El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Jesús, el Deleite del Cielo

NO. 1225

 

UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra”. Apocalipsis 5: 9, 10.

 

Si quieren conocer el carácter de un hombre, es bueno informarse al respecto en su hogar. ¿Qué piensan de él sus hijos y sus sirvientes? ¿Cuál es el juicio que se han formado aquellos que siempre están con él? En una ocasión le preguntaron a George Whitefield su opinión acerca de una persona y su respuesta fue muy sabia, pues respondió: “Nunca he vivido con él”. Amados hermanos en Cristo, vean qué opinión hay de su Señor allá en casa, en lo alto, donde le conocen mejor y le ven constantemente y a la más clara luz. No han descubierto ningún defecto en Él. Los ángeles que le han contemplado desde que fueron creados y los redimidos que han estado con Él, algunos de ellos por miles de años, no han encontrado ninguna mancha en Él; su veredicto unánime, expresado libremente en un gozoso cántico es: “Digno eres; digno eres; digno eres”.

 

Si deseas conocer a un hombre será bueno investigar lo que piensan de él las mejores personas pues la buena opinión de hombres malos no vale nada. “¿Qué he hecho” –dijo uno de los filósofos griegos- “que hablas bien de mí?”, cuando descubrió que era aplaudido por un hombre de mala reputación. Una reputación que proviene de hombres capacitados para juzgar, que saben lo que es la pureza, cuyos ojos han sido abiertos para discriminar entre la virtud y su falsificación, esa es la reputación que vale la pena disfrutar. A nadie le gustaría que un santo pensara mal de uno. Valoramos la estima de aquellos cuyo juicio es sano, que están libres de prejuicio y que aman únicamente aquello que es honesto y de buen nombre. Ahora, hermanos, vean la opinión que tienen de su Señor en la mejor sociedad, donde todos son perfectos, donde ya no son más niños sino que todos son capaces de juzgar, que viven bajo una clara luz y están libres de prejuicio, aquellos que no pueden cometer ningún error. Vean lo que piensan de Él. Ellos mismos están sin mancha delante del trono pero no se consideran dignos; asignan la dignidad únicamente a Jesús. Nadie se levantó para tomar el libro de la mano abierta del grandioso Rey; pero cuando vieron que el Cordero lo hacía sintieron que estaba en Su derecho de asumir esa posición prominente y honorable, y dijeron al unísono: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado”. Ni ustedes ni yo no podemos tener pensamientos demasiado excelsos sobre Jesús. Erramos al no pensar lo suficiente en Él. Que nuestra estimación de Él crezca y exclamemos con Tomás: “¡Señor mío, y Dios mío!” Oh, que tuviéramos grandes pensamientos con respecto a Jesús. Oh, que lo erigiéramos en el más excelso trono imaginable en las concepciones de nuestra alma, y que hiciéramos que cada poder y facultad de nuestra condición humana cayera postrada delante de Él como los ancianos, mientras que cualquiera que sea el honor que Dios pudiera poner sobre nosotros lo arrojáramos siempre a Sus pies, y que dijéramos siempre de todo corazón y con los labios y los actos: “Digno eres, Jesús, Emanuel, Redentor, que nos has comprado con Tu sangre. Digno eres, digno por los siglos de los siglos”.

 

Es a la estimación de los espíritus perfectos a la que yo quisiera llamar su atención. ¿Qué piensan ustedes de Cristo, seres glorificados con quienes nos uniremos muy pronto? Tenemos su respuesta en las palabras que acabamos de leer. “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra”.

 

