El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
1055
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”. Juan 1: 11.
Quiero confesar de
inicio con toda franqueza que no voy a basar mi predicación sobre las palabras
de este texto que escogí solamente porque es un epítome del comportamiento del
hombre con el Salvador. Él vino a Su propia gente, a los judíos, y cumplió en
cada detalle con las descripciones que los profetas habían anticipado, pero
como los judíos estaban en espera de un líder temporal que los deslumbraría con
un reino terrenal, no quisieron reconocer al verdadero Mesías; y, aunque
permaneció entre ellos predicándoles y obrando unos milagros que nadie más
realizó jamás, de tal forma que su incredulidad no tenía excusa, aun así lo
rechazaron. Este fue un acto de flagrante ingratitud. Fue una benevolencia
superlativa la que llevó a Jesús a esa nación en particular y a los hijos de
los hombres en general, y fue un acto de ingratitud suprema que esa nación, ay,
representándonos a todos nosotros en eso, no quisiera recibirlo sino que más
bien rechazara al Señor de gloria. Utilizo nuestro texto como una ilustración
de la ingratitud de los hombres con nuestro Señor, y es sobre este tema que voy
a predicarles en este momento. Yo no inculpo solamente a quienes vivieron en el
tiempo de Cristo, sino a la humanidad en general y a esta asamblea en particular,
y en una triste medida me inculpo a mí mismo. Nosotros hemos tratado con
ingratitud al Señor y no le hemos retribuido de conformidad a los beneficios
recibidos.
Inicialmente vamos a
hablar sobre el hecho de que aquellas
personas entre quienes Jesús vivió fueron culpables de ingratitud con Él; y
luego, en segundo lugar, en lo que respecta a nosotros mismos, vamos a
reflexionar más detenidamente sobre el lamentable hecho de que nosotros también somos culpables de
ingratitud con Él; y vamos a concluir observando ¿qué pasa entonces? ¿Qué es lo que procede? ¿Qué lecciones debemos
aprender de esto?
I. Primero,
entonces,
Esa gente constituía un
pueblo favorecido por sobre todas las naciones. Fue una señal distintiva del
favor divino que el Mesías naciera entre ellos. Debieron haberlo recibido con
deleite. Las señales y evidencias de Su condición de Mesías fueron lo
suficientemente claras. Obró insólitos milagros
en medio de ellos y jamás hombre alguno habló como Él. Con todo, ellos
lo desecharon y trataron a su mejor amigo como si hubiese sido su peor enemigo.
Este fue un despótico acto de ingratitud nacional.
En la vida de nuestro
Señor hubo casos especiales que entrañaron una ingratitud aun mayor. En medio del
pueblo de Israel muchos se beneficiaron del poder sanador de nuestro Señor. A
muchos ojos Él bendijo con la luz. Hizo que el sonido penetrara en muchos oídos
sordos. A una palabra Suya no pocos inválidos saltaron como liebres, y muchos
que estaban enfermos de parálisis y de todo tipo de dolencias fueron
súbitamente restaurados por Su palabra. Con todo, una gran parte de esos seres
sanados no se volvieron Sus discípulos, pues el número de Sus discípulos varones,
después de Su ascensión, fue de ciento veinte aproximadamente; sin embargo,
nuestro Salvador no había sanado simplemente a ciento veinte, sino a muchos cientos
de personas, según los evangelistas. Podría decir sin exageración que miles de
personas habían sido partícipes de Sus beneficios curativos. Ellos eran testimonios
vivientes del divino poder del Señor, y, con todo, no lo adoraron. ¿De dónde
provenía esta incrédula obstinación? Extraña ingratitud debe de haber sido esa,
a saber, que un hombre le debiera sus ojos a Cristo, y que, con todo, rehusara
ver en Cristo a su Salvador; que le debiera a Cristo la lengua con la que hablaba,
y que, con todo, se guardara la gran loa del grandioso Médico. Sin embargo eso
era lo que sucedía, muchos eran sanados, pero pocos creían.
