El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
¿Y Por Qué No?
NO.
1323
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Y dijo a sus
discípulos: Tiempo vendrá cuando desearéis ver uno de los días del Hijo del
Hombre, y no lo veréis”. Lucas 17: 22.
Cuando el Señor estaba
aún en la tierra, los días del Hijo del Hombre eran menospreciados. Los
fariseos hablaban de ellos despectivamente y exigían que se les dijera cuándo vendría
el reino de Dios. Era tanto como si dijeran: “¿Acaso es esta la venida de Tu
reino prometido? ¿Acaso esos pescadores y esos campesinos son Tus cortesanos? ¿Acaso
son estos los días que los profetas y los reyes tanto esperaron?” “Sí” –les
dice Jesús- “estos son precisamente esos días. El reino de Dios es establecido
en los corazones de los hombres y está entre ustedes aun ahora, y tiempo vendrá
cuando ustedes desearán que regresen estos días, y aun quienes más los aprecian
pronto confesarán que los tenían en poca estima, y sus corazones suspirarán por
su regreso”. Esto sugiere el comentario de que somos malos jueces de nuestras experiencias presentes. Aquellos
días que teníamos en poca estima mientras los íbamos viviendo, pronto llegan a
ser recordados con gran nostalgia. ¿No han experimentado que así ha ocurrido en
sus vidas? ¿No les ha sucedido que la propia experiencia que provocó su
ansiedad mientras la estaban viviendo, ha parecido ser posteriormente tan
excelente a sus ojos que habrían deseado que regresara? Algunas veces he dicho
a mi alma: “¡Cuán afligida estás! ¡Cuán abatida! ¡Cuán poco te regocijas en el
Señor! Es triste que caigas en esa condición”. El período de la aflicción ha
pasado y entonces he regañado a mi alma de otra manera, diciendo: “¡Alma, cuán
descuidada e insensible eres! ¡Sería mejor que estuvieras tan afligida ahora
como lo estuviste hace poco tiempo, pues entonces lo tomabas con seriedad,
entonces eras conducida a una oración poderosa y prevaleciente, pero ahora
estás sumida en el letargo, has perdido tu fervor y casi no vives en absoluto!”
Esa etapa ha transcurrido y he tenido que mirar de nuevo al pasado y comprobar
que, cuando me consideraba insensible, era realmente muy espiritual y sensible,
y que mis temores de caer en la tranquilidad carnal eran pruebas seguras de que
estaba velando cuidadosamente. De esa manera somos librados de la seguridad
carnal al ser conducidos a ver más belleza en las experiencias pasadas que en
las que estamos inmersos ahora. Cuando la santa ansiedad se cierne sobre
nosotros es confundida a menudo con la incredulidad; se sospecha que la plena
seguridad es presunción y se duda de la dicha y se la limita por miedo a que
sea orgullo y autoengaño. Cuando nuestra primavera espiritual está con nosotros
estamos temerosos de sus vientos de Marzo y de sus lluvias de Abril; pero una
vez que se ha marchado y nos abrasa el calor del verano, entonces nos gustaría
que volvieran los vientos y las lluvias. Así también, cuando llega el otoño,
confundimos el proceso de maduración con la descomposición y deseamos
nostálgicos que regresaran las rosas del verano; por otra parte, a lo largo de
todo el invierno estamos suspirando por aquellas horas de verano que una vez
disfrutamos y por aquellos frutos maduros del otoño que eran tan dulces a
nuestro gusto. Así, hermanos, si nos permitimos hacerlo, continuamos juzgando
que cada estado en el que estuvimos es mejor que aquel en el que nos
encontramos, y derramamos inútiles lágrimas de pesar por los tiempos y las
estaciones que ya no se pueden recuperar. Vemos sus deficiencias mientras están
con nosotros pero cuando se han ido únicamente recordamos sus excelencias.
Sería más sabio que mientras tuvieran vigencia tomáramos cada tiempo y cada
estación, cada estado y cada experiencia, y los convirtiéramos en cosas de
provecho para la gloria de Dios, regocijándonos en su misericordia mientras los
disfrutamos. Andemos entre tanto que tengamos luz. Festejemos entre tanto que
tengamos al Esposo con nosotros; habrá tiempo suficiente para llorar cuando Él
nos haya dejado. Después de todo cada estación tiene sus frutos y sería una
lástima que los marchitemos con remordimientos ociosos. Saquémosle provecho al
viejo lema del hombre mundano y ‘vivamos mientras tengamos vida’. Vivamos un
día a la vez, disfrutemos del bien presente y dejemos el ayer a nuestro Dios
perdonador. Los días del Hijo del Hombre fueron días que los apóstoles tuvieron
comparativamente en poca estima pero que añoraron después, y estos días
presentes de los cuales nos quejamos, podrían llegar a ser considerados como
unas de las más selectas porciones de nuestras vidas.
