El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Jesús, el
Deleite del Cielo
NO.
1225
UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Y cantaban
un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos;
porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo
linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho
para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra”.
Apocalipsis 5: 9, 10.
Si quieren conocer el
carácter de un hombre, es bueno informarse al respecto en su hogar. ¿Qué piensan
de él sus hijos y sus sirvientes? ¿Cuál es el juicio que se han formado aquellos
que siempre están con él? En una ocasión le preguntaron a George Whitefield su
opinión acerca de una persona y su respuesta fue muy sabia, pues respondió:
“Nunca he vivido con él”. Amados hermanos en Cristo, vean qué opinión hay de su
Señor allá en casa, en lo alto, donde le conocen mejor y le ven constantemente
y a la más clara luz. No han descubierto ningún defecto en Él. Los ángeles que
le han contemplado desde que fueron creados y los redimidos que han estado con
Él, algunos de ellos por miles de años, no han encontrado ninguna mancha en Él;
su veredicto unánime, expresado libremente en un gozoso cántico es: “Digno
eres; digno eres; digno eres”.
Si deseas conocer a un
hombre será bueno investigar lo que piensan de él las mejores personas pues la
buena opinión de hombres malos no vale nada. “¿Qué he hecho” –dijo uno de los
filósofos griegos- “que hablas bien de mí?”, cuando descubrió que era aplaudido
por un hombre de mala reputación. Una reputación que proviene de hombres
capacitados para juzgar, que saben lo que es la pureza, cuyos ojos han sido
abiertos para discriminar entre la virtud y su falsificación, esa es la
reputación que vale la pena disfrutar. A nadie le gustaría que un santo pensara
mal de uno. Valoramos la estima de aquellos cuyo juicio es sano, que están
libres de prejuicio y que aman únicamente aquello que es honesto y de buen
nombre. Ahora, hermanos, vean la opinión que tienen de su Señor en la mejor
sociedad, donde todos son perfectos, donde ya no son más niños sino que todos
son capaces de juzgar, que viven bajo una clara luz y están libres de
prejuicio, aquellos que no pueden cometer ningún error. Vean lo que piensan de
Él. Ellos mismos están sin mancha delante del trono pero no se consideran
dignos; asignan la dignidad únicamente a Jesús. Nadie se levantó para tomar el
libro de la mano abierta del grandioso Rey; pero cuando vieron que el Cordero
lo hacía sintieron que estaba en Su derecho de asumir esa posición prominente y
honorable, y dijeron al unísono: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus
sellos; porque tú fuiste inmolado”. Ni ustedes ni yo no podemos tener pensamientos
demasiado excelsos sobre Jesús. Erramos al no pensar lo suficiente en Él. Que
nuestra estimación de Él crezca y exclamemos con Tomás: “¡Señor mío, y Dios
mío!” Oh, que tuviéramos grandes pensamientos con respecto a Jesús. Oh, que lo
erigiéramos en el más excelso trono imaginable en las concepciones de nuestra
alma, y que hiciéramos que cada poder y facultad de nuestra condición humana
cayera postrada delante de Él como los ancianos, mientras que cualquiera que
sea el honor que Dios pudiera poner sobre nosotros lo arrojáramos siempre a Sus
pies, y que dijéramos siempre de todo corazón y con los labios y los actos:
“Digno eres, Jesús, Emanuel, Redentor, que nos has comprado con Tu sangre.
Digno eres, digno por los siglos de los siglos”.
Es a la estimación de
los espíritus perfectos a la que yo quisiera llamar su atención. ¿Qué piensan
ustedes de Cristo, seres glorificados con quienes nos uniremos muy pronto?
Tenemos su respuesta en las palabras que acabamos de leer. “Digno eres de tomar
el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos
has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has
hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra”.
