El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Perseverancia
sin Presunción
NO.
1056
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Y yo les doy
vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”. Juan
10: 28.
Quienes estuvieron
presentes la noche del pasado jueves, recordarán que les hablé sobre la
necesidad de “retener firme hasta el fin nuestra confianza del principio”, y
que les mostré que sólo si continuamos en la fe inicial, comprobaremos ser
partícipes del Señor Jesucristo. Pero, prescindiendo de cuán claramente
hablemos, siempre estaremos sujetos a ser malentendidos. El oyente más ávido
puede confundir fácilmente sus pensamientos con nuestras palabras, y atribuirnos
de esa manera conceptos que brotan espontáneamente de su propia mente. Así, me
reuní esta semana con un ansioso buscador sincero que pensaba que yo había
dicho que aunque un hombre fuera un creyente en Jesucristo, después de todo, podía
perecer. Me atrevo a decir que algunas expresiones que usé lo condujeron a
creerlo. Si hubiese sido un oyente que acostumbra venir aquí, no habría
imaginado que yo pudiera dar cabida a una tal declaración, pues todos los que
me oyen de continuo saben que si hay una doctrina que he predicado más que
cualquier otra, es la doctrina de la perseverancia final de los santos. Lo que
pretendía decir –no me sorprende que no me hubiese entendido cabalmente- era
esto: que el creyente tiene que ser siempre un creyente; que habiendo comenzado
en esa confianza, tiene que continuar en esa confianza. La alternativa sería
que regresara a la perdición, en cuyo caso perecería como un incrédulo, y
entonces la inferencia sería que la fe que parecía tener era una ficción, que
la confianza de la que parecía disfrutar era una burbuja, y que realmente no
creyó nunca para salvación de su alma. Este es un argumento válido basado en la
operación del Espíritu de Dios y no es de ninguna manera una condición
dependiente del buen comportamiento de los individuos. La única vía por la que
un alma es salvada es porque esa alma permanece en Cristo; si no permaneciera
en Cristo, sería descartada como un pámpano y se secaría. Pero, por otra parte,
sabemos que quienes están injertados en Cristo permanecerán en Cristo.
Razonamos a la manera del apóstol Pablo quien, después que hubo hablado del
peligro en que algunos se encontraban consistente en que habiendo comenzado
bien, terminaran mal; después de ser iluminados y de gustar de la buena palabra
de Dios y los poderes del siglo venidero, recayeran, Pablo agrega: “Pero en
cuanto a vosotros, oh amados, estamos persuadidos de cosas mejores, y que
pertenecen a la salvación, aunque hablamos así”. A pesar de haber sido ya
debatida esta cuestión, se me ocurre que pudiera ser provechoso si enuncio
brevemente –no a manera de controversia, sino simplemente en interés de la
instrucción- la doctrina de la seguridad del creyente en Cristo, la certeza de
la perseverancia del creyente hasta el fin y la seguridad de su ingreso en el eterno
reposo. Se me viene a la mente de inmediato este texto: “Y yo les doy vida
eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”.
Las tres cláusulas de
esta oración representan para nosotros tres seguridades llenas de gracia. He
aquí un don divino: “Yo les doy vida eterna”; una promesa divina que es amplia y de largo alcance: “no perecerán
jamás”; y un asidero divino: “ni
nadie las arrebatará de mi mano”.
Entonces, observen
primero EL DON DIVINO: “Yo les doy vida eterna”. La vida eterna viene a todo el
que la recibe en calidad de un don. El ser humano no la poseía cuando entró por
primera vez en el mundo. Nació del primer Adán, y nació para morir. No la
extrajo de sí mismo ni provocó su desarrollo en su interior mediante algunos
procesos misteriosos. No es un cultivo de casa, ni es un producto del suelo de
la humanidad: es un don. Tampoco es otorgada la vida eterna como una recompensa
por servicios prestados. No podría ser, pues es un prerrequisito previo a la
realización del servicio. El término “don” excluye toda idea de deuda. Si es
por un don, o por gracia, no es por deuda o por recompensa. Siempre que la vida
eterna es implantada en el alma de alguna persona, eso se realiza como un don
gratuito del Señor Jesucristo; no como algo merecido, sino como algo otorgado a
personas indignas. Por esto no vemos ninguna razón por la que deba serle
revocada a la persona que la ha recibido. Pues, supongan que hubiera ciertos
motivos de descalificación en la persona que ha participado del don; con todo, esas
descalificaciones no podrían operar para impedir que disfrute de la bendición,
como tampoco pudieron impedir que la recibiera inicialmente, aun si hubiesen
sido tomadas en cuenta. El don no le llega a la persona por causa de algún
merecimiento propio, sino que le llega como una dádiva. No hay ninguna razón
por la que una vez que cobra existencia no deba continuar, ni hay razón por la
que el uso del tiempo presente de verbo dar, tal como lo tenemos aquí, no deba
describir siempre un hecho presente. “Yo les doy” –continúo dándoles- “vida
eterna”. Ese hecho no puede verse afectado por una indignidad descubierta
posteriormente, porque Dios conoce lo por venir desde el principio. Cuando Él otorgó
la vida eterna a la persona que la posee, conocía muy bien cada imperfección y
cada falla que habrían de presentarse en esa persona. Esos deméritos, si
hubieran constituido en absoluto razones, habrían sido un motivo para no
otorgarla, antes que para darla y quitarla de nuevo. Pero es inconsistente con
los dones de Dios que sean anulados alguna vez. Tenemos establecido como una
regla del reino, la cual no puede ser violada, que “irrevocables son los dones
y el llamamiento de Dios”. Él no rescinde por capricho aquello que ha conferido
por Su propia buena voluntad. No va acorde con la naturaleza real del Señor,
nuestro Dios, otorgar un don de la gracia en un alma, para luego,
posteriormente, retirarlo; levantar a un hombre de su natural degradación y
colocarlo entre los príncipes, dotándolo de una vida eterna, para luego
derribarlo de su excelso estado y privarlo de todos los beneficios infinitos
que le ha conferido. El propio lenguaje que estoy usando es lo suficientemente
contradictorio por sí solo para refutar esa sugerencia. Dar la vida eterna es
dar una vida más allá de las contingencias de esta presente existencia mortal.
