El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Jesús, el Sustituto de Su Pueblo

NO. 1223

 

UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros”. Romanos 8: 34.

 

La más terrible alarma que puede perturbar a un hombre razonable es el miedo a ser condenado por el Juez de todo. ¡Cuán espantoso es ser condenado ahora por Dios! ¡Ser condenado por Él en el último gran día, cuán terrible! Con justa razón se debilitaron los lomos de Belsasar cuando la escritura trazada sobre la pared le condenaba como habiendo sido pesado en balanza y hallado falto; y con razón la conciencia del hombre convicto puede ser comparada a un pequeño infierno cuando la ley pronuncia la sentencia en contra suya en su tribunal inferior de justicia, por cuenta de su vida pasada. No conozco una mayor angustia que la que es generada por la sospecha de condenación en la mente del creyente. No le tenemos miedo a la tribulación pero le tenemos pavor a la condenación. No nos avergonzamos cuando somos condenados injustamente por los hombres, pero la simple idea de ser condenados por Dios hace que, como Moisés, estemos “espantados y temblando”. La simple posibilidad de ser encontrados culpables en el gran tribunal de Dios es tan alarmante para nosotros que no podemos descansar hasta ver que ha sido eliminada. Cuando Pablo elevó una amorosa y agradecida oración por Onesíforo, no podía pedir para él otra cosa que “Concédale el Señor que halle misericordia cerca del Señor en aquel día”. Sin embargo, aunque la condenación es el más fatal de todos los males, el apóstol Pablo se atreve a preguntar en el santo ardor de su fe: “¿Quién es el que condenará?” Reta a la tierra y al infierno y al cielo. En la justificable temeridad de su confianza en la sangre y justicia de Jesucristo alza su mirada a la excelente gloria y al trono del Dios trino y aun en presencia de Aquel ante quien ni aun los cielos son limpios y quien notó necedad en sus ángeles, se atreve a decir: “¿Quién es el que condenará?”

 

¿Por cuál método Pablo, que tenía una conciencia tierna y despierta, fue completamente liberado de todo temor de condenación? Ciertamente no fue por alguna reducción en la enormidad del pecado. Entre todos los escritores que han hablado alguna vez del mal de pecado ninguno ha arremetido contra él más apasionadamente ni nadie lo ha lamentado más sinceramente desde lo más profundo de su alma, que el apóstol. Él declara que es sobremanera pecaminoso. Nunca lo encuentras sugiriendo disculpas o atenuaciones; no mitiga el pecado ni sus consecuencias. Es muy claro cuando habla de la paga del pecado y de lo que sigue como consecuencia de la iniquidad. No buscó esa falsa paz que proviene de considerar la transgresión como una nimiedad; de hecho fue un gran destructor de tales refugios de mentiras. Ten la seguridad, querido oyente, que no alcanzarás nunca una bien sustentada liberación del temor de la condenación procurando hacer que tus pecados figuren poco. Esa no es la manera: es mucho mejor sentir el peso del pecado hasta que oprima tu alma que estar libre de la carga por presunción y dureza de corazón. Tus pecados son condenables y tienen que condenarte a menos que sean expiados por el grandioso sacrificio por el pecado.

 

El apóstol tampoco apaciguó sus miedos por medio de una confianza en algo que él mismo hubiese sentido o hubiese hecho. Lean íntegramente el pasaje y no encontrarán ninguna alusión personal. Si Pablo está seguro de que nadie puede condenarle, no es porque haya orado, ni porque se haya arrepentido, ni porque haya sido el apóstol de los gentiles, ni porque haya sufrido muchos azotes y sobrellevado mucho por causa de Cristo. No da ningún indicio de haber obtenido la paz por cualquiera de estas cosas, sino que en el espíritu humilde de un verdadero creyente en Jesús edifica su esperanza de seguridad en la obra de su Salvador; sus razones para regocijarse porque no hay condenación recaen todas en la muerte y en la resurrección, en el poder y la intermediación de su bendito Sustituto. Él mira completamente fuera de sí mismo -pues allí podía ver miles de razones para la condenación- y mira a Jesús que hace que la condenación sea imposible y luego lanza el reto con exultante confianza: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios?”, y se atreve a preguntar a los hombres y a los ángeles y a los demonios, sí, y al propio grandioso Juez: “¿Quién es el que condenará?”