Nuestro segundo
comentario no es ninguna novedad pues ya lo han oído mil veces: casi siempre valoramos nuestras
misericordias hasta que las perdemos. Apreciamos mejor su excelencia cuando
tenemos que deplorar su ausencia. Esto se ha dicho tantas veces que yo desearía
que ya no siguiera siendo verdad, pues, después de todo, es una atroz locura que nos veamos obligados a
perder nuestras bendiciones para que podamos aprender a ser agradecidos por
ellas. ¿Somos tan tontos que nunca vamos a saber que no debe ser así? ¡Tal
conducta es digna únicamente de los idiotas o de los dementes! ¿No podemos
deshacernos de tal puerilidad y suprimir así una fuente para nuestras aflicciones?
¿No sería bueno que, en la fortaleza de Dios, resolviéramos estimar la
bendición mientras la tengamos, y así usarla para que cuando se haya ido
podamos recordar que la convertimos en algo de sumo provecho para beneficio de
nuestras almas, para el beneficio de otros y para la gloria de Dios? No podemos
pedirle al sol que regrese y que alargue estos días que se acortan, pero al
menos podemos vivir de tal manera que cada hora que transcurra se lleve con
ella las buenas nuevas de nuestra entusiasta diligencia en la causa de nuestro
Señor. Vamos, queridos hermanos, bendigamos ahora al Señor por cualquier cosa
que sea buena en nuestra presente condición, y usemos de inmediato sus
oportunidades y ventajas peculiares, no sea que en algún día futuro debamos
lamentar nuestro insensato descuido y deseemos demasiado tarde ver más días
como esos.
Esta mañana, con la ayuda
del Espíritu Santo, tengo la intención de usar el texto, primero, explicando su directa interpretación; luego, en
segundo lugar, dando una interpretación
adaptada a los creyentes en el día presente; y luego, presentándoles otra interpretación, en gran medida en
el mismo sentido, pero adaptada a los
incrédulos de esta época.
I. Primero,
consideremos
Primero, entonces, digo
que nuestro Señor quiso decir que
recordarían con nostalgia los días que había pasado con ellos. Sus palabras
se cumplieron cabalmente en un breve tiempo, pues las aflicciones llegaron
densas y por triplicado. Al principio ellos comenzaron a predicar con un vigor
excepcional, y el Espíritu de Dios estaba en ellos, de manera que miles fueron
convertidos en un solo día. Luego vieron cuán ventajoso era que su Señor se
hubiera marchado y que les fuera enviado el Espíritu. Sin embargo, pronto se
levantó la persecución y ellos fueron dispersados por todas partes, y, sin duda
muchos de ellos añoraban aquellos días más apacibles cuando la presencia de su
Señor los protegía. Aun así, en todo su desperdigamiento, el poder del Espíritu
descansaba en ellos y se aumentaron y se multiplicaron y el gozo del Señor era
su fortaleza. Pero pronto el amor de muchos se enfrió y su primer celo declinó;
la persecución aumentó en intensidad y los tímidos se hicieron a un lado; los
malignos y los malos maestros entraron en la iglesia; herejías y cismas
comenzaron a dividir el cuerpo de Cristo y lo cubrieron días oscuros de tibieza
y de falta de entusiasmo. En tales circunstancias, repetidas veces el verdadero
siervo de Cristo decía: “¡Oh, qué diera por tener una hora con el Señor Jesús!
¡Oh, qué diera por uno de aquellos días del Hijo del Hombre, cuando el brazo
del Señor era revelado en medio de nosotros! ¡Oh, que pudiéramos ir a Él y
contarle todo nuestro caso y pedirle Su guía y suplicarle que manifieste Su
poder! Puedo imaginar que toda la primera generación, y la siguiente, y la
siguiente después de que nuestro Señor hubo ascendido, tenían con frecuencia en
sus labios el suspiro: “¡Pluguiera a Dios que pudiéramos ver uno de los días
del Hijo del Hombre! ¡Oh!, ¿dónde está Aquel que caminó sobre el mar, e hizo
que las olas del lago de Galilea se apaciguaran bajo Sus pies? ¡Oh!, ¿dónde
está Aquel que echaba fuera a los demonios y enfrentaba a nuestros enemigos en
todo momento?” Deben de haber sentido a menudo un fuerte deseo de ver uno de
aquellos grandiosos días de prodigios cuando aun los demonios se sujetaban a
ellos. A menudo nos ha ocurrido a nosotros desear lo mismo. Aunque ya hace más
de mil ochocientos años desde que el Señor ascendió a Su gloria, y aunque nos
ha enviado al bendito Espíritu para que more en nosotros en lugar Suyo, con
todo, hemos deseado ardientemente (pero lo hemos deseado en vano) poder verlo
al menos por un día sanando enfermos y resucitando muertos. Vean, los
burladores nos dicen que Dios no vive, o que si hubiese un Dios, no tiene
ninguna influencia en este mundo, sino que ha hecho a un lado Su poder y lo ha
entregado a unas ciertas leyes rígidas con las que Él no tiene nada que ver.
