El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Decisión de Moisés

NO. 1063

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 28 DE JULIO DE 1872

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón. Hebreos 11: 24, 25, 26.

 

El domingo pasado hablamos sobre la fe de Rahab. Tuvimos que mencionar, entonces, su tachable carácter anterior y mostrar que, a pesar de ello, su fe triunfó y la salvó y la hizo producir buenas obras. Ahora bien, se me ha ocurrido que algunas personas dirían: “Esa fe es, sin duda, algo muy apropiado para Rahab y para personas de su calaña. Gente carente de categoría y de luz es la que sigue el Evangelio y pudiera ser algo muy apropiado y útil para tales personas, pero los de mejor clase no lo acogerán nunca”. Pensé entonces que es posible que algunos pudieran rechazar toda fe en Dios con una mueca de desprecio, considerándola indigna de personas de una superior condición de vida y de otro tipo de educación. Por tanto, hemos seleccionado el caso de Moisés, que contrasta directamente con el de Rahab, y confiamos en que pueda ayudar a suprimir la mofa aunque, ciertamente, eso pudiera ser de poca importancia, pues si un hombre es propenso a escarnecer casi no vale la pena desperdiciar ni cinco minutos tratando de razonar con él. El escarnecedor es usualmente un ser tan insignificante que su mofa no merece ser tomada en cuenta. Quien destaca practicando el escarnio no sirve para nada más, y muy bien se le puede permitir que cumpla con su vocación.

 

También se me ocurrió que acaso algunos pudieran decir con toda seriedad: “Gracias a la providencia de Dios y a las circunstancias que me rodean, he sido guardado del pecado ostensible; adicionalmente, no soy un miembro de los estratos más bajos, y no pertenezco a la clase de personas de quienes Rahab sería una apropiada representante. De hecho, por la providencia de Dios, he sido colocado en una posición privilegiada, y sin ningún egoísmo puedo presumir de un carácter superior”. Es posible que tales personas sientan como si estuvieran colocadas en desventaja por esta misma superioridad. Se les ha ocurrido este pensamiento: “El Evangelio es para pecadores; evidentemente está dirigido a los peores pecadores y los bendice. Nosotros estamos dispuestos a admitir que somos pecadores, pero quizá, debido a que no hemos pecado tan ostensiblemente, no estemos tan conscientes del pecado, y por consiguiente, nuestra mente no está tan bien preparada para recibir la abundante gracia de Dios que llega a los más viles de los viles”. Yo he conocido a algunos que casi han deseado haber sido literalmente como el hijo pródigo en sus descarríos, para poder ser más fácilmente como él en su retorno. Operan bajo un completo error, pero de ninguna manera es un error infrecuente. Quizá, al presentarles a uno de los héroes de la fe que fue un hombre de noble rango, de exquisita educación y de un carácter puro, pudieran ser conducidos a rectificar sus pensamientos. Moisés perteneció al más noble orden de hombres, pero fue salvado únicamente por fe, por la misma fe que salvó a Rahab. Esa fe lo impulsó al fiel servicio de Dios y a una abnegación sin par. Mi ferviente oración es que quienes son morales, afables y educados, vean en la acción de Moisés un ejemplo para sí mismos. No desprecien por más tiempo una vida de fe en Dios. La única cosa que es necesaria por encima de todas las demás, es la única cosa de la que carecen. ¿Son ustedes jóvenes varones de alta posición? Moisés también lo era. ¿Son ustedes varones de un carácter intachable? Moisés también lo fue. ¿Se encuentran en una posición ahora en la que seguir a su conciencia les costaría caro? Moisés se sostuvo como viendo al Invisible y aunque por un tiempo fue un perdedor, gracias a esa pérdida es ahora un eterno ganador. Que el Espíritu de Dios los induzca a seguir en la senda de la fe, de la virtud y del honor, al ver a un varón tal como Moisés que les guía en el camino.

 

Vamos a considerar primero la decidida acción de Moisés; y, en segundo lugar, la fuente de su decisión de carácter: fue “por fe”. En tercer lugar, vamos a examinar esos argumentos por medio de los cuales su fe dirigió su acción, después de lo cual vamos a reflexionar brevemente en las lecciones prácticas que el tema sugiere.

 

