la muerte? Se encuentra con nosotros tanto dentro como fuera de casa; estando a la mesa asedia a los hombres en sus alimentos, y en la fuente envenena su bebida. Nos aborda en las calles, y nos prende sobre nuestros lechos; en el mar cabalga sobre la tormenta, y anda con nosotros cuando nos movemos sobre tierra firme. ¿Adónde podríamos volar para escapar de ti, oh muerte?, pues desde las cumbres de los Alpes los hombres han caído a sus tumbas, y en los lugares profundos de la tierra adonde baja el minero para encontrar el valioso mineral, allí has sacrificado tú muchas hecatombes de vidas preciosas. La muerte es un enemigo sutil y con silenciosos pasos nos pisa los talones cuando menos pensamos en él.

 

Es un enemigo que nadie podrá evadir, sean cuales fueren los atajos que tomemos, ni podremos escapar de él cuando llegue nuestra hora. En los lazos de este cazador, cual aves, todos caeremos; en su gran red barredera caerán todos los peces del grande océano de la vida cuando haya llegado su día. Con la misma seguridad que se pone el sol y las estrellas de medianoche se ocultan al fin detrás del horizonte y se hunden otra vez las olas en el mar y estalla la burbuja, así todos nosotros llegaremos tarde o temprano a nuestro fin, y desapareceremos de la tierra para no ser conocidos más entre los vivos.

 

Súbitos también, con suma frecuencia, son los asaltos de este enemigo.

 

“Las hojas caen a su tiempo,

Y las flores se marchitan con el aliento del viento del norte,

Y las estrellas desaparecen a su hora, pero, ¡oh Muerte!

A ti te pertenecen todas las estaciones”.

 

Ocurre a veces que los hombres se mueren sin ningún aviso previo; se han muerto con un salmo en la boca, o entregados a su oficio cotidiano han sido convocados a rendir cuentas. Nos enteramos de alguien que, cuando el periódico matutino le trajo noticias de que un colega de negocios había muerto, mientras estaba poniéndose sus botas para ir a su lugar de trabajo observaba riéndose que él mismo estaba tan ocupado que no tenía tiempo para morirse. Sin embargo, antes de que concluyera con sus palabras cayó de bruces y era cadáver. Las muertes súbitas no son tan inusuales como para ser sorpresas si nos desenvolvemos en el centro de un amplio círculo de la humanidad. Entonces la muerte no es un enemigo que haya de ser despreciado o subestimado. Recordemos todas sus características y entonces no estaremos inclinados a menospreciar al sombrío enemigo a quien nuestro glorioso Redentor ha destruido.

 

II.   En segundo lugar, recordemos que la muerte es UN ENEMIGO QUE SERÁ DESTRUIDO. Recuerden que nuestro Señor Jesucristo obtuvo ya una gran victoria sobre la muerte de manera que nos ha liberado de la servidumbre vitalicia que su temor nos generaba. Todavía no ha destruido a la muerte, pero está a punto de hacerlo pues se nos informa que “quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio”. Esto seguramente tiene que ser algo muy cercano a destruir a la muerte por completo.

 

En primer lugar, nuestro Señor ha subyugado a la muerte en un sentido contundente habiendo liberado a Su pueblo de la muerte espiritual. “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados”. Antes no tenían ninguna vida divina en absoluto, sino que la muerte de la depravación original permanecía sobre ustedes de manera que estaban muertos para todas las cosas divinas y espirituales; pero ahora, amados, el Espíritu de Dios que resucitó a Jesucristo de los muertos los ha resucitado a una vida nueva y se han convertido en nuevas criaturas en Cristo Jesús. La muerte ya fue sometida en ese sentido.