¡Oh, que pudiéramos tener al Dios Encarnado entre nosotros aunque fuese por un
día para que obrara Sus portentos de gracia, para que alimentara a los
hambrientos, para que abriera los ojos de los ciegos, para que destapara los
oídos de los sordos, para que hiciera que los cojos saltaran como ciervos y la
lengua de los mudos cantara! ¿No lo han deseado ustedes? Su deseo no se verá
cumplido: “Y no lo veréis”. No sería de mucha ayuda que lo vieran. Eso sólo
podría ocurrir en un lugar específico en un día dado, y ustedes, los que ya
creen, serían confirmados por lo que hubieran visto, mas no así los incrédulos.
Todo se reduciría a tener que comenzar una nueva batalla contra los infieles
que negarían tan fácilmente lo que hubiera ocurrido hoy como lo que ocurrió
hace mil años. Solamente aquellos que vieran el milagro creerían que ocurrió, y
una gran proporción de ellos comenzaría a decir: “Esto probablemente se realizó
por medio de prestidigitación”, o lo atribuirían al magnetismo, o a la
electricidad o a alguna fuerza recién descubierta. Los milagros no convencerán
si los hombres están resueltos a no creer. La fe no nace por la vista ni puede
ser nutrida por ella. Es un don de Dios y es obra del Espíritu Santo y erramos
si creyéramos que aun la presencia corporal de Cristo y la repetición de Sus
milagros serían de algún valor. El que no cree ni a Moisés ni a los profetas
tampoco creería aunque fuese deslumbrado con milagros. El tipo de fe que las
meras señales visibles producirían no sería la fe de los elegidos de Dios.
Nos hemos desgastado
también en fieras disputas sobre esta doctrina y sobre aquella otra, y uno ha
dicho: “Esto es lo que el Maestro pensaba”, y otro ha dicho: “No”. Un maestro
ha denunciado a su colega, y su oponente le ha respondido excomulgándolo. En
estas controversias habríamos deseado acudir a Jesús con todas las preguntas y
decirle: “Maestro, danos una palabra infalible, desata o corta estos nudos con
una palabra de Tus labios. Tu pobre Iglesia ya no sería intranquilizada
entonces con debates”. Hermanos, Jesús no está aquí. En vez de Su presencia
tenemos la presencia de Su Espíritu, y si bien ustedes pudieran desear Su
presencia corporal, no sería de gran ayuda para ustedes en el asunto para el
cual la desean, pues, extraño es decirlo, si nuestro Señor fuera a hablar de
nuevo, los hombres comenzarían a disputar mañana acerca de lo que Él quiso
decir hoy, así como ahora disputan con respecto a Sus palabras de hace mil
ochocientos años. Su lenguaje en este Libro es ya tan claro que, si fuese a
hablar de nuevo, yo no sé si pudiera hablar más claramente de lo que lo hizo.
De todos modos Sus oyentes decían de Él en los días de Su morada aquí: “¡Jamás
hombre alguno ha hablado como este hombre!”, y yo supongo que si fuese a hablar
de nuevo no agregaría nada a lo que ya ha dicho, ni nos enseñaría mucho más. Si
le oyéramos hablar de nuevo eso sólo crearía un nuevo punto de partida para un
renovado conjunto de controversias, y tendríamos entre nosotros a los
cristianos de
“¡Ah!” –pero tú has dicho- “¡que sólo pudiera ver a nuestro bendito
Señor una vez! ¡Que sólo pudiera posar la mirada en Su amada persona por un
instante, y oyera aunque fuese una sola vez el tono de Su voz conmovedora! ¡Oh,
si yo pudiera desatar Sus sandalias o besar Sus pies, aunque sólo fuese una vez,
cómo sentiría mi espíritu gozo y confianza todos sus días! Cómo aumentaría la
fe si pudiese gozar de una pequeña relación real e íntima con el Bienamado. De
buen grado daría todo lo que tengo por una mirada de Sus ojos”. Yo sé que tú
has albergado ese pensamiento, pues yo lo he albergado a menudo; pero, amado
hermano, si el Señor Jesús viniera a la tierra, no estoy seguro de que pudieras
gozar mucho de Su compañía, pues Su pueblo es muy grande y cada uno desearía
brindarle hospitalidad. Como hombre, Él podría estar en un lugar a la vez, y
tal vez pudieras llegar a verlo una vez en el año, pero, ¿qué harías todo el
resto del tiempo cuando no pudieras oír Su voz porque Él podría estar en
América o en Australia? ¿En qué mejor condición te encontrarías? Ciertamente no
estarías nada mejor. Es mucho mejor que sigas diciendo: “A quien no habiendo
visto, amamos; en quien, aunque ahora no lo vemos, creemos, y en quien nos
regocijamos con gozo indecible y lleno de gloria”. El hecho es, hermanos y
hermanas, que la gran batalla del Señor tiene que ser peleada en las líneas de
la fe, y si viéramos con los ojos, eso lo arruinaría todo. Esa visión de los
ojos y esa audición con los oídos que nosotros deseamos sólo para romper la
monotonía de la caminata de la fe, de hecho lo arruinaría todo y equivaldría a
una derrota virtual. Nuestro Dios nos está diciendo: “Hijos míos, ¿pueden
confiar en Mí? ¿Pueden alcanzar la bendición de quienes no han visto y, sin
embargo, han creído? Abraham confió en Mí, pero él me oyó hablar con una voz
audible; Moisés confió en mí, pero él vio mis portentos en Egipto y en el
desierto; ¿pueden confiar en Mí sin la voz y sin los prodigios?” El Señor nos
ha hablado por medio de Su Hijo, quien es mejor que todas las voces o prodigios.