“Por siempre” es un sello estampado en la carta de privilegio. Quitarlo no
sería consistente con la regia liberalidad del Rey de reyes aun si fuese
posible que tal cosa pudiera suceder. “Yo les doy vida eterna”. Si Él da,
entonces da con la soberanía y la generosidad de un rey; da permanentemente, con
una posesión permanente. Él da de tal manera que no revocará la concesión. Él
da y les pertenece: será de ellos mediante una garantía divina de derechos por
los siglos de los siglos.
Podemos inferir la
absoluta seguridad del creyente, no sólo del hecho de que esta vida es un don
absoluto, y que por tanto, no será retirada, sino también de la naturaleza del
don, que es: vida eterna. “Yo les doy vida eterna”. “Sí”, -dice alguien- “pero se
pierde”. Entonces no pueden haber tenido una vida eterna. Es una contradicción
en los términos decir que un hombre tiene vida eterna pero que, no obstante,
perece. ¿Puede sobrevenirle la muerte a lo inmortal, o puede afectar el cambio
a lo inmutable, o puede corroer la corrupción a lo imperecedero? ¿Cómo puede
ser eterna la vida si llega a un fin? ¿Cómo puede ser posible que uno tenga
vida eterna y, con todo, que muera de pronto, o que se desplome tal como falla
la débil naturaleza en todas sus funciones? ¡No!, la eternidad no debe ser
medida por semanas o meses o años. Cuando Cristo dice eterna, Él quiere decir
eterna, y si he recibido el don de la vida eterna, no es posible que yo peque
de tal manera que pierda esa vida espiritual por algún medio de algún tipo. “Es
vida eterna”.
Podemos esperar razonablemente
que el creyente persevere hasta el fin porque la vida que Dios ha implantado en
su interior es de tal naturaleza que tiene que continuar existiendo, tiene que
vencer todas las dificultades, tiene que madurar, tiene que perfeccionarse,
tiene que echar fuera de sí al pecado y tiene que llevarlo a la gloria eterna.
Cuando Cristo habló con la mujer samaritana junto al pozo, dijo: “El que bebiere
del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré
será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”. Esto no podría
significar un trago pasajero que calmaría la sed durante una hora o dos, sino
que tiene que implicar una participación tal que cambie la constitución real de
un ser humano y su destino, y que se convierta en él en un manantial
inextinguible. La vida que Dios implanta en los creyentes por la regeneración
no es como la vida que ahora poseemos por la generación. Esta vida mortal pasa.
Está ligada a la carne, y toda carne es como hierba:
se marchita. “Lo que es nacido de la carne, carne es”. No así la nueva vida que
es nacida del Espíritu y es espíritu, pues el espíritu no es susceptible de ser
destruido: continuará y perdurará por todos los siglos. La vida eterna en el
interior de todo hombre que la posee es engendrada en él “no de sangre, ni de
voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” mismo. Gracias sean
dadas al Padre pues es por Él que nosotros hemos “renacido para una esperanza
viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos”. Rastreando esta vida
implantada hasta su origen, se dice de nosotros: “siendo renacidos, no de
simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y
permanece para siempre”. Es una simiente santa. No puede pecar, pues es nacida
de Dios. Somos hechos partícipes de la naturaleza divina, y la nueva vida en
nuestro interior es una vida divina. Es la vida de Dios en el interior del alma
del hombre. Nos convertimos en los que hemos nacido dos veces, con una vida que
no puede morir como tampoco puede hacerlo la vida de Dios mismo, pues es, de
hecho, una chispa que proviene de ese gran sol central; es un nuevo pozo en el
alma que extrae sus suministros de la profundidad subterránea, de la
inextinguible fuente de la plenitud de Dios. Esta es, entonces, una segunda
razón para creer en la seguridad y en la perseverancia final del creyente. El
creyente tiene un don de Cristo, y Cristo no le quitará Su don; él tiene una
vida que es en sí misma inmortal y eterna.
Pero, adicionalmente,
esta vida en el interior del cristiano que es un don de Cristo, está siempre
vinculada a Cristo. Nosotros vivimos porque somos uno con Cristo; así como el
pámpano succiona su savia de la vid, así también nosotros seguimos obteniendo
la sangre de nuestra vida, las provisiones de nuestra vida, de Cristo mismo. La
unión entre el creyente y Cristo es vital y ofrece una seguridad en sumo grado.
