El Púlpito de
Un
Extraordinario Salvador
NO.
111
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL MUSIC HALL, ROYAL SURREY GARDENS,
LONDRES.
“Grande para salvar”. Isaías 63: 1
Esta aseveración se
refiere, por supuesto, a nuestro bendito Señor Jesucristo, quien es descrito
como “éste que viene de Edom, de Bosra, con vestidos rojos”, y quien, cuando se
le pregunta quién es, responde: “Yo, el que hablo en justicia, grande para
salvar”. Entonces será bueno que al comienzo de nuestro discurso hagamos uno o
dos comentarios concernientes a la misteriosamente compleja persona del Hombre
y Dios a quien llamamos nuestro Redentor, a saber, Jesucristo nuestro Salvador.
Uno de los misterios de la religión cristiana es que nos enseña a creer que
Cristo es Dios y, no obstante, que es hombre. Basándonos en
Igualmente se nos enseña
a creer que Él es hombre.
No necesitamos informarles
que es extraordinario pues, como lectores de las Escrituras, todos ustedes
creen en el poder y en la majestad del Hijo Encarnado de Dios. Creen que Él es
el Regente de
Primero, vamos a
considerar lo que significan las
palabras: “para salvar”; en segundo lugar, veremos cómo comprobamos el hecho de que Él es “grande para salvar”; en
tercer lugar, la razón por la que Él es
“grande para salvar”; y luego, en cuarto lugar, las inferencias que han de extraerse de la doctrina de que Jesucristo
es “grande para salvar”.
I. Primero,
entonces, ¿QUÉ HEMOS DE ENTENDER POR LAS PALABRAS: “PARA SALVAR”?
Comúnmente cuando la
mayoría de los hombres lee estas palabras, considera que quieren decir:
‘salvación del infierno’. Tienen razón parcialmente, pero la noción es
altamente deficiente. Es cierto que Cristo salva efectivamente a los hombres
del castigo de su culpa. Él lleva al cielo a quienes merecen la ira eterna y el
disgusto del Altísimo. Es cierto que Él borra “la iniquidad, la rebelión y el
pecado”, y que las iniquidades del remanente de Su pueblo son pasadas por alto
gracias a Su sangre y Su expiación. Pero ese no es todo el significado que está
contenido en las palabras “para salvar”. Esta deficiente explicación subyace en
la raíz de los errores que muchos teólogos han cometido, en razón de los cuales
han rodeado de brumas su sistema de teología. Han dicho que salvar es arrebatar
a los hombres como se arrebata a los tizones del fuego: que es salvarlos de la
destrucción, si se arrepienten. Pero quiere decir muchísimo más, y casi diría,
infinitamente más que eso. Salvar significa algo más que simplemente librar a
los penitentes de hundirse en el infierno. Por las palabras “salvar” yo
entiendo la totalidad de la grandiosa obra de la salvación, desde el primer
deseo santo y desde la primera convicción espiritual, hasta la completa santificación.
Todo eso es realizado por Dios por medio de Jesucristo. Cristo no sólo es
grande para salvar a los que efectivamente se arrepienten, sino que es capaz de
hacer que las personas se arrepientan. Él no está ocupado simplemente en llevar
al cielo a quienes creen, sino que es poderoso para dar a los hombres nuevos
corazones y para generar la fe en ellos. Él no es meramente poderoso para dar
el cielo a alguien que lo desea, sino que es poderoso para hacer que el hombre
que odia la santidad la ame, para constreñir al despreciador de Su nombre a
doblar su rodilla delante de Él, y para hacer que el réprobo más esclavizado
por los vicios se vuelva del error de sus caminos.