I. Noten
primero que los seres brillantes delante del trono adoran al Señor Jesús como
DIGNO DEL EXCELSO OFICIO DE MEDIADOR. Le adoran como el único ser digno de ese
oficio, pues hubo silencio en el cielo cuando la mano de Dios sostuvo el rollo
y el reto fue lanzado: “¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus
sellos?” Sin palabras se quedaron los cuatro seres vivientes; callados estaban
los querubines y serafines: en muda solemnidad se sentaron los veinticuatro
ancianos en sus tronos. Ellos no reclamaron ninguna dignidad, pero por su silencio
y por su canto subsecuente cuando Cristo pasó al frente, admitieron que sólo Él
podía revelar los propósitos de Dios e interpretarlos para los hijos de los
hombres. Pues yo entiendo que uno de los significados de que nuestro Señor
tomara el libro en Su mano era este: que Él iba a dar cumplimiento a ese misterioso rollo tan celosamente sellado. Él
vino para abrirlo, y por medio de transacciones en las que debía ocupar el
lugar primordial, iba a cumplirlo. La llave de los propósitos de Dios es Cristo.
Nosotros no sabemos cuáles pudieran ser los decretos de Dios mientras no se
cumplan; pero nosotros sabemos que por Él y por medio de Él y para Él son todas
las cosas, y que todo comenzará y terminará con Jesús, pues Él es Alfa y Omega,
el principio y el fin. Él es la letra inicial de toda la historia, y Él será su
“finis” (el fin) cuando entregue el trono a Dios Su Padre, para que Dios sea
todo en todo. Así como nuestro Señor Jesús es el que da el cumplimiento, así es
el intérprete. Él ha estado con el Padre,
y “Ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera
revelar”. Él es el gran intérprete de la mente de Dios para nosotros. Su
Espíritu morando en nosotros toma de Sus cosas y nos las muestra, y a la luz
del Espíritu vemos la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. Él dice: “Nadie
viene al Padre, sino por mí”; pues nadie puede exponer al Padre para nosotros o
conducirnos al Padre salvo Jesucristo, el único intérprete del secreto divino.
Y así yo considero que las expresiones que están aquí le exponen como mediador,
pues Él es quien está entre Dios y el hombre. Él es digno de tomar el libro en
Su mano por nosotros y de asir para nosotros el inventario de nuestra herencia
más allá de las estrellas. Nadie más puede entrar por nosotros en la augusta
presencia del Altísimo, y tomar con Su mano los títulos de propiedad de la
gracia a nombre nuestro; pero Cristo puede hacerlo y tomándolos puede abrirlos
y explicarnos el asombroso propósito para con los elegidos del amor que elige.
¡Retrocedan, ustedes, hijos del Anticristo, con sus frentes de bronce! ¿Cómo se
atreven a presentar al frente a una virgen, bendita entre las mujeres, y
provocar que su nombre mismo sea manchado caracterizándola como nuestra
intercesora delante de Dios? ¿Cómo se atreven a traer a sus santos y a sus
santas y hacer que medien entre Dios y los hombres? “Porque hay un solo Dios, y
un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre”. Los santos en el
cielo cantan acerca de Él, “Digno eres”; pero no saludan a nadie más. No
reservan ningún homenaje para ningún otro intercesor o mediador o intérprete o
cumplidor de la gracia divina, pues no conocen a nadie más. Le dan a Él, y sólo
a Él, la honra de entrar al Rey a nombre de los hijos de los hombres y de tomar
el libro en Su mano.
Noten cuidadosamente a
qué atribuyen esta dignidad: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus
sellos; porque tú fuiste inmolado”. Ahora,
el caso está así. Dios nos ha dado innumerables bendiciones en el pacto de
gracia, pero son otorgadas con una condición. Hay dos partes en un pacto.
Jesucristo es nuestro representante y cabeza del pacto, y la condición que como
mediador tenía que cumplir era esta: que en el tiempo debido Él ofrecería a la
justicia divina una honorable enmienda por todos los daños a la honra de Dios
por nuestros pecados. Como mediador, la dignidad de nuestro Señor no surgió
meramente de Su persona como Dios y hombre perfecto: esto lo hacía apto para
asumir el oficio, pero su derecho a reclamar los privilegios escritos en
II. En
segundo lugar, en el cielo adoran al Señor como su REDENTOR. “Tú fuiste inmolado,
y con tu sangre nos has redimido para Dios”.
