El Púlpito del Tabernáculo
Metropolitano
Una Visita al Sepulcro
NO. 1081
UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el
lugar donde fue puesto el Señor”. Mateo 28: 6.
Las santas mujeres, María Magdalena y la otra María, fueron al
sepulcro, esperando encontrar allí el cuerpo de su Señor con el propósito de
embalsamarlo. Su intención era buena; su voluntad fue acepta delante de Dios;
pero, a pesar de todo eso, su deseo no fue concedido por la simple razón de que
era contrario al designio de Dios: incluso discrepaba con aquello que Cristo
les había predicho y declarado claramente. “No está aquí, pues ha resucitado, como dijo.” Yo deduzco de esto que, como
creyentes, podríamos albergar algunos buenos deseos en nuestros corazones y tratar
sinceramente de ponerlos en práctica, y, con todo, no alcanzar
nunca el éxito en ese esfuerzo, debido a que, gracias a nuestra ignorancia no
hemos entendido, o gracias a nuestro olvido hemos dejado de prestar atención a
cierta palabra de Cristo que se interpone en nuestro camino.
Yo he sabido que esto nos ha ocurrido con la oración. Hemos orado, y no
hemos recibido porque no teníamos un sustento en la palabra de Dios para pedir
lo que solicitábamos. Acaso había alguna prohibición en la Escritura que debió
habernos refrenado de elevar esa petición. Hemos pensado en nuestra vida
diaria, en medio de las ocupaciones del trabajo, que si pudiésemos alcanzar tal
y tal posición, entonces honraríamos a Dios; sin embargo, aunque lo hemos
buscado vigorosamente, y hemos orado insistentemente al respecto, nunca lo
hemos logrado. Dios no tuvo nunca el propósito de que lo lográramos; y, si
hubiésemos tenido éxito en alcanzar nuestro proyecto, habría podido ser más
dañino que ventajoso, un legado de problemas en vez de una herencia de gozo.
Estábamos buscando grandes cosas para nosotros, pero olvidamos aquella
reconvención del Señor: “¿Y tú buscas para ti grandezas? No las busques”. Por
tanto, no esperen realizar todos aquellos deseos que consideren puros y apropiados.
Pudiera ser que no estuvieran discurriendo por el cauce apropiado. Pudiera ser
que hubiere una palabra del Señor que no permite que los vean realizados.
Estas buenas mujeres descubrieron que habían perdido la presencia de
Aquel que era su mayor deleite. “No está aquí”, debe de haberles sonado como un
doble de campanas por los difuntos. Ellas esperaban encontrarle pero Él se
había ido. Pero la aflicción desapareció de sus corazones cuando el ángel agregó:
“Pues ha resucitado.” Yo deduzco de esto que si Dios me quita cualquier cosa
buena, con seguridad se justificará por haberlo hecho, y que, muy
frecuentemente, magnificará Su gracia dándome algo infinitamente mejor.
¿Pensó María que sería algo bueno encontrar el cadáver de su Señor? Tal
vez le habría proporcionado algún tipo de satisfacción nostálgica. Así pensaba
según su pobre juicio. El Señor le quitó ese consuelo. Pero Cristo había
resucitado y tener noticias suyas y posteriormente verle, ¿acaso no fue algo
infinitamente mejor?
¿Has perdido algo últimamente en torno a lo cual tu corazón había
entrelazado todos sus zarcillos? Descubrirás que hay una buena razón para la
privación. El Señor nos quita siempre alguna bendición de plata, con la
intención de otorgarnos un beneficio de oro. Pueden estar seguros de que Él les
dará hierro en vez de madera, y el hierro lo sustituirá con bronce, y en vez de
bronce les dará plata, y en lugar de plata les proporcionará oro. Todo lo que
quita el Señor no es sino algo preliminar para una dádiva mayor. ¿Has perdido a
tu hijo? ¿Qué importaría si descubres que tu Señor es más amoroso que nunca?
Una sonrisa de tu Señor será mejor para ti que todos los alegres retozos de tu
hijo. ¿Acaso no es mejor Él para ti que diez hijos? ¿Has perdido a tu familiar
y compañero que te alegraba a lo largo del valle de la vida? Gracias a esa
pérdida serás ahora conducido a estar más cerca de tu Salvador; Sus promesas
serán más dulces para ti, y el Bendito Espíritu te revelará Su verdad con mayor
claridad. Saldrás ganando con tu pérdida.
Se da el caso de muchísimas plantas que han sido protegidas por algún
gran árbol cuyas ramas frondosas las cubrían de la lluvia azotadora y del
granizo destructor. Súbitamente el árbol ha sido cortado por el hacha cruel del
leñador. Cuando cae el árbol, la plantita ha estado a punto de gritar de miedo.