Por las palabras “para
salvar” yo no entiendo lo que algunos pretenden que significan. Nos dicen en su
teología que Cristo vino al mundo para colocar a todos los hombres en un estado
salvable, para hacer que la salvación de todos los hombres sea posible gracias
a sus propios esfuerzos. Yo no creo que Cristo viniera por algo así. Yo no creo
que viniera al mundo para colocar a los hombres en un estado salvable, sino para colocarlos en un
estado salvado; no vino para ponerlos
donde pudieran salvarse por sí solos, sino para realizar la obra en ellos y por
ellos, de principio a fin. Mis queridos oyentes, si yo creyera que Cristo sólo
vino para ponerlos a ustedes y a mí también en un estado en el que pudiéramos
salvarnos a nosotros mismos, yo renunciaría a la predicación desde ahora y para
siempre, pues conociendo algo acerca de la maldad de los corazones de los
hombres -ya que sé algo acerca del mío- y sabiendo cuánto odian naturalmente
los seres humanos la religión de Cristo, yo abandonaría la esperanza de todo
éxito en la predicación de un evangelio que sólo tuviera que exponer pero cuyos
efectos dependieran de la voluntaria aceptación que le dieran personas no
renovadas y no regeneradas. Si yo no creyera que hay una fuerza que sale con la
palabra de Jesús, que hace que los hombres se ofrezcan voluntariamente en el
día de Su poder, y que los vuelve del error de sus caminos gracias a la
potencia extraordinaria, sobrecogedora y constrictiva de una influencia divina
y misteriosa, yo cesaría de gloriarme en la cruz de Cristo. Cristo, repetimos,
es poderoso, no simplemente para colocar a los hombres en una condición
salvable, sino que es absoluta y enteramente poderoso para salvarlos. Yo
considero este hecho como una de las pruebas más grandiosas del carácter divino
de la revelación de
Pero eso no agota todo
el significado. Nuestro Señor no sólo es grande para hacer que los hombres se
arrepientan, para vivificar a los que están muertos en el pecado, y para
volverlos de sus necedades y de sus iniquidades. Él es exaltado para hacer algo
más que eso: Él es grande para hacer que sigan siendo cristianos después de
haberlos hecho cristianos, y es grande para preservarlos en Su temor y amor
hasta llevarlos a la consumación de su existencia espiritual en el cielo. El poder
de Cristo no radica en convertir a alguien en un creyente, para luego dejar que
posteriormente se las arregle por sí mismo, sino que Aquel que comienza la
buena obra, la continúa. Aquel que implanta el primer germen de vida que
vivifica al alma muerta, da posteriormente la vida que prolonga la existencia
divina, y otorga ese extraordinario poder que destroza al final toda atadura de
pecado y lleva al alma perfeccionada a la gloria. Nosotros sostenemos, enseñamos
y creemos, sobre la base de la autoridad de
II. ¿CÓMO
PODEMOS COMPROBAR QUE CRISTO ES “GRANDE PARA SALVAR”?
Primero presentaremos el
argumento más sólido y sólo vamos a necesitar uno. El argumento es que Él lo ha hecho. No necesitamos ningún otro;
sería superfluo añadir otro. Él ha salvado
a los hombres. Él los ha salvado, en toda la extensión y el significado de la
palabra que hemos procurado explicar. Pero con el objeto de exponer esta verdad
bajo una clara luz, vamos a suponer el peor de los casos. Es muy fácil
imaginar, dicen algunos, que cuando el Evangelio de Cristo es predicado aquí a
algunas personas que son amistosas y virtuosas y que siempre han sido educadas
en el temor de Dios, reciban el Evangelio con amor. Muy bien, entonces no
tomaremos un tal caso. Ustedes ven a aquel isleño de los Mares del Sur. Acaba
de concluir una diabólica comida de carne humana. Es un caníbal. De su cinturón
penden cabelleras de seres humanos que él ha asesinado y de cuya sangre se
gloría. Si ustedes desembarcaran en su costa, él se los comería también, a
menos que procedieran con sumo cuidado. Ese hombre se inclina ante un bloque de
madera. Es una pobre criatura ignorante y degradada, y muy poco alejada de la
bestia. Ahora bien, ¿tiene poder el Evangelio de Cristo para domar a ese
hombre, para tomar las cabelleras que penden de su cinturón, para hacer que
renuncie a sus prácticas sangrientas, y a sus dioses, y hacer que se convierta
en un cristiano civilizado? Ustedes saben, mis queridos amigos, que se habla
mucho acerca del poder de la educación en Inglaterra; puede haber mucho de
cierto en eso; la educación puede hacer mucho por algunas personas que están
aquí, no en un sentido espiritual, sino en un sentido natural; pero, ¿qué haría
la educación con este salvaje? Vayan y pruébenlo. Envíenle al mejor maestro de
Inglaterra: se lo comería antes de que terminara el día. Eso sería todo lo
bueno de ese esfuerzo. Pero si va el misionero con el Evangelio de Cristo, ¿qué
será de él? Vamos, en multitudes de casos, el misionero ha sido el pionero de
la civilización y bajo la providencia de Dios ha escapado de una muerte cruel.