Sabemos, además, que
nuestro Señor alimentó a miles de personas hambrientas. Multiplicó los panes y
los peces, y dio de comer a grandes multitudes, de tal manera que comieron
todos, y se saciaron. Durante un tiempo Él fue muy popular entre ellos, como lo
sería cualquiera que puede proveer panes y peces; y le habrían hecho rey, pues los
hombres ociosos ansían contar con un monarca que supla sus necesidades y les
alivie el arduo trabajo personal. Sin embargo, esas personas no sentían ningún
afecto por Su persona o por Su doctrina, sino que lo seguían única y exclusivamente
por lo que pudieran obtener de Él. Muchos de esos seguidores egoístas, sin
duda, dieron voces en Su contra y gritaron: “¡Crucifícale, crucifícale!” Comían
pan con Él y levantaron contra Él su calcañar. Ciertamente después de sentarse
a una mesa tan prodigiosamente provista, la razón misma habría sugerido a cada
comensal que su anfitrión debía ser un profeta enviado por Dios, si no es que
Dios mismo. Es extraño, es sobremanera extraño, es asombroso, que habiendo
recibido tanto de Sus manos, los seres humanos permanecieran siendo incrédulos
respecto a Él.
El mismo tratamiento le
fue dado a nuestro Señor cuando actuaba como maestro del pueblo. Él les
enseñaba la pura verdad de la mejor manera concebible, pero en verdad poca fue
Su recompensa. No se podían quejar de Sus sermones diciendo que eran insulsos y
poco atractivos, o que eran austeros y desprovistos de simpatía. No leemos
nunca que algún oyente se quedara dormido por la predicación de Cristo, como Eutico
quedó rendido de un sueño profundo por la larga disertación de Pablo; nadie
sintió terror por Su aspecto como el que han sentido los seres humanos frente a
algunos fieros líderes fanáticos; su ministerio agradaba y encantaba al oído, y
con todo, fue mal correspondido. Cuando concluyó Su sermón en Nazaret, ¿cuál
fue Su recompensa? Lo llevaron hasta la cumbre del monte, y lo hubieran
despeñado si no se hubiera escapado. Cuando enseñaba a los judíos en el templo,
“volvieron a tomar piedras para apedrearle”. En pago por Sus argumentos de
misericordia lo asediaban con las armas de la malicia. Aunque Él prestaba a Sus
oyentes el más valioso servicio declarando las buenas nuevas de salvación,
algunos, en pago, buscaban atraparlo en su discurso, y otros crujían sus airados
dientes en contra Suya. Proyectó luz en las tinieblas, y las tinieblas no le
comprendieron.
Algunas veces, cuando
encontraba alrededor Suyo una audiencia más selecta que la usual, el grandioso
Maestro no solamente predicaba los elementos del Evangelio, sino que se
adentraba más profundamente en sus misterios, aunque no le agradecían que lo
hiciera. En una ocasión les habló respecto a comer Su carne y beber Su sangre
pero sólo arrojó Sus perlas a los cerdos; se volvieron de nuevo contra Él para
agredirle, y muchos de los que le habían seguido hasta ese punto lo
abandonaron, y no caminaron más con Él. Incluso los discípulos que le eran
fieles de corazón no siempre valoraron lo suficiente Sus dichos como para
guardarlos en sus mentes, ni fueron influenciados por Su enseñanza ni por Su
ejemplo al nivel que debieron serlo. Cuán a menudo el tierno pecho de nuestro
Señor debe de haberse visto oprimido por la angustia por causa de la crueldad
humana. Los colmillos de la víbora de la ingratitud dejaron su marca en Él. Los
hombres le devolvieron mal por bien, y retribuyeron la medida colmada por Su
benevolencia para con ellos con una medida igualmente elevada de odio. Qué tono
tan quejumbroso hay en aquella pregunta que hizo después de que hubo curado a
los diez leprosos y sólo uno de ellos regresó para darle las gracias: “¿No son
diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están?”, como si hubiese
esperado que por lo menos le agradecieran; era lo menos que podrían hacer a cambio
de una bendición tan incomparable como la curación de una enfermedad mortal.