La metáfora de la
redención, si la entiendo, significa esto: una cosa que es redimida, en un
estricto sentido, pertenecía de antemano a la persona que la redimió. Bajo la
ley judía las tierras eran hipotecadas como lo son ahora; y cuando el dinero
prestado sobre ellas, o el servicio debido por ellas era pagado, se decía que
la tierra era redimida. Una herencia pertenecía primero a una persona, que
luego se desprendía de ella por la presión de la pobreza, pero si se pagaba un
cierto precio, regresaba. Ahora, “He aquí que todas las almas son mías” dice el
Señor, y las almas de los hombres pertenecen a Dios. Se usa la metáfora, y,
observen que estas expresiones son sólo metáforas; pero el sentido intrínseco
no es ninguna metáfora, es un hecho. Nuestras almas fueron hipotecadas, por
decirlo así, debido al pecado cometido, de manera que Dios no podía aceptarnos
sin violar Su justicia mientras no se hubiese hecho algo por lo cual Aquel que
es infinitamente justo podía distribuir libremente Su gracia a nosotros. Ahora,
Jesucristo ha tomado la hipoteca de la herencia de Dios. “La porción de Jehová
es su pueblo”; esa porción fue gravada hasta que Jesús le dio la libertad.
Siempre fuimos de Dios pero habíamos caído en esclavitud al pecado. Jesús vino
para ofrecer una recompensa por nuestras ofensas, y así retornamos donde
estábamos antes, sólo que con dones adicionales que Su gracia otorga. Dicen en
el cielo: “Nos has redimido”; y mencionan el precio: “Con tu sangre nos has redimido para Dios”. Allí estaba el precio,
los sufrimientos y la muerte de Jesús han liberado a Su pueblo de la esclavitud
a la que había sido llevado. Son redimidos y son redimidos para Dios. Ese es el punto: regresan a Dios como tierras que regresan
al dueño cuando la hipoteca es saldada. Regresamos a Dios de nuevo, a quien
siempre pertenecimos, porque Jesús nos ha redimido para Dios por Su sangre.
Y noten por favor que la
redención con respecto a la cual cantan en el cielo no es una redención
general. Es una redención particular. “Con tu sangre nos has redimido para
Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación”. No hablan de la redención de
cada lengua y pueblo y nación, sino de una redención que llega a toda lengua, y pueblo, y nación. Yo le doy gracias a
Dios porque no creo que fui redimido de la misma manera que Judas lo fue, y
nada más. Si así fuera, iría al infierno como lo hizo Judas. La redención
general no tiene ningún valor para nadie, pues por sí misma no le garantiza a
nadie un lugar en el cielo: pero la redención especial que efectivamente
redime, y que redime a los hombres de
entre el resto de la humanidad, es la redención que hay que pedir en
oración, y por la que alabaremos a Dios por los siglos de los siglos. Somos
redimidos de entre los hombres. “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí
mismo por ella”. “Es el Salvador de todos los hombres, mayormente de los que
creen”. Hay una expiación sacrificial amplia y de largo alcance que trae
indecibles bendiciones a toda la humanidad, pero mediante esa expiación se pretendía
lograr un propósito divino especial que se cumplirá, y ese objetivo es la
redención real de la servidumbre de sus pecados de Sus propios elegidos, siendo
el precio la sangre de Jesucristo. Oh, hermanos, que tengamos una participación
en esta redención eficaz y particular, pues sólo esto puede llevarnos adonde
cantan el cántico nuevo.
Esta es una redención
que se realiza personalmente. Tú nos
has redimido para Dios. La redención es dulce, pero “Tú nos has redimido” es todavía más dulce. Si puedo creer que Él me
amó, y se entregó por mí, eso sintonizará mi lengua para cantar las alabanzas
de Jehová, pues ¿qué dijo David? “Alaben la misericordia de Jehová”. Él repitió
eso muchas veces, pero nunca se hubiera llevado a cabo a menos que dijera:
“Díganlo los redimidos de Jehová, los que ha redimido del poder del enemigo”.
En vano llamó a otros pues sus lenguas estaban dedicadas a sus placeres; pero
los redimidos por el Señor son un coro apropiado para engrandecer Su nombre.