Pues, ¿qué dice nuestro Señor respecto a ella? “Porque yo vivo, vosotros también
viviréis”. No es una relación que pueda ser disuelta o un vínculo que pueda ser
cortado, sino que es una necesidad en la que no puede intervenir ningún
accidente; es una ley fija del ser: “Porque
yo vivo, vosotros también viviréis”. Que la unión entre Cristo y Su pueblo
es indisoluble parece obvio partiendo de las figuras que son utilizadas para
ilustrarla. Denotan de una manera tan contundente que no puede haber ninguna
separación, que muy bien podemos decir: “¿Quién nos podrá separar del amor de
Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro?” ¿Acaso no estamos desposados con
Cristo? ¿Qué metáfora podría ser más expresiva? Para calcular su valor tienes
que tomar la descripción divina de la relación. Pues aunque las bodas son
secularizadas por nuestras Actas del Parlamento y los lazos nupciales son
considerados como contratos civiles, Dios ha declarado que el varón y la mujer
constituyen una sola carne; sí, a los ojos del cielo, aquel que se une a una
ramera es un solo cuerpo con ella. Entonces, si en el matrimonio ordinario el
divorcio es posible, y, ay, es demasiado común, cuando acudes a
Además, ¿acaso no somos
miembros de Su cuerpo? ¿Acaso Cristo será desmembrado? ¿Perderá Él, cada vez y
cuando, un miembro por aquí y otro miembro por allá? ¿Puedes suponer que Cristo
está mutilado? Me cuesta pensar y mucho menos expresar el pensamiento de que
podría faltar aquí o allá un ojo, o un pie, o un oído para completar la
perfección de Su persona mística. ¡No!, eso no sucederá. Los miembros del
cuerpo de Cristo serán vivificados tan vitalmente por el corazón y por Él mismo
que es la cabeza, que seguirán viviendo, porque
Él vive. Cuando un hombre se mete en el agua, la corriente pudiera tener naturalmente
poder para ahogarlo, pero mientras su cabeza permanezca sobre el agua, no es
posible que la corriente ahogue sus pies o sus manos; y ya que Cristo, la
cabeza, no puede morir ni puede ser destruido, ni todas las aguas que aneguen a
los miembros de Su cuerpo los destruirán, no
pueden destruirlos.
Además, la vida del creyente
es sustentada constantemente por la presencia del Espíritu Santo en su interior.
Es un hecho, bajo la dispensación del Evangelio, que el Espíritu Santo no sólo está
con los creyentes, sino que está en los creyentes. Él mora en ellos y los
convierte en Su templo. La vida, tal como les hemos mostrado, es sui generis, es única, inmortal; es
inmortal porque está unida con un Cristo inmortal, pero es también inmortal
porque es sustentada por un Espíritu Divino que no puede ser vencido, que tiene
poder para enfrentar todo el mal que falsos y perversos espíritus intentan
generar para nuestra destrucción, y Quien día con día agrega un renovado
combustible a la llama eterna de la vida del creyente en su interior. Si no
fuese por la permanencia del Espíritu en nosotros, podríamos estar sujetos a
alguna duda, pero en tanto que Él continúe permaneciendo en nuestro interior
por siempre, no temeremos.
Entonces el primer
consuelo que extraemos de nuestro texto es que somos los receptores de un don
divino: “Yo les doy vida eterna”.
II. Ahora,
en segundo lugar, sumado a lo anterior, tenemos UNA PROMESA DIVINA: “No
perecerán jamás”. Yo estoy muy agradecido por esta palabra, porque ha habido
algunos que han procurado acabar con la fuerza de este pasaje íntegro: “Ni
nadie las arrebatará de mi mano”. “No”, -han dicho ellos- “pero se pueden
deslizar por entre los dedos, y aunque no puedan ser arrebatados, con todo,
pueden salirse por su propia voluntad”; pero aquí hay una breve frase que
invalida todos esos pensamientos: -“No perecerán jamás”-, en Sus manos o fuera
de Sus manos, bajo cualquier suposición de cualquier tipo: “No perecerán jamás”.
Observen que aquí no hay ninguna restricción. Incluye todo el tiempo. “No
perecerán jamás”. ¿Se trata de
jóvenes creyentes? ¿Son fuertes sus pasiones? ¿Es débil su juicio? ¿Tienen escaso
conocimiento, poca experiencia y una fe débil? ¿Acaso no podrían morir mientras
son corderitos o perecer mientras están tan débiles? “No perecerán jamás”.
Pero, en la mitad de la vida, cuando los hombres pierden con demasiada
frecuencia la frescura de la gracia temprana, cuando el amor de sus esponsales
ha perdido tal vez su poder, ¿acaso no pueden volverse mundanos? ¿No podrían,
de alguna u otra manera, ser entonces conducidos al descarrío? “No perecerán
jamás”. “No perecerán jamás”. Perecerían si la mundanalidad pudiera
destruirlos; perecerían si el mal pudiera tener completa y enteramente el
dominio sobre la gracia, pero eso no sucederá. “No perecerán jamás”. Pero, ¿no pueden
volverse más viejos, y, con todo, no ser más sabios? ¿No podrían ser
sorprendidos por la tentación, como lo han sido muchos en tiempos cuando se han
vuelto carnalmente seguros porque pensaban que su experiencia los había
fortalecido? “No perecerán jamás”; no lo harán aunque sean principiantes, ni
tampoco aunque estén a punto de acabar su carrera. “No perecerán jamás”.