I.   Noten primero que los seres brillantes delante del trono adoran al Señor Jesús como DIGNO DEL EXCELSO OFICIO DE MEDIADOR. Le adoran como el único ser digno de ese oficio, pues hubo silencio en el cielo cuando la mano de Dios sostuvo el rollo y el reto fue lanzado: “¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos?” Sin palabras se quedaron los cuatro seres vivientes; callados estaban los querubines y serafines: en muda solemnidad se sentaron los veinticuatro ancianos en sus tronos. Ellos no reclamaron ninguna dignidad, pero por su silencio y por su canto subsecuente cuando Cristo pasó al frente, admitieron que sólo Él podía revelar los propósitos de Dios e interpretarlos para los hijos de los hombres. Pues yo entiendo que uno de los significados de que nuestro Señor tomara el libro en Su mano era este: que Él iba a dar cumplimiento a ese misterioso rollo tan celosamente sellado. Él vino para abrirlo, y por medio de transacciones en las que debía ocupar el lugar primordial, iba a cumplirlo. La llave de los propósitos de Dios es Cristo. Nosotros no sabemos cuáles pudieran ser los decretos de Dios mientras no se cumplan; pero nosotros sabemos que por Él y por medio de Él y para Él son todas las cosas, y que todo comenzará y terminará con Jesús, pues Él es Alfa y Omega, el principio y el fin. Él es la letra inicial de toda la historia, y Él será su “finis” (el fin) cuando entregue el trono a Dios Su Padre, para que Dios sea todo en todo. Así como nuestro Señor Jesús es el que da el cumplimiento, así es el intérprete. Él ha estado con el Padre, y “Ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar”. Él es el gran intérprete de la mente de Dios para nosotros. Su Espíritu morando en nosotros toma de Sus cosas y nos las muestra, y a la luz del Espíritu vemos la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. Él dice: “Nadie viene al Padre, sino por mí”; pues nadie puede exponer al Padre para nosotros o conducirnos al Padre salvo Jesucristo, el único intérprete del secreto divino. Y así yo considero que las expresiones que están aquí le exponen como mediador, pues Él es quien está entre Dios y el hombre. Él es digno de tomar el libro en Su mano por nosotros y de asir para nosotros el inventario de nuestra herencia más allá de las estrellas. Nadie más puede entrar por nosotros en la augusta presencia del Altísimo, y tomar con Su mano los títulos de propiedad de la gracia a nombre nuestro; pero Cristo puede hacerlo y tomándolos puede abrirlos y explicarnos el asombroso propósito para con los elegidos del amor que elige. ¡Retrocedan, ustedes, hijos del Anticristo, con sus frentes de bronce! ¿Cómo se atreven a presentar al frente a una virgen, bendita entre las mujeres, y provocar que su nombre mismo sea manchado caracterizándola como nuestra intercesora delante de Dios? ¿Cómo se atreven a traer a sus santos y a sus santas y hacer que medien entre Dios y los hombres? “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre”. Los santos en el cielo cantan acerca de Él, “Digno eres”; pero no saludan a nadie más. No reservan ningún homenaje para ningún otro intercesor o mediador o intérprete o cumplidor de la gracia divina, pues no conocen a nadie más. Le dan a Él, y sólo a Él, la honra de entrar al Rey a nombre de los hijos de los hombres y de tomar el libro en Su mano.

 

Noten cuidadosamente a qué atribuyen esta dignidad: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado”. Ahora, el caso está así. Dios nos ha dado innumerables bendiciones en el pacto de gracia, pero son otorgadas con una condición. Hay dos partes en un pacto. Jesucristo es nuestro representante y cabeza del pacto, y la condición que como mediador tenía que cumplir era esta: que en el tiempo debido Él ofrecería a la justicia divina una honorable enmienda por todos los daños a la honra de Dios por nuestros pecados. Como mediador, la dignidad de nuestro Señor no surgió meramente de Su persona como Dios y hombre perfecto: esto lo hacía apto para asumir el oficio, pero su derecho a reclamar los privilegios escritos en la Carta Magna que Dios sostenía en Su mano, Su derecho a tomar posesión a nombre de Su pueblo de ese inventario de siete sellos radica en esto, en que ha cumplido la condición del pacto y por esto ellos cantan: “Digno eres… porque tú fuiste inmolado”. No es: “Digno eres porque naciste en la tierra y viviste una vida santa”, sino “Fuiste inmolado”; pues Él tenía que presentar una recompensa a la justicia airada y a la santidad lesionada, y eso lo hizo sobre el sangriento madero. Siempre que comenzamos a hablar acerca de esto, los creyentes en la moderna expiación –que no es ninguna expiación, sino un turbio retazo de un mundo imaginario, nos dicen: “Oh, tú sostienes la teoría comercial, ¿no es cierto?” Ellos saben muy bien que nosotros sólo usamos, porque la Biblia las usa, expresiones comerciales como metáforas; pero yo me aventuro a decirles: “Pueden muy bien aseverar que no hay nada comercial en su sistema, pues el valor comercial de un cuarto de penique falsificado sería un precio demasiado alto que pagar por la expiación en la que crees. Yo creo en una expiación en la que Cristo tomó literalmente el pecado de Su pueblo, y por ello soportó la ira de Dios, dando a la justicia quid por quo (algo a cambio de algo) por todo lo que se le debía, o un equivalente por ello, soportando, para que no tuviéramos que soportarla nosotros, la ira que nosotros merecíamos. Jesús mismo realmente “llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”; hubo una sustitución literal, positiva, real del “justo por los injustos, para llevarnos a Dios”. Ninguna otra expiación vale el aliento usado en su predicación. No le dará ni consuelo a la conciencia ni gloria a Dios. Pero sobre esta roca nuestras almas pueden descansar sin miedo, y es debido a esto que cantan en el cielo: “Digno eres… porque tú fuiste inmolado. Tú puedes reclamar nuestra absolución: puedes tomar la Carta Magna de tus elegidos en tu mano, y desenrollar el pacto establecido con ellos en la antigüedad. Tú puedes revelarnos las misericordias firmes a David, pues Tu parte en el pacto ha sido cumplida; Tu muerte sustitutiva ha constituido a Tu pueblo heredero Contigo”. De buena gana yo volaría hacia allá para unirme a su cántico, pero mientras tanto voy a balbucearlo como mejor pueda: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado”.  

