El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Cristo, el
Destructor de
NO.
1329
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte”.
1 Corintios 15: 26.
Los últimos cuatro
domingos hemos seguido a nuestro Señor y Maestro a través de Sus grandes
conquistas: le hemos visto como el fin de la ley, como el conquistador de
Satanás, como el vencedor del mundo, como el creador de todas las cosas nuevas,
y ahora le contemplamos como el destructor de la muerte. Adorémosle de todo
corazón en este y en todos Sus otros gloriosos logros.
Que el Espíritu de Dios
nos guíe al pleno significado de éste que es uno de los rasgos más distintivos
del Redentor.
¡Cuán maravillosamente
es nuestro Señor Jesús uno con el hombre!
Pues cuando el salmista David consideró “los cielos, la obra de los dedos
de Dios”, dijo: “Señor, ¿qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el
hijo del hombre, para que lo visites?” David estaba hablando de Cristo. Tú
habrías creído que estaba pensando en el hombre en su más humilde estado y que
se asombraba de que le agradara a Dios honrar a un ser tan endeble como lo es
el pobre hijo caído de Adán. No habrías imaginado nunca que el glorioso
Evangelio estuviera oculto en el interior de esas palabras de agradecida
adoración. Sin embargo en el curso de esa meditación David sigue diciendo: “Le
hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus
pies”. Ahora bien, si no hubiese sido por la interpretación del Espíritu Santo,
todavía habríamos considerado que David hablaba del hombre en general y del
dominio natural del hombre sobre la creación animal, pero, he aquí, si bien eso
es cierto, hay otra verdad mucho más importante que se oculta en su interior,
pues David, como un profeta, en todo momento hablaba primordialmente del hombre
de hombres, del hombre modelo, del segundo Adán, cabeza de la nueva raza de
hombres. Era de Jesús, del Hijo del hombre honrado por el Padre de quien cantó
el salmista: “Todo lo pusiste debajo de sus pies”. ¿No es sorprendente que al
hablar del hombre, también tuviera que hablar necesariamente de nuestro Señor?
Y, sin embargo, cuando consideramos ese hecho, resulta natural y según verdad y
sólo es extraordinario para nosotros porque en nuestra mente consideramos muy a
menudo que Jesús y el hombre están muy distanciados, y demasiado poco
consideramos que Él es verdaderamente uno con el hombre.
Vean ahora cómo a partir
del salmo el apóstol infiere la necesidad de la resurrección, pues si todo
tiene que ser puesto debajo de los pies del hombre Cristo Jesús, entonces toda
forma de mal tiene que ser vencida por Él y eso incluye a la muerte. “Porque
preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de
sus pies”. Debe ser así y, por tanto, la muerte misma tiene que ser vencida en definitiva.
Entonces el apóstol identificó la doctrina de la resurrección en esa simple
frase del salmo que habríamos leído de una manera muy diferente sin la luz del
Espíritu Santo. El Espíritu Santo le enseñó a Su siervo Pablo, mediante una química
sutil, cómo podía destilar una preciosa esencia fragante de unas sencillas
palabras cuya presencia en ese lugar el lector común jamás habría distinguido.
Los textos tienen sus cajones secretos, su caja dentro de otra caja, sus almas
ocultas que permanecen adormiladas hasta que Aquel que las colocó en sus
depósitos secretos las despierta para que hablen a los corazones de Sus
escogidos. ¿Habrían podido adivinar ustedes la resurrección a partir del Salmo
ocho? No. Tampoco habrían podido creer, si no hubiesen sido informados
previamente, que hay fuego en el pedernal, aceite en la roca y pan en la tierra
que pisamos. Los libros escritos por el hombre contienen menos cosas de las que
anticipamos, pero el libro del Señor está lleno de sorpresas: es un conglomerado
de luz, es una montaña de inestimables revelaciones. Nada sabemos de lo que aún
se encuentra oculto dentro de las Escrituras. Conocemos la forma de las sanas
palabras conforme el Señor nos las ha ido enseñando, y nos atendremos a eso,
pero en sus entrañas hay depósitos que no hemos escudriñado; hay cámaras de revelación
iluminadas con luces brillantes que posiblemente sean demasiado brillantes para
nosotros en este momento. Si Pablo pudo ver tantas cosas en los cánticos de
David cuando el Espíritu de Dios descansaba en él, puede llegar el día cuando
nosotros también veamos más cosas todavía en las epístolas de Pablo, y nos
asombremos por no haber podido entender mejor las cosas que el Espíritu Santo
nos había dicho tan liberalmente por medio del apóstol. Que en este momento
estemos en condiciones de mirar a lo lejos y a lo profundo y que contemplemos
las sublimes glorias de nuestro Señor resucitado.
Vayamos entonces al
texto mismo: la muerte es un enemigo; la
muerte es un enemigo que será destruido; la muerte es el postrer enemigo que
será destruido: “Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte”.
I.