Excluye todo tiempo, toda referencia al tiempo, al condensar toda la gama de
períodos posibles en una sola palabra: “jamás”. “No perecerán jamás”.
El alcance de la frase
incluye toda contingencia. “No perecerán jamás”. ¿Cómo, ni siquiera si son
severamente tentados? “No perecerán jamás”. ¿No perecerán si se rebelan? Serán
restaurados de nuevo. “No perecerán jamás”. Pero, ¿qué pasa si continúan en la
rebelión y mueren así? Ah, no harán eso. “No perecerán jamás”. No debes suponer
lo que no puede ocurrir nunca. “No perecerán jamás”. Nunca estarán en una
condición tal que se queden completamente desprovistos de gracia; nunca estarán
en tal estado de corazón que el pecado tenga dominio sobre ellos, un dominio
total y completo. Puede entrar. Pudiera parecer que logra el dominio por un
tiempo, pero el pecado nunca tendrá el dominio sobre ellos al grado de que
perezcan delante del Señor. “No perecerán jamás”.
Incluye a todo el
rebaño. “No perecerán jamás”, es decir, ni una sola de Sus ovejas perecerá.
Este no es un privilegio distintivo de unos cuantos, sino la misericordia común
de todos ellos; ni uno solo de ellos –ni uno solo- perecerá jamás. Aunque tú,
creyente en Cristo, seas el más desconocido de todos los miembros de la
familia, tú no perecerás jamás. Si en verdad tú has recibido la vida interior y
si la gracia verdadera está en tu alma, aunque nadie sepa tu nombre y nadie te
extienda una mano de ayuda; aunque como un solitario peregrino recorras el
camino celestial completamente solo, débil y desfalleciente, y tiembles a lo
largo de todo el camino, no perecerás jamás. La promesa no está dirigida a algunos,
sino a todas las creyentes ovejas de Cristo. “No perecerán jamás”.
Y, amados, pudiera
fortalecer grandemente nuestra fe y revivir dulcemente nuestros espíritus, el
considerar cómo armoniza esa doctrina con otras doctrinas en las que
ciertamente creemos. Las ovejas de Cristo fueron elegidas por Dios para
salvación desde la antigüedad. Pero, si perecieran, la elección de Dios se
vería frustrada. Él los designó desde la fundación del mundo para que
produjeran fruto de santidad hasta el fin, y, si no lo hicieran, ¿cómo se haría
Su voluntad como en el cielo así también en la tierra? Ellos fueron un pueblo
apartado para Él mismo, para que lo honrara por medio de buenas obras; si
fallara en esto, si cayera de ese bienaventurado estado, si pereciera por
completo, el consejo del Padre se vería frustrado, y eso no puede ser. El
propósito de Dios asegura su perseverancia final. “No perecerán jamás”.
Podemos tener la
seguridad de que serán preservados gracias a la redención eficaz que Cristo
obró para ellos. Amados, nosotros creemos en este lugar, (aunque la doctrina es
muy menospreciada en estos días) en un sacrificio sustitutivo literal y real.
Nosotros creemos que
Jesús murió por Su pueblo, y que:
“Soportó, para que no tuvieran que soportarla nunca
La justa ira del Padre”.
Ahora bien, si Él pagó
sus deudas, ellos ya no tienen que saldar ninguna deuda. Si Él soportó su
castigo, ellos ya no tienen que sufrir ninguna sanción. Si Él ocupó su lugar, tanto
la justicia como la gracia –justicia y gracia en conjunto- exigen que sean
salvados. Jesucristo ofreció una expiación por ellos y “¿Quién es el que
condenará?” “Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó”. “Porque
si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo,
mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida”. Si Él murió porque
asumió nuestra culpa, con mayor razón -habiendo sido consumada la expiación-
entraremos en la plenitud del reposo. Si Él no estuvo dispuesto a perdernos aun
viéndonos como irredentos, antes bien, vino y pagó el precio, mucho menos nos
perderá ahora que nos ha redimido con Su sangre para Dios, de todo linaje y
lengua y pueblo y nación. Él puso Su vida por Sus ovejas. Él amó a la iglesia y
se entregó a Sí mismo por ella, a fin de presentársela a Sí mismo, una iglesia
gloriosa, y para lograr el propósito por el cual ya ha aventurado tanto, Él
seguramente reclamará y seguramente recibirá de manos de la justicia, la salvación
de aquellos por quienes se ofreció como una víctima vicaria.