Va con amor en sus manos y en sus ojos; le habla al salvaje. Y fíjense bien, ya
que les estamos compartiendo ahora hechos, no sueños. El salvaje depone su
hacha de combate. Dice: “es maravilloso; lo que este hombre me dice es prodigioso,
voy a sentarme para escucharlo”. Escucha y las lágrimas ruedan por sus
mejillas; se enciende en él un sentimiento de humanidad que nunca antes ardió en
el interior de su alma. Dice: “creo en el Señor Jesucristo”, y pronto está
vestido y en su sano juicio, y se convierte en un hombre en todos los sentidos,
en un hombre tal como pudiéramos desear que fueran todos los hombres. Ahora
bien, nosotros afirmamos que esto comprueba que el Evangelio de Cristo no viene
a la mente que está preparada para él, sino que por sí mismo prepara a la
mente; que Cristo no pone meramente la semilla en la tierra que ha sido
preparada de antemano, sino que ara también el suelo, sí, y lo arrellana, y
realiza la plenitud de la obra. Él es sumamente capaz de hacer todo eso.
Pregúntenles a nuestros misioneros que están en el África, en medio de los
peores bárbaros del mundo, pregúntenles si el Evangelio de Cristo es capaz de
salvar, y les señalarían el craal del hotentote, y luego les señalarían las
casas de los kuramanes y les dirían: “¿Qué ha provocado esta diferencia, sino
la palabra del Evangelio de Cristo Jesús?” Sí, queridos hermanos, hemos tenido
pruebas suficientes en países paganos, y no necesitamos decir nada más, pues
contamos también con suficientes pruebas
en casa. Hay algunos que predican un evangelio que es muy apropiado para educar
al hombre en asuntos morales, pero que es totalmente inapropiado para salvarlo
o para mantener sobrios a los hombres que se han vuelto borrachos. Hay algunos
que predican algo que es lo suficientemente bueno para suministrarles a los
hombres un tipo de vida cuando ya la tienen, pero que no es bueno para
vivificar a los muertos ni para salvar el alma, y que puede entregar más bien a
la desesperación a los propios personajes a quienes el Evangelio de Cristo
pretendía alcanzar.
Pero yo podría contarles
unas historias de algunos que se han sumergido de cabeza en los golfos más
negros del pecado, que nos horrorizarían a todos, si les permitiéramos contar
de nuevo su culpa. Yo podría decirles cómo han venido a la casa de Dios con una
actitud agresiva en contra del ministro, resueltos a burlarse de cualquier cosa
que dijera. Se quedaron un momento; alguna palabra atrajo su atención; pensaron
en su interior: “voy a oír esa frase”. Fue algún dicho directo y conciso que
penetró en sus almas. No supieron cómo fue, pero se quedaron arrobados, y se
demoraron para oír por un poco más de tiempo; y gradualmente, inconscientemente
para ellos mismos, las lágrimas comenzaron a brotar, y cuando se fueron,
estaban poseídos por un sentimiento extraño y misterioso que los condujo a sus
aposentos. Cayeron de rodillas; contaron delante de Dios toda la historia de su
vida. Él les dio la paz a través de la sangre del Cordero, y muchos de ellos fueron
a la casa de Dios para decir: “Venid, oíd y contaré lo que ha hecho Dios por mi
alma”, y para:
“Decirles a los pecadores a la redonda
Cuán amado Salvador habían encontrado”.
Recuerden el caso de
John Newton, aquel grande y poderoso predicador de Santa María, en Woolnoth, un
ejemplo del poder de Dios para cambiar el corazón así como para dar paz cuando
el corazón es cambiado. ¡Ah!, queridos oyentes, a menudo pienso: “Esta es la más
grandiosa demostración del poder del Salvador”. Si se predicara otra doctrina,
¿lograría lo mismo? Si lo hiciera, ¿por qué no hacer que cada hombre reúna una
multitud en torno suyo y la predique? ¿Realmente lo haría? Si lo hiciera,
entonces la sangre de las almas de los hombres habría de recaer en el hombre
que no la proclamara denodadamente. Si cree que su evangelio efectivamente salva
almas, ¿cómo explica que suba a su púlpito desde el primero de Enero hasta el
último de día de Diciembre, y no se entere nunca de que alguna ramera se haya
vuelto honesta ni de que un borracho haya conocido la sobriedad? ¿Por qué? Por
esta razón: porque es una pobre dilución del cristianismo. Es algo semejante a
él, pero no es el cristianismo audaz y auténtico de
La mejor prueba que
pueden obtener jamás de que Dios es grande para salvar, queridos oyentes, es
que Él los salvó a ustedes. ¡Ah, mi
querido oyente, sería un milagro que Él salvara a tu prójimo que está a tu
lado, pero sería un milagro mayor que te salvara a ti! ¿Qué eres tú esta mañana?