Seguramente siempre que nuestro Señor miraba al puñado de Sus seguidores debe
de haber recordado a todas las huestes a las que había conferido tantos
beneficios, y se preguntaba: “Y los nueve, ¿dónde están?”
El Ser manso y humilde
no recibió de esa generación ingrata ninguna recompensa de amor por Sus
munificencias espirituales y temporales. Aquí y allá alguna mujer llena de
reconocimiento le ministraba de sus fondos y de vez en cuando un ser agradecido
se convertía en Su discípulo; pero, como regla general, no había ninguna
respuesta a Su amor, salvo la del tipo que Jerusalén oyó cuando, a cambio de
Sus clamores compasivos, recibió gritos de un odio asesino que exigía que le
crucificaran.
Amados hermanos, entre
más vivió nuestro Señor Jesucristo, más conoció de manera práctica la vil ingratitud
de la humanidad. Él vivía para ellos; en obediencia a Su Padre gastó Su vida
entera por los hombres. Vivió primero para la gloria de Dios y luego para amar
a los hombres. Su comida y bebida era hacer el bien a los hombres. Se olvidó de
Sí mismo, renunció por completo a todos los propósitos ambiciosos, y se dedicó
a buscar y salvar a los perdidos. Así como una madre se entrega a su bebé, así
Jesús hizo cuanto pudo por los hombres; es más, ninguna madre amó jamás a su
bebé como Jesús amó a los Suyos que estaban en el mundo; y, sin embargo,
continuamente y de todas maneras los hombres buscaron quitarle la vida que era
más valiosa para ellos que para Él, pues era sólo por su bien que seguía viviendo
todavía en la tierra. Cuán a menudo tuvo que escapar de sus crueles manos, y,
cuando llegó Su hora, cuán ávidamente conspiraron para darle caza hasta Su
muerte. Cuando la muchedumbre permanecía en las calles de Jerusalén aullando:
“¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”, uno habría pensado que debía de tratarse de
algún informante común que había traicionado a otros por lucro, o de algún
envenenador que había contaminado secretamente el pan del pueblo con una droga
mortífera, o de un blasfemo que había profanado las cosas sagradas o de un
desventurado cuyo carácter estaba doblemente teñido de infamia. En lugar de lo
cual, allí estaba ante esa fiera multitud, el más manso de los hombres, el más
inofensivo, y, al mismo tiempo, el más generoso, el más abnegado, el más tierno
de todos los hombres nacidos de mujer. Sin embargo, cuán vehementemente gritan:
“¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”, y cuando el gobernador romano les hace la
pregunta: “Pues ¿qué mal ha hecho?”, no pueden darle ninguna respuesta y, por
tanto, ahogan la pregunta con sus gritos de: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” Oh, cuán
vil ingratitud la de los hombres que recompensaron una vida como
Esa malvada generación
se salió con la suya al final respecto al Varón de Dolores y después de que
hubo sido azotado, lo tomaron y se lo llevaron para crucificarlo. Sabemos bien
que no necesitaba morir ni siquiera entonces. Un pensamiento Suyo podía haber
desviado las flechas de la muerte; bastaba que así lo hubiera querido y los
clavos habrían saltado de sus lugares y el Señor se habría desprendido de la
cruz y se habría colocado en medio de Sus enemigos, para horror y desaliento de
ellos. Él moría por los hombres, sufría cada dolor por los hombres, toleraba la
corona de espinas por los hombres, por los hombres permitió que Sus manos
fueran clavadas, por los hombres dejó que Su costado fuera traspasado, por los
hombres Sus pies sangraron, por los hombres bebió la copa de hiel, por los
hombres soportó el dolor y por los hombres experimentó la sed. “A otros salvó,
a sí mismo no se puede salvar”. Aquel fue el mayor sacrificio que un hombre
haya hecho por el hombre y, con todo, ¿cómo fue correspondido? La cruel
multitud le rodeaba y se burlaba de Sus dolores; hacían bromas de Su persona,
insultaban Su fe y se burlaban de Sus oraciones. Oh, Tú, amado Cristo de Dios,
de buen grado habríamos cubierto Tu sagrado cuerpo para ocultarlo de esos ojos
lascivos y brutales, y habríamos puesto Tu tierno espíritu al abrigo de esas
burlas inhumanas, pero no pudo ser así. Al hombre se le permite ser infame para
que Tú puedas sufrir al máximo, y, al hacerlo, puedas redimir a Tu pueblo. Vean
el contraste, Jesús ama y el hombre odia. Él muere por los pecadores, y los pecadores
lo insultan en Sus agonías.