A partir de ese momento permanecerá desprotegida. Pero no le pasa nada; estos
tristes pronósticos se desvanecen prontamente, pues ahora el sol la baña como
no lo hizo nunca antes, y el rocío cae en mayor abundancia, y la lluvia penetra
hasta sus raíces; y la tierna plantita crece hasta alcanzar una estatura que no
habría conocido de otra manera, ya que el consuelo del que disfrutaba le
impedía el crecimiento. Tú te darás cuenta de que muchos de los consuelos que
te han sido arrebatados eran rémoras para tu apropiado cultivo y, en su
ausencia, obtendrás una abundante compensación, una bendición diez veces mayor.
“No está aquí” es muy triste. Pero, “ha resucitado” es muy alegre. A
Cristo, el que murió, no le puedes ver. No puedes embalsamar con ternura ese
bendito cuerpo. Pero tú verás a Cristo, el que vive, y podrás postrarte a Sus
pies, y oirás de Sus labios las jubilosas palabras: “Id pronto y decid a Mis
discípulos que he resucitado de los muertos.” Vale la pena que recuerden esa
lección. Si Dios la aplica a tu alma, podría producirte un consuelo
reconfortante. Si el Señor te quita algún gozo, te dará otro mejor. “No aflige
ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres”. Estoy seguro de que
ustedes no les niegan nunca a sus hijos ninguna complacencia pura, sin tener en
mente algún bien real. Cuando piden a sus hijos algún pequeño sacrificio, cuántos
de ustedes no tienen una manera de compensárselos para que no salgan perdiendo
por la experiencia en cuestión. Y su Padre celestial tratará asimismo de manera
muy tierna y delicada con ustedes, que son Sus hijos.
Con estos dos comentarios preliminares, procederemos a considerar el
texto mismo. Y convendría decir que algunos de nosotros asistimos esta tarde al
funeral de un querido amigo y diácono de esta iglesia; y, por tal motivo, los
pensamientos que se agitan en nuestro pecho, y las palabras que brotarán de
nuestros labios esta noche, serían más apropiados si estuviere delante de
nosotros el sepulcro abierto. Situémonos allí en la imaginación, y concibamos
que aquella campana –aunque a menudo obstaculiza nuestras devociones al punto
de que me pregunto por qué la gente cristiana necesita fastidiar a otros
cristianos con una campana- produce un repique de muertos para nosotros. Esa
campana debe ayudarnos a ser conducidos a la tumba sobre las alas del sonido,
para que adoptemos la mejor posición en la que estas meditaciones sean
congruentes para la ocasión.
El texto contiene, primero, una
certeza; y, en segundo lugar, una
invitación. Primero, una certeza: “No está aquí, pues ha resucitado”; en
segundo lugar, una invitación: “Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor.”
I. La certeza: “No está aquí, pues ha resucitado”.
Jesucristo realmente RESUCITÓ DE LOS MUERTOS. ¿Qué importa que los
falso eruditos y los sabihondos hayan intentado demostrar que este hecho, tan
bien comprobado, no es sino un mito fabuloso? No hay una sola doctrina de las
Santas Escrituras que no se haya querido exterminar. Al principio negaban
descaradamente que tales cosas hubieren sucedido y decían que eran pura
invención. Pero después, cuando se proporcionó abundante evidencia para
demostrar la resurrección, esta vil incredulidad dio lugar a un escepticismo
más refinado. Sin embargo, puede demostrarse más allá de toda duda, que hay
tanta evidencia de la resurrección de Cristo como de cualquier otro hecho
comprobado de la historia. Probablemente no haya ningún otro hecho de la
historia que esté tan plenamente demostrado y corroborado, como el hecho de que
Jesús de Nazaret, que fue clavado en la cruz, que murió, y fue sepultado,
resucitó verdaderamente.
Tal como creemos las historias de Julio César –tal como aceptamos las
declaraciones de Tácito- sobre esa misma base de documentos históricos, estamos
obligados a aceptar el testimonio de Mateo, y de Marcos, y de Lucas y de Juan,
lo mismo que los testimonios de aquellas personas que fueron testigos oculares
de Su muerte, y que le vieron después que hubo resucitado de los muertos.
Que Jesucristo resucitó de los muertos no es una alegoría ni un
símbolo, sino es una realidad. Allí permaneció muerto, para que ese hecho fuera
corroborado tanto por los amigos como por los enemigos; era un cadáver que
debía ser depositado en la tumba. Tóquenlo y véanlo. Es el mismo Cristo que
ustedes conocieron en vida. Es exactamente el mismo. ¿Hubo alguna vez tales
ojos en cualquier otra forma humana? ¡Contémplenle! Ustedes pueden ver la
impresión de aflicción en Su rostro. ¿Hubo jamás algún semblante tan
desfigurado como el suyo, alguna aflicción tan real en sus efectos? ¡Ese es el
Emperador del Abatimiento, el Príncipe de todos los Dolientes, el Rey de la
Aflicción! Allí yace, siendo inconfundiblemente el mismo. Ahora, observen las
señales de los clavos. Vean, allí traspasó el hierro esas benditas manos; y
allí fueron perforados Sus pies; y allí está la incisión que llegó hasta el
pericardio, y dividió el corazón, e hizo brotar la sangre y el agua
maravillosas de Su costado. ¡Es Él, el mismo Cristo! Y las santas mujeres
levantan cada uno de los miembros del cuerpo y le envuelven en lino, y ponen
especias en derredor Suyo, que habían traído en su apuro, y le colocaron en ese
lugar, en ese sepulcro nuevo.