Además, queridos amigos,
el que cree en Cristo es justificado de todas las cosas de las que no podría
ser justificado por la ley de Moisés. ¿Es acorde con la manera del hombre
primero justificar y después condenar? Ciertamente no, pero si lo fuera, no es
acorde con la suprema equidad del Dios Altísimo. Si Él ha declarado justo a un
hombre, ese hombre es justo. Cuando Él declara que las transgresiones del
hombre le han sido perdonadas, ¿le serán tomadas en cuenta de nuevo? ¿Serán
puestas de nuevo a su puerta? ¿No se afirma que Él ha quitado nuestros pecados
como una nube, y acaso recobrará la nube de ayer? ¿Acaso no ha dicho que ha
arrojado nuestros pecados a las profundidades del mar? ¿Eso que el propio Jehová
ha consignado al olvidadizo océano habrá de ser arrastrado otra vez a la costa
como si lo hubiese depositado en una parte poco profunda? Tan lejos como el Oriente
está del Occidente, así de lejos Él apartó nuestras transgresiones de nosotros.
Nuestro Oriente y nuestro Occidente están lo suficientemente apartados; pero
¡cuánto más apartados estarán el Oriente y el Occidente de Dios cuando Él mira
a través del espacio infinito! Él ha transportado esos pecados tan lejos de
nosotros que ni el demonio de pies más ligeros los podría traer de regreso
aunque dispusiera de toda una eternidad para realizar esa proeza. Él los ha
quitado para siempre. Sí, oigan lo que se dice del Mesías: “Ha puesto fin al
pecado, y ha expiado la iniquidad, y ha traído la justicia perdurable”. Si se
le ha puesto un fin al pecado, se le ha puesto fin, y si ha acabado con él,
¿dónde está? ¿Dónde está? “La maldad de Israel será buscada, y no aparecerá; y
los pecados de Judá, y no se hallarán”, en efecto, no serán hallados, dice el
Señor.
Oh amados, ¿cómo será
entonces condenado el hombre que cree en Cristo, y condenado por el pecado que
ya ha sido perdonado? ¿Cómo será arrojado en el infierno? ¿Por qué? ¿Por
ofensas que fueron asumidas por el Salvador? ¿Cómo podría ser condenado aquél a
quien Dios ha justificado? No le den cabida a ese pensamiento. No permitan que
el miedo o la fantasía los induzcan a prestar oídos a la sugerencia. Una vez
dictada la sentencia de remisión para un hombre, permanece irrevocable. “Dios
es el que justifica. ¿Quién es el que condenará?”
Además, Dios ha
comenzado una obra en el creyente que está comprometido a concluir. Nunca se ha
dicho de Dios que comenzó a edificar pero que fue incapaz de completar la obra.
“Estando persuadido de esto, que el comenzó en vosotros la buena obra, la
perfeccionará hasta el día de Jesucristo”. No ha sido acorde con la costumbre
de Jehová dejar inconclusas Sus obras; ¿por qué habría de dejarlas inconclusas?
¿Hay alguna falta de poder? Eso es inconcebible. ¿Hay alguna falta de voluntad?
No podemos imaginarlo, pues si Su voluntad hubiera cambiado tendría que haber
una razón para el cambio. Y si es así, ¿es más sabio Dios de lo que era? ¿Ha alterado
Su plan debido a que encontró algún error en él? Si no, si la infinita sabiduría
lo condujo a poner Su mano en esa obra, la infinita sabiduría mantendrá Su mano
en la obra.
“La obra que la sabiduría asume,
La eterna misericordia nunca abandona”.
Oh amados, el propio
comienzo de la obra de Dios augura que la obra será realizada íntegramente.
La doctrina de la
adopción nos proporciona otro argumento para nuestra seguridad. Todo hombre que
es salvado, justificado y perdonado, es también adoptado en la familia de Dios.
Y, ¿piensas tú que Dios sustituye y cambia a Sus hijos que son llamados por Su
propio nombre? ¿Imaginas creíble tal cosa? ¿Acaso convence como un hecho? ¿Eres
tú el hijo de tu Padre hoy, y el hijo de alguien más mañana? ¿Acaso no es esa
una absurdidad demasiado obvia para que necesite ser refutada? No; yo no sé de
dónde pudo haber salido un pensamiento tan extravagante como es el que seamos
los hijos de Dios hoy y pronto seamos los hijos del diablo, cambiando así la
bendita paternidad que Dios mismo reclama respecto a todo Su pueblo. “Pero,
podemos hacer el papel del hijo pródigo”, dice alguien. Sí, respondo, y podemos
ser traídos de regreso después de que nos hemos descarriado como lo hizo el
hijo pródigo. Además, el hijo pródigo siguió siendo un hijo; aun cuando estaba
junto a la artesa de los cerdos y después de haber desperdiciado toda su
riqueza en una vida entregada a los vicios, seguía siendo amado por el padre. Y
debido a que él era un hijo regresó de nuevo con llanto y amargura de espíritu
y encontró paz y perdón. Si no hubiese sido un hijo, podría haber pasado su
vida con las rameras, como otros, y allí no habría dicho: “Me levantaré e iré a
mi padre”; pero la gracia operó en su corazón, fue revivido misteriosamente, y
dijo: “debo abandonar esta vida de pobreza y pecado y debo regresar a la casa
de mi padre”. Y si el hijo de Dios se descarriara, como es posible que suceda,
(que Dios nos conceda a ustedes y a mí que nunca nos descarriemos), con todo,
hay una voz que dice: “Convertíos, convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová,
porque yo soy vuestro esposo”. La adopción es ciertamente una gran prueba de
que el pueblo del Señor será guardado y preservado, y que habrá una familia de
Dios en el cielo que no será desintegrada. Él no tendrá que lamentar que Sus
propios hijos e hijas amados, engendrados por Su gracia, perezcan por completo.