 

II.   En segundo lugar, en el cielo adoran al Señor como su REDENTOR. “Tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios”.    

 

La metáfora de la redención, si la entiendo, significa esto: una cosa que es redimida, en un estricto sentido, pertenecía de antemano a la persona que la redimió. Bajo la ley judía las tierras eran hipotecadas como lo son ahora; y cuando el dinero prestado sobre ellas, o el servicio debido por ellas era pagado, se decía que la tierra era redimida. Una herencia pertenecía primero a una persona, que luego se desprendía de ella por la presión de la pobreza, pero si se pagaba un cierto precio, regresaba. Ahora, “He aquí que todas las almas son mías” dice el Señor, y las almas de los hombres pertenecen a Dios. Se usa la metáfora, y, observen que estas expresiones son sólo metáforas; pero el sentido intrínseco no es ninguna metáfora, es un hecho. Nuestras almas fueron hipotecadas, por decirlo así, debido al pecado cometido, de manera que Dios no podía aceptarnos sin violar Su justicia mientras no se hubiese hecho algo por lo cual Aquel que es infinitamente justo podía distribuir libremente Su gracia a nosotros. Ahora, Jesucristo ha tomado la hipoteca de la herencia de Dios. “La porción de Jehová es su pueblo”; esa porción fue gravada hasta que Jesús le dio la libertad. Siempre fuimos de Dios pero habíamos caído en esclavitud al pecado. Jesús vino para ofrecer una recompensa por nuestras ofensas, y así retornamos donde estábamos antes, sólo que con dones adicionales que Su gracia otorga. Dicen en el cielo: “Nos has redimido”; y mencionan el precio: “Con tu sangre nos has redimido para Dios”. Allí estaba el precio, los sufrimientos y la muerte de Jesús han liberado a Su pueblo de la esclavitud a la que había sido llevado. Son redimidos y son redimidos para Dios. Ese es el punto: regresan a Dios como tierras que regresan al dueño cuando la hipoteca es saldada. Regresamos a Dios de nuevo, a quien siempre pertenecimos, porque Jesús nos ha redimido para Dios por Su sangre.

 

Y noten por favor que la redención con respecto a la cual cantan en el cielo no es una redención general. Es una redención particular. “Con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación”. No hablan de la redención de cada lengua y pueblo y nación, sino de una redención que llega a toda lengua, y pueblo, y nación. Yo le doy gracias a Dios porque no creo que fui redimido de la misma manera que Judas lo fue, y nada más. Si así fuera, iría al infierno como lo hizo Judas. La redención general no tiene ningún valor para nadie, pues por sí misma no le garantiza a nadie un lugar en el cielo: pero la redención especial que efectivamente redime, y que redime a los hombres de entre el resto de la humanidad, es la redención que hay que pedir en oración, y por la que alabaremos a Dios por los siglos de los siglos. Somos redimidos de entre los hombres. “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella”. “Es el Salvador de todos los hombres, mayormente de los que creen”. Hay una expiación sacrificial amplia y de largo alcance que trae indecibles bendiciones a toda la humanidad, pero mediante esa expiación se pretendía lograr un propósito divino especial que se cumplirá, y ese objetivo es la redención real de la servidumbre de sus pecados de Sus propios elegidos, siendo el precio la sangre de Jesucristo. Oh, hermanos, que tengamos una participación en esta redención eficaz y particular, pues sólo esto puede llevarnos adonde cantan el cántico nuevo.