¡Responde! “Yo soy un infiel”, dice uno; “yo odio y desprecio a la religión de
Cristo”. ¡Pero supón, amigo, que hubiera un poder en esa religión para que un
día fueras conducido a creer en ella! ¿Qué dirías entonces? ¡Ah!, yo sé que te
enamorarías de ese Evangelio eternamente, pues dirías: “yo, entre todos los
hombres, fui el último en recibirlo, y con todo, sin saber cómo, heme aquí
habiendo sido conducido a amarlo”. ¡Oh!, un hombre semejante, cuando es
constreñido a creer, se convierte en el más elocuente predicador en el mundo.
“¡Ah!, pero” –dice otro- “yo he sido por principio un quebrantador del día
domingo, yo desprecio el día de guardar, yo odio entera y plenamente cualquier
cosa religiosa”. Bien, yo no puedo probarte nunca que la religión sea verdadera,
a menos que se apodere de ti alguna vez, y que te haga un hombre nuevo.
Entonces dirás que hay algo en ella. “De cierto, de cierto te digo, que lo que
sabemos hablamos, y lo que hemos visto testificamos”. Cuando sentimos el cambio
que ha obrado en nosotros mismos, entonces hablamos de hechos y no de
fantasías, y también hablamos valerosamente. Repetimos, entonces, que Él es
“grande para salvar”.
III. Pero
ahora la pregunta es: ¿POR QUÉ CRISTO ES “GRANDE PARA SALVAR”? Para esto hay
diversas respuestas.
Primero, si tomamos la
palabra “salvar” en la acepción popular del término –que, después de todo, aunque
sea verdadera, no es su significado pleno- si entendemos que ‘salvación’ quiere
decir perdón del pecado y salvación del infierno, Cristo es grande para salvar,
debido a la eficacia infinita de Su
sangre expiatoria. ¡Pecador!, por negro que estés por el pecado, Cristo es
capaz esta mañana de volverte más blanco que la nieve recién caída. Tú
preguntas por qué. Yo te lo diré. Es capaz de perdonar porque Él fue castigado
por tu pecado. Si tú sabes y sientes efectivamente que eres un pecador, si no
tienes ninguna esperanza o refugio delante de Dios excepto en Cristo, entonces
has de saber que Cristo es grande para perdonar porque fue castigado una vez
por el propio pecado que tú cometiste, y por tanto, Él puede remitirlo
libremente porque el castigo fue pagado enteramente por Él mismo.
Siempre que toco este
tema me veo tentado a contar una historia; y aunque ya la he contado muchísimas
veces a oídos de muchos de ustedes, otros nunca la han oído, y es la manera más
sencilla de exponer la fe que tengo en la expiación de Cristo:
En una ocasión un pobre
irlandés vino a verme a la sacristía. Se presentó más o menos de esta manera:
“su reverencia, vengo a hacerle una pregunta”. “En primer lugar” –le respondí-
“yo no soy un reverendo, ni podría reclamar ese título; a continuación, ¿por
qué no acudes a tu sacerdote para hacerle esa pregunta?” “Bien, su reveren…,
quiero decir, señor, yo acudí a él, pero no me respondió de una manera muy
satisfactoria que digamos, así que me dirijo a usted para preguntarle, y si me
respondiera, le daría paz a mi mente pues estoy muy turbado al respecto”.