Jesús va a decir: “He aquí, yo y los
hijos que me dio Jehová”.
III. Y,
ahora, el último punto es EL ASIDERO DIVINO: “Ni nadie las arrebatará de mi
mano”.
Entonces todos los
santos están en las manos de Jesús. No están sólo en Su corazón, sino en Sus
manos, tal como los sumos sacerdotes llevaban los nombres de las doce tribus en
el pectoral y también los llevaban en los hombros. El poder y también el afecto
de Cristo preservarán al pueblo de Dios. Ellos están en Sus manos. “Todos los
consagrados a él estaban en su mano”. ¡Cuán bienaventurado lugar es para
nosotros estar siempre allí, en la mano de Cristo!
Pero, ¿acaso nuestro
Señor nos da a entender, como si fuese para prevenirnos, que se llevarían a
cabo una gran cantidad de intentos para arrancarnos de esa mano? Satanás
quisiera hacerlo; nuestras propias concupiscencias rastreras quisieran hacerlo;
los impíos quisieran hacerlo. El aire mismo está lleno de tentadores que
quisieran –si pudieran- arrancarnos de Cristo. Por tanto, tenemos una razón
para ejercer una gran vigilancia, para tener una profunda humildad, pero
también para sentir mucho agradecimiento por estar colocados donde los
tentadores no pueden alcanzarnos, pues la promesa nos garantiza que nadie será
capaz de arrancarnos de la mano de Cristo. No hay poder suficiente en legiones
de espíritus caídos si fueran convocados en formación de combate contra un
pobre y débil cristiano, para arrebatarlo de Cristo; sí, si lo asediaran sin
interrupción, como una nutrida manada de leones buscando devorar a un cordero,
la defensa sería tan grandemente más fuerte que la invasión que no podrían
arrancar ni siquiera a ese único cristiano de la mano de Cristo. El destructor
no ha celebrado jamás un triunfo sobre el Redentor. Él no es capaz de retener
ni una sola joya de la corona del Redentor y decir: “¡Ajá! ¡Ajá! La robé de Tu
diadema. ¡Tú no pudiste conservarla!” Él no tiene ni una sola oveja a la que
pudiera señalar y decir: “¡Ah, Pastor de las ovejas, no pudiste conservarlas a
todas! Las fuertes estaban lo suficientemente seguras, ellas se ayudaron a sí
mismas, pero esta pobre oveja enclenque no se pudo ayudar a sí misma y Tú no
pudiste evitarlo. ¡He aquí, Te la he arrebatado! Tu rebaño, que es Tu orgullo, está
incompleto; Tú mismo, como Pastor, tienes un estigma en Tu nombre, pues has
perdido al menos esta única oveja que Tu Padre te había dado y que compraste
con Tu sangre”. No puede ser; no va a ser
así. Los poderes de las tinieblas han conspirado para esto y han luchado por
esto, pero no han prevalecido todavía, ni lo harán. ‘Nadie las arrebatará de mi
mano’. Oh, reposa en la mano de Cristo, reposa tranquilamente; ahora que estás
allí estás segura, y nadie te arrebatará de ahí. Como si quisiese hacer la
seguridad doblemente segura, y darnos una consolación muy grande, agregó: “Mi
Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la
mano de mi Padre”. Ustedes pueden interpretar esa figura. Está la mano de
Cristo y Su pueblo se encuentra en ella, y Él la cierra firmemente para
sostenerlos. Pero como esa mano fue traspasada una vez, entonces, para hacerla
doblemente segura, el Padre la estrecha con Su mano, y entonces son guardados y
abrazados dentro de una doble ciudadela. Cuentan con la mano traspasada de
Jesús y cuentan con la todopoderosa mano del Padre; entonces tienen dos manos
que los protegen y los defienden. Bien pueden ahora desafiar confiadamente a
todo poder terrenal o infernal a que los destruyan alguna vez. Ellos tienen que
descansar por siempre, y lo harán, en perfecta seguridad bajo el guardián
cuidado del Hombre Mediador, Cristo el Señor, y de Dios, el eterno y siempre
bendito Padre, que también los toma bajo Su sagrada custodia.
¿Acaso oigo que alguien
objeta, diciendo: “Bien, pero si esto fuera verdad, entonces, acaso no podría
el hombre vivir como quisiera?” Amigo, ¿cómo puedes tú hacer esa pregunta? ¿Qué
quieres decir con eso? ¿Acaso quieres decir: podría una oveja vivir en pecado?
He estado tratando de mostrar que si una persona es una de las ovejas de
Cristo, no puede perecer, con lo cual quiero decir que no puede vivir en
pecado, pues eso es perecer. Cuando sostengo que no puede vivir en pecado, como
lo hacía, y dejar de ser un hombre agraciado, ¿tú me preguntas si él va pecar
deliberadamente a partir de ese momento porque ha sido salvado de sus pecados?
Seguramente me estás entendiendo mal. “Pero, ¿no puede caer un hombre? Ahora me
han quitado estos frenos, y me puedo volver desenfrenado”. ¿Cuáles frenos?