 

Esta es una redención que se realiza personalmente. Tú nos has redimido para Dios. La redención es dulce, pero “Tú nos has redimido” es todavía más dulce. Si puedo creer que Él me amó, y se entregó por mí, eso sintonizará mi lengua para cantar las alabanzas de Jehová, pues ¿qué dijo David? “Alaben la misericordia de Jehová”. Él repitió eso muchas veces, pero nunca se hubiera llevado a cabo a menos que dijera: “Díganlo los redimidos de Jehová, los que ha redimido del poder del enemigo”. En vano llamó a otros pues sus lenguas estaban dedicadas a sus placeres; pero los redimidos por el Señor son un coro apropiado para engrandecer Su nombre.

 

La esencia de lo que tengo que decir es esto: en el cielo alaban a Jesucristo porque los redimió. Mi querido oyente, ¿te ha redimido Él? Oh, dice alguien, yo creo que Él ha redimido a todo el mundo. Pero, ¿de qué sirve eso? ¿No se hunde en la perdición la gran masa de la humanidad? Si confías en una redención así, confías en algo que no te salvará. Él redimió a Sus propios elegidos o, en otras palabras, redimió a los creyentes. “De tal manera amó Dios al mundo” es un texto muy citado, pero les ruego que prosigan con él. ¿Cuánto amó al mundo? “Que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda. Allí está la especialidad de todo ello: “Todo aquel que en él cree”; y si no creen en Él, tampoco tienen parte ni porción en Su redención; son esclavos del pecado y de Satanás, y así vivirán y así morirán: pero creyendo en el Señor Jesús tienes las señales de ser especial y eficazmente redimido por Él, y cuando llegues al cielo este será tu cántico: “Con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación”. Bendito sea Dios por ello. Algunos de cada clase son salvados, algunos de cada color, rango, nación y edad son salvados; algunos de todas las condiciones de educación moral, algunos de los más pobres, y algunos de los más ricos son redimidos: de manera que cuando todos nos reunamos en el cielo, aunque constituyamos una abigarrada multitud en la tierra, constituiremos un coro unido, teniendo todas nuestras voces sintonizadas en esta nota única: “El Cordero que fue inmolado es digno”.

 

III.   En tercer lugar, y brevemente, en el cielo alaban a Cristo, no meramente como mediador y como redentor, sino como EL OTORGANTE DE SUS DIGNIDADES. Ellos son reyes y reinan. Nosotros también somos reyes; pero todavía no somos conocidos o reconocidos, y con frecuencia nosotros mismos olvidamos nuestro excelso linaje.

 