 

Nuestro Señor venció también a la muerte durante Su existencia en la tierra devolviéndoles la vida a ciertos individuos. Hubo tres casos memorables en los que el postrer enemigo soltó a su presa a una orden Suya. Nuestro Señor entró a la casa del hombre principal y vio a la niña que había muerto hacía poco, en torno a la cual lloraba y se lamentaba la gente; oyó la risa burlona de algunos cuando dijo: “la niña no está muerta, sino duerme”, y echó fuera a todos y a ella le dijo: “Muchacha, levántate”. Entonces el devastador fue devastado y fue abierta la puerta del calabozo. Él detuvo a la procesión fúnebre a las puertas de Naín, de donde estaban sacando a un joven “hijo único de su madre, la cual era viuda”, y dijo: “Joven, a ti te digo, levántate”. Cuando ese joven se incorporó y nuestro Señor lo dio a su madre, entonces nuevamente la presa fue arrebatada a los valientes. De suma importancia fue cuando Lázaro ya había permanecido en la tumba tanto tiempo que su hermana le dijo: “Señor, hiede ya”. Pero, en obediencia a la palabra: “¡Lázaro, ven fuera!”, salió el resucitado atadas las manos y los pies con vendas, pero aun así, realmente resucitado, y se vio entonces que la muerte está supeditada al Hijo del hombre. “Desatadle, y dejadle ir”, dijo el Cristo vencedor, y los lazos de la muerte fueron desatados, pues el cautivo del tirano fue rescatado. Cuando muchos de los santos se levantaron y salieron de sus tumbas y entraron en la ciudad en la resurrección del Redentor, entonces el Señor crucificado fue proclamado vencedor sobre la muerte y el sepulcro.

 

Con todo, hermanos, esas no fueron sino refriegas preliminares y meras sombras de la grandiosa victoria cuando la muerte fue vencida. El triunfo real fue alcanzado en la cruz:

 

“Él bajó a las regiones inferiores de la tierra y después subió;

Hecho pecado, al pecado venció:

Sepultado en la tumba, la destruyó,

Y al morir, a la muerte mató”.

 

Cuando Cristo murió, sufrió el castigo de la muerte a nombre de todo Su pueblo, y por tanto ningún creyente muere ahora como castigo por el pecado, puesto que no podemos imaginar que un Dios justo exija dos veces el castigo por una sola ofensa. Desde que Jesús murió, la muerte ya no es un castigo penal sobre los hijos de Dios. Él lo abolió como tal y nunca más puede ser aplicado. Entonces, ¿por qué mueren los santos? Pues bien, porque sus cuerpos tienen que ser cambiados antes de que entren en el cielo. “La carne y la sangre” –tal como son- “no pueden heredar el reino de Dios”. Tiene que haber un cambio divino en el cuerpo antes de que sea apto para la incorrupción y la gloria; muerte y sepulcro son, por decirlo así, el crisol y la hornaza por medio de los cuales el cuerpo es preparado para su bienaventuranza futura. ¡Muerte, es cierto que tú todavía no has sido destruido, pero nuestro Redentor viviente te ha cambiado de tal manera que ya no eres más muerte, sino otra cosa que no es tu nombre! Los santos no mueren ahora sino que son disueltos y parten. La muerte consiste en soltar las amarras para que la barca pueda navegar libremente hasta los Buenos Puertos. La muerte es el carro de fuego en el que ascendemos a Dios; es la voz gentil del Grandioso Rey que viene a Su salón de banquetes y dice: “Amigo, sube más arriba”. He aquí, levantamos alas como las águilas y volamos lejos de esta tierra de nieblas y nubes hasta la eterna brillantez y serenidad de la propia morada de Dios en lo alto. Sí, nuestro Señor ha abolido la muerte. El aguijón de la muerte es el pecado y nuestro grandioso Sustituto ha extraído ese aguijón merced a Su grandioso sacrificio. La muerte permanece en medio del pueblo de Dios ya sin su aguijón, y el daño que les causa es tan poco que para ellos ya “el morir no es la muerte”.