 

Ahora bien, como no es algo raro que los cristianos sumidos en un débil estado mental, abrumados por las dudas y hostigados por las preocupaciones, sientan que la fría sombra de la condenación enfría sus espíritus, quisiera hablarles a ellos esperando que el buen Espíritu consuele sus corazones.

 

Querido hijo de Dios, no debes vivir bajo el miedo de la condenación, pues “Ahora ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”, y Dios no quiere que tengas miedo de aquello que no puede llegarte nunca. Si no eres un cristiano, no te demores hasta que hayas escapado de la condenación aferrándote a Cristo Jesús; pero si en verdad has creído en el Señor Jesús no estás bajo condenación y no puedes estarlo nunca ya sea en esta vida o en la vida venidera. Déjame ayudarte refrescando tu memoria con esas preciosas verdades relativas a Cristo que muestran que los creyentes han sido exonerados delante del Señor. Que el Espíritu Santo las aplique a sus almas y les dé reposo.

 

I.   Y, primero, como creyente tú no puedes ser condenado porque CRISTO HA MUERTO. El creyente tiene a Cristo como su sustituto, y su pecado ha sido colocado sobre ese sustituto. El Señor Jesús fue hecho pecado por Su pueblo. “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. “Habiendo él llevado el pecado de muchos”. Ahora, por Su muerte, nuestro Señor Jesús ha sufrido el castigo de nuestro pecado y ha satisfecho a la justicia divina. Observen, entonces, el consuelo que eso nos proporciona. Si el Señor Jesús ha sido condenado por nosotros, ¿cómo podemos ser condenados? Mientras la justicia sobreviva en el cielo y la misericordia reine en la tierra, no es posible que un alma que ha sido condenada en Cristo sea condenada también en sí misma. Si el castigo ha sido impuesto a su sustituto no es consistente ni con la misericordia ni con la justicia que el castigo sea infligido una segunda vez. La muerte de Cristo es una base de confianza que basta por sí sola para todo aquel que cree en Jesús; puede saber con toda certeza que su pecado es quitado y que su iniquidad es cubierta. Pon tu mirada en el hecho de que tienes un sustituto que ha soportado la ira divina en tu lugar y no conocerás ningún miedo de condenación.

 

“Jehová alzó Su vara;

Oh Cristo, y cayó sobre Ti;

Tú fuiste severamente golpeado por Tu Dios;

Y no hay ni un solo azote para mí”.

 

Queridos hermanos, observen quién fue el que murió, pues esto les ayudará. Cristo Jesús, el Hijo de Dios, murió, el justo por los injustos. Quien fue su Salvador no era un mero hombre. Los que niegan la Deidad de Cristo son consistentes en rechazar la expiación. No es posible sostener una apropiada propiciación vicaria por el pecado a menos que sostengas que Cristo era Dios. Aunque una persona pudiera sufrir por otra, con todo, los sufrimientos de un hombre pudieran dejar sin satisfacción los de millones de millones de hombres. ¿Qué eficacia pudiera haber en la muerte de una persona inocente para quitar las transgresiones de una multitud? No, la razón es que el que cargó con nuestros pecados sobre el madero era Dios sobre todo, bendito por siempre; el que permitió que Sus pies fueran clavados al madero no era otro sino el mismo Verbo que era en el principio con Dios, y que también era Dios; porque el que inclinó Su cabeza a la muerte no era otro que el Cristo, quien es la inmortalidad y la vida: Su muerte tenía eficacia para quitar los pecados de todos aquellos por quienes murió. Cuando pienso en mi Redentor y recuerdo que Él mismo es Dios, yo pienso que si asumió mi naturaleza y murió, entonces en verdad mi pecado ha sido quitado. Puedo confiar en eso. Yo estoy seguro de que si Aquel que es infinito y omnipotente ofreció una satisfacción por mis pecados, no necesito preguntar en cuanto a la suficiencia de la expiación, ¿pues quién se atrevería a sugerir algún límite a su poder? Lo que Jesús hizo y sufrió tiene que ser igual a cualquier emergencia. Si mis pecados fueran incluso más grandes de lo que son, Su sangre puede emblanquecerlos más que la nieve. Si Dios encarnado murió ocupando mi lugar, mis iniquidades han sido limpiadas.