Allá arriba ellos son monarcas coronados, pero dicen: “Nos has hecho… reyes”. Son sacerdotes también, como nosotros lo somos ahora, cada uno de nosotros. Cuando un sujeto pasa al frente con todo tipo de curiosas vestimentas y dice que es un sacerdote, el hijo de Dios más pobre puede decir: “Aléjate, y no interfieras con mi oficio: yo soy un sacerdote; yo no sé qué seas tú. Seguramente tienes que ser un sacerdote de Baal, pues la única mención de la palabra ‘vestimentas’ en la Escritura es en conexión con el templo de Baal”. El sacerdocio pertenece a todos los santos. Algunas veces se refieren a ti como laicado, pero el Espíritu Santo dice de todos los santos: “Ustedes son cleros de Dios”, ustedes son el clero de Dios. Cada hijo de Dios es un clérigo, varón o mujer. No hay distinciones sacerdotales conocidas en la Escritura. ¡Fuera con ellas! ¡Fuera con ellas para siempre! El Libro de Oración dice: “Entonces dirá el sacerdote”. Qué lástima que hayan dejado allí esa palabra. La propia palabra “sacerdote” contiene tal olor de sulfuro de Roma, que mientras dure la Iglesia de Inglaterra expedirá un mal olor. ¡Llámate tú mismo un sacerdote, amigo! Me pregunto por qué los hombres no se avergüenzan de tomar el título: cuando recuerdo lo que los sacerdotes han hecho en todas las épocas, lo que los sacerdotes conectados con la iglesia de Roma han hecho, repito lo que he dicho a menudo: yo preferiría que un hombre me señalara en la calle y me llamara un demonio a que me llamara un sacerdote; pues malo como ha sido el diablo, difícilmente ha sido capaz de igualar los crímenes, crueldades y villanías que han sido realizadas bajo el resguardo de un sacerdocio especial. Que seamos liberados de eso: pero el sacerdocio de los santos de Dios, el sacerdocio de santidad que ofrece oración y alabanza a Dios, ese lo tienen en el cielo aunque dicen al respecto: “Nos has hecho… sacerdotes”. Lo que son los santos, y lo que han de ser, lo atribuyen a Jesús. No tienen ninguna gloria sino la que han recibido de Él, y ellos lo saben y lo confiesan perpetuamente.

 

Que nuestros corazones canten con los redimidos: “¡Todo para Jesús, pues todo es de Jesús! Todo para Jesús, pues Jesús nos ha dado todo lo que tenemos”. Comencemos aquí con esa música.

 

IV.   Además, los que están en el cielo adoran al Salvador como DIVINO. No estoy forzando las palabras de mi texto del todo, sino que conservo el pasaje entero delante de mí. Si leen los dos capítulos encontrarán que si bien cantan a Dios, “Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder”, le cantan al Cordero, “el Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría”. Las atribuciones que son hechas al Creador son ofrecidas también al Cordero, y es representado como sentado en el mismo trono. Observen cuidadosamente que Él no resiente la adoración que le brindan. Cuando Juan se postró para adorar a uno de los ángeles recibió una sincera protesta: “Mira, no lo hagas”. Ahora bien, si la adoración dada a Cristo hubiera estado mal, el tres veces santo Salvador habría exclamado muy enfáticamente: “Mira, no lo hagas”; pero Él no intima ninguna objeción para la adoración, aunque es ofrecida libremente por todos los seres inteligentes delante del trono. Ten la seguridad, mi querido oyente, que no irás nunca al cielo a menos que estés preparado para adorar a Jesucristo como Dios. Todos lo están haciendo allá: tendrás que llegar a eso, y si acaricias la idea de que Él es un mero hombre o cualquier cosa menos que Dios, me temo que tendrás que comenzar por el principio y aprender lo que la verdadera religión significa. Tienes un pobre cimiento en el cual confiar. Yo no podría confiar mi alma a un simple hombre, o creer en una expiación realizada por un simple hombre: tengo que ver a Dios mismo poniendo Su mano en una obra tan gigantesca. No puedo imaginar que un simple hombre sea alabado así como el Cordero es alabado. Jesús es “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos”. Cuando llegamos a hablar severamente de los socinianos y unitarianos no deben sorprenderse por ello porque si tenemos la razón ellos son blasfemos, y si ellos tienen la razón nosotros somos idólatras, y no hay opción intermedia entre los dos. No podríamos estar de acuerdo nunca, y nunca lo estaremos mientras el mundo permanezca. Nosotros predicamos a Cristo, el Hijo de Dios, como Dios verdadero de Dios verdadero, y si lo rechazan no nos corresponde pretender que no hay ninguna diferencia cuando de hecho constituye toda la diferencia en el mundo. No desearíamos que dijeran más de lo que creen que es la verdad, y ellos no deben esperar que digamos menos de lo que creemos que es cierto. Si Jesús es Dios, tienen que creerlo y tienen que adorarlo como tal, o de lo contrario no pueden participar en la salvación que Él ha provisto. ¡Yo amo la deidad de Cristo! Yo predico Su humanidad con todo mi poder, y me gozo porque Él es el hijo del hombre; pero, oh, tiene que ser el Hijo de Dios también, o no habría paz para mí.

 

“Mientras no vea a Dios en carne humana,

Mis pensamientos no encuentran consuelo.

La santa, justa y sagrada Trinidad

Es un terror para mi mente.