La muerte es llamada
apropiadamente un enemigo pues realiza la
obra de un enemigo en contra nuestra. ¿Con qué propósito viene un enemigo
sino es para arrancar, y derribar y destruir? La muerte destroza esa hermosa
obra de las manos de Dios que es la estructura del cuerpo humano, tan
maravillosamente realizada por los dedos de la destreza divina. Arrojando este
rico recamado en la tumba en medio de los ejércitos de gusanos, la muerte
distribuye a su fiera soldadesca “las vestiduras de colores para cada uno, las
vestiduras bordadas de colores”, que destroza despiadadamente los despojos. Este
edificio de nuestra humanidad es una casa hermosa a los ojos, pero la muerte,
el destructor, oscurece las ventanas, hace estremecer sus pilares, cierra las
puertas de la calle y hace disminuir el ruido del molino. Entonces todas las
hijas del canto son abatidas y los hombres fuertes se doblegan. Este Vándalo no
perdona ninguna obra de la vida, por llena de sabiduría o de belleza que esté,
pues quiebra la cadena de plata y rompe el cuenco de oro. He aquí, el cántaro
se quiebra junto a la fuente, y la rueda se rompe sobre el pozo. La muerte es
un fiero invasor de los ámbitos de la vida y adonde llega derriba todo árbol
bueno, tapa todos los pozos de agua y rellena todas las tierras fértiles con
piedras. Contempla a un hombre una vez que la muerte haya obrado su voluntad en
él: ¡en qué ruina se ha convertido! Cómo se torna en cenizas su belleza y su
hermosura en corrupción. Ciertamente un enemigo ha hecho eso.
Contemplen, hermanos
míos, el paso de la muerte a lo largo de todas las edades y en todas las tierras.
¿Acaso hay algún campo desprovisto de una tumba? ¿Hay alguna ciudad sin su
camposanto? ¿Adónde podríamos ir sin hallar un sepulcro? Así como la playa está
cubierta con las excavaciones de los cangrejos, así estás tú, oh tierra,
cubierta con esos montículos cubiertos de hierba bajo los cuales duermen
generaciones de hombres que han partido. ¡Y tú, oh mar, tú mismo no te has
quedado sin tus muertos! Es como si la tierra estuviese saturada de cadáveres y
se empujaran unos a otros en sus atestados sepulcros para llegar hasta tus
cavernas, oh poderoso océano, adonde son arrojados los cuerpos de los muertos.
¡Tus olas se han contaminado con los cadáveres de seres humanos y en tus
profundidades yacen los huesos de los muertos! Nuestro enemigo, la muerte, ha marchado,
por decirlo así, con espada y con fuego asolando a la raza humana. Ni los
godos, ni los hunos, ni los tártaros habrían podido matar tan universalmente a
todo lo que respira, pues la muerte no ha permitido que nadie escape. Ha
marchitado la dicha hogareña por doquier y ha generado aflicción y lamentos; en
todas las tierras a las que calienta el sol ha cegado con llanto los ojos de
los seres humanos. Las lágrimas de los deudos, el lamento de la viuda y el
gemido del huérfano han sido el canto de guerra de la muerte que ha encontrado
en todo eso un himno de victoria.
Los más grandes conquistadores
han sido simplemente unos verdugos de la muerte, unos carniceros ambulantes que
trabajan en sus degolladeros. La guerra no es otra cosa que la muerte celebrando
un carnaval y devorando a su presa un poco más aprisa de lo que suele hacerlo.
La muerte ha realizado la obra de un enemigo para quienes nos hemos
escapado hasta ahora de sus flechas. Quienes recientemente
han estado alrededor de una tumba recién abierta y han sepultado allí la mitad
de sus corazones, pueden decirles qué clase de enemigo es la muerte. Arrebata
al amigo de nuestro lado y al hijo de nuestro pecho y no le importa nuestro
llanto. Ha caído quien fuera el sostén de la casa; ha sido arrebatada la que fuera
el brillo del hogar. El pequeñito es arrancado del pecho de su madre aunque su
pérdida casi le rompa las fibras de su corazón; y la juventud floreciente es
quitada del lado de su padre sin importar que las más caras esperanzas sean
aplastadas por ese medio. La muerte no tiene ninguna piedad por los jóvenes y
ninguna clemencia para con los ancianos; no tiene ninguna consideración para
los buenos ni para los gallardos. Su guadaña troncha dulces flores y hierbas
nocivas con igual diligencia. Viene a nuestro jardín y pisotea nuestros lirios
y desperdiga nuestras rosas sobre el suelo; sí, y aun a las más modestas flores
plantadas en algún rincón que ocultan su belleza debajo de las hojas para poder
sonrojarse sin ser vistas, la muerte las espía aun a ellas y menospreciando su
fragancia, las marchita con su hirviente aliento. La muerte es ciertamente tu
enemigo, huérfano niño que fuiste señalado para ser golpeado por la despiadada
tormenta de un mundo cruel sin que nadie te proteja. La muerte es tu enemigo,
oh viuda, pues la luz de tu vida ha partido, y el deseo de tus ojos ha sido
arrebatado con un golpe. La muerte es tu enemigo, esposo, pues tu casa está
desolada y tus pequeños hijos claman por la madre que la muerte les ha robado.