¿Cuáles frenos? Si yo establezco que un hombre que está alistado como un
soldado es siempre un soldado, ¿cómo puedes decirme que le he quitado algunos
frenos? No veo cómo pueda ser eso. Más bien he implicado que existe una gran
cantidad de incentivos para la virtud antes que haber ofrecido un solo pretexto
para el vicio. Ciertamente él no ha de desembarazarse de su condición de
soldado por haberse alistado vitaliciamente en el servicio de su Señor. Si se
despojara alguna vez de ella, nunca podría retomarla de nuevo. Si ellos se
desprendieran, sería imposible renovarlos de nuevo para arrepentimiento. Si
fallara la obra de Dios, si la sangre expiatoria de Cristo se quedara corta de
su objetivo, no quedaría ninguna esperanza para ellos. El suelo sobre el cual
desciende el rocío que humedece las flores es desechado como inútil cuando no
hace otra cosa que producir espinas y abrojos. Si un hombre tuviera un arranque
de entusiasmo para profesar una fe en el Evangelio, y luego tuviera un arranque
de libertinaje y se hundiera en la disipación, todos ustedes sabrían qué cosa
pensar de su sinceridad. Cuando la culpa del pecado es quitada, el amor del
pecado es expulsado del corazón; y cuando es otorgado el Espíritu de santidad,
el amor por la santidad es infundido en el corazón. El hombre que cree
verdaderamente, comienza una vida de santidad, y no se aparta nunca por
completo de esa vida de santidad. Yo les concedo que puede ser sorprendido en alguna
falta; puede ser sorprendido por alguna tentación; puede tropezar debido a la
debilidad y a la falta de vigilancia; pero será llevado de nuevo de regreso al
arrepentimiento; no se le permitirá que perezca. La vida que hay en él es
inmortal -una santa simiente incorruptible- y seguirá creciendo a pesar del
sofocante calor y del cortante frío, del tizón o del añublo, hasta florecer en
la perfección de la vida en lo alto. Alguien dice: “Ah, amigo, yo no tengo
ningún argumento en contra de tu doctrina; mi miedo es por mí mismo: no creo
que viviría como lo hago ahora si no tuviera miedo a perderme”. ¿No es ese un
miedo adecuado para el hijo de la esclava: “A menos que haga tal y tal cosa
seré enviado al desierto con mi madre Agar”? Muy probablemente lo serás. Pero,
yo sé esto, que soy el hijo de la libre, esto es, de Sara, y yo sé que mi padre
nunca enviará a Su hijo al desierto. ¿Qué pasa, entonces? ¿Su apego provocará
un extrañamiento? ¿Haré cosas vergonzosas porque me destina al honor? No, no,
sino que porque Él me ama tanto, yo a mi vez le amo. Yo le suplico que perdone
mis ofensas, pero buscaré hacer todo lo que sea posible para mostrar que me doy
cuenta de la grandeza de Su amor, y deseo hacer una pobre compensación de la
mejor manera que pueda. Bien, pero, dice alguien, ¿no somos amonestados con
advertencias contra la recaída? Ciertamente, y esas advertencias son las más
terribles que el lenguaje pudiera describir. Indudablemente
Por ejemplo, si yo tengo
veneno en mi casa y si fuera necesario por alguna razón u otra que el veneno
estuviera allí, no tendría la intención de que mis hijos tuvieran acceso alguna
vez a ese veneno o que lo tomaran. Pero supongan ahora que yo fuera
omnipotente, y que tuviera el poder de impedir que lo tomaran, y que por tanto,
no lo encerrara ni lo pusiera donde no pudieran tener acceso a él. Lo pongo
donde lo podrían obtener si así lo quisieran y donde los mataría si accedieran
a él; pero yo les digo que no deben tomarlo; les describo los resultados que se
presentarán, y tengo tal influencia amorosa sobre los corazones de mis hijos
(supongan que así fuera) que no me desobedecerían ni tomarían ese veneno.
Aunque estuviera allí y los demonios entraran en la casa y los tentaran a
tomarlo, ellos no lo tomarían sino que lo pondrían lejos. Yo estaría exhibiendo
de esa manera ante quienes estuvieran mirando, el amor que por mí anida en los
corazones de mis hijos, y también mi poder sobre los corazones de mis hijos,
aunque no violé sus voluntades ni hice imposible que se destruyeran a sí
mismos.