Cuando nuestro Señor
hubo muerto y permanecido en la tumba durante tres días y hubo resucitado, Su
resurrección fue por los hombres. Él habría podido ir a Su gloria si así lo
hubiese querido, pero se quedó durante cuarenta días para ministrar bendiciones
a Su pueblo. La retribución que recibió del pueblo judío fue de la misma
naturaleza perversa. Ellos dudaron de que hubiera resucitado de los muertos, y
hubo quienes fueron lo suficientemente viles como para inventar esa ociosa
historia tocante al hurto de Su cuerpo durante la noche por Sus discípulos.
Atribuyeron impostura al Hijo de Dios, y acusaron al Ser Perfecto de actuar una
mentira. ¡Oh, hombre, cuán loco has de estar! ¡Qué extraña locura de iniquidad
es esta con la que retribuyes a tu amoroso Señor!
Me parece que oigo un
murmullo entre ustedes, como si dijeran: “Ah, pero esa fue la culpa de los
judíos; fue un crimen de los incrédulos. No todos fueron tan crueles”. Pero,
seguramente tú has olvidado que aun aquellos que eran más cercanos a Él
participaron de esta ingratitud. Quienes fueron Sus compañeros más inmediatos
le fueron ingratos. ¿Qué piensas tú de aquel que dijo que ‘había sido un
desperdicio’ cuando el Señor fue ungido para Su entierro por la mano de una mujer
amorosa? ¿Aquel que dijo que eso que fue proporcionado para ungir al Rey de
gloria podía haberse vendido por mucho, escatimando así una ofrenda a ese Ser
divinamente generoso que había renunciado a todo por nosotros? Uno pensaría que
quienes estuvieron con Él se habrían deleitado unánimemente en cada honor que
le era rendido, y uno está inclinado a pensar que deberían haber intervenido
con mayor frecuencia, de haberse podido, para defenderlo de los males de la
pobreza, del cansancio y de las carencias. Entre todos ellos no había ni uno
solo que insistiera en ofrecerle repetidamente la hospitalidad para que no
tuviera que exclamar: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos;
mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza”. De cualquier manera,
cuando llegó por fin el combate mortal, ¿no deberían Sus amigos íntimos haber
vigilado con Él una hora? ¿No hubieran podido guardar las puertas de Getsemaní
cuando los dejó afuera del muro? Y los tres que se acercaron a Su dolor a un
tiro de piedra y que podían oír Sus gemidos, ¿no habrían podido abstenerse de
dormitar? ¿Han de dormir mientras el Señor se encuentra en agonía? Él los
excusó, pero ¿podrían excusarse ellos mismos?
El caso de Judas fue
peculiarmente aflictivo para el alma sensible de nuestro Redentor. La traición
alcanzó su clímax en Judas y la vil ingratitud se superó a sí misma. Sin
embargo, Judas era un apóstol, el que tenía la bolsa de su Maestro, el amigo
que comía pan y que alzó contra Él el calcañar. ¡Qué vergüenza, Judas! ¡Pero,
ay!, tú no estás solo; otras personas siguen tu repugnante ejemplo, y algunas
de ellas pudieran encontrarse entre nosotros. “¿Soy yo, Señor?”