La muerte es un enemigo
de todos nosotros, ¿pues qué jefe de familia entre nosotros no ha tenido que
decirle: “¡Tú me has hecho guardar luto una y otra vez!?” La muerte es
especialmente un enemigo para los vivos cuando invade la casa de Dios y hace
que el profeta y el sacerdote sean contados con los muertos. La iglesia deplora
cuando sus ministros más útiles son derribados, cuando el ojo que vigila se
queda a oscuras y la lengua que instruye enmudece. Sin embargo, ¡cuán a menudo
combate así la muerte contra nosotros! Los varones esforzados, los varones
activos, los varones infatigables son llevados. Los que son más vigorosos en la
oración, los más afectuosos de corazón, los seres más ejemplares en la vida, todos
ellos son cortados en medio de sus labores y dejan tras de sí una iglesia que
los necesita más de lo que pudiera decirse. Con sólo que el Señor amenace con
permitir que la muerte se apodere de un amado pastor, las almas de Su pueblo se
llenan de aflicción y ven a la muerte como su peor enemigo mientras interceden
ante el Señor y le suplican que deje vivir a su ministro.
Incluso quienes han muerto pueden muy bien considerar a la muerte como su
enemigo. No me refiero a esta hora en que han subido a sus asientos y que como
espíritus incorpóreos contemplan al Rey en Su hermosura, sino a la etapa previa,
cuando la muerte se estaba aproximando a ellos. La muerte parecía ser un
enemigo para su carne trémula, pues no está en nuestra naturaleza, excepto en
los momentos de extremo dolor o de perturbación mental o de excesiva
expectación de la gloria, que nos sintamos a gusto con la muerte. Fue sabio de
parte de nuestro Creador que nos constituyera de tal manera que el alma ame al
cuerpo y que el cuerpo ame al alma y que ambos deseen morar juntos en tanto que
se pueda, pues de otra manera no habría habido ningún interés por la
autopreservación y el suicidio habría destruido a la raza.
“¿Quién querría sufrir del tiempo el escarnio y
el azote,
Del fuerte la injusticia, del soberbio el áspero desdén,
Cuando él mismo podría labrarse su propia muerte
Con una daga desnuda?
Es una ley básica de
nuestra naturaleza que ‘piel por piel, todo lo que el hombre tiene dará por su
vida’, y así somos alentados a luchar por la existencia y a evitar aquello que
nos destruiría. Este benéfico instinto convierte a la muerte en un enemigo,
pero también ayuda a evitar ese crimen de crímenes que es la más segura
condenación si alguien lo comete voluntariamente y en su sano juicio: me
refiero al crimen del suicidio.
Cuando la muerte le
llega incluso al hombre bueno, le llega como un enemigo, pues viene acompañada
de terribles heraldos y de escoltas sombríos que nos atemorizan grandemente.
“De una fiebre que hace arder la frente;
De palidez de la tisis, de parálisis, de una
vida a medias extinguida,
De una reuma que siempre roe, de convulsiones
violentas;
De inflamación por hidropesía, de asma jadeante, de apoplejía
Plenamente transido”.
Nada de eso agrega una
partícula de belleza al aspecto de la muerte. Viene con dolores y aflicciones;
viene con suspiros y lágrimas. Nubes y oscuridad la circundan; una atmósfera
cargada de polvo oprime a aquellos a quienes se aproxima y un gélido viento los
congela hasta la médula. La muerte monta un caballo amarillo, y allí donde su
corcel pone el casco la tierra se convierte en desierto. Las pisadas de ese terrible
trotón despiertan al gusano que roe a los muertos. Cuando olvidamos otras
grandes verdades y únicamente recordamos estas cosas espantosas, la muerte es
el rey de los terrores para nosotros. Los corazones se enferman y se desbocan
por su culpa.
Pero ciertamente es un
enemigo, pues ¿qué le hace a nuestro cuerpo cuando viene? Yo sé que le hace lo
que finalmente le conduce a su perfeccionamiento, pero con todo, es algo que en
sí mismo y por el momento no es gozoso sino atroz. Viene para suprimir la luz
de los ojos, la audición de los oídos, el habla de la lengua, la actividad de
la mano y el pensamiento del cerebro. Viene para transformar a un hombre vivo
en una masa de putrefacción, para degradar a la amada figura del hermano y del
amigo a una condición tal de corrupción que el afecto mismo da voces diciendo:
“Sepulten a mi muerto delante de mí”. Muerte, progenie del pecado, Cristo te ha
transformado maravillosamente, pero en ti mismo tú eres un enemigo ante quien la
carne y la sangre tiemblan pues saben que tú eres el asesino de todos los
nacidos de mujer cuya sed de presas humanas la sangre de las naciones no puede
saciar.