I.   Primero, observemos LA DECIDIDA ACCIÓN DE MOISÉS. “Hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón”. No necesitamos narrar las historias contadas por Josefo y por otros escritores de la antigüedad respecto a la juventud de Moisés, tales como por ejemplo, cuando tomó la corona de Faraón y la pisoteó. Esas cosas pudieran ser ciertas; es igualmente posible que sean pura ficción. El Espíritu de Dios no ha tomado nota de ellas en la Santa Escritura, y lo que Él considera que no vale la pena que quede registrado, nosotros no debemos pensar que sea digno de ser considerado. No voy a hacer más que sugerir algunas respuestas a la pregunta de por qué Moisés permaneció no menos de cuarenta años en la corte de Faraón; sin duda, en esa época fue llamado el “hijo de la hija de Faraón”, y, si no disfrutó de los placeres del pecado, de cualquier manera tuvo su parte en los tesoros de los egipcios. Es muy posible que no fuera un convertido antes de cumplir la edad de cuarenta años. Probablemente en la etapa inicial de su vida él era, para todos los fines y propósitos, un egipcio, un ávido estudiante, un gran experto en la sabiduría egipcia, y también, tal como nos informa Esteban en los Hechos: “era poderoso en sus palabras y obras”. Durante esos tempranos días conoció a filósofos y guerreros, y tal vez, por sus absorbentes ocupaciones, hasta olvidara su nacionalidad. Nosotros vemos la mano de Dios en el hecho de que permaneciera cuarenta años en la corte de Faraón; cualquiera que hubiera sido el mal o la indecisión en él que lo hubiera retenido allí, vemos el buen resultado que Dios extrajo de ello, pues, por su experiencia y observación, Moisés se convirtió en el varón más capaz de gobernar a una nación, y en el instrumento más apto en la mano de Dios para moldear al estado israelita a su forma debida. Tal vez durante esos cuarenta años, Moisés estuviera tratando de hacer lo que muchos están tratando de hacer justo ahora: intentaba ver si era posible servir a Dios y a la vez permanecer siendo el hijo de la hija de Faraón. Tal vez Moisés compartiera la mentalidad de nuestros hermanos en una cierta iglesia que protestan contra el ritualismo pero permanecen todavía en esa iglesia que otorga al ritualismo la más plena libertad. Tal vez pensara que podía compartir los tesoros de los egipcios y, sin embargo, que podía dar testimonio con Israel. Sería conocido como un compañero de los sacerdotes de Isis y Osiris, y al mismo tiempo, daría un testimonio honesto en favor de Jehová. Si él no intentó esa imposibilidad, en todas las épocas otros sí lo han intentado. Pudiera ser que Moisés se hubiera aplacado diciéndose que tenía unas oportunidades tan notables para la utilidad que no quería desperdiciarlas por ser identificado con los disidentes israelitas de la época. Una confesión abierta de sus sentimientos íntimos lo hubiera dejado fuera de la buena sociedad, y especialmente de la corte, donde era muy evidente que su influencia era grande y benéfica. Es muy posible que el mismo sentimiento que todavía mantiene a tantas buenas personas en un lugar equivocado, hubiera obrado en Moisés hasta que cumplió los cuarenta años de edad; pero entonces, habiendo alcanzado la plenitud de su madurez, y habiendo caído bajo la influencia de la fe, se escapó de la seductora tentación, como confío que serán capaces de hacerlo en breve muchos de nuestros dignos hermanos. Seguramente no siempre mantendrán una confederación con los aliados de Roma, sino que serán lo suficientemente hombres para ser libres. Cuando Moisés era un niño hablaba como un niño y pensaba como un niño, pero cuando se convirtió en un hombre se despojó de sus pueriles ideas de hacer concesiones; si, cuando era un joven, pensaba que podía ocultar una parte de la verdad, y que así podría conservar su posición, cuando llegó a una edad lo suficientemente madura para saber cuál era plenamente la verdad, desdeñó todo compromiso y se presentó audazmente como el siervo del Dios viviente.

 

El Espíritu de Dios orienta nuestra mirada al tiempo cuando Moisés era ya adulto, es a saber, cuando habían transcurrido sus primeros cuarenta años de vida; entonces, sin dudarlo, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, y escogió su parte con el despreciado pueblo de Dios.

 

Les ruego que consideren, primero, quién hizo eso. Era un hombre de educación, pues había sido instruido en toda la sabiduría de los egipcios. Alguien dice que no cree que la sabiduría de los egipcios hubiera sido algo muy grande. No, y la sabiduría de los ingleses no es mucho mayor. Las épocas futuras se reirán de la sabiduría de los ingleses así como nos reímos ahora de la sabiduría de los egipcios. La sabiduría humana de una época es locura para la siguiente. ¿Qué es la así llamada filosofía sino el escondrijo de la ignorancia bajo nombres difíciles, y el disfraz de meras adivinanzas insertadas en elaboradas teorías? En comparación con la eterna luz de la palabra de Dios, todo el conocimiento de los hombres “no es luz alguna, sino tinieblas visibles”. Los hombres de educación, como regla general, no están dispuestos a reconocer al Dios viviente. La filosofía, en su engreimiento, desprecia la infalible revelación del Infinito, y no quiere salir a la luz para no ser reprendida. En todas las épocas, cuando un hombre se ha considerado un sabio, casi invariablemente ha despreciado la sabiduría del Infinito. Si hubiera sido verdaderamente sabio, se habría postrado humildemente ante el Señor de todo, pero siendo sólo nominalmente sabio, dijo: “¿Quién es Jehová?” No muchos grandes según la carne, ni muchos poderosos, son escogidos. ¿Acaso nuestro Señor mismo no lo dijo, y Su palabra es para siempre: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños”? Pero, con todo, algunas veces un hombre de educación como Moisés es conducido, por la bendición del cielo, a tomar partido por la verdad y por lo recto, y cuando es así, ¡que el Señor sea engrandecido!

 

Además de ser un varón de educación, Moisés era una persona de alto rango. Había sido adoptado por Termutis, la hija de Faraón, y es posible -aunque no podemos estar seguros de ello- que él fuera el heredero en turno, por adopción, de la corona egipcia. Se dice que el rey de Egipto no tenía ningún otro hijo, y que su hija no tenía ningún hijo, y debido a eso, Moisés se habría convertido en el rey de Egipto. Sin embargo, grande como era y poderoso en la corte, se unió al oprimido pueblo de Dios. Que Dios nos conceda que veamos que muchos hombres eminentes se ponen valientemente del lado Dios y de Su verdad, y que repudian a la religión de los hombres; pero si lo hicieran, sería en verdad por un milagro de la misericordia, pues sólo unos cuantos de los grandes lo han hecho jamás. Por aquí y por allá, en el cielo, puede encontrarse a un rey, y por aquí y por allá, en la iglesia, puede encontrarse a alguien que lleva una corona y que ora; pero cuán difícilmente entrarán en el reino del cielo quienes poseen riquezas. Cuando entran, hay que dar gracias a Dios por ello.