Pero, ¿dónde estaban los
otros discípulos? ¿Acaso no acompañaron a su Señor al tribunal ni pasaron al
frente para dar testimonio valientemente tocante a la justicia de Su carácter?
Ni uno solo de ellos estuvo allí para servirle en algo. “Entonces todos los
discípulos, dejándole, huyeron”. Uno de ellos se arriesgó cuando vio el mal
trato al que sometían al Señor, pero después lo negó tres veces y agregó
juramentos y maldiciones, diciendo: “No conozco al hombre”. Así actuaron
aquellos a quienes había llevado en Su seno y había amado hasta el fin.
Aquellos a quienes les había abierto lo más íntimo de Su alma y que habían compartido
con Él Su última cena solemne antes de Su pasión, incumpliendo todas sus
protestas de afecto, cada uno de ellos buscó su propia seguridad, y lo abandonaron
a Su suerte. ¿No se llama a eso ‘ingratitud’? ¿Qué podría ser peor que la
ingratitud de los amigos íntimos y de los hermanos? La acusación se dirige en
contra de todos Sus contemporáneos con los que entró en contacto, desde el peor
hasta el mejor. ¿Dónde está el abogado que estaría dispuesto a defender su
causa? No hubo nadie que le fuera fiel, no, ni uno solo. La ingratitud los
marcó a todos.
II. Con
todo, no pensemos severamente respecto a ellos olvidándonos de nosotros mismos,
pues nosotros también estamos bajo la misma condenación. Este es nuestro
segundo punto, que NOSOTROS TAMBIÉN HEMOS SIDO INGRATOS CON NUESTRO SEÑOR.
Mientras he estado dándole vueltas a este tema en mi propia mente me he visto profundamente
afectado; pero me siento completamente impotente para presentarlo de una manera
ante ustedes que los afecte del mismo modo, a menos que Dios el Espíritu Santo
se complazca ahora en derretir sus corazones. Recuerden que presentar una
acusación de ingratitud contra un hombre es algo muy grave. A mí no me gustaría
que me llamaran mentiroso; me dolería mucho; pero ser llamado ingrato es igualmente
degradante. ¿Podría ser más deshonrosa alguna otra acusación? La ingratitud es
algo ruin y despreciable; quien es culpable de ella es indigno del nombre de ‘hombre’.
Un soldado que había sido caritativamente rescatado de un naufragio y que había
sido tratado hospitalariamente, fue lo suficientemente ruin para procurar
obtener de Filipo de Macedonia que se le traspasara la casa y la hacienda de su
generoso anfitrión. Filipo, justamente indignado, ordenó que su frente fuera
marcada con las palabras: “El huésped ingrato”. Ese hombre se debe de haber
sentido como Caín cuando Dios puso una señal en él; debe de haber deseado
esconderse para siempre de toda mirada humana. Demuestren que un hombre es
desagradecido y lo habrán colocado por debajo de las bestias, pues aun los brutos
exhiben con frecuencia la gratitud más conmovedora para con sus benefactores.
Viene a nuestra memoria la vieja historia clásica de Androcles y el león.
Androcles curó a un león, y años más tarde, cuando ese mismo león fue soltado contra
él en el anfiteatro, se echó a sus pies y lo reconoció como su amigo. Sólo las
más despreciables criaturas son usadas como metáforas de la ingratitud; por
ejemplo, hablamos del asno que bebe y que luego patea la cubeta que ha vaciado,
pero nunca hablamos así de los animales más nobles. Un hombre desagradecido es más
ruin que un animal; en la medida que devuelve mal por bien, es peor que las
bestias, es diabólico. La ingratitud es esencialmente infernal. La ingratitud
para con los amigos es vil, para con los padres es más grave, pero la
ingratitud para con el Salvador es lo peor de todo. Por lo tanto, no reciban
con frialdad lo que tengo que decirles, como si la acusación fuese algo
trivial. Es un asunto muy serio que estemos expuestos a una acusación de
ingratitud para con el Señor Jesucristo. Oigan, entonces, y aflíjanse al oírlo,
pues yo también lo lamento al decirlo.