Si piensan por unos
instantes en este enemigo, observarán algunos de los rasgos de su carácter. Es
el enemigo común de todo el pueblo de
Dios, y el enemigo de todos los hombres, pues a pesar de que algunos han sido
persuadidos de que no van a morir, en esta guerra no hay licencias; y si en
esta conscripción un hombre escapa al reclutamiento durante muchos y muchos
años hasta que su barba gris pareciera desafiar la más dura helada invernal,
con todo es preciso que el hombre de hierro se rinda por fin. Está establecido
para los hombres que mueran una sola vez. El hombre más fuerte no tiene ningún
elixir de vida eterna con el que pueda renovar su juventud en medio de la
putrefacción de la época; tampoco tiene un precio el príncipe más rico con el
cual pueda sobornar a la destrucción. A la tumba has de descender, oh coronado
monarca, pues los cetros y las palas se parecen. Al sepulcro has de bajar,
varón esforzado y valiente, pues la espada y la azada son de un metal
semejante. El príncipe es hermano del gusano, y ha de morar en la misma casa.
De toda nuestra raza es cierto lo siguiente: “Polvo eres, y en polvo te
convertirás”.
La muerte es también un
enemigo sutil, que acecha en todas
partes, aun en las cosas más inofensivas. ¿Quién podría saber dónde ha
preparado sus emboscadas la muerte? Se encuentra con nosotros tanto dentro como
fuera de casa; estando a la mesa asedia a los hombres en sus alimentos, y en la
fuente envenena su bebida. Nos aborda en las calles, y nos prende sobre
nuestros lechos; en el mar cabalga sobre la tormenta, y anda con nosotros
cuando nos movemos sobre tierra firme. ¿Adónde podríamos volar para escapar de
ti, oh muerte?, pues desde las cumbres de los Alpes los hombres han caído a sus
tumbas, y en los lugares profundos de la tierra adonde baja el minero para
encontrar el valioso mineral, allí has sacrificado tú muchas hecatombes de
vidas preciosas. La muerte es un enemigo sutil y con silenciosos pasos nos pisa
los talones cuando menos pensamos en él.
Es un enemigo que nadie podrá evadir, sean cuales fueren
los atajos que tomemos, ni podremos escapar de él cuando llegue nuestra hora.
En los lazos de este cazador, cual aves, todos caeremos; en su gran red barredera caerán todos los peces del
grande océano de la vida cuando haya llegado su día. Con la misma seguridad que
se pone el sol y las estrellas de medianoche se ocultan al fin detrás del horizonte
y se hunden otra vez las olas en el mar y estalla la burbuja, así todos
nosotros llegaremos tarde o temprano a nuestro fin, y desapareceremos de la
tierra para no ser conocidos más entre los vivos.
Súbitos también, con suma frecuencia, son los asaltos de este
enemigo.
“Las hojas caen a su tiempo,
Y las flores se marchitan con el aliento del viento del norte,
Y las estrellas desaparecen a su hora, pero, ¡oh Muerte!
A ti te pertenecen todas las estaciones”.
Ocurre a veces que los
hombres se mueren sin ningún aviso previo; se han muerto con un salmo en la
boca, o entregados a su oficio cotidiano han sido convocados a rendir cuentas.
Nos enteramos de alguien que, cuando el periódico matutino le trajo noticias de
que un colega de negocios había muerto, mientras estaba poniéndose sus botas
para ir a su lugar de trabajo observaba riéndose que él mismo estaba tan
ocupado que no tenía tiempo para morirse. Sin embargo, antes de que concluyera
con sus palabras cayó de bruces y era cadáver. Las muertes súbitas no son tan
inusuales como para ser sorpresas si nos desenvolvemos en el centro de un
amplio círculo de la humanidad. Entonces la muerte no es un enemigo que haya de
ser despreciado o subestimado. Recordemos todas sus características y entonces
no estaremos inclinados a menospreciar al sombrío enemigo a quien nuestro
glorioso Redentor ha destruido.
II. En
segundo lugar, recordemos que la muerte es UN ENEMIGO QUE SERÁ DESTRUIDO.
Recuerden que nuestro Señor Jesucristo obtuvo ya una gran victoria sobre la
muerte de manera que nos ha liberado de la servidumbre vitalicia que su temor
nos generaba. Todavía no ha destruido a
la muerte, pero está a punto de hacerlo pues se nos informa que “quitó la
muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio”. Esto seguramente
tiene que ser algo muy cercano a destruir a la muerte por completo.
En primer lugar, nuestro
Señor ha subyugado a la muerte en un sentido contundente habiendo liberado a Su
pueblo de la muerte espiritual. “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais
muertos en vuestros delitos y pecados”. Antes no tenían ninguna vida divina en
absoluto, sino que la muerte de la depravación original permanecía sobre
ustedes de manera que estaban muertos para todas las cosas divinas y
espirituales; pero ahora, amados, el Espíritu de Dios que resucitó a Jesucristo
de los muertos los ha resucitado a una vida nueva y se han convertido en nuevas
criaturas en Cristo Jesús. La muerte ya fue sometida en ese sentido.