Ahora, ha de ser sabido y entendido que nuestra fe es que esos mismos
miembros que permanecían inertes y fríos en la muerte se tornaron tibios con
vida otra vez; ese mismo cuerpo, con sus huesos y carne, que yacía allí, se
tornó animado con vida otra vez y regresó a una gloriosa existencia. Esas manos
rompieron el pedazo de panal y el pescado en presencia de los discípulos; y
esos labios los comieron; y Él mostró esas heridas y dijo: “Pon aquí tu dedo, y
mételo en el lugar de los clavos”; y desnudó Su costado, el mismo costado, y
dijo: “Acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino
creyente.” No era un fantasma ni un espectro. Como dijo Él mismo: “Un espíritu
no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo”. Él era un hombre real, tan
real después de la resurrección como lo había sido antes; y Él es un hombre
real en la gloria ahora, tal como lo fue cuando estaba aquí abajo. Él ascendió
a lo alto: la nube le ocultó de nuestra vista. El mismo Cristo que le preguntó
a Pedro: “¿Me amas?”, el mismo Jesús que les dijo a todos Sus discípulos: “Venid,
comed”; un hombre real resucitó de una muerte real a una vida real. Ahora,
necesitamos siempre que esta doctrina nos sea declarada muy claramente, pues
aunque la creemos, no siempre tenemos plena conciencia de ella; y aun si la
hemos comprendido, es bueno oírla de nuevo, para que nuestras mentes sean
confirmadas en cuanto a ella. La resurrección es un hecho tan literal como
cualquier otro hecho registrado en la historia, y así hemos de creer en ella. “No
está aquí, pues ha resucitado”.
Sigan la narración, amados, y verán que cuando nuestro Señor Jesucristo
resucitó en aquella ocasión, siendo revivido de los sueños de la muerte, no
sólo fue verdad que realmente se levantó del sepulcro, sino que resucitó para
ser alzado en Su ascensión a la gloria que ahora posee a la diestra del Padre. Cuando
hubo roto las cadenas de hierro de la tumba, los discípulos recibieron este consuelo:
que ahora estaba más allá del alcance de Sus enemigos. Durante los escasos días
que nuestro Señor permaneció en la tierra, ninguno de Sus enemigos intentó
hacerle daño. Ni siquiera los perros se atrevían a mover la lengua en contra de
Él. Difícilmente podríamos decir por qué, pero así fue. Pareciera que había una
notable conformidad en las mentes de todos Sus enemigos durante el tiempo que
residió en medio de Su pueblo aquí abajo. Él estaba fuera del alcance de Sus
enemigos. No le podían hacer ya ningún daño. Y es lo mismo ahora. Él no está
aquí, en otro sentido; y ahora está fuera del alcance de todos Sus malignos
adversarios.
¿No te alegra esto? A mí sí. Ningún Judas puede traicionar ahora al
Maestro para que sea apresado por los soldados romanos. Ningún Pilato puede
tomarle ahora y corromper la justicia y entregarle a la crucifixión sabiendo
que es inocente. Ningún Herodes puede burlarse ahora de Él en compañía de sus
hombres de guerra: ninguna soldadesca puede ahora escupirle en Su amado rostro.
Nadie puede abofetearle ahora, o vendar Sus ojos, ni decirle: “Profetiza,
¿quién es el que te golpeó?” La cabeza, la amada cabeza majestuosa de Jesús, no
puede ser nunca coronada ahora de espinas otra vez, y los incansables pies que
caminaban en misiones de misericordia, no pueden ser perforados nunca más por
los clavos. Los hombres no le desnudarán más, ni se quedarán exultando en Sus
agonías. Él se encuentra más allá de su alcance. Ahora pueden hablar mal de Él,
y pueden buscar despreciarle a través de Su pueblo, que son los miembros de Su
cuerpo. Ahora pueden rabiar; pero Dios le ha colocado a Su propia diestra, y es
inaccesible a su malicia. Me consuela, tal como pienso que consolaría al
soldado en el día de la batalla cuando veía que la batalla se tornaba muy
difícil, el comprobar que el comandante a quien amaba estaba fuera del alcance
de las balas. “Vamos”, –diría– “ustedes pueden herirnos como quieran. La balas
podrían llover una muerte roja sobre nuestras filas, pero nuestro comandante en
jefe, de quien depende todo el conflicto, está a salvo.”
Oh, estas palabras son benditas, y bendita fue la pluma que las
escribió, y bendito es el Espíritu que las dictó: “Por lo cual Dios también le
exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en
el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en
la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el
Señor, para gloria de Dios Padre.” No importa, amados hermanos, qué nos pueda
ocurrir a nosotros, pobres soldados comunes. Sentimos que si fuéramos
calumniados, o deshonrados, o perseguidos, o si fuéramos condenados a muerte,
sería algo sin importancia a la luz de los temas transcendentales: si la cabeza
que una vez fue coronada de espinas está coronada ahora con gloria, y quien
estuvo en el tribunal de Pilato para ser condenado, se sienta ahora en el trono
de Su Padre, en espera de venir a juzgar a los príncipes y reyes de la tierra.