 

En adición a esto, recuerden que Moisés era un hombre de una gran habilidad. Tenemos evidencia de eso en la habilidad administrativa con la que manejó los asuntos de Israel en el desierto; porque si bien es cierto que fue inspirado por Dios, con todo, su propia habilidad natural no fue reemplazada, sino dirigida. Era un poeta: “Entonces cantó Moisés y los hijos de Israel este cántico a Jehová”. Ese memorable poema en el Mar Rojo es una oda magistral que demuestra la incomparable habilidad del escritor. El salmo noventa muestra también el alcance de sus poderes poéticos. Era a la vez profeta, sacerdote y rey en Israel, y un hombre a quien nadie superó salvo ese Hombre que era más que hombre. Ningún otro hombre que conozco se acerca tanto a Cristo en la gloria de Su carácter como Moisés lo hace, de tal manera que encontramos los dos nombres vinculados en la alabanza del cielo: “Y cantan el cántico de Moisés siervo de Dios, y el cántico del Cordero”. Así ven ustedes que fue un hombre verdaderamente eminente, y sin embargo, echó su suerte con el pueblo de Dios. No son muchos los que están dispuestos a hacer eso, pues el Señor ha escogido usualmente a lo débil para avergonzar a lo fuerte, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en Su presencia. Sin embargo, Dios, que de quien quiere tiene misericordia, tomó aquí a este gran hombre, a este sabio, y le dio gracia para que fuera decidido en el servicio de su Señor. Si me dirigiera a alguien así esta mañana, oro pidiendo ansiosamente que una voz de la gloria excelente lo llame a la misma clara línea de acción.

 

En seguida, consideren qué tipo de sociedad Moisés se sintió compelido a dejar. Al salir de la corte de Faraón debía separarse de todos los cortesanos y de los hombres de elevado rango, algunos de los cuales pudieran haber sido gente muy estimable. Hay siempre un encanto que rodea a la sociedad de los grandes, pero el resuelto espíritu de Moisés cortó toda ligadura. Yo no dudo de que siendo conocedor de toda la sabiduría de Egipto, un varón como Moisés fuera siempre bienvenido en los diversos círculos de la ciencia; pero él renunció a todos sus honores entre la élite de la intelectualidad para asumir el vituperio de Cristo. Ni los grandes hombres ni los intelectuales pudieron retenerlo una vez que su conciencia apuntó la senda a seguir. Estén también seguros de que tuvo que separarse de muchos amigos. Uno puede suponer que en el curso de cuarenta años Moisés habría formado relaciones que eran muy queridas y cálidas, pero para la consternación de muchos, se asoció con el grupo impopular al que el rey buscaba aplastar, y por tanto, ningún cortesano podía reconocerlo a partir de aquel momento. Durante cuarenta años vivió en la soledad del desierto, y sólo regresó para herir a la tierra de Egipto con las plagas, de manera que su separación de todas sus antiguas amistades debe de haber sido completa. Pero, oh, leal espíritu, aunque corte todo vínculo afectuoso, aunque arranque de tu alma todo lo que amas, si tu Dios lo requiere, el sacrificio debe hacerse de inmediato. Si tu fe te ha mostrado que ocupar tu presente posición implica complicidad con el error o el pecado, entonces rompe con todo sin mayores consideraciones. No permitas que las redes del cazador te retengan, y conforme Dios te dé libertad, asciende libre de trabas y alaba a Dios por la libertad. Jesús dejó a los ángeles del cielo por tu causa; ¿no puedes dejar tú la mejor compañía por Su causa?

 