 

Además, recuerden quién fue el que murió, y tengan otra visión de Él. Fue Cristo que traducido quiere decir: “el ungido”. El que vino para salvarnos no vino sin que fuera enviado o comisionado. Él vino por la voluntad de Su Padre, diciendo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí”. Él vino por el poder del Padre, “A quien Dios puso como propiciación por nuestros pecados”. Él vino con la unción del Padre, diciendo: “El Espíritu del Señor está sobre mí”. Él era el Mesías enviado por Dios. El cristiano no tiene por qué tener temor de condenación cuando ve que Cristo muere en su lugar porque Dios mismo estableció que Cristo muriera, y si Dios mismo arregló el plan de la sustitución y designó al sustituto, no puede repudiar la obra vicaria. Aun si no pudiésemos hablar como lo hemos hecho de la gloriosa persona de nuestro Señor, con todo, si la soberanía y la sabiduría divinas eligieron a alguien como Cristo para cargar con nuestro pecado, podemos estar muy satisfechos de tomar la selección de Dios, y contentarnos con lo que contenta al Señor.

 

Además, creyente, el pecado no puede condenarte porque Cristo murió. Sus sufrimientos, no lo dudo, fueron vicarios mucho antes de que viniera a la cruz, pero aun así la sustancia del castigo merecido por el pecado era la muerte, y fue cuando Jesús murió que terminó la prevaricación, puso fin al pecado, expió la iniquidad y trajo la justicia perdurable. La ley no podía ir más allá de su propia sentencia capital, que es la muerte: este fue el terrible castigo pronunciado en el huerto: “El día que de él comieres, ciertamente morirás”. Cristo murió físicamente, con todos los concomitantes de ignominia y dolor, y Su muerte interior, que fue la parte más amarga de la sentencia, fue acompañada por la pérdida del semblante de Su Padre y por un horror inenarrable. Él descendió al sepulcro y por tres días y tres noches durmió en el interior de la tumba, muerto realmente. Aquí está nuestro gozo, nuestro Señor ha sufrido el extremo castigo y ha dado sangre por sangre, y vida por vida. Él pagó todo lo que estaba pendiente, pues ha pagado con Su vida; Él se entregó por nosotros, y cargó con nuestros pecados en Su propio cuerpo sobre el madero, de manera que Su muerte es la muerte de nuestros pecados. “Cristo es el que murió”.

 

No hablo de estas cosas haciendo gala de adornos verbales, sino que les doy la doctrina desnuda. Que el Espíritu de Dios aplique estas verdades a sus almas, y ustedes verán que no puede haber ninguna condenación en contra de aquellos que están en Cristo.