 

Pero si aparece el rostro de Emanuel,

Mi esperanza, mi gozo comienza:

Su nombre proscribe mi temor servil;

Su gracia quita mis pecados”.

 

Ahora casi he concluido, sólo que esto, más que una conclusión, es el resultado del tema. Ustedes ven la opinión que tienen de Jesús en el cielo. Mis queridos amigos, ¿opinan lo mismo? Nunca irán allá a menos que opinen lo mismo. No hay denominaciones en el cielo: no hay dos partidos. Allá tienen los mismos puntos de vista acerca de Jesús. Permítanme preguntarles, entonces, ¿tienen la misma persuasión que los santos glorificados? Ellos alaban a Jesús por lo que ha hecho. Es muy asombroso para mi mente que cuando están adorando al Salvador parecieran tocar esa única nota: le alaban por lo que ha hecho, y le alaban por lo que ha hecho por ellos. Pudieran haberle alabado por lo que es, pero en el texto no lo hacen. Ahora, esta razón que tiene tanta influencia en el cielo es la mismísima que nos mueve aquí: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”, y como si fuera para mostrar que este tipo de amor no es un amor inferior, el amor de gratitud pareciera ser la propia suma y sustancia del amor del cielo: “Tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido”. ¿Puedes alabarle por redimirte? Querido oyente, tú has oído acerca de Jesús cientos de veces. ¿Te ha salvado? Tú sabes que hay una fuente llena de sangre que limpia de todo pecado; ¿te ha limpiado? Tú sabes que Él ha tejido un manto de justicia que cubre a Su pueblo de la cabeza a los pies: ¿te ha cubierto con él? Nunca le alabarás mientras ese no sea el caso, y no puedes ir al cielo hasta que estés listo para alabarle. “Bien, pero yo voy a mi lugar de adoración”. Puedes hacer eso pero eso no te salvará mientras no te sujetes personalmente a Cristo por ti mismo. “Mi madre y mi padre eran personas piadosas”. Me alegra que lo fueran: yo espero que no tengan un hijo impío. Sin embargo, tú tienes que tener una religión personal, algo que Jesucristo hizo por ti. Joven mujer que estás por allá, ¿te ha redimido Jesucristo de entre la masa del pueblo; te sacó de tus pecados y te separó para Él? ¿Ha sido aplicada a tu alma la sangre, la sangre preciosa rociada que habla paz en la conciencia? El tiempo vuela y ustedes han sido oyentes un mes tras otro; ¿será siempre así? ¿No clamarán nunca a Dios: “Señor, hazme conocer Tu redención; haz que tenga una porción en la sangre preciosa: permite que sea lavado de mis pecados”? Recuerda que tienes que ser capaz de alabarle por lo que ha hecho por ti, o de lo contrario no tienes la misma opinión de aquellos en el cielo, y al cielo no puedes entrar.

 

Queda claro, por el cántico que he estado leyendo, que en el cielo Cristo es todos y todo. ¿Es Cristo así para ti? Es una solemne pregunta que se hace a las personas. ¿Es Cristo lo primero y lo último y el centro contigo, lo de arriba y lo de abajo, el cimiento y el pináculo, todo en todo? No conoce a Cristo quien no sepa que Cristo es todo. Cristo y compañía no funcionará nunca. Cristo es el único Salvador, la única confianza, el único profeta, sacerdote y rey para todos los que lo aceptan. ¿Es Él todo para ti? Ah, hay algunos que piensan que aman a Cristo; piensan que confían en Cristo; pero si fuéramos a visitar su casa Él tendría un asiento en el extremo lejano de la mesa si le trataran como le tratan ahora. Le dan una parte del día domingo: estuvieron holgazaneando toda la mañana; sólo fueron capaces de venir aquí esta noche, y aun ahora no han venido para adorar, sino sólo por curiosidad. Un capítulo en la Biblia -¿qué tan largo es, joven amigo, puesto que leíste uno? Oración privada –ah, no debo meterme con eso; es una historia tan triste la que tendrías que decir. Si alguien te dijera: “tú no eres cristiano”, te ofenderías. Bien, te lo diré y puedes ofenderte si quieres, pero recuerda que deberías sentirte ofendido contigo mismo más bien que conmigo. Si tú ofendes a mi Señor no tengo miedo del todo de que te sientas ofendido con Su siervo, y por tanto te digo que si Cristo fuera cualquier cosa que no sea Rey y Señor en tu alma, Cristo y tú están muy alejados. Él tiene que estar en primera fila, el señor Almirante en los mares y Comandante en Jefe en la tierra. Él no va a ser un oficial de bajo rango que entra en momentos especiales para ser tu lacayo. Tienes que tomarlo para que sea Cabeza, Señor y Maestro. ¿Sucede así contigo? Si no fuera así, difieres de aquellos en el cielo, pues Él es todo en todo para ellos.