La esencia de lo que
tengo que decir es esto: en el cielo alaban a Jesucristo porque los redimió. Mi
querido oyente, ¿te ha redimido Él? Oh, dice alguien, yo creo que Él ha
redimido a todo el mundo. Pero, ¿de qué sirve eso? ¿No se hunde en la perdición
la gran masa de la humanidad? Si confías en una redención así, confías en algo
que no te salvará. Él redimió a Sus propios elegidos o, en otras palabras, redimió
a los creyentes. “De tal manera amó Dios al mundo” es un texto muy citado, pero
les ruego que prosigan con él. ¿Cuánto amó al mundo? “Que ha dado a su Hijo
unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda. Allí está la
especialidad de todo ello: “Todo aquel que en él cree”; y si no creen en Él,
tampoco tienen parte ni porción en Su redención; son esclavos del pecado y de
Satanás, y así vivirán y así morirán: pero creyendo en el Señor Jesús tienes las
señales de ser especial y eficazmente redimido por Él, y cuando llegues al
cielo este será tu cántico: “Con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo
linaje y lengua y pueblo y nación”. Bendito sea Dios por ello. Algunos de cada
clase son salvados, algunos de cada color, rango, nación y edad son salvados;
algunos de todas las condiciones de educación moral, algunos de los más pobres,
y algunos de los más ricos son redimidos: de manera que cuando todos nos reunamos
en el cielo, aunque constituyamos una abigarrada multitud en la tierra,
constituiremos un coro unido, teniendo todas nuestras voces sintonizadas en
esta nota única: “El Cordero que fue inmolado es digno”.
III. En
tercer lugar, y brevemente, en el cielo alaban a Cristo, no meramente como
mediador y como redentor, sino como EL OTORGANTE DE SUS DIGNIDADES. Ellos son
reyes y reinan. Nosotros también somos reyes; pero todavía no somos conocidos o
reconocidos, y con frecuencia nosotros mismos olvidamos nuestro excelso linaje.
Allá arriba ellos son
monarcas coronados, pero dicen: “Nos has
hecho… reyes”. Son sacerdotes también, como nosotros lo somos ahora, cada
uno de nosotros. Cuando un sujeto pasa al frente con todo tipo de curiosas
vestimentas y dice que es un sacerdote, el hijo de Dios más pobre puede decir:
“Aléjate, y no interfieras con mi oficio: yo soy un sacerdote; yo no sé qué
seas tú. Seguramente tienes que ser un sacerdote de Baal, pues la única mención
de la palabra ‘vestimentas’ en
Que nuestros corazones
canten con los redimidos: “¡Todo para Jesús, pues todo es de Jesús! Todo para
Jesús, pues Jesús nos ha dado todo lo que tenemos”. Comencemos aquí con esa
música.
IV. Además,
los que están en el cielo adoran al Salvador como DIVINO. No estoy forzando las
palabras de mi texto del todo, sino que conservo el pasaje entero delante de
mí. Si leen los dos capítulos encontrarán que si bien cantan a Dios, “Señor,
digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder”, le cantan al Cordero,
“el Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la
sabiduría”. Las atribuciones que son hechas al Creador son ofrecidas también al
Cordero, y es representado como sentado en el mismo trono. Observen
cuidadosamente que Él no resiente la adoración que le brindan. Cuando Juan se
postró para adorar a uno de los ángeles recibió una sincera protesta: “Mira, no
lo hagas”. Ahora bien, si la adoración dada a Cristo hubiera estado mal, el
tres veces santo Salvador habría exclamado muy enfáticamente: “Mira, no lo
hagas”; pero Él no intima ninguna objeción para la adoración, aunque es
ofrecida libremente por todos los seres inteligentes delante del trono. Ten la
seguridad, mi querido oyente, que no irás nunca al cielo a menos que estés preparado
para adorar a Jesucristo como Dios. Todos lo están haciendo allá: tendrás que
llegar a eso, y si acaricias la idea de que Él es un mero hombre o cualquier
cosa menos que Dios, me temo que tendrás que comenzar por el principio y
aprender lo que la verdadera religión significa. Tienes un pobre cimiento en el
cual confiar. Yo no podría confiar mi alma a un simple hombre, o creer en una expiación
realizada por un simple hombre: tengo que ver a Dios mismo poniendo Su mano en
una obra tan gigantesca. No puedo imaginar que un simple hombre sea alabado así
como el Cordero es alabado. Jesús es “Dios sobre todas las cosas, bendito por
los siglos”. Cuando llegamos a hablar severamente de los socinianos y
unitarianos no deben sorprenderse por ello porque si tenemos la razón ellos son
blasfemos, y si ellos tienen la razón nosotros somos idólatras, y no hay opción
intermedia entre los dos. No podríamos estar de acuerdo nunca, y nunca lo
estaremos mientras el mundo permanezca. Nosotros predicamos a Cristo, el Hijo
de Dios, como Dios verdadero de Dios verdadero, y si lo rechazan no nos
corresponde pretender que no hay ninguna diferencia cuando de hecho constituye
toda la diferencia en el mundo. No desearíamos que dijeran más de lo que creen
que es la verdad, y ellos no deben esperar que digamos menos de lo que creemos
que es cierto. Si Jesús es Dios, tienen que creerlo y tienen que adorarlo como
tal, o de lo contrario no pueden participar en la salvación que Él ha provisto.