Yo presento la acusación
primero contra los creyentes, contra aquellos que son cristianos entre nosotros,
y que, por tanto, están más endeudados con el amor y la gracia de Cristo.
Y vamos a observar de
inicio que todo pecado del creyente conlleva una medida de ingratitud, pues, ya
que nuestro Salvador sufrió en razón de nuestros pecados, somos ingratos cuando
nos descarriamos en el pecado; como Él vino para destruir las obras del diablo,
sería ingrato edificar de nuevo lo que Él ha destruido. ¿Acaso hemos de
albergar al propio pecado que fue el asesino de nuestro Amado? El simple
pensamiento es traición. Puesto que estos pecados míos fueron los peores
enemigos de mi mejor amigo, y fueron más culpables que los propios judíos o los
romanos, ¿no sería una vergonzosa falta de amor convertirlos en mis compañeros
del alma? Nuestros pecados fueron los clavos y nuestra incredulidad la lanza;
¡fuera, entonces, con todos ellos! Hermanos, si no vigilamos muy cuidadosamente
a los pecados que nos asedian, seremos falsos para con nuestro Redentor. Si una
mujer viera frente ella al asesino de su marido y le entregara su corazón, ¿qué
pensaríamos de ella? Que el Señor por Su gracia impida que seamos igualmente
desvergonzados. Que la gracia nos capacite para cobrar venganza de nuestros
pecados porque ellos atrajeron la venganza sobre nuestro Salvador.
Los santos son
especialmente desagradecidos para con el Señor Jesús cuando permiten que algún
rival erija su trono en sus corazones. Aquel que es “señalado entre diez mil… y
todo él codiciable”, merece ser admirado y adorado por nuestras almas, no sólo
más allá de todos los demás seres, sino con exclusión de todos los demás seres.
Si sus corazones fueran lo suficientemente capaces de contener un afecto mil
veces mayor que el que contienen ahora, el Señor Jesús merecería todo su
contenido; aunque nuestros corazones fueran tan extensos como el cielo, sí, tan
vastos como siete cielos en uno, el hecho de que Jesús se desangró y murió por
nosotros debería monopolizar todo nuestro amor. Sin embargo tenemos que confesar
que una esposa, un hijo o un amigo se roban nuestros corazones. La ambición por
alcanzar una posición, el amor al placer, el deseo de agradar y el gozo de las
riquezas, invaden y conquistan una provincia de nuestros corazones. ¡Oh, cuán vil
ingratitud es la que nos permite entronizar a Dagón en el templo donde
únicamente debería reinar el Crucificado! ¡Oh, desventurada infidelidad que suspira
por estas cosas pasajeras prefiriéndolas al eterno amante de las almas! ¡Cuán
común es esta ingratitud! ¿Me dirijo a algún hijo de Dios que no deba
reconocer: “yo soy verdaderamente culpable”? Tristemente confieso mis propias
ofensas en contra del infinito amor de Jesús a este respecto, y lo haré delante
de Dios de manera mucho más amplia de lo que aquí sería apropiado o benéfico.
Cuán a menudo, también,
podemos ser acusados de ingratitud cuando perdemos grandes medidas de la gracia
que ya hemos recibido. El Espíritu Santo nos otorga a veces poder para
levantarnos por sobre el inerte nivel de la vida ordinaria del hombre, y para
escalar el monte y pararnos sobre una más plataforma enteramente más elevada.