Pero lo que más me asombra de Moisés es cuando considero no sólo quién era y la compañía a la que tuvo que renunciar, sino las personas con quienes debía asociarse, pues los seguidores del verdadero Dios no constituían, en verdad, en sus propias personas, un pueblo digno de ser amado en aquel tiempo. Moisés estaba dispuesto a asumir el vituperio de Cristo y a soportar la aflicción del pueblo de Dios cuando, me aventuro a observar de nuevo, no había ningún atractivo en el pueblo mismo. Ellos eran desventuradamente pobres, estaban esparcidos por toda la tierra como simples esclavos dedicados a la fabricación de ladrillos, y esa fabricación de ladrillos que les fue impuesta con el propósito específico de doblegar su espíritu había cumplido su cometido demasiado bien. Ellos estaban completamente desprovistos de espíritu, no contaban con ningún líder, y de haber surgido alguno no estaban preparados para seguirlo. Cuando, habiendo abrazado su causa, Moisés les informó que Dios lo había enviado, al principio lo recibieron, pero cuando la primera acción del profeta impulsó a Faraón a redoblar su carga de trabajo mediante un decreto que establecía que no se les debía suministrar la paja, ellos recriminaron a Moisés de inmediato, igual que cuarenta años antes, cuando al intervenir en una disputa, uno de ellos le había dicho: “¿Quieres tú matarme, como mataste ayer al egipcio?” Constituían literalmente un rebaño de esclavos quebrantados, aplastados y deprimidos. Una de las peores cosas de la esclavitud es que deshumaniza a los hombres y los incapacita, incluso por generaciones, para el pleno goce de su libertad. Aun cuando los esclavos reciben su libertad, no podemos esperar que actúen como actuarían los que nacieron siendo libres, pues en la esclavitud el hierro se inserta en el alma misma y ata al espíritu. Entonces es claro que los israelitas no constituían una compañía muy selecta para que el altamente educado Moisés se uniera a ellos; aunque era un príncipe, tenía que hacer causa común con los pobres; aunque era un hombre libre, tenía que mezclarse con esclavos; aunque era un hombre educado, tenía que relacionarse con un pueblo ignorante; aunque era un hombre de espíritu, tenía que asociarse con siervos desprovistos de espíritu. Cuántos habrían dicho: “No, yo no puedo hacer eso; yo sé a cuál iglesia debo unirme si me apego a las Escrituras plenamente y obedezco en todas las cosas la voluntad de mi Señor; pero, por otra parte, son muy pobres, muy iletrados, y su lugar de adoración dista mucho de ser arquitectónicamente hermoso. Su predicador es un hombre corriente e insensible y ellos mismos carecen de refinamiento. Escasamente una docena de todos los miembros de la congregación puede mantener un carruaje; si me uniera a ellos yo sería relegado al margen de la sociedad”. ¿Acaso no hemos oído este razonamiento rastrero que nos hace sentirnos enfermos? Y, sin embargo, prevalece ampliamente sobre esta generación desprovista de cerebro y de corazón. ¿No queda nadie que ame la verdad aun cuando no use adornos? ¿No hay nadie que ame más al Evangelio que a la pompa y al espectáculo? Si Dios levanta a un Moisés, ¿qué le importa cuán pobres pudieran sus hermanos? “Ellos son el pueblo de Dios” –dice- “y si son muy pobres yo debo ayudarles más generosamente. Si están oprimidos y deprimidos, con mayor razón debo acudir en su ayuda. Si aman a Dios y a Su verdad, yo soy su compañero de armas, y estaré a su lado en la batalla”. No tengo ninguna duda de que Moisés reflexionó en todo esto, pero estaba decidido y tomó prestamente su lugar.

 

En adición a otros asuntos, debe decirse una cosa lamentable sobre Israel que debe de haberle provocado mucho dolor a Moisés. Él descubrió que entre el pueblo de Dios había algunas personas que no le proporcionaban ninguna gloria a Dios y que eran muy débiles en sus principios. No juzgaba a todo el conjunto por las fallas de algunos, sino por sus estándares y por sus instituciones; pero vio que los israelitas, a pesar de todas sus fallas, eran el pueblo de Dios, mientras que los egipcios, con todas sus virtudes, no lo eran. Ahora, a cada uno de nosotros nos corresponde probar los espíritus por la palabra de Dios, y luego seguir sin ningún miedo nuestras convicciones. ¿Dónde es reconocido Cristo como la cabeza de la iglesia? ¿Dónde son recibidas realmente las Escrituras como la regla de fe? ¿Dónde son creídas claramente las doctrinas de la gracia? ¿Dónde son practicadas las ordenanzas tal como el Señor las entregó? Pues con esa gente iré, su causa será mi causa y su Dios será mi Dios. No buscamos una iglesia perfecta de este lado del cielo, sino que buscamos una iglesia que esté libre del Papado y del sacramentalismo y de la falsa doctrina; y si no podemos encontrar una, vamos a esperar hasta que podamos hacerlo, pero nunca entraremos en compañerismo con la falsedad y la superchería sacerdotal. Si nuestros hermanos tienen fallas, es nuestro deber tolerarlas pacientemente y orar pidiendo que la gracia venza al mal; pero con los ‘papistas’ y con los ‘racionalistas’ no hemos de unirnos en afinidad, o Dios lo requerirá de nuestras manos.

 

Consideren ahora lo que Moisés dejó al tomar partido con Israel. Dejó el honor: “Rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón”; dejó el placer, pues rehusó “gozar de los deleites temporales del pecado”; y, según nuestro apóstol, dejó riquezas también, pues al asumir el vituperio de Cristo renunció a “los tesoros de los egipcios”. Muy bien, entonces, aunque todo se redujera a esto: que para seguir a Dios y serle obediente tenga que perder mi posición en la sociedad y convertirme en un paria, aunque deba abjurar de mil placeres y sea privado de emolumentos e ingresos, las exigencias del deber deben ser cumplidas. Los mártires de la antigüedad ofrendaron sus vidas, ¿no queda nadie que esté dispuesto a dar sus bienes? Si hay una verdadera fe en el corazón de un hombre él no deliberará cuál de estas dos cosas habrá de escoger: la mendicidad o el compromiso con el error. Estimará que el vituperio de Cristo es mucho mejor que los tesoros de los egipcios.