¿Podemos creer en Él ahora? ¿Es la vida espiritual en nuestro interior lo
suficientemente sólida para creer en el Señor sin necesidad de ninguna
evidencia adicional? ¿Podemos honrarle confiando en Su palabra segura sin
necesidad de ver señales o portentos? Nosotros, a quienes han alcanzado los
fines de los siglos, estamos resueltos a resolver el gran problema de derrotar
a los poderes de las tinieblas y de caminar a lo largo de toda una vida por
medio de una fe sencilla y concentrada: ¿podemos lograrlo? Podemos hacerlo, con
la ayuda del Espíritu. Yo les suplico, hermanos, que le digan al Señor: “Señor,
aumenta nuestra fe, y concédenos que confiemos de tal manera en Ti que a partir
de ahora no pidamos ni visión, ni sonido, ni ninguna otra cosa que impida que
confiemos en Tu palabra desnuda”. Ustedes cayeron en esa condición errada y
desearon uno de los días del Hijo del Hombre, pero no lo tendrán, pues su Padre
celestial les ha reservado algo mejor: que de aquí hasta el fin, con una fe
simple y pura en Él, resistan y venzan por medio de la sangre y del poder de su
Redentor invisible, quien está realmente con ustedes aunque no lo puedan ver.
Nuestra segunda lectura
del texto es que aquellos discípulos esperaban
algunas veces el futuro con una expectativa ansiosa. “Si no podemos volver
atrás” –dirían- “oh, que se apresurara y nos llevara rápidamente a la era
predicha de triunfo y de gozo. ¡Oh, anhelamos uno de los días de gloria del
Hijo del Hombre!” De buena gana hubieran querido tener una gota de la gloria
antes de la lluvia del milenio. Ellos hubieran querido oír el sonido de Su
trompeta antes de que resuene para levantar a los muertos, y ver un destello de
la mañana eterna cuya alborada verá huir por siempre a las sombras. ¿No han
deseado ustedes lo mismo algunas veces? Yo recuerdo que cuando estuve al pie de
la así llamada Escala Santa en Roma y pude ver a las pobres criaturas engañadas
arrastrándose hacia arriba y hacia abajo sobre las escalinatas, con la
esperanza de obtener la remisión de los pecados por sus oraciones, me hubiera
gustado que el Señor irradiara un instante Su poder sobre esos horribles sacerdotes
que han degradado al pueblo con tales supersticiones. Uno de los días del Hijo
del Hombre con el azote de pequeñas cuerdas produciría un gran cambio en
Supongan que deseáramos
uno de los días del Hijo del Hombre para derribar a los ídolos de los paganos y
las imágenes de los Papistas, para derrocar a todos los sistemas de error y
para establecer de inmediato el reino de Cristo mediante la fuerza de la omnipotencia;
ahora bien, si nuestro deseo pudiese ser concedido, ¿a qué equivaldría? Sólo
manifestaría lo que ya es bastante claro, es decir, el poder de Dios en el mundo
de la materia, pero no demostraría Su grandeza en el mundo moral y en el espiritual.
Si piensan en ello unos instantes, verán que la omnipotencia de Dios no es el
problema. Es claro que el Señor puede realizar de inmediato cualquier acto de
poder. Más allá de toda duda, Él podría confundir a Sus enemigos y destruir
completamente sus errores, aplastando a sus defensores en un instante. Pero ese
no es el punto. La pregunta es: ¿puede la fuerza del amor y de la verdad ganar
los corazones de los hombres mediante el Evangelio de Jesús? ¿Puede Cristo
vencer al pecado y a la falsedad y al odio en Su pueblo por medios puramente
espirituales? ¿Pueden unas criaturas pecadoras -tales como somos nosotros-
seguir siendo fieles a Dios bajo la tentación y las seducciones? ¿Podrá Dios
destruir las obras de Satanás, abolir los falsos dioses, dispersar la
infidelidad y el anticristo, y establecer el reino de la gracia y de la paz y
de la justicia por medio de la débil instrumentalidad de hombres y mujeres que
viven y enseñan el Evangelio de Cristo, y por medio del poder del Espíritu
Santo que es un poder puramente espiritual? ¿Acaso no ven, hermanos, que
invocar la intervención del mero poder es arruinar el experimento? La gloria de
los últimos días corresponde al período de triunfo, pero no al tiempo de
conflicto. Arrancarle al futuro un día de sus esplendores sería alterar las condiciones
de la gran lucha, y, por tanto, sería aceptar una derrota. El resultado es
bastante seguro. La batalla es del Señor y Él la ganará; por tanto no cedamos a
estos deseos y anhelos que están fuera de lugar.