 

Adicionalmente, Cristo derrotó a la muerte y la venció enteramente cuando resucitó. Qué tentación siente uno de pintar un cuadro de la resurrección pero no voy a desviarme y no voy a intentar más que unas cuantas pinceladas. Cuando nuestro gran Paladín despertó del breve sueño de Su muerte y se encontró en la antesala del sepulcro, procedió tranquilamente a despojarse de los vestidos de la tumba. ¡Cuán pausadamente procedió! Enrolló el sudario y lo puso en un lugar aparte, para que quienes pierden a sus amigos puedan limpiar con él sus ojos; y luego se quitó la mortaja y puso los lienzos en un lugar aparte para que estén allí cuando Sus santos lleguen, de manera que la cámara pueda estar bien acondicionada y el lecho listo con su mortaja y preparado para su reposo. El sepulcro ya no es más una bóveda vacía, un terrible osario, sino una cámara de reposo, un dormitorio acondicionado y preparado, decorado con las arras que Cristo mismo ha legado. Ya no es más una prisión húmeda, oscura y terrible: Jesús ha cambiado todo eso.

 

“Ahora es una celda adonde los ángeles

Suelen ir y venir con nuevas celestiales”.

 

El ángel del cielo rodó la piedra del sepulcro de nuestro Señor y dejó entrar de nuevo el aire fresco y la luz sobre nuestro Señor, y Él salió siendo más que un vencedor. La muerte había huido. El sepulcro había capitulado.

 

“¡Vive otra vez nuestro glorioso Rey!

‘¿Dónde, oh muerte, está ahora tu aguijón?’

Él murió una vez para salvar a nuestras almas;

‘¿Dónde está tu victoria, sepulcro jactancioso?’”

 

Bien, hermanos, tan ciertamente como Cristo resucitó así también garantizó con una absoluta certidumbre la resurrección de todos Sus santos a una gloriosa vida para sus cuerpos, ya que la vida de sus almas no se detuvo ni siquiera por un instante. En esto venció a la muerte y desde aquella memorable victoria, Cristo sigue venciendo cada día a la muerte pues Él da Su Espíritu a Sus santos y contando con ese Espíritu en su interior se enfrentan al postrer enemigo sin alarma: a menudo lo confrontan con cánticos; tal vez, con mayor frecuencia lo enfrentan con un semblante apacible y se duermen en paz. Muerte, no voy a temerte. ¿Por qué habría de hacerlo? Tú aspecto es de un dragón, pero desapareció tu aguijón. Tus dientes están rotos, oh viejo león, ¿por qué habría de tenerte miedo? Yo sé que ya no eres capaz de destruirme, sino que eres enviado como un mensajero para conducirme a la puerta de oro por donde entraré y veré por siempre el rostro sin velo de mi Salvador. Los santos al expirar han dicho a menudo que sus postreros lechos sobre los que durmieron fueron los mejores. Muchos de ellos se han preguntado:

 

“Dime, alma mía, ¿acaso es esto la muerte?”

 

Morir ha sido algo muy diferente a lo que esperaban que fuera, tan leve y tan dichoso era; se han visto tan liberados de todo cuidado, se han sentido tan aliviados en vez de sentirse cargados, que se han preguntado si ese pudiera ser el monstruo del que habían estado tan temerosos todos sus días. Descubren que es el pinchazo de un alfiler, cuando temían que resultaría ser un golpe de espada; que es cerrar los ojos en la tierra para abrirlos en el cielo, cuando pensaban que sería como un descoyuntamiento en el potro de tormento, o una lóbrega travesía a lo largo de una lúgubre región de sombras y horror. Amados, nuestro enaltecido Señor ha vencido a la muerte de todas estas maneras.

 

Pero ahora, observen que este no es el texto: el texto habla de algo que todavía no se ha realizado. El último enemigo que será destruido es la muerte, de manera que la muerte, en el sentido indicado por el texto, no está destruida todavía. La muerte será destruida, pero ¿cómo lo será?

