El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Orgullo
Catequizado y Condenado
NO.
1271
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
Porque ¿quién te distingue? ¿O qué tienes que no hayas recibido? Y si lo
recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido? 1 Corintios 4: 7
El orgullo crece con
presteza igual que otras malas hierbas. Puede vivir en cualquier suelo.
Prolifera en el corazón natural, brota sin siembra, crece sin riego e incluso se
arraiga muy fácilmente en el corazón renovado cuando Satanás desparrama ahí un
puñado de su semilla. De todas las criaturas en el mundo, el cristiano es el
último ser que debería sucumbir al orgullo y, no obstante, ay, contamos con la
triste evidencia -tanto de la historia como de nuestra propia observación, y
peor aún, también de nuestra propia experiencia personal- que los cristianos están
expuestos a la altivez para su propia vergüenza. Pablo se propuso lidiar muy
enérgicamente con esta enfermedad cuando la vio cundir entre los corintios.
Consideró que era necesario hacerlo, pues estaba conduciendo a otros males
sumamente ignominiosos. El orgullo y la arrogancia habían inducido a los
miembros de la iglesia en Corinto a escoger para sí distintos líderes y a agruparse
bajo estandartes independientes: los seguidores de este individuo pensaban que
eran mejores que los seguidores de aquel otro. De esta forma el cuerpo de
Cristo se encontraba dividido y brotaban en la iglesia de Dios todo tipo de
sentimientos indebidos tales como: celos, emulación y envidia, cuando todo
debía haber sido ayuda mutua y unidad amorosa. Por tanto, Pablo acometió contra
el espíritu de orgullo enérgicamente y con gran sabiduría.
Pablo estaba muy consciente
de que el orgullo es frívolo y superficial y que no puede tolerar un
cuestionamiento honesto. Por eso lo juzgó según el método socrático, y lo puso
a prueba con un catecismo. En este versículo le hace tres preguntas al orgullo,
y las tres hacían un llamado a sus amigos para que, en la contemplación de sí
mismos, se bajaran del nivel en el que su orgullo les había permitido estar. El
orgullo afirmaba: “tengo tales y tales dones”; pero Pablo replicaba: “¿Qué
tienes que no hayas recibido?” De esa forma hizo una zanja muy profunda y socavó
el cimiento del orgullo que había olvidado por completo que esos dones los
había recibido de Dios; por tanto, al recordarle eso a la mente, el apóstol
agarró al orgullo justo por debajo de la raíz, lo cual es siempre la mejor
manera de hacerlo si se quiere destruir a una mala hierba. No sirve de nada cortar
la parte superior de la verde planta dejando la corona de la raíz que le
permitiría brotar con el siguiente aguacero o con la luz que el sol le
prodigara; pero ir a lo profundo para arrancar la raíz es eficaz: eso hizo
Pablo con el orgullo recordándoles a los presumidos corintios que los dones que
poseían no eran ningún motivo de gloria ya que los habían recibido como
limosnas provenientes de la caridad de Dios.
El procedimiento de
Pablo también ilustra otra verdad, es decir, que el orgullo es siempre
inconsistente con la verdadera doctrina del Evangelio. Pueden usar esta regla
respecto a cualquier predicación o enseñanza con la que se encuentren: si
conduce a un hombre, legítima y lógicamente, a jactarse de sí mismo, no es verdadera.
Nuestros expertos en química usan tornasol para detectar la presencia de algún
ácido en cualquier líquido que se les envíe, pues el papel adopta entonces un
tinte rojizo; y ustedes pueden usar esta regla para hacer su análisis: cuando
una doctrina los ponga rojos de orgullo entonces contiene el ácido de la
falsedad. Lo que causa engreimiento no es de Dios, pero lo que abate al hombre
y exalta a Jesucristo, tiene al menos dos de las señales de la verdad. Lo que
glorifica al hombre no podría ser revelado por Dios pues Él ha dicho que nadie
se jactará en Su presencia. Ese tipo de enseñanza podría parecer muy lustrosa
con una afectada santidad, y muy fascinante con una pretendida espiritualidad,
y pudiera haber mucho en los más preciados deseos de ustedes que hiciera
inclinar su corazón hacia ella, como siempre lo hay en las novedades del
presente día; pero examínenla para ver si es de Dios mediante el análisis aquí
sugerido. Si con una blanda mano acicala sus plumas de la manera correcta y los
hace pensar: “cuán excelente soy yo”, deberían huir de ella de inmediato. El
simple hecho de que los halague debería servirles de cuerno de niebla para advertirles
del peligro. A cada doctrina que fomente el orgullo díganle: “¡Quítate de
delante de mí, Satanás!; porque no pones la mira en las cosas de Dios y de la
verdad, pues de otra manera no hablarías tan bien de mí”.
Mi objetivo esta mañana
será proponerme hacer con nuestro propio orgullo lo que Pablo intentó hacer con
el de los corintios, es decir, ahondar más de lo que generalmente lo hacemos
cuando medimos nuestras propias habilidades; y luego voy a intentar usar la azada
de plata de las doctrinas de la gracia para que la cicuta del orgullo sea
arrancada de raíz. Mirando al texto advierto, primero, una pregunta que tiene una fácil respuesta: “¿Quién te distingue?