En relación a que nuestro Señor no está aquí, sino que ha resucitado, debería
consolarnos pensar que ahora está más allá de todo dolor, así como también más
allá de todo ataque personal. Yo me consolé reflexionando de esta manera en
cuanto a nuestro amigo fallecido recientemente. Él fue atacado súbitamente por
la parálisis, como muchos de ustedes saben, y estuvo en cama unas seis semanas.
Si le hubiera placido a Dios habría podido estar en cama seis años o dieciséis
años, y hubiera sido algo muy doloroso verle con su vida todavía en el cuerpo
pero con una mente densamente entenebrecida. Estamos agradecidos –yo me siento
personalmente agradecido con Dios– ya que nuestro amigo se ha quedado dormido y
ha escapado de las miserias de la presente vida malvada. ¡Pero cuánto más
agradecidos deberíamos estar en relación a nuestro amado Señor, a Quien nuestra
alma ama! Oh, ¿puedes soportar pensar en Él, que no tenía dónde reposar Su
cabeza? ¿Quién entre nosotros no habría renunciado a su cama para darle el
descanso de una noche? Ay, y renunciar a la cama para siempre, si hubiéramos
podido darle un blando reposo. ¿No nos habríamos ido a la falda del monte y
habríamos pasado allí la noche entera, hasta que nuestra cabeza hubiera estado
empapada de rocío, si hubiéramos podido otorgarle un descanso? Él vale más que
diez mil de nosotros; y ¿no parecía como si era para Él demasiado tener que sufrir
el estar sin hogar y sin techo? Tenía hambre, hermanos; estaba sediento; estaba
cansado; estaba desfallecido. Él sufrió nuestras enfermedades: se nos informa
que las sobrellevó. A menudo le dolía el corazón. Él sabía lo que “los fríos
montes y el aire de medianoche” podían hacer para enfriar el cuerpo; y Él sabía
lo que la asoladora atmósfera y la amarga privación podían hacer para congelar
el alma. Él experimentó innumerables aflicciones y dolores. Desde el primer
derramamiento de sangre en Su nacimiento, hasta el último derramamiento de
sangre en Su muerte, parecía como si la aflicción le hubiere marcado como su
hijo peculiar. ¡Siempre era hostigado, tentado, vejado, asediado, atacado y
molestado, por Satanás, por los hombres malvados, y por los males que están en
el exterior! Ahora ya no hay nada de eso para Él; y nos alegra que no esté aquí
por esa razón. Ahora no es ningún hijo de la pobreza; no hay un taller de
carpintero para Él ahora; no hay el vestuario del campesino, tejido de arriba
abajo; no hay ahora laderas de montes ni brezos para Su lugar de descanso; no
hay ahora turbas escarnecedoras en torno a Él; no hay ahora quien recoja
piedras para apedrearle; ya no se sienta junto al pozo, cansado y diciendo:
“Dame de beber”; no necesita que se le suministre alimento cuando está
hambriento. Ahora ya no puede haber más azotes y flagelaciones. No dará más “Su
cuerpo a los heridores, ni Sus mejillas a los que le mesaban la barba”. Nadie
perforará ahora Sus manos y Sus pies; no sentirá una sed ardiente en el
sangriento madero; no clamará: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?” Las ondas y las
olas de Dios pasaron sobre Él, pero ya no pueden asediarle más. Él fue llevado
al polvo de la muerte, y Su alma estuvo sumamente triste una vez. Él está más
allá de todo eso. El mar quedó atrás, y ha llegado a Buenos Puertos, donde
ninguna tormenta puede azotarle. Él ha alcanzado Su gozo; Él ha entrado en Su
reposo y ha recibido Su recompensa.
Hermanos y hermanas, debemos alegrarnos por este motivo. Entremos en el
reposo de nuestro Señor. Alegrémonos porque Él está alegre; seamos felices
porque Él es feliz. Oh, que pudiéramos sentir que nuestros corazones saltan
dentro de nosotros, aunque por un breve tiempo más nos encontremos en el campo
de batalla, porque Él se ha ido de allí, y ahora es reconocido y adorado como
Rey de reyes y Señor de señores.
El hecho de que nuestro Señor ha resucitado contiene, no únicamente
estos consoladores elementos en referencia a Él, sino que hemos de recordar que
es una garantía de nuestra propia resurrección, para cada uno de quienes
creemos en Él. En la primera epístola a los Corintios, el apóstol Pablo hace
que todo el argumento a favor de la resurrección del cuerpo esté basado en esta
única pregunta: ¿resucitó Cristo de los muertos? Si resucitó, entonces todo Su
pueblo ha de resucitar con Él. Él era un representante, y como el Señor
Salvador resucitó, todos Sus seguidores habrán de hacerlo. Si resuelves la
pregunta de si Cristo resucitó, habrás resuelto la pregunta de si todos los que
están en Él, y han sido conformados a Su imagen, deben resucitar también.