“Ah”, -dirá alguien- “yo
desearía que viniera ahora y que apartara las ovejas de los cabritos”. ¿Por qué
razón? ¿No es mejor que los pecadores estén entre los santos por un tiempo para
que el Evangelio pueda llegarles más fácilmente? Recuerden que el labrador no quería
que la cizaña fuese separada del trigo antes que llegara la cosecha. “Oh, pero
desearíamos que el Señor viniera y pusiera un fin al pecado”. ¿No es mejor que
Su longanimidad espere pacientemente, llamando a los hombres al arrepentimiento
y entresacando a Sus propios escogidos de entre los hijos de los hombres a lo
largo de muchas generaciones? La espera es pesada para ustedes, pero no es ni
larga ni pesada para Su infinita paciencia. “Oh, pero esta demora es tediosa y
los infieles están reclamando: ‘¿dónde está la promesa de Su venida?’”
Hermanos, ¿qué importancia tiene lo que digan los incrédulos? ¿Acaso los
asuntos del reino han de ser ordenados con miras a satisfacer sus necias mofas?
“El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos”. ¿No te
sería mejor que despreciaras sus menosprecios? ¿Quiénes son ellos para que les
tengamos miedo a sus agravios? “Ah” –dices- “pero el error ha prevalecido
durante mucho tiempo y empeora y se agrava”. ¿Qué importa si empeora? A pesar
de ello, el error será vencido para gloria de Dios. Dios está aún en el trono.
Él no tiene ninguna prisa. Recuerden el tiempo infinito del Eterno. ¿Qué es un
millón de millones de edades para Él? Él viene en verdad con presteza pero no
tienen que entender esa “presteza” según
la propia interpretación de ustedes, pues “prestamente” para Él pudiera ser
algo muy lento para nosotros. No podemos medir los pasos del Infinito pues la
historia entera del hombre no es sino la punta de un alfiler para Su eternidad.
Nuestros juicios con respecto a la salida de Jehová tienen la seguridad de
errar: Él camina, se nos dice, sobre
las alas del viento. Él está simplemente caminando cuando se mueve tan raudo
como la tempestad. Pudiéramos errar con igual facilidad en el sentido opuesto,
y pensar que Él es lento cuando en realidad cabalga sobre un querubín y vuela.
Mil años para Él son como un día, y un día para Él es como mil años. No, no vamos
a suplicarle al Señor por el momento que separe con Su infalible voz a los pecadores
de los santos; no hemos de esperar aún que diga: “Apartaos, malditos” y “Venid,
benditos”; no le rogaremos que manifieste de inmediato Su gran poder y que
derribe todos los principados del mal con Su vara de hierro. Esperaremos y no
temeremos. La fe es ahora la consigna y el orden del día. La vista es para los
incrédulos, pero la paciente confianza es para los santos. Esta es la victoria
que vence al mundo: nuestra fe. Esto es lo que glorifica a Dios y vence a los
poderes del mal. Cree, y así te volverás valiente en la lucha y harás huir a
los ejércitos de las naciones. Cree, y así serás afirmado. No pidas ver, pues
la visión te es negada sabiamente. El cielo será mucho más brillante y la
eternidad mucho más gloriosa porque esperamos lo que no vemos y lo esperamos
pacientemente.
II. En
segundo lugar, con una convicción muy solemne, voy a dar UNA INTERPRETACIÓN
ADAPTADA QUE ES APROPIADA PARA LOS CREYENTES EN ESTE MOMENTO PRESENTE. “Tiempo
vendrá cuando desearéis ver uno de los días del Hijo del Hombre, y no lo
veréis”, es decir, que primero yo llamo a nuestros días de santa comunión con Jesús: ‘días del Hijo del Hombre’, y
esos días podrían llegar a su fin para nuestra inmensa aflicción. Hemos conocido
días en los que nuestra fe en Cristo ha sido sólida y palpable, y nuestros
corazones se han acercado mucho a Él. Nuestros oídos no le han oído hablar y,
sin embargo, Él ha hablado a nuestras almas; nuestros ojos no le han visto, y con
todo, nuestro corazón se ha visto embelesado con Su hermosura. Oh, los
deleites, los goces celestiales que hemos experimentado entonces. Tal vez me
esté dirigiendo a algunos que están gozando de toda esa bienaventuranza en el
momento presente, y esto les ha durado meses y, tal vez, hasta años. ¡Dichosos
esos hermanos! ¡Dichosas esas hermanas! ¡Son dichosos por permanecer en tal
condición mental! Pero no desechen mi palabra de celosa advertencia esta
mañana, pues hablo motivado por el más puro amor. ‘Mirad que el tiempo vendrá
cuando desearéis ver de nuevo uno de esos días y no lo veréis’. Sujétense al
Amado mientras esté con ustedes, y no lo dejen ir. “Yo os conjuro, oh doncellas
de Jerusalén, por los corzos y por las ciervas del campo, que no despertéis ni
hagáis velar al amor, hasta que quiera”. Recuerda que el Señor Jesús es un
Salvador celoso. Él se marchará si detecta que tú amas más alguna cosa terrenal
que a Él mismo; se ocultará si comienzas a jactarte por tus gracias y a pensar
que seguramente has de ser ‘alguien’ pues de otra manera tu Señor no se
revelaría tan dulcemente a ti. Él se levantaría y se marcharía si te enfriaras
y te volvieras negligente, si despreciaras los medios de gracia y especialmente
si tu práctica de la oración privada declinara y si Su palabra se volviera un
hueso seco para ti. Ah, qué vacío queda en el alma cuando el Señor parte. Esto
es lo mejor que puedo decir de eso: yo espero que el triste vacío sea deplorado
y lamentado; yo espero que el corazón no descanse nunca hasta que Jesús regrese
y que deplore y que lamente.