 

Consideren además la causa que Moisés abrazó cuando abandonó la corte. Moisés abrazó una abundante tribulación, “escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios”; y él abrazó el vituperio pues tuvo “por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios”. Oh, Moisés, si no puedes menos que unirte a Israel, no hay una recompensa presente para ti; no tienes nada que ganar sino todo que perder; tienes que hacerlo motivado por puros principios, por amor a Dios, por una plena persuasión de la verdad, pues las tribus no pueden ofrecer honores ni riquezas. Tú recibirás aflicción, y eso es todo. Serás llamado un necio, y la gente pensará que tiene una buena razón para decirlo. Lo mismo sucede hoy. Si alguien quiere hoy salir fuera del campamento para buscar al Señor, si sale a Cristo fuera de las puertas, ha de hacerlo por amor a Dios y a Su Cristo y por ningún otro motivo. El pueblo de Dios no tiene ningún beneficio u obispado que ofrecer; ellos por tanto les suplican a los hombres que calculen el costo. Cuando un ferviente convertido le dijo a nuestro Señor: “Señor, te seguiré dondequiera que vayas”, recibió por respuesta: “Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos, mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza”. Hasta este momento la verdad no ofrece ninguna dote -excepto a sí misma- a quienes quieren abrazarla. El abuso, el desprecio, un duro trato, el ridículo, la tergiversación, esas cosas son la paga de la consistencia; y si viniese algo mejor, es algo imperceptible. Si alguien es de un espíritu lo suficientemente noble para amar la verdad por la verdad misma, y a Dios por Dios mismo, y a Cristo por Cristo mismo, que se aliste con quienes comparten esa mentalidad; pero si busca algo por encima de eso, si desea volverse famoso, o ganar poder, o recibir abundantes beneficios, sería mejor que guarde su lugar entre los cobardes geófagos que pululan a nuestro alrededor. La iglesia de Dios no soborna a nadie. No tiene recompensas mercenarias que ofrecer y desdeñaría usarlas si las tuviera. Si servir al Señor no fuera suficiente recompensa, que aquellos que esperan mayores cosas sigan su camino egoísta; si el cielo no fuera suficiente, los que pueden despreciarlo que busquen su cielo abajo. Moisés, al integrarse con el pueblo de Dios, decididamente y de una vez por todas actuó de manera sumamente desinteresada, sin recibir ninguna promesa del bando apropiado, y sin ningún amigo que le ayudara en el cambio; por causa de la verdad, por causa del Señor, Moisés renunció a todo, contentándose con ser contado con el oprimido pueblo de Dios.

 

II.   Ahora, en segundo lugar, ¿cuál fue LA FUENTE DE LA DECISIÓN DE MOISÉS? La Escritura afirma que fue la fe, de otra manera algunos insistirían en que fue la fuerza de la sangre. “Él era israelita de nacimiento, y por tanto” –dicen ellos- “los instintos de la naturaleza prevalecieron”. Nuestro texto identifica una razón muy diferente. Nosotros sabemos muy bien que los hijos de padres piadosos no son conducidos a adorar al verdadero Dios en razón de su nacimiento. La gracia no corre en la sangre; el pecado podría hacerlo, pero no la justicia. ¿Quién no recuerda a hijos de reconocidos amantes del Evangelio que ahora se han adentrado en el ritualismo? Fue la fe, no la sangre, la que impelió a Moisés en la senda de la verdad. Tampoco fue la excentricidad la que lo condujo a abrazar al bando oprimido. Algunas veces hemos encontrado a un varón de linaje y posición que se ha asociado con personas de un rango y de una condición muy diferentes, simplemente porque nunca pudo actuar como todos los demás, y tenía que vivir a su manera. No sucedió así con Moisés. A lo largo de toda su vida no se puede descubrir ningún rastro de excentricidad en él; era sobrio, firme y respetuoso de la ley; qué si digo que era un varón concéntrico, pues su centro estaba en el lugar debido, y se movía de acuerdo a los dictados de la prudencia. Su decisión no puede ser explicada de esa manera. Tampoco se vio presionado por alguna excitación súbita cuando ardieron dentro de su alma fieros fuegos patrióticos que lo hicieran más ferviente que prudente. No, pudiera haber habido alguna prisa en su asesinato del egipcio en la primera ocasión, pero, por otra parte, tuvo cuarenta años más para reflexionar, y sin embargo, nunca se arrepintió de su elección sino que se aferró al pueblo oprimido de Dios, y siguió rehusando considerarse el hijo de la hija de Faraón. Entonces fue la fe, únicamente la fe, la que capacitó al profeta del Sinaí a tomar su decisión y a implementarla.

 