En cuanto a nosotros, es verdad que los que somos creyentes en Jesús,
si morimos y somos depositados en la tumba, seremos comidos por los gusanos:
regresaremos a la madre tierra y nos convertiremos en polvo. Por mi parte, yo
nunca envolvería el cuerpo en plomo, ni haría nada que impidiera que se
deshiciera rápidamente en el polvo del que provino. Parece que es sumamente
apropiado y santo dejar que se deshaga y vuelva a ser el polvo original. Pero
aquí está el tema señalado. No importa qué le suceda a ese polvo, ni a través
de cuáles transiciones pase. Es verdad que las raíces de los árboles podrían
beber de esa forma: es verdad que se puede convertir en pasto y en flores para
alimentar a las bestias: los vientos podrían transportarlo a miles de
kilómetros de distancia, separando así todos sus átomos: un hueso podría ser
separado de los demás huesos: pero, tan ciertamente como el Señor resucitó,
nosotros resucitaremos también. No decimos que cada partícula real de esta
carne resucitará: no es necesario para la identidad del cuerpo que deba ser
así; pero el cuerpo será idéntico, y el mismísimo cuerpo que es sembrado en la
tierra resucitará nuevamente de la tierra, y con una belleza y gloria de las
que poco sabemos todavía, pueden estar seguros de ello.
El cuerpo del amado hijo de Dios, que despediste hace algunos años,
resucitará otra vez. Esos ojos que tú cerraste –esos mismísimos ojos- verán al
Rey en su hermosura en la tierra lejana. Esos oídos que no podían oírte cuando
susurrabas las últimas tiernas palabras, esos oídos oirán las eternas melodías.
Ese corazón que se quedó tan frío e inerte como la piedra cuando la muerte puso
su gélida mano sobre el pecho, latirá de nuevo con novedad de vida, y saltará
de gozo en medio de las festividades de la entrada al hogar, cuando Cristo, el
Esposo, se despose con Su iglesia, la esposa. ¡Ese mismísimo cuerpo! ¿No era el
templo del Espíritu Santo? ¿No fue redimido con sangre? ¡Ciertamente resucitará
cuando suenen la trompeta del arcángel y la voz de Dios! Puedes estar seguro de
ello; puedes estar seguro de esto, seguro en cuanto a tu amigo y seguro en
cuanto a ti. Y no le tengas miedo a la muerte. ¿Qué es la muerte? La tumba no
es más que un baño en el que nuestro cuerpo, como Ester, se entierra en
especias para hacerlo dulce y fresco para el abrazo del glorioso Rey en la
inmortalidad. No es sino el armario donde guardó su vestido durante un tiempo.
Saldrá limpiado y purificado, con muchas lentejuelas de oro en él, que no
estaban allí antes. Era un vestido de trabajo cuando nos desvestimos; será un
vestido dominguero cuando nos lo pongamos, y será apropiado para vestirlo el
domingo. Incluso podríamos anhelar la noche para desvestirnos, y así poder
despertar para vestirnos esas vestiduras en la presencia del Rey.
Además –para no demorarnos demasiado en un solo pensamiento– debemos
recordar que el hecho de que nuestro Señor no esté aquí, sino que resucitó,
contiene un pensamiento consolador: que se ha ido donde puede proteger mejor
nuestros intereses. Él es nuestro abogado. ¿Dónde habría de estar el abogado
sino en la corte del Rey? Él está preparándonos un lugar. ¿Dónde habría de
estar Aquel que nos prepara un lugar, sino allá: alistándolo? Nosotros tenemos
un adversario muy activo, que está ocupado en acusarnos. ¿No es bueno que
contemos con Alguien que puede enfrentársele cara a cara, y silenciar al
acusador de los hermanos? Soy del parecer que si Cristo estuviera aquí, en este
preciso momento, en persona, estaríamos inclinados a decirle: “Buen Señor, Tú
puedes servirnos bien aquí. Tus andanzas para sanar a los enfermos y enseñar a
los ignorantes, son muy benditas; y nos encanta verte; la visión de Tu rostro
convierte en cielo a la tierra; sin embargo, nuestros grandes intereses
demandan Tu ausencia; pues, buen Señor, nuestras oraciones requieren de alguien
que las presente ante el trono. Conforme una por una de nuestras oraciones se
elevan al cielo, no quisiéramos que estuvieras aquí, mientras las enviamos a un
lugar en el que no estás. Además, quisiéramos que estés allí, donde el enemigo
se presenta para acusarnos, para que nos defiendas; y como nuestra mejor
herencia está en lo alto, necesitamos un custodio que la preserve para nosotros.
Buen Señor, es conveniente que Tú te vayas”.