Hay momentos en que amamos al Señor con todo nuestro corazón, cuando nuestra fe
se remonta hasta la seguridad y todas nuestras gracias son sólidas y
resplandecientes; pero descendemos de ese monte casi sin demora y entonces
nuestros pies resbalan desde esa gloriosa elevación. Pareciera que es más fácil
subir que permanecer volando en lo alto. El Espíritu Santo nos admite a una
peculiar cercanía con el Padre celestial, y luego actuamos inconsistentemente y
perdemos nuestra comunión, y nos reducimos a seguirle de lejos como lo hacen
muchos. Tenemos el dulce sabor del amor divino en nuestras bocas, y con todo, abandonamos
la mesa del banquete. ¿Qué es eso sino ingratitud? ¿Acaso no es menospreciar
los preciosos dones de la gracia de Jesús? Él permite que apoyemos nuestras
cabezas en Su pecho pero nosotros no queremos hacerlo. Él está a nuestra puerta
y llama, pero nosotros rehusamos abrirle. Él nos llama para embriagarnos de
amores, pero nosotros buscamos las pobres algarrobas de la tierra. ¿Acaso no lo
hemos provocado gravemente? ¿Acaso no se habría divorciado de Su esposa desde
hace mucho tiempo si no fuera que es cierto que Él odia el divorcio? Dense
golpes de pecho, amados, y confiesen sus malos modales para con su Bienamado.
¿Podría alguno de
nosotros argumentar a su favor en el supuesto caso de que la acusación se
presentara de otra manera, es decir, que le rendimos sólo un poco de servicio y
le damos sólo un amor tibio? ¿Cuánto hemos hecho por Jesús después de todo?
¿Cuánto lo hemos amado? ¿Cuánto lo amamos ahora? Debo corregirme: debería haber
dicho cuán poco. Si oímos acerca de la muerte de Cristo en la cruz, escuchamos
el tema tan fríamente como si se tratase de una historia trillada que no nos
concierne. ¿Cómo así? ¿Son nuestros corazones como una piedra de diamante? Una
tonta historia de una joven enferma de amor haría brotar lágrimas de nuestros
ojos mucho más rápido que la tragedia de la cruz. Si viéramos a uno de nuestros
semejantes sufrir la millonésima parte de lo que el Señor de Gloria soportó por
nosotros, seríamos conmovidos más infinitamente de lo que somos ahora cuando el
Calvario está frente a nosotros. ¿De dónde proviene esto? ¿Acaso no es de una
negra ingratitud? ¿Quién podría atenuar tal carencia de ternura? ¿Es nuestro
amor por Jesús amor del todo? Cuando leo acerca de algunos de los santos que
renunciaron a todo lo que tenían, que cruzaron el mar y que penetraron en
regiones bárbaras llevando la vida en sus manos, y sacrificando comodidades y
viviendo día a día al borde de la muerte, en medio de fiebres y de bestias
salvajes, y aceptando todo eso para honrar a Cristo, me siento completamente
avergonzado. ¿Qué somos nosotros, hermanos míos? ¿Con quién nos hemos de
comparar? Como un Coloso tales hombres se encumbran sobre su época, mientras
que nosotros, seres viles, escondemos nuestras cabezas deshonrosas,
avergonzados de nuestra pequeñez espiritual. El amor de Cristo por nosotros es
como aquel viejo horno que fue calentado siete veces más de lo acostumbrado,
mientras que nuestro amor es como una chispa solitaria que en su interior se
asombra porque vive todavía. Que el Espíritu Santo cambie esto y haga que
destellemos y ardamos con un fuego sagrado, como la zarza de Horeb cuando
resplandecía con la deidad.