¿O qué tienes que no hayas recibido?” En segundo lugar, una pregunta que ha de responderse con vergüenza: “Y si lo
recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” Y luego, en
tercer lugar, voy a solicitar su atención durante unos cuantos minutos hacia nuevas preguntas sugeridas por estas
preguntas. Que el Espíritu Santo bendiga misericordiosamente esta palabra.
I. En
forma doble el apóstol nos hace UNA PREGUNTA QUE TIENE UNA FÁCIL RESPUESTA.
Pudiera ser que algunos se desconcierten con estas preguntas, pero no creo que
haya aquí tales personas; en todo caso, no pertenecen a nuestra iglesia. Cuando
se nos pregunta: “¿Quién te distingue?”, nuestra respuesta inmediata es: “Dios,
por su gracia, nos ha distinguido”; y si se nos preguntara: “¿Qué tienes que no
hayas recibido?”, nosotros respondemos: “no tenemos nada excepto nuestro
pecado, pues toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del
Padre de las luces”.
Nos alegra en especial
oír que Pable diga eso, porque él era lo que en la actualidad se describe como
un “hombre que se ha hecho a sí mismo”. Sucede muy frecuentemente que un hombre
que ‘se hace a sí mismo’ siente mucho respeto por su hacedor. ¿Acaso no es
natural que adore a su creador? Pablo era un hombre que en lo que concernía a
la iglesia cristiana se había abierto paso sin ayuda de nadie. Comenzó en esa
iglesia sin gozar de ningún respeto, antes bien, sospechaban de él. Los
hermanos se habían enterado de que perseguía a los santos, por lo que al
principio estaban renuentes a recibirlo. Su nombre era un terror antes que un
placer. Pero Pablo, con su elevado espíritu, con su consagrado ardor, con su
infatigable diligencia, con ese sorprendente valor que le caracterizaba y sustentado
por supuesto por la gracia de Dios, comenzó a destacar hasta que pudo reclamar
honestamente y sin ningún egoísmo que él no había sido “en nada inferior a
aquellos grandes apóstoles, aunque” –dijo- “nada soy”. Pablo era un hombre que
no había alcanzado una eminente posición por haber sido llevado como por la cresta
de una ola; no se había despertado una mañana para descubrirse famoso, sino que
había empleado todos sus poderes en la lucha por la vida, y había trabajado con
persistente energía año tras año. Cuando perseguía a los santos de Dios lo
hacía en la ignorancia, en la incredulidad, pensando que le prestaba un
servicio a Dios; y a lo largo de toda su vida bastaba que supiera que algo era recto
para que luchara por ello. Había sido guardado del egoísmo y del engaño; había
sido un hombre intensamente activo, resuelto y de alma elevada, y completó una
gran obra en su vida que todavía ejerce su influencia en la iglesia; y, con
todo, Pablo mismo no tenía nada de qué gloriarse. El testimonio que ofrece de
su propia deuda para con la gracia de Dios es tan claro y fue repetido tantas veces,
que no podemos interpretarlo mal. Pablo dice claramente: “Por la gracia de Dios
soy lo que soy”. Consideraba su propia justicia como algo sin valor, y sólo
deseaba ser encontrado en Cristo, vestido en la justicia que es de Dios por la
fe.
¿Nos estamos dirigiendo
hoy a alguien que se haya hecho a sí mismo, tal como el mundo llama a los individuos
que se han destacado? ¿Has asumido tú el crédito, querido amigo, por tu éxito
en la vida? ¿Te ufanas de haber ascendido por tus propios esfuerzos? Entonces
abandona tal jactancia y en el espíritu del apóstol hazte la pregunta: “¿Quién
te distingue? ¿O qué tienes que no hayas recibido?”
Nuestra pregunta es de
fácil respuesta, ya sea que se aplique a los dones naturales o a los
espirituales. Hay una tendencia a jactarse en los dones naturales, pero si se nos preguntase al respecto, debemos
dar la evidente respuesta que si poseemos dones naturales no es algo que se
deba a nosotros, sino que son un don de Dios. Algunos dones nos llegan como resultado
del nacimiento, y por supuesto, en
ese asunto no tenemos nada que ver. Tal vez nacimos de padres cristianos, y
debemos estar siempre agradecidos por ese linaje; preferimos que nuestros
padres se cuenten entre los santos de Dios que entre los pares del reino; pero,
hermanos, ciertamente seríamos necios si nos jactáramos de ancestros piadosos
ya que nosotros no los elegimos. Hijos de padres piadosos, ustedes no pueden
mirar con desdén ni siquiera a los de vil cuna, pues a semejanza de ellos,
ustedes no tuvieron nada que ver con su nacimiento.
Algunos tienen fortaleza
física de nacimiento. Siempre me ha parecido algo muy desatinado que un hombre
se gloríe de su fuerza animal, pues no puede haber ningún mérito en ello, y, sin
embargo, hay algunos que lo hacen. Algunos se jactan abundantemente de la
potencia de sus fornidos miembros y de sus poderosos músculos. Aunque el Señor
no se complace en la agilidad del hombre, con todo, algunos consideran algo muy
maravilloso poder saltar más o correr más rápido que sus semejantes. Oh,
atleta, aunque seas tan fuerte como Sansón, o tan ligero de pies como Asael,
¿qué tienes que no hayas recibido? Si hubieras nacido con una tendencia a
sufrir de tisis o con cualquier otra debilidad hereditaria, ¿habrías podido
evitarlo? Y ahora que eres fuerte, ¿has de ser elogiado más que un caballo o una
máquina de vapor?