 

Bien, yo entiendo que la muerte será destruida primero en el sentido de que a la venida de Cristo, los que viven, los que hayan quedado, no verán la muerte. Serán cambiados; tiene que haber un cambio incluso en los vivos antes de que puedan heredar la vida eterna, pero no morirán realmente. No los envidies, pues no gozarán de ninguna preferencia sobre los que duermen; más bien pienso que la suya será una suerte inferior en algunos aspectos. Pero no conocerán la muerte: la multitud de los que le pertenecen al Señor que estén vivos a Su venida, pasarán a la gloria sin necesidad de morir. Así la muerte, en lo que a ellos respecta, será destruida.

 

Pero en cuanto a los que duermen, esas miríadas que han abandonado su carne y sus huesos para volver a convertirse en polvo, la muerte será destruida aun con respecto a ellas, pues cuando la trompeta suene, saldrán de la tumba. La resurrección es la destrucción de la muerte. Nunca hemos enseñado ni hemos creído ni pensado que cada partícula de cada cuerpo depositado en la tumba retornará a su par y que lo que resucitará es un material absolutamente idéntico; pero sí afirmamos que resucitará un cuerpo idéntico, y que tan seguramente como brota de la tierra la simiente que fue depositada en ella, aunque de diferente manera pues no sale como semilla sino como una flor, así de seguro resucitará el mismo cuerpo. No se trata necesariamente del mismo material, pero ese mismísimo cuerpo que fuera habitado por el alma mientras vivió aquí abajo saldrá de la tumba, sí, saldrá de la tierra si nunca vio una tumba, o saldrá del mar si fue devorado por los monstruos marinos, con su misma identidad. ¿No sucedió así con nuestro Señor? Igual sucederá con Su propio pueblo, y entonces se hará realidad lo que está escrito: “Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?”

 

Habrá una característica en la victoria de nuestro Señor y es que la muerte será plenamente destruida porque los que resucitan no serán ni un ápice inferiores por haber muerto. Con respecto a esos nuevos cuerpos yo creo que no habrá en ellos ningún vestigio de la debilidad de la ancianidad, ninguna de las señales de una larga y desgastante enfermedad, ni ninguna de las cicatrices del martirio. La muerte no habrá dejado su marca en ellos en absoluto, excepto si se trata de una señal de gloria que será para su honra, como las cicatrices en la carne del Bienamado, que son ahora Su principal hermosura incluso para los ojos de aquellos por quienes fueron perforados Sus manos y Sus pies. La muerte será destruida en ese sentido porque no habrá infligido ningún daño a los santos y el propio vestigio de la corrupción habrá sido suprimido en los redimidos.

 

Y luego, finalmente, después de esta trompeta del Señor, no habrá más muerte, ni habrá más aflicción, ni llanto, porque las primeras cosas pasaron. “Sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él”; y de igual manera los vivificados, Sus propios redimidos, tampoco morirán más. Oh es una espantosa sospecha, es una terrible suposición que tengan que experimentar jamás tentación o dolor, o muerte una segunda vez. Eso no puede ser. “Porque yo vivo” –dice Cristo- “vosotros también viviréis”. Sin embargo, como algunos han renunciado a la doctrina de la inmortalidad natural del alma, ciertas personas se han sentido obligadas a renunciar tanto a la eternidad del futuro castigo como a la eternidad de la futura bienaventuranza, pero es un hecho confirmado que según algunos de los  grandes textos probatorios o se sostienen ambas opciones o se caen juntas. “E irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna”; si un estado será breve, también el otro lo será, lo que el adjetivo significa en un caso, significa lo mismo en el otro. Para nosotros la palabra significa una duración interminable en ambos casos, y esperamos una bienaventuranza que no conocerá nunca fin ni término. Entonces la muerte será destruida por completo en el país donde las lágrimas, la aflicción y las tumbas son inexistentes.