“¿Cuál es la pregunta?”, le dije. “Pues es esta: usted dice y otros también lo
dicen, que Dios es capaz de perdonar el pecado. Ahora bien, yo no puedo ver
cómo puede ser justo, y con todo, perdonar el pecado, pues” –dijo el pobre
hombre- “yo he sido tan grandemente culpable que si el Dios Todopoderoso no me
castigara, debería hacerlo; siento
que Él no sería justo si permitiera que yo me quedara sin un castigo. ¿Cómo,
entonces, señor, puede ser cierto que Él puede perdonar y, sin embargo, puede conservar
el título de justo?” “Bien” –le respondí yo- “es por medio de la sangre y de los
méritos de Jesucristo”. “¡Ah!, -dijo él- “pero entonces yo no entiendo lo que
quiere decir con eso. Es el tipo de respuesta que recibí de parte del
sacerdote, pero yo quería que me explicara más claramente cómo era que la
sangre de Cristo podía hacer a Dios justo. Usted dice que lo hace, pero quiero
saber cómo”. “Bien, entonces”, -dije yo- “te diré lo que me parece que es el
sistema completo de la expiación, que yo considero como la quinta esencia, la
raíz, la médula y la sustancia de todo el Evangelio. Esta es la manera en la que
Cristo es capaz de perdonar: “Supón” –le dije- “que hubieras matado a alguien.
Serías un asesino. Serías condenado a morir merecidamente”. “Sin duda” –dijo
él- “que lo merecería”. “Bien, su majestad la reina está muy deseosa de salvar
tu vida, y con todo, al mismo tiempo, la justicia universal exige que alguien
muera debido al acto que se ha cometido. Ahora bien, ¿cómo habrá de
arreglárselas?” El hombre respondió: “He ahí el punto. Yo no puedo ver cómo
puede ser inflexiblemente justa y, con todo, permitir que yo escape. “Bien”
–comenté- “supón, Pat, que me dirigiera a ella y le dijera: “Su majestad, aquí
tenemos a este pobre irlandés que merece ser colgado; yo no quiero apelar la
sentencia porque la considero justa; pero, si usted me lo permite, yo lo amo
tanto que si me colgara en su lugar, yo estaría muy dispuesto a padecerlo”.
Pat, supón que ella estuviera anuente a hacerlo y me colgara en tu lugar; ¿qué
pasa entonces? ¿Sería justa la reina dejándote ir?” “Sí” –respondió él- “creo
que sí. ¿Colgaría la reina a dos por un solo delito? Yo diría que no. Yo
saldría libre y no hay ningún policía que me detendría por ello”. “¡Ah!”,
-comenté yo- “así es como Jesús salva. ‘Padre’ –dijo Él- ‘Yo amo a estos pobres
pecadores; ¡permite que padezca en vez de ellos!” ‘Sí’ –dijo Dios- ‘lo harás’;
y murió en el madero y sufrió el castigo que todo Su pueblo elegido debería
haber sufrido, de tal manera que ahora todos los que creen en Él -comprobando
de esa manera que son Sus elegidos- pueden concluir que Él fue castigado por
ellos, y que, por tanto, ellos no pueden ser castigados nunca”. “Bien”, -dijo
él, mirándome a la cara una vez más- “entiendo lo que quiere decirme; pero
¿cómo es que si Cristo murió por todos los hombres, a pesar de eso, algunos
hombres son castigados de nuevo? Pues eso es injusto”. “¡Ah!”, -le respondí-
“yo nunca te dije eso. Yo te digo que Él murió por todos los que creen en Él, y
por todos los que se arrepienten, y que fue castigado por sus pecados, tan
absoluta y realmente, que ninguno de ellos será castigado de nuevo jamás”.
“Claro” –dijo el hombre batiendo sus palmas, “ese es el Evangelio; si no lo es,
entonces no sé nada, pues nadie pudo haber inventado eso; es tan prodigioso.
¡Ah!” –dijo él mientras bajaba las escaleras, “Pat es salvo ahora; cargado con
todos sus pecados, Pat va a confiar en el Hombre que murió por él, y así será
salvo”.
Querido oyente, Cristo
es grande para salvar, porque Dios no apartó la espada sino que la hundió en el
corazón de Su propio Hijo. Él no perdonó la deuda ya que fue pagada con gotas
de sangre preciosa, y ahora el gran recibo está clavado en la cruz, y nuestros
pecados con él, de tal manera que podemos quedar libres si creemos en Él. Por
esta razón Él es “grande para salvar”, en el verdadero sentido de la palabra.