 

Además, ¿puedes unirte a palabras de nuestro texto y decir: “Digno es Él, digno es Él”? Yo espero que haya muchos aquí que si oyeran por un momento ese pleno estallido de canto: “Él es digno”, se unirían de todo corazón, y dirían: “Sí, Él es digno”. Esta noche, cuando estaba orando, me parecía como si pudiera oírlos cantar, “Él es digno”, y difícilmente podía contenerme de gritar: “¡hacen bien en cantar así, ustedes, espíritus que están delante del trono! Si fuéramos a perder nuestro silencio por un instante, y a romper el decoro que hemos observado a lo largo del sermón, y con un grito unánime exclamáramos: “Sí, Él es digno”, pienso que sería algo apropiado de hacer. Jesús es digno de mi vida, digno de mi amor, digno de todo lo que pueda decir de Él, digno de mil veces más que eso, digno de toda la música y las arpas en la tierra, digno de todos los cantos de los cantores más dulces, digno de toda la poesía de los mejores escritores, digno de toda la adoración de toda rodilla, digno de todo lo que todo hombre tenga o pueda concebir, o pueda abarcar, digno de ser adorado por todos los que están en la tierra y bajo la tierra, y en el mar, y en los cielos, y en el cielo de los cielos. Él es digno. Decimos: “digno”, porque no podríamos decir cuán digno. Creo que estos buenos cantores en el cielo deseaban darle al Cordero lo que le corresponde, y luego hicieron una pausa, y se dijeron: “No podemos darle la alabanza que merece, pero sabemos que es digno. No podemos pretender darle aquello de lo que es digno, pero diremos que es digno”. Sí, Él es digno. Si yo tuviera cincuenta mil vidas en este pobre cuerpo, Él es digno de que todas fueran derramadas, una tras otra, en el martirio. Una debería ser quemada viva, y otra debería ser quebrantada en el potro de tortura, y otra debería morir de hambre por pulgadas, y otra debería ser arrastrada junto a los talones de un caballo salvaje, y Él las merecería todas. Él es digno, y si tuviésemos todas las minas de la India: plata y oro y joyas, los más raros tesoros de todos los reyes que hayan vivido jamás, si renunciáramos a todo por Él, y anduviéramos descalzos, Él es digno. Y si, después de haber hecho eso, fuéramos a permanecer día y noche en un trabajo perpetuo sin descanso, todo por Su causa, y si cada uno de nosotros fuera multiplicado en un millón, y todos nosotros trabajáramos así, Él es digno. Digno. Yo haría que cada gota de rocío destellara con Su alabanza, y cada hoja en el bosque llevara Su nombre. Yo haría que cada valle y cada monte resonaran con la adoración, y enseñaran a las estrellas, y enseñaran a los ángeles Su alabanza sobre las estrellas.

 

¡Oh que tuviera mil lenguas para cantar

La alabanza de mi grandioso Redentor!

 

Que el tiempo y el espacio se convirtieran en una boca para el canto, y toda la eternidad hiciera resonar esas poderosas palabras: “Él es digno”. ¿Sientes tú que Él es digno? Si no lo sientes, no puedes ser admitido allá donde cantan ese cántico, pues si pudieras entrar allí serías infeliz. Nunca esperes entrar allí hasta que tu alma pueda decir: “He confiado en Su sangre, soy por ella redimido para Dios, y el Redentor es digno; y voy a dar testimonio de Su dignidad hasta que el tiempo llegue a su fin”.

 

Que Dios los bendiga a todos, por causa de Jesús. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Apocalipsis 4: 5.

 

 

 

Traductor: Allan Roman

4/Septiembre/2014

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