Lo mismo es válido con
respecto a la belleza de una persona, que es con demasiada frecuencia el origen
de la vanidad. Debido a eso la belleza es con frecuencia una trampa. ¿Qué
importa si tus rasgos han sido delicadamente cincelados, qué importa si tus
ojos son brillantes como la mañana y tu rostro hermoso como el lirio, qué
importa si hay un encanto en cada una de tus miradas? ¿Qué has aportado tú de
todas esas cosas por lo que debas alabarte? Jezabel era también de hermoso
aspecto y, ¿ha de ser alabada? ¿Acaso tu belleza no es un don de Dios? Bendice
a tu Creador por ello, pero no desprecies a quienes sean menos atractivos, pues
haciéndolo desprecias a su Hacedor. Cuán a menudo oímos una risa que brota a
espaldas de personas que son de alguna manera grotescas o tal vez deformes,
pero Dios las hizo, ¿y quién se atrevería a recriminar burlonamente al Hacedor
por lo que ha hecho? ¿Qué tienes tú, oh hermosa entre las mujeres y qué tienes
tú, oh gallardo entre los hijos de los hombres, que no hayan recibido? Despójense,
entonces, de esos aires remilgados y dejen de andar meneando la cabeza.
Lo mismo es válido con
respecto al rango que viene del nacimiento. Algunos seres nacen siendo nobles según
los arreglos heráldicos. ¿En qué sentido es noble un bebé recién nacido? ¿Puede
la verdadera nobleza surgir de algo que no sea el carácter personal? Sin
embargo, ellos nacen con la reputación de nobleza y son considerados con respeto
de inmediato. ¿Acaso no son nuestros futuros gobernantes? Sin que se debiera a
ningún acto o merecimiento, o a ningún talento o heroísmo propios, algunos son
colocados arriba de otros como si fuera por accidente, o más bien, por el
soberano decreto de la providencia, ¿por qué, entonces, habrían de gloriarse en
lo que es tan puramente el resultado de un don? Oh, tú, que eres grande y
honorable entre los hombres, ¿qué tienes que no hayas recibido? Camina en
humilde delicadeza, y vive con verdadera nobleza de carácter, y convierte así tu
rango en una bendición.
Hermanos y hermanas,
cuánto estamos endeudados todos nosotros por el nacimiento, por el cual nos
atribuimos el crédito. Tal vez no hayamos caído nunca en las inmoralidades más
viles, pero ¿no lo habríamos hecho rápidamente si hubiéramos estado apretujados
en espacios en donde la decencia lucha por existir, o si hubiéramos sido
forzados a dar nuestras caminatas en senderos donde la blasfemia y el vicio
contienden con la ley y el orden sin que puedan ser sometidos? Si hubiéramos
tenido ante nosotros el peor en vez del mejor de los ejemplos, ¿qué no hubiéramos
podido ser? Tal como son las cosas ya hemos pecado lo suficiente, pero que no
hayamos pecado más podría atribuirse en gran medida a que comenzamos la vida
bajo circunstancias más bien favorables que a cualquier conducta meritoria de
parte nuestra. A este respecto, ¿qué tenemos que no hayamos recibido? Dale
gracias a Dios porque has sido honesto, pero habrías podido ser un ladrón si tu
padre hubiera sido uno. Alégrate porque has sido casto y modesto; tal vez no lo
serías si hubieras estado rodeado de otro entorno. En este momento eres
respetado y reconocido y conduces rectamente tu negocio; si hubieras sido tan
pobre como otros, habrías podido ser tentado a realizar unas transacciones tan
sucias como las que son imputables a ellos. En estos asuntos comunes de
moralidad no podríamos saber cuánto le debemos al nacimiento, y cuán poco a
nosotros mismos. Ciertamente el aplauso que nos recetamos a nosotros mismos
cesa cuando oímos la pregunta: “¿Qué tienes que no hayas recibido?”
En el tema del talento hay diferencias muy grandes. Un
hombre se abre paso muy pronto en el mundo allí donde otros fracasan. Sin
importar dónde se le ponga, amasará su fortuna; y sus amigos dicen en broma que
si fuera transportado al desierto del Sahara vendería la arena con una ganancia.
Pero ¿quién le dio ese talento? ¿Qué tiene que no haya recibido? Otro puede
estudiar un arte o una ciencia y volverse competente en ellas en un breve
tiempo; cuando es muchacho es un líder en la escuela, y como adulto es eminente
en su esfera; con todo, ¿no son su sabiduría y su discernimiento dones del
cielo? Otro hombre tiene el don de la elocuencia y habla bien, mientras que su
prójimo tiene facilidad para escribir. Por cualquiera de esos dones un hombre
puede experimentar tal contentamiento que pronto se puede volver presumido, pero
la verdad que nuestro texto enseña debería prevenir siempre esa insensatez.
“¿Qué tienes que no hayas recibido?” Lo que Dios te dio a ti pudo habértelo
suprimido y el hombre a quien tú desprecias pudo haber recibido tus dones; él habría
sido un necio por despreciarte de no haber tenido tú esos dones, y tú eres
ahora un insensato por despreciarlo a él.
Qué diferencias hay,
también, en el grado en que los hombres pueden superarse gracias a la educación. Ahora hay una mejor oportunidad
para la educación para todos los rangos y condiciones de personas, por lo cual
yo estoy sinceramente agradecido, y espero que la verdadera religión participe
de esa ventaja; pero no todos los
alumnos educados en la misma escuela la abandonan con igual grado de
instrucción. Uno es listo y el otro es torpe; uno se las ingenia para destacar
mientras que otro está condenado a quedarse en la retaguardia.