Nuestro Señor venció
también a la muerte durante Su existencia en la tierra devolviéndoles la vida a
ciertos individuos. Hubo tres casos memorables en los que el postrer enemigo
soltó a su presa a una orden Suya. Nuestro Señor entró a la casa del hombre
principal y vio a la niña que había muerto hacía poco, en torno a la cual lloraba
y se lamentaba la gente; oyó la risa burlona de algunos cuando dijo: “la niña
no está muerta, sino duerme”, y echó fuera a todos y a ella le dijo: “Muchacha,
levántate”. Entonces el devastador fue devastado y fue abierta la puerta del
calabozo. Él detuvo a la procesión fúnebre a las puertas de Naín, de donde
estaban sacando a un joven “hijo único de su madre, la cual era viuda”, y dijo:
“Joven, a ti te digo, levántate”. Cuando ese joven se incorporó y nuestro Señor
lo dio a su madre, entonces nuevamente la presa fue arrebatada a los valientes.
De suma importancia fue cuando Lázaro ya había permanecido en la tumba tanto
tiempo que su hermana le dijo: “Señor, hiede ya”. Pero, en obediencia a la palabra:
“¡Lázaro, ven fuera!”, salió el resucitado atadas las manos y los pies con
vendas, pero aun así, realmente resucitado, y se vio entonces que la muerte
está supeditada al Hijo del hombre. “Desatadle, y dejadle ir”, dijo el Cristo
vencedor, y los lazos de la muerte fueron desatados, pues el cautivo del tirano
fue rescatado. Cuando muchos de los santos se levantaron y salieron de sus
tumbas y entraron en la ciudad en la resurrección del Redentor, entonces el
Señor crucificado fue proclamado vencedor sobre la muerte y el sepulcro.
Con todo, hermanos, esas
no fueron sino refriegas preliminares y meras sombras de la grandiosa victoria
cuando la muerte fue vencida. El triunfo real fue alcanzado en la cruz:
“Él bajó a las regiones inferiores de la tierra y después subió;
Hecho pecado, al pecado venció:
Sepultado en la tumba, la destruyó,
Y al morir, a la muerte mató”.
Cuando Cristo murió,
sufrió el castigo de la muerte a nombre de todo Su pueblo, y por tanto ningún
creyente muere ahora como castigo por el pecado, puesto que no podemos imaginar
que un Dios justo exija dos veces el castigo por una sola ofensa. Desde que
Jesús murió, la muerte ya no es un castigo penal sobre los hijos de Dios. Él lo
abolió como tal y nunca más puede ser aplicado. Entonces, ¿por qué mueren los
santos? Pues bien, porque sus cuerpos tienen que ser cambiados antes de que
entren en el cielo. “La carne y la sangre” –tal como son- “no pueden heredar el
reino de Dios”. Tiene que haber un cambio divino en el cuerpo antes de que sea
apto para la incorrupción y la gloria; muerte y sepulcro son, por decirlo así,
el crisol y la hornaza por medio de los cuales el cuerpo es preparado para su bienaventuranza
futura. ¡Muerte, es cierto que tú todavía no has sido destruido, pero nuestro
Redentor viviente te ha cambiado de tal manera que ya no eres más muerte, sino
otra cosa que no es tu nombre! Los santos no mueren ahora sino que son disueltos
y parten. La muerte consiste en soltar las amarras para que la barca pueda
navegar libremente hasta los Buenos Puertos. La muerte es el carro de fuego en
el que ascendemos a Dios; es la voz gentil del Grandioso Rey que viene a Su
salón de banquetes y dice: “Amigo, sube más arriba”. He aquí, levantamos alas
como las águilas y volamos lejos de esta tierra de nieblas y nubes hasta la
eterna brillantez y serenidad de la propia morada de Dios en lo alto. Sí,
nuestro Señor ha abolido la muerte. El aguijón de la muerte es el pecado y nuestro
grandioso Sustituto ha extraído ese aguijón merced a Su grandioso sacrificio. La
muerte permanece en medio del pueblo de Dios ya sin su aguijón, y el daño que
les causa es tan poco que para ellos ya “el morir no es la muerte”.
Adicionalmente, Cristo
derrotó a la muerte y la venció enteramente cuando resucitó. Qué tentación
siente uno de pintar un cuadro de la resurrección pero no voy a desviarme y no
voy a intentar más que unas cuantas pinceladas. Cuando nuestro gran Paladín
despertó del breve sueño de Su muerte y se encontró en la antesala del
sepulcro, procedió tranquilamente a despojarse de los vestidos de la tumba. ¡Cuán
pausadamente procedió! Enrolló el sudario y lo puso en un lugar aparte, para
que quienes pierden a sus amigos puedan limpiar con él sus ojos; y luego se
quitó la mortaja y puso los lienzos en un lugar aparte para que estén allí
cuando Sus santos lleguen, de manera que la cámara pueda estar bien acondicionada
y el lecho listo con su mortaja y preparado para su reposo. El sepulcro ya no
es más una bóveda vacía, un terrible osario, sino una cámara de reposo, un dormitorio
acondicionado y preparado, decorado con las arras que Cristo mismo ha legado.