Pero en el sentido
amplio de la palabra -entendiendo que quiere decir todo lo que he dicho que
significa- Él es “grande para salvar”. ¿Cómo es que Cristo es capaz de hacer
que los hombres se arrepientan, que crean y que se vuelvan a Dios? Alguien
responde: “pues bien, por la elocuencia de los predicadores”. ¡Dios no quiera
que digamos eso jamás! No es “con ejército, ni con fuerza”. Otros responden
así: “Es por la fuerza de la persuasión moral”. Dios no quiera que digamos “sí”
a eso; pues la persuasión moral ya ha sido probada en el hombre lo suficiente,
y con todo, no ha tenido éxito. ¿Cómo lo lleva a cabo? Respondemos que por
medio de algo que algunos de ustedes desprecian, pero que, sin embargo, es un
hecho. Lo hace por la influencia omnipotente de Su Divino Espíritu. Mientras
las personas están oyendo la palabra, el Espíritu Santo obra el arrepentimiento
en aquellos a los que Dios habrá de salvar. Él cambia el corazón y renueva el
alma. Es verdad que la predicación es el instrumento, pero el Espíritu Santo es
el grandioso agente. Es cierto que la verdad es el instrumento de la salvación,
pero el Espíritu Santo es quien aplica la verdad que salva el alma. ¡Ah!, y con
este poder del Espíritu Santo podemos ir a los seres humanos más envilecidos y
degradados y no hemos de temer que Dios no los salve. Si le agradara a Dios, el
Espíritu Santo podría hacer que cada uno de ustedes cayera de rodillas,
confesara sus pecados, y se volviera a Dios en este instante. Él es un Espíritu
Todopoderoso, capaz de obrar prodigios.
Leemos en la vida de Whitefield
que algunas veces, después de la predicación de uno de sus sermones, dos mil
personas profesaban a la vez haber sido salvadas, y realmente muchas de ellas
lo eran. Nosotros nos preguntamos por qué sucedía así. En otros momentos,
predicaba de manera igualmente poderosa, pero ni una sola alma era salvada.
¿Por qué? Porque en un caso el Espíritu Santo acompañaba a
IV. El
cuarto punto era: ¿CUÁLES SON LAS INFERENCIAS QUE SE HAN DE EXTRAER DEL HECHO DE
QUE JESUCRISTO ES GRANDE PARA SALVAR?
Pues bien, primero, hay
un hecho que tienen que aprender los ministros: que deben esforzarse por
predicar con fe, sin vacilaciones. “Oh Dios” –clama el ministro algunas veces,
estando de rodillas- “yo soy débil; les he predicado a mis oyentes, y he
llorado por ellos; he gemido por ellos, pero no quieren volverse a Ti. Sus
corazones son como la muela inferior del molino; no quieren llorar por el
pecado, ni tampoco quieren amar al Salvador”. Luego me parece que veo al ángel
que está de pie junto a él y que le susurra a su oído: “tú eres débil, pero Él
es fuerte; tú no puedes hacer nada, pero Él es ‘grande para salvar’”. Medita en
esto. No es el instrumento, sino Dios. No es la pluma con la que escribe el
autor la que ha de recibir la alabanza de su sabiduría ni el reconocimiento por
haber escrito el volumen, sino que es el cerebro que lo piensa y la mano que
mueve la pluma. Lo mismo sucede en la salvación. No es el ministro, no es el
predicador, sino el Dios que concibe la salvación y que después usa al
predicador para realizarla. ¡Ah!, pobre predicador desconsolado, si sólo has obtenido
poco fruto por tu ministerio, continúa teniendo fe, recordando que está
escrito: “Mi palabra… no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y
será prosperada en aquello para que la envié”. Prosigue con tu labor; ten buen
ánimo. Dios te ayudará. Él te ayudará y lo hará pronto.
Además, aquí tenemos otro
aliciente para los hombres y mujeres que oran pidiéndole a Dios por sus amigos.
Madre, tú has estado gimiendo por tu hijo durante muchos años; él ya es un
adulto y ha abandonado tu techo, pero tus oraciones no han sido escuchadas. Eso
es lo que tú crees. Él está tan tranquilo como siempre; todavía no ha hecho que
tu pecho se alegre. Algunas veces piensas que llevará tus canas con tristeza a
la tumba. Sólo fue ayer que dijiste: “voy a darme por vencida respecto a él, no
voy a orar por él nunca más”. ¡Detente, madre, detente! ¡Por todo lo que es
santo y todo lo que es celestial, alto! No tomes otra vez esa resolución;
¡comienza de nuevo! Tú has orado por él; tú lloraste sobre su frente infantil,
cuando estaba en su cuna; tú le enseñaste cuando llegó al uso de razón, y le
has advertido con frecuencia desde entonces, aunque no ha servido de nada.