Independientemente de que la diferencia radique en la conformación original del
hombre o que sea el producto de una enseñanza distinta, el resultado tiene que
estar sujeto de igual manera al agradecimiento para con Dios, pues si es el
talento natural o es la excelente educación, ambas cosas son un don.
Sucede exactamente lo
mismo con la riqueza. Podría
dirigirme a alguien a quien Dios le ha dado una gran riqueza; pero, mi querido
amigo, en el curso de la acumulación de esa riqueza tú has tenido abundante
evidencia de que “él te da el poder para hacer las riquezas”. Hubo un tiempo
cuando tenías muy poco, y una singular providencia te puso en el camino del
progreso. Ha habido momentos, también, cuando un ligero giro en la balanza te
habría enviado a la bancarrota, pero los mercados cambiaron su tendencia y
lograste evadirla. Has visto que unos que iban adelante de ti en la carrera de
la prosperidad se quedaron muy rezagados, y aunque Dios te ha prosperado, sé
que ha habido momentos de ansiedad en los que has tenido que alzar tus ojos al
Altísimo e implorarle pidiendo que Su ternura y Su misericordia te ayudaran y
libraran. Bien, en la medida en que esta riqueza es una bendición si sabes
usarla rectamente, debes atribuir su posesión a Dios, que te ha hecho Su
mayordomo. ¿Me dices que has tenido un ojo más perspicaz, que has sido más
diligente que otros, y que también has tenido un mejor juicio? Cierto, pero
¿quién te dio el juicio y quién te dio la salud con la que has podido ser
diligente? Muchos otros hombres han sido igualmente diligentes, y sin embargo,
han fracasado; muchos otros han estado igualmente dispuestos a trabajar, pero
se han visto incapacitados por alguna enfermedad; muchos otros hombres han
tenido un ojo perspicaz, pero, ay, su juicio se ha visto desconcertado por el
infortunio; alguien más comenzó la vida con un cerebro tan claro como el tuyo,
pero ahora está confinado en el asilo y tú estás todavía en posesión de todas
tus facultades.
Oh, señores, no hagan
nunca sacrificios a su red, ni ofrezcan sahumerios a sus mallas diciendo: “Nosotros
rescatamos estos tesoros de las profundidades”; antes bien, bendigan a Dios porque
les ha dado todas las cosas terrenales que poseen, pues ¿qué tienen que no
hayan recibido? Yo quisiera que ustedes sintieran con mayor intensidad que sólo
son mayordomos, que sus posesiones les han sido prestadas para ser usadas para
la gloria de Dios y para el bien de otros, y no para ser despilfarradas ni acaparadas
egoístamente.
Pero ahora, hermanos y
hermanas, esto es muy enfáticamente cierto respecto a nuestros dones espirituales, y yo los invito a considerar esta
verdad: “¿Qué tienes que no hayas recibido?” Durante mucho tiempo ha habido una
gran discusión doctrinal entre los calvinistas y los arminianos sobre muchos
puntos importantes. Yo estoy personalmente persuadido de que únicamente el
calvinista está en lo correcto en algunos puntos, y que únicamente el arminiano
está en lo correcto en otros puntos. Hay mucho de verdad en el lado positivo de
ambos sistemas, y mucho de error en el lado negativo de ambos. Si se me
preguntara: “¿por qué es condenado un hombre?”, yo respondería como respondería
un arminiano: “él se destruye a sí mismo”. Yo no me atrevería a colocar la
ruina del hombre a la puerta de la soberanía divina. Por otro lado, si se me
preguntara: “¿por qué es salvado un hombre?”, sólo podría dar la respuesta calvinista:
“él es salvado por medio de la gracia soberana de Dios, y no por sí mismo en lo
absoluto”. Yo no soñaría en atribuir la salvación al hombre mismo en ninguna
medida. De hecho no he encontrado que a ningún cristiano le interese contender
con un ministerio que contenga estas dos verdades en proporciones justas. Los
encuentro dando coces contra las inferencias que se supone que se derivan de
uno o de otro de esos sistemas, y algunas veces los veo dando voces
innecesariamente para “reconciliarlos”; pero las dos verdades juntas, como
regla, se recomiendan a la conciencia y me siento seguro de que si pudiera
presentarlas a ambas esta mañana con igual claridad me ganaría el asentimiento
de la mayoría de los cristianos. En este momento, sin embargo, tengo que
limitarme a la declaración de que toda la que gracia que tenemos es un don de
Dios para nosotros, y confío en que nadie suponga, por tanto, que niego el otro
lado de la pregunta. Yo creo con toda certeza que no hay nada bueno en
nosotros, excepto lo que hemos recibido. Por ejemplo, nosotros estábamos
muertos en delitos y pecados, y fuimos revividos a la vida espiritual: hermanos
míos, ¿brotó esa vida de las costillas de la muerte? ¿Engendró el gusano de
nuestra corrupción la simiente viva de la regeneración? Sería absurdo pensarlo.