“¿Dónde está la bienaventuranza que conocí
En unión con mi Señor?
¿Dónde está la refrescante visión que había
en mi corazón,
De Jesús y Su palabra?”
Pero, amados, el Señor
Jesús no necesita irse y ustedes no necesitan partir. Él permanecerá con ustedes
tal como lo hizo cuando le apremiaron los discípulos de Emaús, si estuvieran
tan ávidos de Su compañía. Él instalará Su tienda con ustedes y ya no será más
un forastero o un huésped, sino que será como un hijo en casa; sólo tengan
cuidado de no contristarlo por el pecado. Él permanecerá con ustedes hasta que
apunte el día y huyan las sombras, y ustedes permanecerán por siempre en Su
amor y sus almas estarán llenas de Su gozo. Pero presten atención a la
bondadosa advertencia de esta mañana, pues si caminaran desenfrenadamente,
carnalmente, descuidadamente, altivamente y olvidadizamente, tiempo vendrá
cuando desearán ver uno de los días del Hijo del Hombre, y no lo verán.
Vean el texto desde otro
ángulo y aprendan algo más. Queridos amigos, hemos gozado de días de deleitable
comunión de unos con otros así como
con nuestro Señor. En los días del Hijo del Hombre los discípulos estaban tan
unidos de corazón que cuando Él ascendió “estaban todos unánimes juntos”. Ahora
bien, es un gran gozo para los creyentes cuando todos estamos entrelazados en
amor, y cuando la hermandad cristiana es un hecho y no meras palabras. Son días
de bienaventuranza cuando el círculo familiar es piadoso, cuando el esposo y la
esposa y los hijos pueden hablar juntos de las cosas de Dios, y cuando no hay
división ni frialdad en el hogar. Son días de dicha cuando los amigos íntimos
de ustedes son amigos íntimos de Cristo, cuando aquellos con quienes hablan familiarmente
tienen comunión con Dios. Es una grande felicidad subir a la casa de Dios en
compañía de quienes observan el día de guardar y comprobar que somos de un
mismo sentir con respecto a las cosas de Dios. Es también una dicha para
nosotros cuando en la iglesia hay un compañerismo indiviso en la oración, cuando
todo el mundo pareciera ser propenso a orar, cuando hay comunión en la alabanza
y las miradas se transmiten la dicha con un deleite que es generalizado por
causa de la bendición del Señor; cuando hay comunión y acuerdo, un Señor, una
fe, un bautismo, y un Espíritu que está en todos y sobre todo. Esos son, en
verdad, los días del Hijo del Hombre. Hemos conocido algo semejante a eso
durante años; esos días han sido comunes para nosotros. Hermanos, yo espero que
nunca conozcamos la pérdida de esos días, pero pudiéramos perderlos fácilmente.
La iglesia podría permitir pronto que su comunión se viera fracturada. ¿Y cómo?
Pues bien, algunos hacen un mundo de daño en este asunto negando que haya
compañerismo en absoluto y aseverando que el amor y el celo se han extinguido.