 

Es muy cierto, amados, que la muerte de Cristo debe de haber sido eficaz para quitar los pecados que fueron puestos sobre Él. No es concebible que Cristo muriera en vano, quiero decir, no es concebible sin blasfemia, y yo espero que no caigamos en eso. Él fue designado por Dios para llevar el pecado de muchos, y aunque Él mismo era Dios, con todo, Él vino al mundo y tomó sobre Sí la forma de un siervo y cargó con esos pecados, no meramente en dolor sino en la muerte misma, y no es posible que sea derrotado o que se vea decepcionado en Su propósito. El propósito de la muerte de Cristo no se verá frustrado ni en una jota o tilde. Jesús verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho. Se hará lo que tenía el propósito de lograr por medio de la muerte, y no derramará Su sangre en el suelo como un desperdicio en ningún sentido o medida. Entonces, si Jesús murió por ti, este sólido argumento permanece: que como Él no murió en vano, tú no perecerás. Él ha sufrido y tú no sufrirás. Él ha sido condenado y tú no serás condenado. Él ha muerto por ti y ahora te da la promesa: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis”.

 

II.   El apóstol pasa a un segundo argumento que apuntala con estas palabras: “más aun”. Cristo es el que murió; más aun, EL QUE TAMBIÉN RESUCITÓ”. No creo que le estemos dando el peso suficiente a “más aun”. La muerte de Cristo es la base empedrada de todo consuelo, pero no podemos pasar por alto el hecho de que el apóstol considera que la resurrección de Cristo produce un consuelo más rico que Su muerte: “más aun, el que también resucitó”. ¿Cómo podemos derivar un mayor consuelo de la resurrección de Cristo que de Su muerte, si de Su muerte obtenemos una base suficiente de consuelo? Yo respondo que la resurrección de nuestro Señor denotaba la total absolución de todo el pecado que fue cargado sobre Él. Una mujer está abrumada por las deudas: ¿cómo será liberada de sus pasivos? Un amigo, movido por el gran amor que le tiene, se casa con ella. Tan pronto se realiza la ceremonia del matrimonio, por ese mismo hecho ella ha sido eximida de toda deuda, porque sus deudas son ahora de su esposo, y al tomarla a ella él toma todas sus obligaciones. Ella puede recibir consuelo de ese pensamiento, pero está mucho más tranquila cuando su amado visita a los acreedores, paga todo y le lleva los recibos. Primero, ella es confortada por el matrimonio que la alivia legalmente de su responsabilidad, pero descansa mucho más cuando su propio esposo queda libre de toda la responsabilidad que asumió. Nuestro Señor tomó nuestras deudas; en la muerte las pagó, y en la resurrección borró el registro. Por Su resurrección quitó el último vestigio de cargo en contra nuestra, pues la resurrección de Cristo fue la declaración del Padre de que estaba satisfecho con la expiación del Hijo. Como lo expresa el autor del himno:

 

“El Señor en verdad ha resucitado,

Entonces la justicia ya no pide nada más;

La misericordia y la verdad se han puesto ahora de acuerdo

Aunque antes se oponían.

 

En su prisión de la tumba el rehén y fianza de nuestras almas habría estado confinado hasta esta precisa hora a menos que la satisfacción que Él ofreció fuera satisfactoria para Dios, pero siendo plenamente aceptado, fue liberado de las ataduras y todo Su pueblo es así justificado. “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó”.

 

Observen adicionalmente que la resurrección de Cristo indicó nuestra aceptación ante Dios. Cuando Dios le levantó de los muertos dio testimonio por medio de ello de que había aceptado la obra de Cristo, pero la aceptación de nuestro representante es nuestra aceptación. Cuando el embajador francés fue despedido de la Corte de Prusia eso significaba que la guerra estaba declarada, y cuando el embajador fue recibido de nuevo, la paz fue restablecida. Cuando Jesús fue tan acepto a Dios que resucitó de los muertos, cada uno de los que creemos en Él fue aceptado también por Dios, pues lo que fue hecho a Jesús fue en efecto hecho a todos los miembros de Su cuerpo místico. Con Él estamos crucificados, con Él estamos sepultados, con Él hemos resucitado y en Su aceptación somos aceptos.