Alabado sea Dios por Su gran amor con que nos amó -aun cuando estábamos muertos
en el pecado- que lo condujo a vivificarnos por Su gracia. Nuestros múltiples
pecados han sido perdonados; totalmente perdonados; hemos sido limpiados por
medio de la sangre preciosa de Cristo. ¿Lo merecíamos? ¿Dice alguien que
profese ser cristiano, por un solo instante, que merecía el rescate pagado por
Cristo y que merecía el perdón de su pecado? Siquiera imaginar eso sería una
blasfemia monstruosa. Oh, no; “Por gracias sois salvos por medio de la fe; y
esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se
gloríe”. Dios nos perdonó gratuitamente; no podría haber existido ninguna
cualidad en el pecado que hubiera podido originar el amor perdonador. Tuvo
misericordia de nosotros porque quiso tener misericordia de nosotros, no porque
pudiéramos exigir nada de Su mano.
Querido amigo, todo lo que
te distinga del pecador común es un
don de la gracia de Dios para ti. Tú sabes que lo es. Tienes fe en Cristo, sí,
pero, ¿no obró el Espíritu Santo esa fe en ti? ¿No suscribes gozosamente la
doctrina de que la fe es producto de la operación de Dios? Tú tienes
arrepentimiento del pecado, pero, ¿fue el arrepentimiento algo natural en ti? ¿No
lo recibiste de Aquel que es exaltado en lo alto para dar arrepentimiento?
¿Acaso no es tu arrepentimiento un don Suyo? “Ciertamente” –dirá alguien- “pero
el mismo Evangelio fue predicado a otros así como a nosotros”. Precisamente así
es. Tal vez el mismísimo sermón que fue el instrumento de tu conversión dejó
impasibles a otros. Entonces, ¿en qué consistió la diferencia? ¿Acaso
respondes: “Nosotros quisimos creer en Jesús”? Eso es verdad; una fe renuente
no sería ninguna fe; pero ¿quién influenció tu voluntad? ¿Fue influenciada tu
fe por una mejor condición de tu naturaleza por la que pudieras reclamar algún
crédito? Por mi parte rechazo con aborrecimiento una idea de esa naturaleza.
¿Acaso replicas: “Nuestra voluntad fue influenciada por nuestro entendimiento,
y nosotros elegimos lo que reconocimos como lo mejor”? Sí, pero, ¿quién iluminó
tu entendimiento? ¿Quién te dio la luz que iluminó tu mente para que eligieras
el camino de la vida? “Oh” –dices tú- “pero nuestros corazones estaban
enfocados a la salvación, y los corazones de los demás no lo estaban”. Eso
también es cierto, pero entonces, ¿quién hizo que tu corazón se enfocara en esa
dirección? ¿Quién fue el que tomó la iniciativa? ¿Fuiste tú o fue Dios? Allí
está la pregunta, querido hermano mío, y si te atreves a afirmar que en el
asunto de tu salvación tú fuiste el que tomó la iniciativa, me veo
imposibilitado de entenderte, y yo espero que haya pocas personas que compartan
tu creencia. Jesús no es el Alfa para ti. Tú no lo amas debido a que Él te amó
primero. Evidentemente tú no has sido convertido, ni has sido cambiado en
absoluto, sino que tú mismo te cambiaste. Tú no eres una nueva criatura sino
que tú eres tu propio nuevo creador. ¿Quieres ver eso mismo realizado en los
demás? ¿Por qué, entonces, actúas como lo haces? ¿Por qué le pides al Señor que
cambie a otros si crees que Él no te cambió a ti? ¿Oras al Señor pidiéndole que
convierta a tus hijos? ¿Por qué lo haces? Si a ellos les corresponde tomar la
iniciativa para dar el primer paso, ¿por qué oras a Dios pidiéndole por ellos?
“Ah” –dice alguien- “Dios no debe hacer acepción de personas”. Yo te pregunto
de nuevo: “¿por qué oras por tus hijos? Tú le pides a Dios que haga algo
indebido al pedirle que bendiga a tus hijos dándoles preferencia sobre otras
personas, si fuera cierto que Él está obligado a no hacer acepción de personas.
En la práctica estos sentimientos no se sostienen. El hombre que sabe que el
Espíritu Santo fue primero en Sus operaciones sobre la mente, y que reconoce a
Cristo Jesús como el Alfa y
Tal vez, querido hermano
mío, haya una diferencia entre tú y otros
santos. Yo estoy seguro de que hay una razón de que algunos santos eclipsen
a otros, pues algunos profesantes son seres dignos de lástima en verdad. Bien,
hermano, tú tiene muchísima más fe que otros; ¿dónde la obtuviste? Si la
recibiste de cualquier otra fuente que no sea Dios, será mejor que te deshagas
de ella. Amado hermano, tú tienes más gozo que otros, y posiblemente te sientas
avergonzado de tus prójimos cristianos que dudan tanto y que están tristes; ten
cuidado de no volverte vano por tu gozo y recuerda que si tu gozo es verdadero
lo recibiste del Señor. ¿Eres más útil que otros? No puedes evitar mirar a
ciertos profesantes que están ociosos y desear poder ponerlos a trabajar. Eso
me pasa a mí. Me gustaría poder poner un agudo alfiler en sus muelles cojines;
pero a pesar de eso, ¿quién nos da actividad, quién nos da utilidad, quién nos
da celo, quién nos da valor, quién nos da todo? Si tú, querido amigo,
experimentas tal condición que comienzas a susurrarte: “he aumentado mis dones
y mis gracias muy notablemente, y estoy prosperando sumamente bien en las cosas
espirituales”, pronto tendrás que descender de esos lugares altos. Aunque tú me
demostraras que tu buque está registrado en la categoría de más alta calidad yo
no navegaría contigo, hermano, pues me temo que tu altivo buque tentará a la
tempestad; yo preferiría navegar con algún pobre cristiano cuyo deteriorado barco
se iría a pique si Jesús no estuviera a bordo, pues estoy persuadido de que es
seguro. “Bienaventurado el hombre que siempre teme a Dios”. Bienaventurado el
hombre que yace postrado al pie de la cruz, y que, respecto a todo lo que
tiene, ya sea temporal o espiritual, atribuye todo al Dador de todo bien.