¿Cuál fe tenía? Primero, tenía fe en Jehová. Es posible que Moisés hubiera visto los diversos dioses de Egipto, tal como los vemos ahora en los dibujos que han sido copiados de sus templos y pirámides. Encontramos allí al gato sagrado, y al ibis sagrado, al sagrado cocodrilo, y a todo tipo de criaturas que eran reverenciadas como deidades; y, en adición a eso, había huestes de extraños ídolos, compuestos de hombre y bestia y ave, que están en nuestros museos hasta este día, y que una vez fueron los objetos de la reverencia idolátrica de los egipcios. Moisés estaba cansado de todo ese simbolismo. Él sabía en su propio corazón que había un Dios y sólo un Dios, y no quería tener nada que ver con Amón, Ptah o Maat. Mi alma misma clama en verdad a Dios, pidiendo que nobles espíritus se cansen en estos días de los dioses de marfil, y de ébano, y de plata, que son adorados bajo el nombre de cruces y crucifijos, y que lleguen a abominar esa idolatría que es sumamente degradante y enfermiza en la que un hombre fabrica a un dios con harina y agua, se postra ante ella, y luego se la traga, enviando así a su dios a su vientre, y, podría decir algo peor. El satírico decía de los egipcios: “¡Oh gente dichosa, cuyos dioses crecen en sus propios jardines!” Nosotros podemos decir con igual fuerza: ‘¡Oh gente dichosa, cuyos dioses son horneados en sus propios hornos’! ¿No es esta la forma más ruin de superstición que haya envilecido jamás al intelecto del hombre? La adoración de los fetiches que practica el hombre de color no es más rastrera. Oh, que corazones valientes y fieles sean conducidos a apartarse de tal idolatría, y que abjuren de toda asociación con ella, y digan: “No, no puedo, y no me atrevo. Hay un solo Dios que hizo el cielo y la tierra, hay un Espíritu puro que sustenta todas las cosas por el poder de Su fuerza, y yo sólo voy a adorarlo a Él; y voy a adorarlo siguiendo Su propia ley, sin imágenes y sin otros símbolos, pues Él los ha prohibido”. ¿Acaso no ha dicho Él: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra; no te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso”? Oh, que Dios les dé a los hombres fe para saber que sólo hay un Dios, y que ese único Dios no ha de ser adorado con ritos y ceremonias ordenadas por el hombre, pues Él es “Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren”. Esa sola verdad, si llegara con poder del cielo a las mentes de los hombres, haría temblar de frío a las iglesias de San Pedro y de San Pablo desde la cruz más alta hasta su cripta más baja; pues ¿qué nos enseñan esas dos iglesias ahora sino una pura idolatría patente, la una por regla y la otra por el permiso, pues ahora los hombres que adoran descaradamente lo que ellos llaman los “sagrados elementos” tienen permiso y licencia para ejercer su oficio dentro de la Iglesia de Inglaterra? Todo hombre que ama a su Dios sacude su manto y se deshace de estas abominaciones, y le pido a Dios que podamos encontrar a muchos Moiseses que lo hagan.

 

La fe de Moisés descansaba también en Cristo. “Cristo no había venido”, dirá alguien. No, pero vendría, y Moisés esperaba al que iba a venir. Él lanzó su mirada a través de las edades que habían de intervenir, y vio ante él a Siloh de quien cantó el agonizante Jacob. Él conocía la antigua promesa que había sido dada a los padres, que en la simiente de Abraham serían benditas todas las naciones de la tierra; y él estaba dispuesto a asumir el vituperio para participar de la promesa.

 

Queridos amigos, nunca tendremos una fe completa en Dios a menos que tengamos también fe en Jesucristo. Los hombres han tratado durante mucho tiempo, y han tratado arduamente de adorar al Padre aparte del Hijo; pero se nos ha dicho esto, y siempre será así: “nadie viene al Padre, sino por mí”. Ustedes se alejarían de la adoración del Padre si no vinieran a través de la mediación y de la expiación del Hijo de Dios. Ahora bien, aunque Moisés no conocía todo lo que ahora nos ha sido revelado respecto a Cristo, con todo, él tenía fe en el Mesías que había de venir, y esa fe fortaleció su mente. Los hombres que están dispuestos a sufrir, son los que han recibido a Cristo Jesús el Señor. Si alguien me preguntara qué hizo que los Covenanters (firmantes del pacto escocés de la reforma religiosa) fueran los héroes que fueron; qué hizo que nuestros antepasados puritanos no temieran a sus enemigos; qué condujo a los reformadores a protestar y a los mártires a morir, yo respondería que fue la fe en el Dios Invisible, aunada a la fe en ese amado Hijo de Dios que es el Dios Encarnado. Creyendo en Él sentían tal amor dentro de sus pechos, que por amor a Él habrían podido morir mil muertes.

 

Pero, por otra parte, en adición a eso, Moisés tenía fe con relación al pueblo de Dios. Ya he hablado respecto a eso. Él sabía que los israelitas eran los elegidos de Dios, que Jehová había hecho un pacto con ellos, que a pesar de todas sus fallas Dios no rompería Su pacto con Su propio pueblo, y sabía, por tanto, que su causa era la causa de Dios, y siendo la causa de Dios, era la causa de lo recto, la causa de la verdad.

 

Oh, es algo grandioso cuando un hombre tiene tal fe que dice: “A mí no me importa lo que hagan otras personas, o lo que piensen o lo que crean; voy a actuar como Dios quiere que yo lo haga. A mí no me importa lo que me manden hacer mis semejantes, no es nada para mí lo que diga la moda, no es nada para mí lo que mis padres digan en lo tocante a la religión; la verdad es la estrella de Dios, y la voy a seguir adondequiera que me conduzca. Si me hiciera un hombre solitario, si yo abrazara opiniones en las que nadie creyó jamás, si yo tuviera que salir completamente fuera del campamento y romper con todo vínculo, todo esto sería tan irrelevante para mí como el polvito de la balanza; pero si un asunto es verdad, voy a creerlo, y lo voy a exponer, y voy a sufrir por su promulgación; y si otra doctrina fuera una mentira, no voy a hacer amistad con ella, no, ni por un solo instante; no voy a entrar en comunión con la falsedad, no, ni siquiera por una hora. Si un curso fuera recto y verdadero, voy a seguirlo a través de inundaciones y flamas si Jesús me guía…” Ese me parece a mí que es el espíritu correcto, pero ¿dónde lo encuentras ahora? El espíritu moderno musita: “Nosotros estamos bien, cada uno de nosotros”. El que dice “sí” está bien, y el que dice “no” está bien también. Oyes a un hombre hablar con empalagoso sentimentalismo que él llama ‘caridad cristiana’: “Bien”, yo soy de la opinión que si un hombre es un musulmán, o un católico, o un mormón, o un disidente, si es sincero, está bien”. No llegan al punto de incluir todavía a los adoradores del diablo, a los matones y a los caníbales, pero si las cosas siguen adelante, los aceptarán dentro la dichosa familia de la Ancha Iglesia. Tal es la plática y el lenguaje peculiar de esta época presente, pero doy mi testimonio de que no contiene ninguna verdad, y yo invito a cada hijo de Dios que proteste contra eso, y que, como Moisés, declare que no puede tener complicidad con una confederación de ese tipo. Hay verdad en alguna parte, entonces, encontrémosla; la mentira no es de la verdad, entonces, aborrezcámosla. Hay un Dios, entonces sigámoslo, y no puede ser que los falsos dioses sean dioses también. Ciertamente la verdad es de algún valor para los hijos de los hombres, ciertamente hay algo que vale la pena sostener, algo por lo que vale la pena contender, y algo por lo que vale la pena morir; pero no da la impresión que los hombres piensen así. Que sintamos un respeto por la verdadera iglesia de Dios en el mundo que obedece a la palabra y a la doctrina apostólica. ¡Encontrémosla y unámonos a ella, y luchemos a su lado por Dios y por Su verdad!