 

¿Acaso Su resurrección no indicaba también que había cumplido con la totalidad del castigo, y que su muerte era suficiente? Supongan por un instante que mil ochocientos y pico de años hubiesen transcurrido y que todavía dormitara en la tumba. En tal caso habríamos podido creer que Dios había aceptado el sacrificio vicario de Cristo y que le resucitaría finalmente de los muertos, pero habríamos tenido nuestros miedos. Pero ahora tenemos ante nuestras miradas un signo y una señal tan consoladores como el arcoíris en el día de la lluvia, pues Jesús ha resucitado, y es claro que la ley no puede exigirle nada más. Vive ahora por una nueva vida, y la ley no tiene ningún reclamo en contra Suya. Aquel contra quien el reclamo fue presentado ha muerto y su vida presente no es una vida contra la cual la ley pueda presentar una demanda. Lo mismo sucede con nosotros: la ley tenía reclamos contra nosotros antes, pero somos nuevas criaturas en Cristo Jesús, hemos participado en la vida resucitada de Cristo y la ley no puede exigir castigos por nuestra nueva vida. La simiente incorruptible en nuestro interior no ha pecado pues es nacida de Dios. La ley no puede condenarnos ya que hemos muerto para ella en Cristo y estamos más allá de su jurisdicción.

 

Dejo con ustedes este bendito consuelo. Su fianza ha saldado la deuda por ustedes, y siendo justificado en el Espíritu, ha salido del sepulcro. No pongan una carga sobre ustedes por su incredulidad. No aflijan a su conciencia con obras muertas, sino vuélvanse a la cruz de Cristo y busquen una revivida conciencia de perdón por medio del lavamiento de la sangre.

 

III.   Ahora debo proseguir al tercer punto sobre el que insiste el apóstol. “EL QUE ADEMÁS ESTÁ A LA DIESTRA DE DIOS”. Tengan en cuenta todavía que lo que Jesús es, Su pueblo también lo es, pues son uno con Él. Su condición y posición son típicas de las suyas. “El que además está a la diestra de Dios”. Eso significa amor, pues la diestra es para los amados. Eso significa aceptación. ¿Quién se sentará a la diestra de Dios sino alguien que es amado por Dios? Eso significa honor. ¿A quién de los ángeles le ha dado el sentarse a Su diestra? ¡El poder está implicado también! No puede decirse de ningún querubín ni de ningún serafín que esté a la diestra de Dios. Cristo, entonces, que una vez sufrió en la carne, está a la diestra de Dios en amor y en aceptación y en honor y en poder. Entonces vean la fuerza de la interrogación, “¿Quién es el que condenará?” Puede hacerse evidente de una doble manera. “¿Quién podría condenarme mientras tenga un amigo como ese en la corte? Mientras mi representante se siente cerca de Dios ¿cómo puedo ser condenado?” Pero, a continuación, yo estoy donde Él está, pues está escrito, “Y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús”. ¿Pueden suponer que sea posible condenar a uno que ya está a la diestra de Dios? La diestra de Dios es un lugar tan cercano, tan eminente, que uno no puede suponer que un adversario presente allí una acusación en contra nuestra. Sin embargo, allí está el creyente en su representante ¿y quién se atrevería a acusarle? Le fue achacado a Amán como su peor crimen que buscara maquinar la muerte de la propia reina Ester, tan amada por el corazón del rey; ¿y acaso cualquier enemigo podría condenar o destruir a quienes son más amados por Dios de lo que Ester fuera jamás por Asuero, pues se sientan a Su diestra, vital e indisolublemente unidos a Jesús? Supón que realmente estuvieras a la diestra de Dios, ¿tendrías entonces algún miedo de ser condenado? ¿Crees que los espíritus relucientes delante del trono sienten algún temor de ser condenados, aunque antes fueron pecadores como tú mismo? “No” –dices tú- “yo tendría una confianza perfecta si estuviera allí”. Pero tú estás allí en tu representante. Si crees que no estás voy a hacerte esta pregunta: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?” ¿Acaso está dividido Cristo? Si tú eres un creyente tú eres uno con Él y los miembros tienen que estar donde está la cabeza. Mientras no condenen a la cabeza no pueden condenar a los miembros. ¿No queda claro eso? Si tú estás a la diestra de Dios en Cristo Jesús, ¿quién es el que condenará? Que condenen a esas huestes vestidas de blanco que por siempre rodean el trono de Dios y arrojan sus coronas a Sus pies; que intenten eso, digo yo, antes de que acusen al más insignificante creyente en Cristo Jesús.