No tenemos que decirle eso, pues se ha ido; y si alguna vez el Cristo
fue de doble valor, si alguna vez la ventaja de Su posición acrecentó el valor
de Sus servicios, es ahora que está en el cielo. Él sería precioso aquí, pero
es más precioso allá. Está haciendo más por nosotros en el cielo, de lo que le
sería posible hacer por nosotros aquí abajo, hasta donde puede juzgar nuestra
inteligencia finita, y tan ciertamente como lo pronuncia Su infinita sabiduría.
Mientras tanto Su ausencia es bien compensada por la presencia de Su propio
Espíritu; y Su presencia allá está bien consagrada por Su administración
personal del servicio sagrado a favor nuestro. Todo está bien en el cielo, pues
Jesús está allá. La corona está asegurada, y el arpa está asegurada, y la
herencia bendita de cada tribu de Israel está toda asegurada, pues Cristo está
guardándolo todo. Él es, para la gloria de Dios, el representante y preservador
de Sus santos.
Y, acaso esta verdad: que Cristo no está aquí, sino que se ha ido, ¿no
cae en nuestros oídos con una dulce fuerza en la medida que nos constriñe a
sentir que ésta es la razón de por qué nuestro corazón no debe estar aquí? “No
está aquí”: entonces nuestro corazón no debe estar aquí. Cuando este texto, “No
está aquí”, fue dicho por primera vez, quería decir que no estaba en el
sepulcro. Él estaba entonces en algún lugar de la tierra. Pero ahora no está
aquí del todo.
Supón que tú eres muy rico, y que Satanás te susurra: “Estos son jardines
deleitables; esta es una noble mansión; disfrútalos”: respóndele: “Pero Él no está aquí; Él no está aquí, ha
resucitado; por tanto, no me atrevo a poner mi corazón en donde mi Señor no
está”.
O, supón que tu familia te hace muy feliz, y, cuando tus pequeñitos se
apiñan a tu alrededor y se sientan en torno a la chimenea, tu corazón está muy
feliz; y aunque no posees muchos bienes de este mundo, sin embargo, tienes lo
suficiente, y tu mente está contenta. Bien, si Satanás te dijera: “Debes estar
muy contento, y encontrar tu reposo aquí”, respóndele: “No, Él no está aquí; y no puedo sentir que
éste sea el lugar de mi habitación. Mi espíritu puede descansar únicamente allí
donde Jesús está.”
Y, ¿estás apenas empezando tu vida? ¿Acaba de pasar el día de tu boda?
¿Estás comenzando apenas los jubilosos días de la juventud, el dulce encanto
del más puro gozo de esta vida? Bien, deléitate en eso, pero aun así recuerda
que Él no está aquí, y, por tanto, no
tienes derecho a decir: “¡Alma, repósate!” Cristo no está en ningún lado de la
tierra, y, por tanto, nuestro corazón no puede construir un nido en ningún lado
de la tierra. No está en ninguna parte, no, ni en los lugares altos, ni en los
tranquilos lugares de reposo; no está en el huerto de los nogales, ni en las
eras de las especias; no está en las tiendas de Cedar, ni entre las cortinas de
Salomón; ni siquiera en Su mesa sacramental, ni entre los medios de la gracia,
está Cristo corporalmente, realmente presente. Así que tomaremos la dulzura de
todo, y el bien espiritual que pudiera haber en todos los medios externos; pero,
aun así, todos nos señalarán hacia lo alto; todos ellos nos alejarán. Así como
el sol exhala el rocío, y lo atrae hacia arriba, hacia el cielo, ¡así Cristo
magnetizará y atraerá nuestros corazones y nuestros pensamientos hacia lo alto,
y nuestros anhelos, y todos nuestros espíritus hacia arriba, hacia Él mismo!
“No está aquí.” Entonces, ¿por qué habría yo de estar aquí? ¡Oh, elévate, alma
mía; elévate, y que todo tu dulce incienso se eleve hacia Aquel que “No está
aquí, pues ha resucitado”!
II. Debo abandonar este punto, y pasar a hablar en pocas palabras sobre el
segundo punto, que consiste en UNA INVITACIÓN. “Venid, ved el lugar donde fue
puesto el Señor.”
Amados, no se trata de que voy a llevarles al sepulcro de José de
Arimatea. No voy a hablar mucho acerca de eso. Pienso que bastará cualquier
tumba para identificar la misma enseñanza sagrada. Esta tarde, cuando estaba
junto al sepulcro abierto en el Cementerio de Norwood, sentí como si hubiera
oído una voz: “Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor”. No nos ha de
importar mucho cuál es el lugar preciso. Él yacía en el sepulcro: ese es un
hecho prominente que nos predica un sermón meduloso. Cualquier tumba puede
servir a nuestro propósito.
En el pequeño pueblo de Campodolcino, me percaté de la tumba de Cristo
de manera muy vívida, en un sitio que había sido construido para peregrinos
católicos. Yo estaba en la cima de un monte, y vi escritas sobre una pared
estas palabras: “Había un huerto.” Estaban escritas en latín. Abrí la puerta de
ese huerto. Era como cualquier otro huerto; pero al momento de entrar vi una
mano, que tenía escritas las palabras: “Y en el huerto un sepulcro nuevo”.