¿Acaso no oí decir a un hermano que hay muy poco amor cristiano hoy en día? Tú
eres un excelente juez de ti mismo, hermano, pues debes recordar que hablas por
ti mismo. Otro dirá: “oh, yo no veo nunca ningún compañerismo cristiano”. Es
muy probable, hermano; nuevamente te digo que estás hablando por ti mismo, y tú
eres el caballero que probablemente ponga un fin a cualquier cosa parecida al
compañerismo en otros por tu espíritu mordiente y tu amarga plática. La dicha
del compañerismo puede verse lesionada de otras maneras. Basta que haya una
ausencia de un caminar santo, una falta de celo o una carencia de humildad;
basta que surja en cada miembro de
Además, ciertos tiempos
pudieran ser llamados apropiadamente los días del Hijo del Hombre cuando hay abundante vida y poder en la iglesia de
Dios. Nosotros sabemos lo que eso significa en esta Iglesia, pero yo
desearía que lo supiéramos más plenamente; y sabemos lo que significa el
contraste por haber observado a muchas iglesias muertas y en estado de
descomposición. Cuán infelices comunidades son algunas iglesias, pues el alma
de la religión está ausente. Hay un grupo de personas que es llamado: ‘una
iglesia cristiana’, y hay un hombre que es llamado: ‘ministro’, el cual les
ofrece una piadosa pieza de oratoria cada domingo por la mañana, y esas
personas entran y salen y regresan a casa y allí termina todo; mientras tanto,
sus vecinos están pereciendo porque les falta conocimiento, pero eso no les importa,
y los paganos están muriendo sin Cristo, pero no le prestan atención a eso. Entregan
una determinada suma de dinero para la causa de Dios, misma que es pagada como
por obligación, para cumplir con las ordenanzas externas, pero no hay ningún
celo, ninguna consagración, ningún amor ferviente. Que nunca lleguemos a eso.
Oh amados míos, yo anhelo ver entre nosotros cada vez con mayor abundancia el
espíritu de la vida divina, de una vida energética, ferviente y abnegada, de una
vida que lo consume todo para alcanzar la gloria de Dios. Amados, ustedes
tienen ese espíritu y podrían tenerlo con mayor abundancia, pero también
pudieran perderlo. La vida y el poder pudieran marcharse pronto; tanto el
pastor como el pueblo pudieran dormir en la pereza espiritual, y entonces, en
tales momentos, habiéndose marchado el poder de la iglesia, su energía ya no se
siente más entre los inconversos. Una iglesia viva agarra con cien manos todo
lo que se le aproxima; es una poderosa institución salvadora de almas que con
sus redes de largo alcance rescata a miles del mar de la muerte. Una iglesia
viva atrae aun a los infractores del día de guardar y despierta a los infieles.
Alarma a los que no salva. Cuando la iglesia está en ese estado sus convertidos
son abundantes; su enseñanza y su predicación son entonces con poder, y la
verdad derriba a los adversarios. Yo me he visto postrado en lo más íntimo de
mi alma delante del Señor con terrible espanto pensando que los días del Hijo
del Hombre que hemos disfrutado en gran medida durante tanto tiempo, pudieran
sernos arrebatados. Tiemblo pensando que pudiéramos echarnos a dormir y que no
hagamos nada; me alarma pensar que pudiera dejar de haber conversiones del
todo, y que a nadie le preocupe que no las haya, y, no obstante, que parezca
que todo prospera. Yo sé que la gente pudiera estarse volviendo más respetable,
y que pareciera ser más piadosa de lo que hubiere sido jamás, y con todo,
pudiera ser que todo esté retrocediendo. Dios no quiera que la corrupción de la
indiferencia se apodere del corazón de la iglesia mientras aún se muestre sana
y fuerte. Antes de que eso ocurra, que Dios se agrade en llamarme a casa.
Muchos de ustedes comparten ese mismo deseo, y hacen bien, pues creo que hemos vivido
demasiado tiempo en una atmósfera de celo como para tolerar la condición fría y
gélida de una iglesia descuidada. Sin embargo, esa sería pronto nuestra porción
si el Espíritu de Dios se retirase. ¡Oh, Espíritu Santo, no te apartes de
nosotros! Mientras Su poder esté con nosotros, hermanos, hagamos algo y estemos
siempre haciendo algo, sirviendo al Señor Jesús con toda nuestra alma, y así la
nube de la bendición se quedará por largo tiempo.
“Tiempo vendrá cuando
desearéis ver uno de los días del Hijo del Hombre”. Esto pudiera ser cierto en relación
a un ministerio poderoso, pues en los
días del Hijo del Hombre el Evangelio fue fielmente predicado por Cristo y por
Sus apóstoles y evangelistas. No me corresponde a mí exaltar mi oficio -si por
eso se pudiera suponer que tengo en mente alguna exaltación de mí mismo- pero
aun así yo creo que para cualquier iglesia y para cualquier pueblo un
ministerio ardiente, claro, sencillo y fiel, es una bendición de indecible
valor. Sin embargo, el Señor muy bien pudiera quitarlo de Su iglesia o pudiera
paralizar su poder de manera que ya no fuese más una bendición. Esto lo saben
muy bien. El Señor, en Su ira, pudiera quitar de su lugar el candelero y
entonces ¿qué sucedería? La muerte pudiera acallar la lengua ardiente y
entonces habría lamentación. Aquel que era un padre nutricio espiritual y un
líder en Israel, pudiera ser quitado, y ¿entonces, qué pasaría? ¿Somos lo
suficientemente agradecidos por los ministros y por los pastores mientras están
con nosotros? ¿Acaso no son quitados muchos de los fieles porque no han sido
valorados nunca como deberían haberlo sido? Los siervos de Dios son preciosos a
Sus ojos y Él no quiere que los menospreciemos.