Ahora debemos pasar a
pensar brevemente en el segundo punto.
II. HE
AQUÍ UNA PREGUNTA QUE HA DE SER RESPONDIDA CON VERGÜENZA. “Y si lo recibiste,
¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” Si alguno de nosotros ha
caído en la vanagloria -y todos nosotros lo hemos hecho de alguna manera- debe
responder esta pregunta con confusión de rostro.
Hermano, hermana, ¿se
han gloriado en cualquier cosa que hayan recibido? Entonces consideren cuán
erróneamente han actuado, pues le han robado a Dios Su honra. Gloriarse en el
hombre es completamente inconsistente con gloriarse en Dios. Estén seguros de
que cada partícula de alabanza que nos asignamos a nosotros es sustraída
proporcionalmente de los ingresos del Rey de reyes. ¿Robará el hombre a Dios? ¿Robará
a Dios un hombre redimido? ¿Robará a Dios un pobre pecador arrebatado de las
fauces de la muerte y del infierno por una misericordia inmerecida? Señor ten
piedad de nosotros.
Cuando nos jactamos
también abandonamos nuestra verdadera posición, y los cristianos deberían avergonzarse
de estar en cualquier lugar excepto en la verdad. Cuando confieso que soy débil
e indefenso y atribuyo todo lo que tengo a la gracia, entonces estoy en la
verdad; pero si recibo aunque sea la más remota alabanza para mí, estoy en la
mentira. Que el Señor tenga misericordia de nosotros si nos hemos atrevido a
ser falsos en Su presencia.
Recordemos también que
siempre que nos valoramos altamente infaliblemente estimamos menos a nuestro
Señor. ¿Ves alguna belleza espiritual en ti mismo? Eso es porque no conoces la
verdadera belleza. ¿Dices: “Yo soy rico, y me he enriquecido”? Entonces no
sabes nada, o sabes muy poco acerca de lo que es la verdadera riqueza. Has confundido
el oropel con el oro y los andrajos con las vestiduras. Te aconsejo que le compres
a Jesús oro refinado en fuego y lino fino con el que puedas ser vestido. Puedes
estar seguro de que nuestro juicio es muy parecido a una balanza: si Cristo
sube, el ego baja; y si el ego sube, Jesús decae en nuestra estimación. Nadie
pone un alto precio al ego y a Cristo a la vez.
“Entre más asombren Tus glorias mis ojos
Más humilde seré”,
es
una regla que no tiene excepción.
Además, si ustedes y yo
nos hemos gloriado en lo que poseemos hemos subestimado a nuestros hermanos
cristianos, y ese es un gran pecado. Ellos son muy amados por Jesús, y Él
considera preciosa inclusive su muerte. “Mirad que no menospreciéis a uno de
estos pequeñitos que creen en mí”. Pero si nos sobreestimamos, la consecuencia
natural es que subestimamos a los demás. ¿He pensado alguna vez: “soy un hombre
rico y estos pobres seres, aunque sean buenos cristianos, son unos ‘nadies’
comparados conmigo; yo tengo una mayor relevancia en la iglesia”? Ya que tengo
una medida de talento, ¿he concebido que esos santos y esas santas que no
pueden hablar a favor de Cristo no tienen gran
relevancia? ¿O he opacado a los jóvenes, debido a mi mayor edad y debido a que
soy un cristiano experimentado, y he dicho: “sólo son un grupo de muchachos y
muchachas”? ¿Es esa la forma de hablar acerca de quienes fueron comprados con
la sangre de Cristo y son miembros del cuerpo de Cristo? No nos servirá de nada
despreciar al santo más humilde. Yo pienso que Cristo mira con especial deleite
a muchos que están ahora en un segundo plano y que son metidos con una pala en
cualquier hoyo o rincón, y los pondrá de primeros cuando Él venga. En verdad os
digo que: “hay postreros que serán primeros, y primeros que serán postreros”.
Además, el honrarnos a
nosotros mismos nos saca del rumbo correcto en cuanto a nuestros dones, y nos
hace olvidar que estas cosas las recibimos solamente como un préstamo para ser
usadas en el servicio a nuestro Señor. Se requiere de los mayordomos que sean
encontrados fieles, no que se jacten y que se vistan elegantemente con los
bienes de su Señor. Tenemos demasiado por hacer para permitirnos la jactancia.
Vean a aquel soldado que acaba de recibir su armadura y su casco. Acaba de
iniciar su servicio. Miren con qué placer contempla su atractivo rostro
reflejado en su coraza; cuánto admira su penacho de plumas; piensa cuán
grandioso se verá en ese atuendo. Mi querido amigo, todo este tiempo se te ha
olvidado que lo que te espera es usar esas cosas en lo recio del combate donde
estarán expuestas al golpe de la espada, y tú no consideras eso. No queremos
ver tu galante apariencia, sino tu valor. Cuando un hombre se exalta a sí mismo
por lo que posee, no actúa como debería hacerlo un soldado de la cruz.