Luego vi una tumba que estaba recién pintada, y cuando me acerqué a ella, leí
esta inscripción: “Un sepulcro nuevo, en el cual aún no había sido puesto
ninguno”. Entonces me agaché para mirar dentro del sepulcro, y leí otra
inscripción escrita en latín: “Bajándose a mirar, vio… pero no entró”. Y estas
palabras estaban escritas: “Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor”. Entré
y vi, esculpidos sobre la piedra, el sudario y los lienzos puestos allí. Estaba
completamente solo, y leí las palabras: “No está aquí, pues ha resucitado”, esculpidas
en el fondo del sepulcro. Aunque temía cualquier cosa escénica e histriónica y
papal, sin embargo, ciertamente, me percaté en gran medida de la realidad de la
escena, y esta tarde la viví de nuevo cuando estaba delante del sepulcro
abierto. Yo sentí que Jesucristo fue realmente enterrado, que fue realmente
depositado en la tierra, y que salió realmente de allí, y que es bueno que
nosotros vayamos y veamos el lugar en el que Jesús fue puesto.
¿Por qué deberíamos verlo?
Bien, primero, para que podamos ver cuán condescendiente fue Él para
yacer en una tumba. Él, que hizo el cielo y la tierra, yació en una tumba. Él,
que dio luz a los ojos de los ángeles, yació en las tinieblas durante tres
días. Él durmió allí en la oscuridad. Él, sin quien nada de lo que ha sido
hecho, fue hecho, fue entregado a la muerte, y fue una víctima de la muerte
allí. ¡Oh portento de portentos! ¡Maravilla de maravillas! ¡Él, que tenía la
inmortalidad y la vida dentro de sí mismo, se entrega al lugar de la muerte!
“Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor”, a continuación, para
ver cómo debemos llorar por el pecado que lo puso allí. ¿Fui yo el causante de
que el Salvador yaciera en el sepulcro? ¿Era necesario que antes de que mi
pecado pudiera ser quitado, mi dulce Príncipe, cuya hermosura encanta a todo el
cielo, debiera estar frío y gélido en la muerte, y realmente ser depositado en
un sepulcro? ¿Debía ser así? ¡Oh, ustedes, pecados asesinos! ¡Pecados asesinos!
¡Malditos y crueles pecados! ¿Mataron ustedes al Salvador? ¿Atraparon a ese
tierno corazón? ¿Es posible que nunca estuvieran contentos hasta conducirle a
Su muerte, y ponerle en el sepulcro? Oh, vengan y lloren, al ver el lugar donde
pusieron al Señor.
“Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor”, para que vean dónde
tendrán que ser puestos ustedes, a menos que el Señor venga repentinamente.
Ustedes pueden tomar las medidas de esa tumba, pues allí es donde tendrán que
reposar. Nos haría bien recordar –si contamos con grandes propiedades– que dos
metros de tierra es todo lo que será jamás nuestro feudo permanente. Tendremos
que ir a él, ese montículo solitario, con la longitud de dos lanzas de terreno
allanado:
“Príncipes, esta arcilla ha de ser su
lecho,
A pesar de todas sus torres;
La encumbrada y sabia cabeza reverente
Debe yacer tan bajo como la nuestra.”
No hay licencia en esta guerra. Nosotros debemos retornar al polvo.
Entonces, “Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor”, para ver el lugar
donde tú también serás puesto.
Pero entonces, “Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor”, para
que veas qué buena compañía tendrás allí. Allí es donde yació Jesús: ¿acaso no
te consuela eso?
“¿Por qué habría
de temer el cristiano el día
Que lo entierra en la tumba?;
Allí yació el amado cuerpo de Jesús,
Y dejó un perfume duradero.”
¿Qué habitación podría ser más apropiada para que vaya a dormir el hijo
de un príncipe, que la propia tumba del príncipe? Allí durmió Emanuel. ¡Allí,
cuerpo mío, has de estar muy contento de dormir también! ¿Qué lecho más regio
podrías desear que el seno de esa misma madre tierra, en que fue colocado el
Salvador para descansar por un tiempo?
Piensa, amado hermano, en diez mil santos que han ido de esa manera al
cielo. ¿Quién habría de temer ir por donde todo el rebaño ha ido? Tú, una pobre
oveja tímida, si sólo tú tuvieras que atravesar este oscuro valle, estaría bien
que tuvieras miedo; pero, oh, en adición a tu Pastor, que marcha a la cabeza de
todo el rebaño, escucha las pisadas de las innumerables ovejas que le han
seguido. Y algunas de esas ovejas fueron muy queridas para ti, y se alimentaron
en los mismos pastos que tú. ¿Acaso temes ir por donde han ido ellas? No; mira
el lugar donde pusieron a Jesús, para ver cuán buena compañía has de tener,
aunque pareciera estar en una cámara oscura.
“Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor”, para ver que tú no
puedes estar allí por mucho tiempo. No es el lugar donde Jesús está. Él se fue, y tú estarás con Él
donde está ahora. Ven y mira la tumba. No tiene ninguna puerta. Tuvo una puerta; era una inmensa roca,
una piedra monstruosa, y nadie podía moverla. Estaba sellada. ¿No ves cómo
pusieron el sello del Sanedrín, el sello de la ley, para asegurarla, y que
nadie la moviera? Pero ahora, si quieres ir al lugar donde pusieron a Jesús, el
sello está roto, los guardas huyeron y la piedra ya no está. Así será tu tumba.
Es verdad que te cubrirán, y yacerás en medio de terrones de verde césped. Si
fueras sabio, preferirías estas cosas a las pesadas losas de piedra que ponen
algunas veces sobre los muertos. Ese dulce montículo, con alguna margarita por
aquí y por allá, es como el ojo de la tierra mirando al cielo y pidiendo
misericordia, o sonriendo en el gozo de la expectación: allí, allí dormirás;
pero tal como en la mañana, tan pronto como abres tus ojos y corres las
cortinas, y sales para cumplir tu labor del día, y nadie se interpone en tu
camino, así, cuando suene la trompeta de la resurrección, te levantarás de tu
lecho en perfecta libertad, sin que nadie te lo impida, para ver la luz del día
que no acabará nunca. No tienes nada que te encierre. No hay cerrojos ni
barras: no hay guardas ni vigilantes; no hay piedras ni sellos. “Venid, ved el
lugar el lugar donde fue puesto Jesús”. No me gustaría ir a la cama en una
prisión, donde hubiera un portero de la cárcel con su llave de hierro para
encerrarme. ¡Pero no tengo miedo de dormir en una habitación de la cual puedo
salir al llamado matutino como un hombre perfectamente libre! Y lo mismo sucede
contigo, amado, si eres un creyente. Tú vienes a quedarte en un lugar que está
abierto y libre: un lugar apropiado para que dormiten los hombres libres del
Señor.
“Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor”, para celebrar el triunfo
sobre la muerte. Si María cantó en el Mar Rojo, nosotros también podemos cantar
en la tumba de Jesús. Si ella dijo: “Cantad a Jehová, porque en extremo se ha
engrandecido”, ¿no diremos nosotros lo mismo? Si todos los ejércitos de Israel
se unieron a ella en el cántico, las mujeres con danzas y los hombres valientes
con sus voces, así, que todo Israel salga en este día y bendiga y alabe al
Señor, diciendo: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu
victoria?” El lugar donde fue puesto Jesús nos ha dicho eso:
“¡Vana es la vigilancia, la piedra, el
sello!”
Cristo ha despedazado las puertas del
infierno”.
Ahora cantémosle, y démosle toda la alabanza.
Estaba pensando decirles, amados, que vayamos y veamos el lugar donde
fue puesto Jesús, para que lloremos allí por nuestros pecados; vayamos y veamos
el lugar donde estuvo Jesús, para morir allí por nuestros pecados; vayamos y
veamos el lugar donde pusieron a Jesús, para ser enterrados con Él; vayamos y
veamos el lugar donde pusieron a Jesús, para resucitar de ese lugar a una vida
nueva, y encontrar nuestro camino a través de la vida de resurrección, a la
vida de ascensión, en la que nos sentaremos en lugares celestiales, y miraremos
abajo, a las cosas de la tierra, con jubiloso desprecio, sabiendo que Él nos ha
levantado muy por encima de todo eso, y que nos ha hecho partícipes de un
bienaventuranza más resplandeciente de la que esta tierra pudiera conocer
jamás. Pero me abstendré de hacerlo.
He terminado. Quiera Dios que todos los aquí presentes tuvieran una
parte en esto. Todos ustedes tienen una participación en la muerte. Hay un
árbol que está creciendo, del que harán su ataúd; o, tal vez, ya fue cortado y
está siendo curado para protegerlo del clima, y se convertirá en una alcoba de
madera: la última alcoba que necesitarán jamás. Hay un punto en la tierra que ha
de ser excavado para que sean colocados allí, para llenar el espacio vacío. Y
su alma vivirá; su alma nunca habrá de morir. No les crean ni por un momento a
quienes les hablan de la aniquilación. El alma debe existir. Pregúntense si
será con el gusano que nunca muere y el fuego que nunca se ha de apagar, o con
Cristo, que vive en Su gloria, y quien vendrá una segunda vez para dar gloria a
Su pueblo y resucitar sus cuerpos de igual manera que el Suyo.
Oh, todo dependerá de esto: “¿Crees tú en Jesús?” Si crees en Él,
puedes darle la bienvenida a la vida y darle la bienvenida a la muerte, y darle
la bienvenida a la resurrección, y darle la bienvenida a la inmortalidad. Pero
si no crees, entonces un torbellino te ha asolado, y para ti es terrible morir.
Es terrible incluso vivir; pero es más terrible morir; será terrible resucitar
de nuevo; ¡será terrible ser condenado, ser condenado para siempre! ¡Que Dios
te libre de eso, por Cristo nuestro Señor! Amén.
Traductor: Allan Román
26/Marzo/2009
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