Pudiera ser que en esta
tierra nuestra los ministros del Evangelio se vuelvan lo suficientemente
escasos en años por venir. Si la tendencia al papado que ahora prolifera en
III. Mi
última promesa consistía en darles UN SIGNIFICADO ADAPTADO A LOS INCONVERSOS. Permítanme
decirles a ellos, estas dos o tres ideas. Para algunos de ustedes que están
aquí presentes, que han oído el Evangelio durante años y que, no obstante, lo
han rechazado, mi texto se convertirá en una solemne realidad algún día.
“Tiempo vendrá cuando desearéis ver uno de los días del Hijo del Hombre, y no
lo veréis”. Tal vez ustedes emigren; deambularán por las más remotas regiones
de América o en las selvas de Australia, donde no oirán nunca más el repique de
las campanas que llaman a la iglesia, donde los ministros y los sermones y los
servicios serán cosas desconocidas. Entonces pudiera ser que digan: ‘Ojalá hubiera
aprovechado mis días de guardar mientras los tenía y hubiera oído constantemente
el Evangelio cuando podía hacerlo’. O si permanecieran en Inglaterra, en un
cierto tiempo, ya sea corto o más largo, estarían postrados en cama; y será
claro para todos los que les rodeen que se trata de su última postración en
cama y de su última enfermedad, y entonces comenzarán a decir: “Oh Dios, ¿no
hay más días de guardar para mí? ¿No hay más predicaciones del Evangelio para
mí? Oh, que las pudiera oír de nuevo”. ¿No estarán dispuestos entonces a dar
todo lo que poseen para poder oír una vez más la voz del ministro de Dios
proclamando el perdón por medio de la sangre de Jesús? Ustedes saben que sí
estarían dispuestos. En un momento así pudiera suceder que las emociones que
ahora sienten ocasionalmente se acabaran, pues muchas veces las flechas de Dios
penetran firmemente en su conciencia y quedan heridos. No habrá flechas que los
atraviesen entonces produciendo tiernas heridas de penitencia esperanzada, sino
que el remordimiento los destrozará con sus colmillos envenenados. Bajarán al
infierno llenos de dureza de corazón. Las emociones que ustedes apagaron en
épocas pasadas ya no regresarán; ustedes resistieron al Espíritu, y Él los
dejará solos; y no obstante, pudiera quedar un resto de conciencia que los
hiciera desear poder estar de nuevo en una de esas reuniones fervientes y poder
sentir una vez más lo que una vez sintieron cuando por poco fueron persuadidos
a ser cristianos. Pudiera ser que en tales momentos recordaran las súplicas de
su madre con gran remordimiento y desearan que pudiera estar a su lado para
amarlos de nuevo, y para llorar por su hijo moribundo. “Ah” –dirás- “ojalá mi
madre pudiera hablarme acerca de Jesús como lo hacía antes, pero ella ya ha
partido”. Y pudieras desear que estuvieran también las hermanas y los amigos
que una vez, según decías, te atosigaban con la religión, pero ellos ya han
partido. ¡Nunca te afligirán ya más con sus salmodias! ¡Ya no estarás cansado
nunca más, ni desfallecido, ni aburrido con sus súplicas -puedes estar seguro
de ello- pues están en el cielo y tú te estás muriendo sin esperanza! Tú estás
bajando a la tumba ahora, y no tendrás que quejarte nunca más de domingos
aburridos ni de ministros prosaicos. Los predicadores y los misioneros
callejeros ya no te fastidiarán. No recibirás más advertencias, no oirás más
súplicas, no se elevarán más oraciones ni habrá más servicios de avivamiento.
Ahora estás entrando en otra región. Me pregunto si habrás de pensar de manera
diferente de lo que piensas ahora acerca de estas cosas. ¿Recordarás entonces
mis advertencias y te reconocerás insensato por haberlas rechazado?
Sólo te estoy dando un
esbozo de lo que me hubiera gustado decir, y decírtelo con mucho mayor ardor,
pero te suplico que esta tarde reflexiones sobre estas cosas en la quietud de tu
aposento. En un breve tiempo todas las oportunidades y medios de gracia que
ahora disfrutas llegarán a un fin; en un breve tiempo a lo sumo, terminarán todas
las exhortaciones, las invitaciones, las advertencias y súplicas, y pudiera ser
que cuando llegaran a un fin querrías tenerlas de regreso. ¿No sería mucho
mejor que las aprovecharas ahora? Escapa y encuentra vida en Cristo, pues la
lámpara de la vida no se encenderá nunca más para darte una segunda
oportunidad. Entra y encuentra vida eterna mientras la puerta de la
misericordia esté aún abierta, pues si fuese cerrada una vez ya nunca girará sobre
sus goznes de nuevo, y te quedarás fuera por los siglos de los siglos. Que Dios
conceda Su bendición a estas débiles palabras, por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
Porciones de
Lucas 18: 1-14.
Traductor: Allan Román
18/Junio/2013
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