Ya no es más una prisión húmeda, oscura y terrible: Jesús ha cambiado todo eso.
“Ahora es una celda adonde los ángeles
Suelen ir y venir con nuevas celestiales”.
El ángel del cielo rodó
la piedra del sepulcro de nuestro Señor y dejó entrar de nuevo el aire fresco y
la luz sobre nuestro Señor, y Él salió siendo más que un vencedor. La muerte
había huido. El sepulcro había capitulado.
“¡Vive otra vez nuestro glorioso Rey!
‘¿Dónde, oh muerte, está ahora tu aguijón?’
Él murió una vez para salvar a nuestras almas;
‘¿Dónde está tu victoria, sepulcro jactancioso?’”
Bien, hermanos, tan
ciertamente como Cristo resucitó así también garantizó con una absoluta
certidumbre la resurrección de todos Sus santos a una gloriosa vida para sus
cuerpos, ya que la vida de sus almas no se detuvo ni siquiera por un instante.
En esto venció a la muerte y desde aquella memorable victoria, Cristo sigue
venciendo cada día a la muerte pues Él da Su Espíritu a Sus santos y contando
con ese Espíritu en su interior se enfrentan al postrer enemigo sin alarma: a
menudo lo confrontan con cánticos; tal vez, con mayor frecuencia lo enfrentan con
un semblante apacible y se duermen en paz. Muerte, no voy a temerte. ¿Por qué
habría de hacerlo? Tú aspecto es de un dragón, pero desapareció tu aguijón. Tus
dientes están rotos, oh viejo león, ¿por qué habría de tenerte miedo? Yo sé que
ya no eres capaz de destruirme, sino que eres enviado como un mensajero para conducirme
a la puerta de oro por donde entraré y veré por siempre el rostro sin velo de
mi Salvador. Los santos al expirar han dicho a menudo que sus postreros lechos sobre
los que durmieron fueron los mejores. Muchos de ellos se han preguntado:
“Dime, alma mía, ¿acaso es esto la muerte?”
Morir ha sido algo muy
diferente a lo que esperaban que fuera, tan leve y tan dichoso era; se han
visto tan liberados de todo cuidado, se han sentido tan aliviados en vez de
sentirse cargados, que se han preguntado si ese pudiera ser el monstruo del que
habían estado tan temerosos todos sus días. Descubren que es el pinchazo de un
alfiler, cuando temían que resultaría ser un golpe de espada; que es cerrar los
ojos en la tierra para abrirlos en el cielo, cuando pensaban que sería como un
descoyuntamiento en el potro de tormento, o una lóbrega travesía a lo largo de
una lúgubre región de sombras y horror. Amados, nuestro enaltecido Señor ha
vencido a la muerte de todas estas maneras.
Pero ahora, observen que
este no es el texto: el texto habla de algo que todavía no se ha realizado. El
último enemigo que será destruido es
la muerte, de manera que la muerte, en el sentido indicado por el texto, no
está destruida todavía. La muerte será destruida, pero ¿cómo lo será?
Bien, yo entiendo que la
muerte será destruida primero en el sentido de que a la venida de Cristo, los que viven, los que hayan quedado, no
verán la muerte. Serán cambiados; tiene que haber un cambio incluso en los
vivos antes de que puedan heredar la vida eterna, pero no morirán realmente. No
los envidies, pues no gozarán de ninguna preferencia sobre los que duermen; más
bien pienso que la suya será una suerte inferior en algunos aspectos. Pero no
conocerán la muerte: la multitud de los que le pertenecen al Señor que estén
vivos a Su venida, pasarán a la gloria sin necesidad de morir. Así la muerte,
en lo que a ellos respecta, será destruida.
Pero en cuanto a los que
duermen, esas miríadas que han abandonado su carne y sus huesos para volver a
convertirse en polvo, la muerte será destruida aun con respecto a ellas, pues
cuando la trompeta suene, saldrán de la tumba. La resurrección es la destrucción de la muerte. Nunca hemos
enseñado ni hemos creído ni pensado que cada partícula de cada cuerpo depositado
en la tumba retornará a su par y que lo que resucitará es un material absolutamente
idéntico; pero sí afirmamos que resucitará un cuerpo idéntico, y que tan seguramente
como brota de la tierra la simiente que fue depositada en ella, aunque de
diferente manera pues no sale como semilla sino como una flor, así de seguro
resucitará el mismo cuerpo. No se trata necesariamente del mismo material, pero
ese mismísimo cuerpo que fuera habitado por el alma mientras vivió aquí abajo
saldrá de la tumba, sí, saldrá de la tierra si nunca vio una tumba, o saldrá
del mar si fue devorado por los monstruos marinos, con su misma identidad. ¿No
sucedió así con nuestro Señor? Igual sucederá con Su propio pueblo, y entonces
se hará realidad lo que está escrito: “Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde
está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?”