 

Además, Moisés tenía puesta “la mirada en el galardón”. Se dijo: “Tengo que renunciar a mucho, y tengo que tomar en cuenta que voy a perder rango, posición y tesoros; pero yo espero ser un ganador a pesar de ello, pues vendrá el día cuando Dios juzgue a los hijos de los hombres; yo espero un tribunal de juicio con sus balanzas imparciales, y espero que quienes sirven a Dios fielmente resulten entonces haber sido los varones sabios y los hombres rectos, mientras que quienes se sometían servilmente y se inclinaban ante la comodidad presente, encontrarán que se perdieron de la eternidad mientras estaban tratando de asir el tiempo, y que intercambiaron el cielo por un miserable plato de potaje”. Con esto en su mente, no podrían persuadir a Moisés que debía avenirse, y que no debía ser rígido, y que no debía juzgar a otras buenas personas sino que debía ser de criterio amplio y recordar a la hija de Faraón, y cuán amablemente lo había criado, y considerar las oportunidades que tenía de hacer el bien donde estaba; cómo podía entablar amistad con su pobres hermanos, qué influencia podía tener sobre Faraón, cómo podía ser el instrumento de conducir a los príncipes y al pueblo de Egipto en el camino recto, y tal vez Dios lo había levantado a propósito para que estuviera allí, quién podía decirlo, etcétera, y etcétera y etcétera –ya ustedes conocen la plática babilónica- pues en estos tiempos todos ustedes han leído u oído los plausibles argumentos del engaño de la iniquidad, que en estos últimos días enseña a los hombres a hacer el mal para obtener un bien. A Moisés no le importaban esas cosas. Él conocía su deber y lo cumplía prescindiendo de cuáles pudieran ser las consecuencias. El deber de todo cristiano es creer en la verdad, y seguir a la verdad, y dejarle los resultados a Dios. ¿Quién se atreve a hacer eso? Ese es hijo de rey. Pero, repito, ¿quién se atreve a hacer eso en estos días?

 

III.   En tercer lugar, vamos a repasar en nuestras mentes ALGUNOS DE LOS ARGUMENTOS QUE APOYARON A MOISÉS  en su resuelto curso de seguir a Dios.

 

El primer argumento es que vio claramente que Dios era Dios y, por tanto, que debía cumplir Su palabra, que tenía que sacar a Su pueblo de Egipto y darle una herencia. Se dijo en su interior: “yo deseo estar en el lado correcto. Dios es todopoderoso, Dios es enteramente fiel y Dios es completamente justo. Yo estoy del lado de Dios, y estando del lado de Dios, voy a demostrar mi fidelidad dejando por completo el otro lado”.

 

Luego, en segundo lugar, consta en el texto que percibía que los placeres del pecado no eran sino para una estación. Se dijo: “yo podría vivir muy poco tiempo, y aun si llegara a la ancianidad, por larga que sea la vida sigue siendo muy corta; y cuando llegue al final de mi vida qué miserable reflexión será pensar que he tenido todo mi placer, que ya terminó, y que ahora tengo que comparecer delante de Dios como un israelita traicionero que desechó su primogenitura sólo por disfrutar de los placeres de Egipto”. ¡Oh que los hombres pesaran todo en la balanza de la eternidad! Todos nosotros nos presentaremos ante el tribunal de Dios en unos cuantos meses o años, y entonces piensen en cómo nos sentiremos. Uno dirá: “yo nunca pensé acerca de la religión en absoluto”, y otro dirá: “yo pensé en ella, pero no pensé lo suficiente como para llegar a una decisión al respecto. Yo seguí la corriente”. Otro dirá: “yo conocí la verdad lo suficiente, pero no pude soportar la vergüenza de ella, me habrían considerado fanático si hubiese seguido adelante con ella”. Otro dirá: “Yo claudiqué entre dos pensamientos, me costaba pensar que estaba justificado en sacrificar la posición de mis hijos por ser un seguidor cabal de la verdad”. ¡Cuán desventuradas reflexiones vendrán a seres que han vendido al Salvador como lo hizo Judas! ¡Cuán desventurados lechos mortuorios han de tener quienes han sido infieles a sus conciencias e infieles a su Dios! ¡Pero, oh, con qué serenidad esperará el creyente el otro mundo! Dirá: “Por gracia soy salvo, y bendigo a Dios porque pude afrontar ser ridiculizado, y pude soportar que se rieran de mí. Pude perder esa condición, pude ser sacado de esa finca, y pude ser llamado necio, y no obstante, no me molestó. Encontré solaz en la compañía de Cristo, acudí a Él en cuanto a todo esto, y descubrí que ser vituperado por Cristo fue algo más dulce que poseer todos los tesoros de los egipcios. ¡Bendito sea Su nombre! Me perdí de los placeres del mundo, pero no fueron una pérdida para mí. Me alegró perderlos, pues encontré un placer más dulce en la compañía de mi Señor, y ahora vendrán placeres que nunca acabarán”. Oh, hermanos, entregarse cabalmente a Cristo, ir hasta el fin con Él aunque involucre la pérdida de todas las cosas, esto pagará a la larga. Podría acarrearles mucha desgracia en el presente, pero eso acabará pronto, y luego viene la recompensa eterna.