¡Yo amo la deidad de Cristo! Yo predico Su humanidad con todo mi poder, y me
gozo porque Él es el hijo del hombre; pero, oh, tiene que ser el Hijo de Dios
también, o no habría paz para mí.
“Mientras no vea a Dios en carne humana,
Mis pensamientos no encuentran consuelo.
La santa, justa y sagrada Trinidad
Es un terror para mi mente.
Pero si aparece el rostro de Emanuel,
Mi esperanza, mi gozo comienza:
Su nombre proscribe mi temor servil;
Su gracia quita mis pecados”.
Ahora casi he concluido,
sólo que esto, más que una conclusión, es el resultado del tema. Ustedes ven la
opinión que tienen de Jesús en el cielo. Mis queridos amigos, ¿opinan lo mismo?
Nunca irán allá a menos que opinen lo mismo. No hay denominaciones en el cielo:
no hay dos partidos. Allá tienen los mismos puntos de vista acerca de Jesús. Permítanme
preguntarles, entonces, ¿tienen la misma persuasión que los santos
glorificados? Ellos alaban a Jesús por lo
que ha hecho. Es muy asombroso para mi mente que cuando están adorando al
Salvador parecieran tocar esa única nota: le alaban por lo que ha hecho, y le
alaban por lo que ha hecho por ellos. Pudieran
haberle alabado por lo que es, pero en el texto no lo hacen. Ahora, esta razón
que tiene tanta influencia en el cielo es la mismísima que nos mueve aquí:
“Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”, y como si fuera para
mostrar que este tipo de amor no es un amor inferior, el amor de gratitud
pareciera ser la propia suma y sustancia del amor del cielo: “Tú fuiste
inmolado, y con tu sangre nos has redimido”. ¿Puedes alabarle por redimirte?
Querido oyente, tú has oído acerca de Jesús cientos de veces. ¿Te ha salvado? Tú sabes que hay una
fuente llena de sangre que limpia de todo pecado; ¿te ha limpiado? Tú sabes que
Él ha tejido un manto de justicia que cubre a Su pueblo de la cabeza a los
pies: ¿te ha cubierto con él? Nunca le alabarás mientras ese no sea el caso, y
no puedes ir al cielo hasta que estés listo para alabarle. “Bien, pero yo voy a
mi lugar de adoración”. Puedes hacer eso pero eso no te salvará mientras no te
sujetes personalmente a Cristo por ti mismo. “Mi madre y mi padre eran personas
piadosas”. Me alegra que lo fueran: yo espero que no tengan un hijo impío. Sin
embargo, tú tienes que tener una religión personal, algo que Jesucristo hizo por ti. Joven mujer que estás por allá, ¿te ha redimido Jesucristo de entre la
masa del pueblo; te sacó de tus
pecados y te separó para Él? ¿Ha sido
aplicada a tu alma la sangre, la sangre preciosa rociada que habla paz en la
conciencia? El tiempo vuela y ustedes han sido oyentes un mes tras otro; ¿será
siempre así? ¿No clamarán nunca a Dios: “Señor, hazme conocer Tu redención; haz
que tenga una porción en la sangre preciosa: permite que sea lavado de mis
pecados”? Recuerda que tienes que ser capaz de alabarle por lo que ha hecho por ti, o de lo contrario no tienes la
misma opinión de aquellos en el cielo, y al cielo no puedes entrar.