Habrá una característica
en la victoria de nuestro Señor y es que la muerte será plenamente destruida
porque los que resucitan no serán ni un
ápice inferiores por haber muerto. Con respecto a esos nuevos cuerpos yo
creo que no habrá en ellos ningún vestigio de la debilidad de la ancianidad,
ninguna de las señales de una larga y desgastante enfermedad, ni ninguna de las
cicatrices del martirio. La muerte no habrá dejado su marca en ellos en
absoluto, excepto si se trata de una señal de gloria que será para su honra,
como las cicatrices en la carne del Bienamado, que son ahora Su principal
hermosura incluso para los ojos de aquellos por quienes fueron perforados Sus
manos y Sus pies. La muerte será destruida en ese sentido porque no habrá
infligido ningún daño a los santos y el propio vestigio de la corrupción habrá
sido suprimido en los redimidos.
Y luego, finalmente,
después de esta trompeta del Señor, no habrá más muerte, ni habrá más aflicción, ni llanto, porque las primeras
cosas pasaron. “Sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no
muere; la muerte no se enseñorea más de él”; y de igual manera los vivificados,
Sus propios redimidos, tampoco morirán más. Oh es una espantosa sospecha, es una
terrible suposición que tengan que experimentar jamás tentación o dolor, o
muerte una segunda vez. Eso no puede ser. “Porque yo vivo” –dice Cristo- “vosotros
también viviréis”. Sin embargo, como algunos han renunciado a la doctrina de la
inmortalidad natural del alma, ciertas personas se han sentido obligadas a
renunciar tanto a la eternidad del futuro castigo como a la eternidad de la
futura bienaventuranza, pero es un hecho confirmado que según algunos de los grandes textos probatorios o se sostienen
ambas opciones o se caen juntas. “E irán éstos al castigo eterno, y los justos
a la vida eterna”; si un estado será breve, también el otro lo será, lo que el
adjetivo significa en un caso, significa lo mismo en el otro. Para nosotros la
palabra significa una duración interminable en ambos casos, y esperamos una
bienaventuranza que no conocerá nunca fin ni término. Entonces la muerte será
destruida por completo en el país donde las lágrimas, la aflicción y las tumbas
son inexistentes.
III. Y
ahora, por último, y la palabra “último” suena muy apropiada en este caso, el
POSTRER ENEMIGO QUE SERÁ DESTRUIDO ES
Adviertan que la muerte
es el postrer enemigo para cada cristiano y es el postrero a ser destruido.
Ahora bien, si la palabra de Dios dice que es el postrero, yo quiero sugerirles
una advertencia tomada de la sabiduría práctica: déjenlo para el final. Hermano,
no disputes el orden establecido, antes bien deja que el postrero sea el
postrero. Conocí a un hermano que quería vencer a la muerte mucho antes de
morirse. Pero, hermano, tú no necesitas gracia para la hora de la muerte sino
hasta que lleguen tus momentos de agonía. ¿Cuál sería el beneficio de una gracia
para morir si se vive todavía? Sólo será necesario un bote cuando llegues al río.
Pide gracia para vivir y glorifica a Cristo por ello, y luego recibirás la gracia
para morir cuando llegue tu tiempo de morir. Tu enemigo va a ser destruido,
pero no hoy. Hay un gran ejército de enemigos contra el que hay que combatir
hoy, y puedes estar contento con despreocuparte de la muerte por un tiempo. Ese
enemigo será destruido, pero ignoramos los tiempos y las sazones; nuestra
sabiduría consiste en ser buenos soldados de Jesucristo según lo exija el deber
de cada día. ¡Enfrenta tus tribulaciones conforme se presenten, hermano! Conforme
se acerquen marchando los enemigos, elimínalos, fila tras fila, pero si en el
nombre de Dios no derribas a la vanguardia, y dices: “No, yo solo le tengo
miedo a la retaguardia”, entonces estarías haciendo el papel de un tonto. Deja
el choque definitivo de las armas hasta que avance el postrer adversario, y
mientras tanto mantén tu lugar en el conflicto. A su debido tiempo Dios te
ayudará a vencer a tu postrer enemigo, pero entre tanto asegúrate de vencer al
mundo, a la carne y al demonio. Si vives bien morirás bien. Ese mismo pacto por
el cual el Señor Jesús te dio la vida contiene también la provisión de la
muerte, pues “Todo es vuestro, sea lo presente, sea lo por venir, sea la vida o
sea la muerte, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios”.