 

III.   Y ahora, por último, y la palabra “último” suena muy apropiada en este caso, el POSTRER ENEMIGO QUE SERÁ DESTRUIDO ES LA MUERTE. Ya que llegó al final tiene que irse por último. La muerte no fue el primero de nuestros enemigos: primero vino el demonio, luego el pecado, y después la muerte. La muerte no es el peor de los enemigos; es un enemigo, pero es preferible a los otros adversarios nuestros. Es preferible morir mil veces que pecar. Ser probado por la muerte no es nada comparado con ser tentado por el diablo. Los meros dolores físicos vinculados con la disolución son nimiedades comparados con la horripilante pesadumbre que es provocada por el pecado y con la carga que un sentido de culpa causa en el alma. No, la muerte no es sino un mal secundario comparado con la contaminación del pecado. Los grandes enemigos deben caer primero; hiere al pastor y las ovejas serán esparcidas; el pecado, y Satanás, el señor de todos esos males, han de ser heridos primero y la muerte puede muy bien esperar hasta el final.

 

Adviertan que la muerte es el postrer enemigo para cada cristiano y es el postrero a ser destruido. Ahora bien, si la palabra de Dios dice que es el postrero, yo quiero sugerirles una advertencia tomada de la sabiduría práctica: déjenlo para el final. Hermano, no disputes el orden establecido, antes bien deja que el postrero sea el postrero. Conocí a un hermano que quería vencer a la muerte mucho antes de morirse. Pero, hermano, tú no necesitas gracia para la hora de la muerte sino hasta que lleguen tus momentos de agonía. ¿Cuál sería el beneficio de una gracia para morir si se vive todavía? Sólo será necesario un bote cuando llegues al río. Pide gracia para vivir y glorifica a Cristo por ello, y luego recibirás la gracia para morir cuando llegue tu tiempo de morir. Tu enemigo va a ser destruido, pero no hoy. Hay un gran ejército de enemigos contra el que hay que combatir hoy, y puedes estar contento con despreocuparte de la muerte por un tiempo. Ese enemigo será destruido, pero ignoramos los tiempos y las sazones; nuestra sabiduría consiste en ser buenos soldados de Jesucristo según lo exija el deber de cada día. ¡Enfrenta tus tribulaciones conforme se presenten, hermano! Conforme se acerquen marchando los enemigos, elimínalos, fila tras fila, pero si en el nombre de Dios no derribas a la vanguardia, y dices: “No, yo solo le tengo miedo a la retaguardia”, entonces estarías haciendo el papel de un tonto. Deja el choque definitivo de las armas hasta que avance el postrer adversario, y mientras tanto mantén tu lugar en el conflicto. A su debido tiempo Dios te ayudará a vencer a tu postrer enemigo, pero entre tanto asegúrate de vencer al mundo, a la carne y al demonio. Si vives bien morirás bien. Ese mismo pacto por el cual el Señor Jesús te dio la vida contiene también la provisión de la muerte, pues “Todo es vuestro, sea lo presente, sea lo por venir, sea la vida o sea la muerte, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios”.

 

¿Por qué queda la muerte hasta el final? Bien, yo creo que es porque Cristo puede hacer mucho uso de ella. El postrer enemigo que será destruido es la muerte porque la muerte presta un gran servicio antes de ser destruida. ¡Oh, qué lecciones hemos aprendido de la muerte algunos de nosotros! “Nuestros moribundos amigos pasan sobre nosotros cual nube para apagar nuestros irreflexivos ardores”, para hacernos sentir que no vale la pena que vivamos para estos pobres juguetes pasajeros; que como otros se mueren así nosotros hemos de partir también, y de esta manera nos ayudan a desprendernos del mundo y nos exhortan a volar y a remontarnos hacia el mundo venidero. Tal vez no haya ningún sermón comparable a las muertes que han ocurrido en nuestros hogares; la partida de nuestros queridos amigos ha sido para nosotros como solemnes discursos de divina sabiduría que nuestro corazón no pudo dejar de escuchar. Entonces Cristo ha dejado a la muerte hasta el final para convertirla en un predicador para Sus santos.