 

Y luego pensó en su interior que incluso los placeres que fueron pasajeros, mientras duraron, no fueron iguales al placer de ser vituperado por causa de Cristo. Esto debería fortalecernos a nosotros también: que lo peor que suframos por Cristo es mejor que lo óptimo del mundo; que incluso ahora tenemos más gozo como cristianos, si somos sinceros, del que pudiéramos derivar de los pecados de los impíos.

 

Sólo tengo que decir esto para concluir. Primero, todos nosotros debemos estar dispuestos a desprendernos de todo por Cristo, y si no estamos dispuestos, no somos Sus discípulos. “Maestro, tú dices algo muy duro”, dirá alguien. Lo digo de nuevo, pues un Maestro más grande lo ha dicho: “El que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí”. “Cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”. Pudiera ser que Jesús no requiera de ti que lo dejes todo, pero tienes que estar dispuesto a dejarlo todo si se requiriese.

 

La segunda observación es esta: debemos aborrecer el simple pensamiento de obtener honor en este mundo gracias a esconder nuestros sentimientos o gracias a hacer concesiones. Si hubiera una oportunidad de que seas altamente estimado por callarte, habla de inmediato y no corras el riesgo de ganar un honor tan deshonroso. Si hubiera una esperanza de que la gente te alabe porque estás tan dispuesto a abandonar tus convicciones pídele a Dios que te haga como un pedernal y que no cedas nunca más; pues ¡qué gloria más condenatoria puede recibir un hombre que ser aplaudido por desconocer sus principios para agradar a sus semejantes! ¡Que el Señor nos salve de esto!

 

La tercera enseñanza es que debemos tomar nuestro lugar con quienes siguen verdaderamente al Señor y a las Escrituras, aun si no fuesen completamente como nosotros quisiéramos que fuesen. El lugar para un israelita es con los israelitas, y el lugar para un cristiano es con los cristianos. El lugar para un cabal discípulo de la Biblia y de Cristo está con otros que son así, y si sucediera que son los más humildes de la tierra, y los más pobres de los pobres, y los iletrados y analfabetas del período, ¿qué es todo eso si su Dios los ama y si ellos aman a Dios? Pesados en la balanza de la verdad, el más insignificante de ellos vale como diez mil de los más grandes hombres impíos.

 

Por último, todos nosotros hemos de poner la mira en nuestra fe. La fe es lo principal. No se puede formar un carácter a fondo sin una fe sincera. Comienza ahí, querido oyente. ¡Si tú no eres un creyente en Cristo, si tú no crees en el único Dios, que el Señor te convierta, y te dé ahora ese precioso don! Procurar formar un carácter que sea bueno sin un fundamento de fe equivale a edificar sobre la arena, y a apilar madera y heno y hojarasca, -y esa madera, heno y hojarasca son cosas muy buenas como madera y heno y hojarasca- pero no resistirán el fuego; y ya que cada carácter cristiano tendrá que pasar por el fuego, es bueno edificar sobre la roca, y edificar con tales gracias y frutos que soporten el juicio. Tú tendrás que ser juzgado, y si has evitado toda oposición y todo ridículo, resbalándote a lo largo de la vida como un cobarde, pregúntate si eres en verdad un discípulo del padre de familia a quien llamaron Beelzebú, si eres en verdad un seguidor de ese Salvador crucificado que dijo: “A menos que un hombre tome su cruz cada día, y me siga, no puede ser mi discípulo”. Sospechen de los lugares aplanados; ténganle miedo a esa perpetua paz que Cristo declara que vino a poner fin. Él dice: “No he venido para traer paz, sino espada”. Él vino a echar fuego en la tierra; y “¿qué quiero” –dijo- “si ya se ha encendido?”

 

¿He de ser transportado a los cielos

Sobre floreados lechos de tranquilidad,

Mientras otros lucharon para ganar el premio

Y navegaron a través de sangrientos mares?

 

Seguro he de luchar si quiero reinar

Aumenta mi valentía, Señor,

Yo toleraré el trabajo, soportaré el dolor,

Apoyado por Tu Palabra”. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Proverbios 1.

 

Nota del traductor:

 

Geófago: se aplica al que come tierra.

 

 

 

Traductor: Allan Román

18/Septiembre/2012

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