¿Por qué queda la muerte
hasta el final? Bien, yo creo que es porque Cristo puede hacer mucho uso de
ella. El postrer enemigo que será destruido es la muerte porque la muerte
presta un gran servicio antes de ser destruida. ¡Oh, qué lecciones hemos
aprendido de la muerte algunos de nosotros! “Nuestros moribundos amigos pasan
sobre nosotros cual nube para apagar nuestros irreflexivos ardores”, para
hacernos sentir que no vale la pena que vivamos para estos pobres juguetes
pasajeros; que como otros se mueren así nosotros hemos de partir también, y de
esta manera nos ayudan a desprendernos del mundo y nos exhortan a volar y a
remontarnos hacia el mundo venidero. Tal vez no haya ningún sermón comparable a
las muertes que han ocurrido en nuestros hogares; la partida de nuestros
queridos amigos ha sido para nosotros como solemnes discursos de divina
sabiduría que nuestro corazón no pudo dejar de escuchar. Entonces Cristo ha dejado
a la muerte hasta el final para convertirla en un predicador para Sus santos.
Y ustedes saben,
hermanos, que si no hubiese habido ninguna muerte, los santos de Dios no
habrían tenido la oportunidad de exhibir el más excelso ardor de su amor.
¿Dónde ha triunfado más el amor a Cristo? Pues bien, en la muerte de los
mártires en la hoguera y en el potro. Oh, Cristo, nunca manos humanas tejieron
tales guirnaldas para Ti como las que te han presentado los que han llegado al
cielo procedentes de los bosques de la persecución después de haber vadeado a
través de corrientes de sangre. Al morir por Cristo los santos le han
glorificado en sumo grado.
Lo mismo sucede, a su
medida, con los santos que mueren unas muertes ordinarias; no habrían tenido
una prueba de esa naturaleza para su fe ni un ejercicio para su paciencia que ahora
tienen si no hubiese existido la muerte. Parte de la razón de la continuación
de esta dispensación es que el Cristo de Dios sea glorificado, pero si los
creyentes no murieran nunca, la suprema consumación de la victoria de la fe
habría sido desconocida.
Hermanos, si yo pudiera
morir como he visto que mueren algunos miembros de nuestra iglesia, yo le doy
la bienvenida a esa grandiosa ocasión. Si pudiera cantar como ellos cantaron, no
desearía escapar de la muerte por ningún atajo. Si pudiera tener tales hosannas
y aleluyas reluciendo en mis propios ojos como los que he visto en ellos y he
oído de ellos, morir sería una bendición. Sí, como una prueba suprema de amor y
de fe, es bueno que la muerte goce de una suspensión temporal para permitir que
los santos glorifiquen a su Señor.
Además, hermanos, sin la
muerte no seríamos tan conformados a Cristo como lo seremos si nos dormimos en
Él. Si pudiese haber algunos celos en el cielo entre los santos, pienso que
cualquier santo que no muera sino que sea cambiado cuando Cristo venga, casi
podría recibirnos a ustedes y a mí, que probablemente moriremos, diciéndonos:
“Hermano mío, hay algo de lo que me he perdido: yo nunca estuve en un sepulcro,
la muerte nunca me tocó con su fría mano y entonces, en eso, no fui conformado
a mi Señor. Pero ustedes saben lo que
es tener comunión con Él, aun en la muerte”. ¿Acaso no dije bien que los que
estén vivos y permanezcan no tendrán ninguna preferencia sobre los que duerman?
Pienso que si hubiese alguna preferencia será para nosotros que dormimos en
Jesús y nos despertamos en Su semejanza.
La muerte, queridos amigos,
no está destruida todavía porque lleva a los santos a casa. Viene a ellos y les
susurra su mensaje y en un instante son supremamente bendecidos.
“Acaba con el pecado y los cuidados y las aflicciones
Y descansa con el Salvador”.
Y entonces la muerte no
ha sido destruida todavía porque cumple útiles propósitos.
Pero, amados, la muerte
va a ser destruida. Él es el postrer enemigo de la iglesia colectivamente. La
iglesia como un cuerpo ha tenido que contender con una cantidad de enemigos,
pero después de la resurrección diremos: “Este es el postrer enemigo. No queda
ningún otro adversario”. La eternidad se desenvolverá en una incesante
bienaventuranza. Pudiera haber cambios que traigan nuevos deleites; tal vez en
la eternidad venidera haya eras y edades de una bienaventuranza aún más
prodigiosa y de un éxtasis aún más superlativo; pero no habrá:
“Ninguna inesperada alarma de furiosos enemigos,
Ni cuidados que rompan el último reposo”.
El postrer enemigo que
será destruido será la muerte, y si el postrero es eliminado, no puede haber
ningún enemigo futuro. La batalla ha sido peleada y la victoria ha sido ganada
para siempre. ¿Y quién la ha ganado? Quién sino el Cordero que se sienta en el
trono, a quien atribuimos honra y gloria, majestad y poder, dominio y señorío
por los siglos de los siglos. Que el Señor nos ayude en nuestra solemne
adoración. Amén.
Porción de
Traductor: Allan Román
28/Marzo/2013
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