 

Y ustedes saben, hermanos, que si no hubiese habido ninguna muerte, los santos de Dios no habrían tenido la oportunidad de exhibir el más excelso ardor de su amor. ¿Dónde ha triunfado más el amor a Cristo? Pues bien, en la muerte de los mártires en la hoguera y en el potro. Oh, Cristo, nunca manos humanas tejieron tales guirnaldas para Ti como las que te han presentado los que han llegado al cielo procedentes de los bosques de la persecución después de haber vadeado a través de corrientes de sangre. Al morir por Cristo los santos le han glorificado en sumo grado.

 

Lo mismo sucede, a su medida, con los santos que mueren unas muertes ordinarias; no habrían tenido una prueba de esa naturaleza para su fe ni un ejercicio para su paciencia que ahora tienen si no hubiese existido la muerte. Parte de la razón de la continuación de esta dispensación es que el Cristo de Dios sea glorificado, pero si los creyentes no murieran nunca, la suprema consumación de la victoria de la fe habría sido desconocida.

 

Hermanos, si yo pudiera morir como he visto que mueren algunos miembros de nuestra iglesia, yo le doy la bienvenida a esa grandiosa ocasión. Si pudiera cantar como ellos cantaron, no desearía escapar de la muerte por ningún atajo. Si pudiera tener tales hosannas y aleluyas reluciendo en mis propios ojos como los que he visto en ellos y he oído de ellos, morir sería una bendición. Sí, como una prueba suprema de amor y de fe, es bueno que la muerte goce de una suspensión temporal para permitir que los santos glorifiquen a su Señor.

 

Además, hermanos, sin la muerte no seríamos tan conformados a Cristo como lo seremos si nos dormimos en Él. Si pudiese haber algunos celos en el cielo entre los santos, pienso que cualquier santo que no muera sino que sea cambiado cuando Cristo venga, casi podría recibirnos a ustedes y a mí, que probablemente moriremos, diciéndonos: “Hermano mío, hay algo de lo que me he perdido: yo nunca estuve en un sepulcro, la muerte nunca me tocó con su fría mano y entonces, en eso, no fui conformado a mi Señor. Pero ustedes saben lo que es tener comunión con Él, aun en la muerte”. ¿Acaso no dije bien que los que estén vivos y permanezcan no tendrán ninguna preferencia sobre los que duerman? Pienso que si hubiese alguna preferencia será para nosotros que dormimos en Jesús y nos despertamos en Su semejanza.

 

La muerte, queridos amigos, no está destruida todavía porque lleva a los santos a casa. Viene a ellos y les susurra su mensaje y en un instante son supremamente bendecidos.

 

“Acaba con el pecado y los cuidados y las aflicciones

Y descansa con el Salvador”.

 

Y entonces la muerte no ha sido destruida todavía porque cumple útiles propósitos.

 

Pero, amados, la muerte va a ser destruida. Él es el postrer enemigo de la iglesia colectivamente. La iglesia como un cuerpo ha tenido que contender con una cantidad de enemigos, pero después de la resurrección diremos: “Este es el postrer enemigo. No queda ningún otro adversario”. La eternidad se desenvolverá en una incesante bienaventuranza. Pudiera haber cambios que traigan nuevos deleites; tal vez en la eternidad venidera haya eras y edades de una bienaventuranza aún más prodigiosa y de un éxtasis aún más superlativo; pero no habrá:

 

“Ninguna inesperada alarma de furiosos enemigos,

Ni cuidados que rompan el último reposo”.

 

El postrer enemigo que será destruido será la muerte, y si el postrero es eliminado, no puede haber ningún enemigo futuro. La batalla ha sido peleada y la victoria ha sido ganada para siempre. ¿Y quién la ha ganado? Quién sino el Cordero que se sienta en el trono, a quien atribuimos honra y gloria, majestad y poder, dominio y señorío por los siglos de los siglos. Que el Señor nos ayude en nuestra solemne adoración. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: 1 Corintios 1-34.

 

                    

Traductor: Allan Román

28/Marzo/2013

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