 

IV.   La última palabra que el apóstol nos da es: “EL QUE TAMBIÉN INTERCEDE POR NOSOTROS”. Esta es otra razón por la que el miedo a la condenación no debería pasar nunca por nuestra mente si en verdad hemos confiado nuestras almas a Cristo, pues si Jesús intercede por nosotros tiene que asegurarse de interceder para que no seamos condenados nunca. Él no dirigiría Su intercesión a puntos menores sin prestar atención a los mayores. “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo” incluye el hecho del perdón de todos sus pecados pues no podrían ir allí si sus pecados no fuesen perdonados. Tengan la seguridad de que un Salvador intercesor asegura la absolución de Su pueblo.

 

Reflexionen en que la intercesión de nuestro Señor tiene que ser prevalente. No se puede suponer que Cristo pida en vano. Él no es ningún humilde peticionario a la distancia que, con gemido y suspiro pide lo que no merece, sino que llevando el pectoral que destella con las joyas que exhiben los nombres de Su pueblo y presentando Su propia sangre como una expiación infinitamente satisfactoria para el propiciatorio de Dios, argumenta con incuestionable autoridad. Si la sangre de Abel, clamando desde la tierra, fue oída en el cielo haciendo descender la venganza, mucho más la sangre de Cristo que habla de detrás del velo, asegura el perdón y la salvación de Su pueblo. El argumento de Jesús es indisputable y no puede hacerse a un lado. Él argumenta esto: “Yo sufrí ocupando el lugar de ese hombre”. ¿Puede negar ese argumento la infinita justicia de Dios? “Por Tu voluntad, oh Dios, yo me entregué como sustituto de estos que son mi pueblo. ¿No quitarás el pecado de aquellos cuyo lugar ocupé?” ¿Acaso no es esta una buena argumentación? Está el pacto de Dios para eso, está la promesa de Dios para eso, y está el honor de Dios involucrado en eso, de tal manera que cuando Jesús argumenta, no es sólo la dignidad de Su persona la que tiene peso, y el amor que Dios siente por Su unigénito, que es igualmente de peso, pero Su reclamo es abrumador y Su intercesión es omnipotente.

 

¡Cuán a salvo está el cristiano puesto que Jesús vive siempre para hacer intercesión por Él! ¿Me he encomendado a Sus amadas manos? Entonces que nunca lo deshonre como para desconfiar de Él. ¿Realmente confío en Él como el que murió, el que también resucitó, como el que además está a la diestra de Dios y el que también intercede por mí? ¿Puedo permitirme dar cabida a una solitaria sospecha? Entonces, Padre mío, perdona esta gran ofensa y ayuda a Tu siervo mediante una mayor confianza de fe a regocijarme en Cristo Jesús y a decir: “Ahora, pues, ninguna condenación hay”. Ustedes que aman a Cristo y están confiando en Él, retírense con el olor de esta dulce doctrina en sus corazones; pero, oh, para ustedes que no han confiado en Cristo hay una condenación presente. Ustedes ya han sido condenados porque no han creído en el Hijo de Dios; y hay una condenación futura para ustedes, pues viene el día, el terrible día cuando los impíos serán como estopa en el fuego de la ira de Jehová. La hora se apresura cuando el Señor ajustará el juicio a cordel, y a nivel la justicia, y barrerá con los refugios de mentiras. Ven, pobre alma, ven y confía en el Crucificado, y vivirás, y te regocijarás con nosotros porque nadie puede condenarte.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Isaías 53.     

 

Traductor: Allan Román

21/Agosto/2014

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