Aquí vamos a intercalar
una o dos ilustraciones. Hay una tendencia en algunos a exaltarse a sí mismos
porque Dios les ha asignado algún oficio.
Son ministros, diáconos, ancianos, superintendentes o cualquier otra cosa.
¡Qué aires de poder se dan! Parecieran haber aprendido de memoria este texto:
“Honor a quien honor merece”, y parecieran haber visto una referencia personal
en él. ¿No han visto nunca a los lacayos de los príncipes cuando representan el
papel de un gran hombre? Son a menudo unas maravillas de la naturaleza y del
arte. Yo estaba admirando, con toda la debida reverencia, a uno de ellos el
otro día. La contemplación de su pompa me dejó bastante pasmado, pues era muy
primoroso de ser contemplado. Yo estoy seguro de que su regio señor no era para
nada tan impresionante, y ciertamente no habría podido ser tan pomposo ni tan
aristocrático. Mientras yo lo contemplaba con la debida reverencia y asombro,
alguien comentó cruelmente: “¡qué lacayo!”, una observación sumamente
irreverente y, sin embargo, muy natural.
Hermanos míos, siempre
que actuemos como si fuéramos muy importantes sólo porque tenemos puestos
nuestros mejores vestidos, y seamos ministros, o diáconos, o ancianos, no
faltará quien nos llame también: “lacayos”. Tal vez no lo hagan exactamente con
las mismas palabras, pero sí con un lenguaje por el estilo. No nos expongamos a
un desprecio así, y si lo hiciéramos alguna vez, debemos ser censurados de
inmediato por el recuerdo de lo que hemos visto en otros.
Algunos persisten en
jactarse por su experiencia. Eso también es vanidad. Supongan que alguien aquí
presente, que fuera un gran caminante, hubiera atravesado los Alpes, y hubiera
recorrido Europa; y aquí tenemos su bastón que se jacta de la siguiente manera:
“yo soy el bastón que más ha viajado en toda la creación; he golpeado la
escarpada frente de los Alpes y me he bañado en el Nilo”. “Bien” –le dirá
alguien- “pero dondequiera que has ido has sido llevado por un poder que no
está en ti”. Entonces el hombre que se jacte de su experiencia debe recordar
que en los senderos de la paz él no ha ido a ninguna parte excepto adonde la
mano del Señor lo ha conducido; él no ha sido sino un bastón en las manos de
Dios, y debería ser agradecido y nunca ser orgulloso.
El otro día me
encontraba en un hermoso jardín, sobre unas rocas donde crecen las más escogidas
flores y plantas tropicales; en contraste, a su alrededor las otras rocas
estaban desnudas y había escasos rastros vida vegetal. Ahora, supongan que ese
jardín fuera orgulloso, y se jactara de su fertilidad. La respuesta sería:
“Cada canastada de tierra tuvo que ser transportada hasta ti, y tú no
producirías ahora ningún fruto si no fuera por la corriente de agua que está
conectada y que circula a través de tantos pequeños laberintos y que riega a la
raíz de cada planta que tú produces; si te dejaran solo serías otra vez una
roca en unos cuantos meses. Que el diseñador
del jardín se regocije entonces de su trabajo, pero el propio jardín no puede
gloriarse”. Esto es lo que sería el más fructífero creyente si Dios lo dejara
solo: una roca estéril, un yermo.
Supongan que yo me
dirigiera a algún cristiano que es feliz y dichoso y alegre, y que recibe unos
exquisitos bocadillos que le son enviados a su casa por las promesas, unas
preciosas palabras de
III. Ocuparán
nuestra atención ahora, en tercer lugar, OTRAS PREGUNTAS QUE SON SUGERIDAS POR
ESTAS PREGUNTAS. ¿Cuáles son?
La primera es: ¿Le he dado a Dios alguna vez el lugar que
le corresponde en el tema de mi salvación? Es válido hacer esta pregunta
pues yo me acuerdo que cuando fui convertido a Dios -y convertido verdaderamente
por cierto- yo no sabía que era una obra del Espíritu en mi corazón. No
entendía que era el resultado de una gracia especial. Había oído la predicación
general del Evangelio, pero no había aprendido aún las peculiares doctrinas de
la gracia, y me acuerdo muy bien que estaba sentado pensando en mi interior:
“he sido renovado en mi mente, he sido perdonado, he sido salvado; ¿cómo sucedió
eso?”, y lo atribuí a lo siguiente: que yo había oído el Evangelio; pero como sabía
que muchos no habían tenido nunca una oportunidad de oírlo, vi una gracia
especial en el hecho de que tuve la oportunidad de oírlo. Pero luego me dije:
“Hay otros que lo han oído, pero no fue bendecido para ellos: ¿cómo llegó a ser
bendecido para mí?”, y reflexioné por unos instantes que pudiera haber sido
algo bueno en mí lo que hizo que el Evangelio me fuera benéfico, y si así era,
yo merecía recibir el crédito por ello. De alguna manera la gracia que Dios me
dio hizo que lanzara esa teoría a los vientos y llegué a la siguiente
conclusión: “tiene que ser Dios quien hizo la distinción”, y habiendo albergado
ese pensamiento en mi mente, las doctrinas de la gracia siguieron como algo
natural. Basta saber en la práctica que ha habido una obra especial de la
gracia en tu propia alma, para colocar al Señor donde debe estar en tu credo, pues
algunos asignan un lugar muy secundario al Señor en el asunto de su salvación.