¡Oh!, no renuncies a tus oraciones, pues recuerda que Cristo es “grande para
salvar”. Pudiera ser que Él espera para otorgar la gracia, y te mantiene en la
espera para que conozcas más de Su clemencia cuando llegue la misericordia.
Pero continúa orando. Me he enterado acerca de madres que han orado por sus
hijos durante veinte años; sí, y de algunas que han muerto sin ver a sus hijos
convertidos, y entonces su propia muerte fue el instrumento de la salvación de
sus hijos, conduciéndolos a pensar. Sabemos de un padre que había sido un
hombre piadoso durante muchos años, y con todo, nunca tuvo la dicha de ver
convertido a ninguno de sus hijos. Tenía a sus hijos en torno a su lecho y les
dijo al tiempo de morir: “Hijos míos, moriría en paz si pudiera creer que
ustedes me seguirán al cielo; pero esto es lo más aflictivo de todo: no que me
estoy muriendo, sino que los estoy dejando para no volver a verlos jamás”.
Ellos lo miraron, pero no estaban dispuestos a reflexionar en sus caminos. Se
marcharon. Su padre se vio sobrecogido de pronto por grandes nubes y por
oscuridad de mente; en vez de morir apacible y dichosamente, murió
experimentando gran miseria de alma, pero confiando siempre en Cristo. Al
morir, musitó: “¡Oh!, que hubiera muerto una muerte feliz, pues eso habría sido
un testimonio para mis hijos; pero ahora, oh Dios, esta oscuridad y estas nubes
han suprimido en cierta medida mi poder de dar testimonio de la verdad de Tu
religión”. Bien, él murió, y fue enterrado. Los hijos asistieron al funeral. Al
día siguiente, uno de ellos le dijo a su hermano: “¡Hermano, he estado
pensando; nuestro padre fue siempre un hombre piadoso, y si a pesar de ello, su
muerte fue una muerte muy lúgubre, cuánto más lúgubre será la nuestra, sin Dios
y sin Cristo!” “¡Ah!”, –respondió el otro- “ese pensamiento me sacudió a mí
también”. Ellos subieron a la casa de Dios, oyeron
Y finalmente, mis
queridos oyentes, hay muchas personas aquí esta mañana que no sienten ningún
amor por Dios, ni ningún amor por Cristo, pero sienten un deseo de amarlo en
sus corazones. Ustedes están diciendo: “¡Oh!, ¿puede Él salvarme? ¿Puede ser
salvado un ser despreciable como yo?” Ahí estás parado en lo denso de la
multitud, y ahora estás diciendo en tu interior: “¿Podré un día cantar en medio
de los santos en lo alto? ¿Puedo ver que mis pecados sean borrados por la
sangre divina?” “Sí, pecador, Él es ‘grande para salvar’ y eso es un consuelo
para ti”. ¿Te consideras tú el peor de los hombres? ¿Te golpea la conciencia
como con un puño de hierro, y dice que todo ha terminado contigo, que estarás
perdido, que tu arrepentimiento no te servirá de nada, que tus oraciones no
serán escuchadas nunca, que tú estarás perdido para todos los fines y
propósitos? Mi querido oyente, no pienses así. Él es “poderoso para salvar”. Si
tú no puedes orar, Él puede ayudarte a hacerlo; si tú no puedes arrepentirte,
Él puede darte el arrepentimiento; si sientes que es difícil creer, Él puede
ayudarte a creer, pues Él es exaltado en lo alto para dar arrepentimiento, así
como para dar remisión de pecados. Oh, pobre pecador, confía en Jesús; apóyate
en Él. Clama, y que Dios te ayude a hacerlo ahora, el primer domingo del año;
que Él te ayude este mismo día a confiar tu alma a Jesús, y este será uno de
los mejores años de tu vida. “Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por
qué moriréis, oh casa de Israel?” Vuélvanse a Jesús, ustedes, almas
desfallecidas; vayan a Él, pues he aquí, Él les pide que vengan. “El Espíritu y
Que Dios por Su gracia
los haga anuentes, y salve sus almas, por medio de Jesucristo nuestro Señor y
Salvador. Amén.
Traductor: Allan Román
29/Agosto/2012
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