Queda claro, por el
cántico que he estado leyendo, que en el cielo Cristo es todos
y todo. ¿Es Cristo así para ti? Es una solemne pregunta que se hace a las
personas. ¿Es Cristo lo primero y lo último y el centro contigo, lo de arriba y
lo de abajo, el cimiento y el pináculo, todo en todo? No conoce a Cristo quien
no sepa que Cristo es todo. Cristo y compañía no funcionará nunca. Cristo es el
único Salvador, la única confianza, el único profeta, sacerdote y rey para
todos los que lo aceptan. ¿Es Él todo para ti? Ah, hay algunos que piensan que
aman a Cristo; piensan que confían en Cristo; pero si fuéramos a visitar su
casa Él tendría un asiento en el extremo lejano de la mesa si le trataran como
le tratan ahora. Le dan una parte del día domingo: estuvieron holgazaneando
toda la mañana; sólo fueron capaces de venir aquí esta noche, y aun ahora no
han venido para adorar, sino sólo por curiosidad. Un capítulo en
Además, ¿puedes unirte a
palabras de nuestro texto y decir: “Digno es Él, digno es Él”? Yo espero que
haya muchos aquí que si oyeran por un momento ese pleno estallido de canto: “Él
es digno”, se unirían de todo corazón, y dirían: “Sí, Él es digno”. Esta noche, cuando estaba orando, me parecía como si
pudiera oírlos cantar, “Él es digno”, y difícilmente podía contenerme de gritar:
“¡hacen bien en cantar así, ustedes, espíritus que están delante del trono! Si
fuéramos a perder nuestro silencio por un instante, y a romper el decoro que
hemos observado a lo largo del sermón, y con un grito unánime exclamáramos:
“Sí, Él es digno”, pienso que sería algo apropiado de hacer. Jesús es digno de
mi vida, digno de mi amor, digno de todo lo que pueda decir de Él, digno de mil
veces más que eso, digno de toda la música y las arpas en la tierra, digno de
todos los cantos de los cantores más dulces, digno de toda la poesía de los
mejores escritores, digno de toda la adoración de toda rodilla, digno de todo
lo que todo hombre tenga o pueda concebir, o pueda abarcar, digno de ser
adorado por todos los que están en la tierra y bajo la tierra, y en el mar, y
en los cielos, y en el cielo de los cielos. Él es digno. Decimos: “digno”,
porque no podríamos decir cuán digno. Creo que estos buenos cantores en el
cielo deseaban darle al Cordero lo que le corresponde, y luego hicieron una
pausa, y se dijeron: “No podemos darle la alabanza que merece, pero sabemos que
es digno. No podemos pretender darle aquello de lo que es digno, pero diremos
que es digno”. Sí, Él es digno. Si yo
tuviera cincuenta mil vidas en este pobre cuerpo, Él es digno de que todas
fueran derramadas, una tras otra, en el martirio. Una debería ser quemada viva,
y otra debería ser quebrantada en el potro de tortura, y otra debería morir de
hambre por pulgadas, y otra debería ser arrastrada junto a los talones de un
caballo salvaje, y Él las merecería todas. Él es digno, y si tuviésemos todas
las minas de
“¡Oh que tuviera mil lenguas para cantar
La alabanza de mi grandioso Redentor!”
Que el tiempo y el
espacio se convirtieran en una boca para el canto, y toda la eternidad hiciera
resonar esas poderosas palabras: “Él es digno”. ¿Sientes tú que Él es digno? Si
no lo sientes, no puedes ser admitido allá donde cantan ese cántico, pues si
pudieras entrar allí serías infeliz. Nunca esperes entrar allí hasta que tu
alma pueda decir: “He confiado en Su sangre, soy por ella redimido para Dios, y
el Redentor es digno; y voy a dar testimonio de Su dignidad hasta que el tiempo
llegue a su fin”.
Que Dios los bendiga a
todos, por causa de Jesús. Amén.
Porción de
Traductor: Allan Roman
4/Septiembre/2014
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