El hombre es muy grande para ellos y a Dios lo consideran pequeño, pero la
verdadera teología reconoce que Dios es el propio sol del sistema, el centro,
la cabeza, lo primero y lo más importante. ¿Has hecho tú eso? Si no fuera así, corrige tu punto de vista y obtén una
visión más clara del Evangelio de la gracia. Que el Espíritu Santo te ayude en
eso. Conocer las doctrinas de la gracia será valioso para tu consuelo, tenderá
a tu estabilidad, y también te conducirá a buscar la gloria de Dios.
La siguiente pregunta es:
¿Tengo yo esta mañana un espíritu de humilde gratitud? ¿Cómo me siento? ¿Tomo
la misericordia de Dios como algo natural, y considero a mis propios dones sin
sentir ninguna gratitud? Entonces actúo como las bestias que perecen, pero debo
orar esta mañana pidiendo que una gratitud humilde y modesta gobierne
diariamente mi espíritu. Tal gratitud te hará alegre, te hará denodado, será de
hecho una atmósfera en la que todas las gracias cristianas crecerán con la
bendición del Espíritu de Dios.
A continuación, en vista
de que he sido un receptor, ¿qué he hecho yo para dar a mi vez? La intención no
habría podido ser que yo recibiera y que nunca diera, pues si ese fuera el caso
me correspondería una triste porción. Ustedes saben que en el norte de
Inglaterra solían fabricar, y todavía fabrican, alcancías de barro para los
niños. Pueden meter lo que quieran allí, pero ya no lo pueden sacar sin quebrar
la alcancía; y hay personas de ese tipo entre nosotros. Algunas han muerto
recientemente, y sus propiedades han sido reportadas al Tribunal Testamentario.
Se metieron muchas cosas en ellas, pero no se podía sacar nada de ellas, y por
consiguiente tuvieron que ser quebradas. Yo sólo espero que cuando fueron quebradas,
el oro y la plata hayan tenido un fin adecuado. Qué triste es ser como las
alcancías: no ser de ninguna utilidad mientras no te rompan. Debería gustarnos
recibir y dar al mismo tiempo. No deberíamos ser como una laguna estancada, como
un Mar Muerto que recibe el agua de los ríos durante todo el año, pero no da
ninguna corriente en pago, y por eso se vuelve un lago de aguas estancadas y
pútridas. Seamos como los grandes lagos de América, que reciben a los poderosos
ríos pero los hacen fluir hacia fuera de nuevo, y por consiguiente, se
mantienen frescos y claros.
La siguiente pregunta
es: puesto que todo lo que he tenido lo he recibido por la gracia de Dios, ¿no
podría recibir más? Vamos, hermanos y hermanas, yo quiero que sean ambiciosos
con respecto a las cosas de la gracia. Codicien con avidez los mejores dones.
Si tienen fe, ¿por qué no habrían de tener más? Si Dios les dio esperanza,
gozo, experiencia, ¿por qué no habría de darles más? No están estrechos en Él;
sólo podrían estar estrechos en ustedes mismos. Traten de eliminar esos
obstáculos, y pídanle al Señor que les dé más gracia.
Otra pregunta: si los
cristianos han recibido todo lo que tienen, pecador, ¿por qué no habrías de recibir
tú igual que lo hacen ellos? Si fuera verdad que los cristianos obtuvieron esas
cosas buenas de ellos mismos, entonces tú, pobre pecador, podrías desesperar,
pues tú sabes que no hay nada bueno en ti; pero si el mejor de los santos, si
el mejor cristiano en el cielo no tiene
nada que no haya recibido, ¿por qué no habrías de recibir tú? Recibir, tú lo
sabes, no es nunca algo difícil. Yo les garantizo que de todas las personas que
viven en Londres no hay nadie que no pudiera recibir. Hagan el experimento
ahora. Tomen mil libras, y vean cuántos entre nosotros seríamos incapaces de
recibirlas. Si hubiera una persona en las cercanías que no quisiera recibirlas,
le digo quién sería: es el hombre que se considera tan rico que ya no le
interesa tener más. Tampoco puede recibir el fariseo altivo que es justo con justicia
propia; pero ustedes, pobres pecadores vacíos, buenos para nada, pueden
recibir; y aquí está la misericordia: “A todos los que le recibieron, a los que
creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. Abran esa
mano vacía, abran ese corazón vacío. Que Dios nos conceda que puedan ser
abiertos por Su propio Espíritu divino, y que ustedes puedan recibir, y luego
yo sé que se unirán con nosotros diciendo: “De su plenitud tomamos todos, y
gracia sobre gracia”.
Porción de
1 Corintios 4.
Nota del traductor:
Catecismo, en español,
es un tratado resumido de cualquier cosa, un compendio, y, particularmente, el
de la doctrina cristiana. Catequizar es enseñar a alguien el catecismo. También
significa convencer a alguien hábilmente para que haga cierta cosa o acepte
determinadas ideas. Es en este último sentido –aunque no es muy popular en
nuestro medio- que el pastor Spurgeon usa esas palabras en este sermón. Las usa
en el sentido de instruir sistemáticamente, mediante preguntas, respuestas, y
explicaciones y correcciones.
Traductor: Allan Román
8/Diciembre/2011
www.spurgeon.com.mx