Ahora bien, lo mismo
sucede aquí. Al pecado se le permite que esté en el mundo –yo no sé por qué- y
Dios no hace imposible que un hombre vaya y cometa cualquier pecado. El hombre
podría hacerlo, y lo haría, a menos que la gracia de Dios se lo impidiera; pero
la gracia de Dios no es mecánica en su acción; no es como un grillete o una
cadena; no arrastra (como he oído decir a algunos) por las orejas a la gente
para llevarla al cielo. No, es una fuerza poderosa; es un poder omnipotente,
pero es muy consistente con el libre albedrío, y no opera nunca contrariamente
a las leyes de la mente; y Dios es glorificado en esto: que aunque Sus hijos
sean tentados de esa manera, no corren al pecado que es fatal y que destruye el
alma; no se adentran en una tal apostasía que los aparte de Él, que fuese final
y que comprobase ser completamente destructiva. Ellos son guardados por Su
agraciado poder, guardados como hombres que son atraídos pero con cuerdas de
amor, que son atados, pero con cuerdas humanas. ¿Objetas que los “hombres buenos
caigan”? Los hombres buenos no caen como para perecer. Los hombres buenos en
verdad caen, pues son hombres. La vieja naturaleza está en ellos. Pero el hombre
verdaderamente agraciado se arrepiente a pesar de todos sus pecados, cree todavía,
y con los huesos quebrados regresa a su Señor y demuestra que todavía es un
hijo. La oveja podría caer en una zanja, pero no se revolcaría en el lodo como
lo haría un cerdo si cayera allí. Una oveja, aun cuando caiga en una zanja,
demuestra que sigue siendo una oveja. Hay una diferencia en su naturaleza. Cuando
he visto a un hijo de Dios caer en pecado, he sabido que si fuera un hijo de Dios
se odiaría a sí mismo por eso, se afligiría por eso, y no podría estar en paz
ni tranquilidad en él. ¿Me cuentas acerca de algún cristiano que vivía en
pecado y que parecía ser muy feliz? Puedes estar seguro de que no era ningún
cristiano, sino alguien que pretendía serlo. Quien puede continuar en el pecado
y deleitarse en él, no es ningún hijo de Dios. Aquel que puede adentrarse día
tras día en el vicio, o que puede tolerar en sí mismo cualquier pecado
conocido, tiene una mancha que no es la marca de los hijos de Dios. Tiene una
señal sobre él que jamás estuvo y que no estará jamás en un hijo de Dios
verdaderamente vivificado. Sed santos, porque Yo soy santo, es la voz que
resuena en el oído del santo, y si bien no siempre obedece como debería
hacerlo, esa es la queja de su alma, y lo hace acudir llorando y lamentándose
delante de Dios. Pero aun así, siempre sucederá en general que los justos se
mantendrán en su camino, y que el que tiene las manos limpias se fortalecerá
más y más.
Yo tengo una palabra
para cualquier persona aquí presente que sea inconversa, pero que desearía
recibir la salvación. ¿Saben, queridos amigos, que uno de los grandes
pensamientos conductores de mi vida cuando era joven, que el pensamiento
dominante que me llevó al Salvador, fue la creencia en la doctrina de la
perseverancia final? Tal vez ustedes se pregunten cómo pudo haber sido eso,
pero así fue. Cuando era todavía un jovenzuelo vi a muchos promisorios muchachos
y muchachas que naufragaron en una etapa temprana de sus vidas cayendo en
graves vicios. Yo sentía en mi alma un desprecio por los pecados que oía que
habían cometido. Yo había sido guardado de ellos por los consejos divinos, por
las agraciadas intercesiones, por la enseñanza de mis padres y por el ejemplo
piadoso. Sin embargo, yo temía no fuera que los pecados en los que habían caído
esos jóvenes pudieran llegar a dominarme. El conocimiento que yo tenía de la
depravación de mi propio corazón me había conducido a desconfiar de mí. Yo
estaba convencido de que a menos que fuera convertido, que naciera de nuevo y
recibiera la nueva vida, no tenía ninguna salvaguarda. Cualesquiera que fueran
las buenas resoluciones que hubiera podido hacer, las probabilidades eran que
serían buenas para nada cuando la tentación me asediara; yo habría podido ser
como aquellos de quienes se ha dicho: “Ven el anzuelo del diablo y con todo no
pueden evitar mordisquear su carnada”. Pero que yo me desacreditaría a mí
mismo, como algunos que yo conocía o de los que me había enterado lo habían
hecho, era un riesgo cuyo simple pensamiento me hacía retraer con horror.
Cuando oí y leí con ojos asombrados que todo aquel que creyera en Cristo Jesús
sería salvo, la verdad entró en mi corazón con una bienvenida indescriptible.
La doctrina de que Él guardaría los pies de Sus santos tenía en verdad para mí
un encanto. Pensé: “Entonces si voy a Jesús y obtengo de Él un corazón nuevo y
un espíritu recto, estaré asegurado contra estas tentaciones en las que otros
han caído; yo seré preservado por Él”. Yo no digo que eso me condujera a Cristo:
un sentido de pecado lo hizo; pero me atrajo a Él. Era una de las bellezas de
Su rostro que me cautivaba, que Él es un fiel guardador de todas las almas que son
encargadas a Él; que Él es capaz y está dispuesto a tomar al joven y hacer que
limpie su camino y que lo guarda hasta el fin. Oh, jóvenes, no hay ninguna
seguridad de vida como la fe en Jesucristo.
“La gracia preservará tus años posteriores
Y fortalecerá tus virtudes”.
Yo no les he predicado
esta noche un cimiento arenoso que cederá bajo sus pies, sino una roca a la
cual pueden retirarse continuamente, en la que pueden morar siempre seguros. Yo
no les he presentado una salvación que pudiera fallarles bajo la presión de alguna
tentación, sino una salvación que es fuerte, y que contiene “las misericordias
firmes de David”. El que cree y es bautizado será salvo: salvo de pecar, de la
culpa así como del castigo del pecado, y llevado al cielo, santo e idóneo para
la herencia de los santos. Que Dios les conceda ser creyentes en Cristo. ¡Amén
y amén!
Traductor: Allan Román
3/Octubre/2012
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