Las mismas humillantes
reflexiones surgen cuando meditamos sobre la consagración, o más bien, la no
consagración de nuestras riquezas a la causa del Redentor. ¡Cuán pequeña
proporción da la mayoría de nosotros a Su obra o a Sus pobres! Si fueran a
considerar los números de los miembros de la iglesia, y las contribuciones para
las misiones, difícilmente se atreverían a decir cuán poco es aportado por
cabeza. Es tan nimio que más bien constituye un insulto para el Salvador que
una ofrenda para Él. Algunos oyentes incluso tratan de engañar al ministro al
que acuden a escuchar, y evaden cada petición incluso de la iglesia a la que
pertenecen. En general, cuando los cristianos hacen un balance de lo que tienen
y luego calculan lo que han dado, tienen un gran motivo para avergonzarse. Si
nuestra estimación del valor de Cristo fuera acorde con nuestras dádivas para
Él, hay algunos que no darían ni veinte monedas de plata para Él. Estos
comentarios son más aplicables a unas personas que a otras; son más necesarios
para otras congregaciones que para ustedes, pues, gracias a Dios, hay algunos
aquí que se deleitan en honrar al Señor con su riqueza, pero estas son las
últimas personas en pensar que han hecho lo suficiente; de hecho, los que hacen
más por Cristo son los primeros en sentir que hacen demasiado poco.
Además, hermanos, con
cuánta frecuencia la negligencia en el cumplimiento de Sus mandamientos muestra
la ingratitud con nuestro Señor Jesús. Algunos profesantes necesitan ser
conducidos a la obediencia. Si le indicas su deber a un hombre que ama
sinceramente a Cristo, se siente encantado de conocerlo y de atenderlo de
inmediato; pero es tan poco el amor a Cristo en los corazones de algunos
profesantes, que tienes que martillar el precepto una y otra vez para que se
adentre en ellos, y tienes que hacerlo otra vez, y otra vez, y otra vez; y, con
todo, se demorarán largo tiempo antes de cumplir la voluntad de su Maestro. Han
de ser persuadidos y amenazados antes de que puedan ceder. La gratitud ferviente
corre con pies alados adondequiera que Jesús le pide que vaya. Si fuéramos más
celosamente obedientes a nuestro Señor, habría una mayor evidencia de que
estamos agradecidos con Él.
Ahora siento en mi
corazón, hermanos, como que me alegraría terminar con esta predicación, pues
deseo estar solo, y suspirar y llorar por este sermón en la soledad. Quiero
confesar y lamentar en privado mi propia ingratitud consciente con mi siempre
bendito Señor, a quien, a pesar de todo, amo. Recuerdo muy bien el tiempo
cuando imaginaba que con solo que el Señor me perdonara gracias a la sangre
expiatoria, nada sería demasiado difícil para que yo lo intentara por Su amada
causa; y con todo, aunque he sido limpiado de mis pecados y he sido aceptado en
Cristo Jesús, con demasiada frecuencia soy indolente en el cumplimiento de las
encomiendas de mi Maestro. Recuerdo muy bien que cuando comencé a predicar Su
palabra, pensaba que si podía tener la oportunidad de predicarles a los hombres
sobre Jesús, derramaría mi propia alma mientras los exhortaba a huir de la ira
venidera. Ay, aunque no estoy por completo desprovisto de celo por Dios, mi
celo se queda corto de lo que debería ser. Gustosamente echaría fuego al hablar,
fuego que derritiera sus corazones y que luego hiciera que ardieran con un
ardiente amor por Jesús. Yo no puedo alcanzar mi propio ideal y no dudo de que
aunque pudiera, aun así sería defectuoso. Hermanos míos, yo no los acuso de
ingratitud sin confesarla y reconocerla en mí mismo. Vamos, hermanos míos, no
confesemos simplemente con nuestros labios, sino con un dolor penitencial interno;
busquemos una aflicción piadosa que obre un arrepentimiento práctico. Que, en
el poder del Espíritu Santo, resolvamos que amaremos más a nuestro Señor en el
futuro y que cederemos a los dulces requiebros de Su amor.
Ahora tengo una ominosa
tarea que consiste en que tengo que hablar de algunas personas cuya ingratitud
es aun mayor, si es que pudiera haber tal cosa, pues rehúsan confiar en Él por
completo. Deseo hablar con aquellos a quienes les he predicado en vano durante
todos estos años. El único tópico de cada domingo en este lugar es Jesucristo
crucificado. Tengo otras cosas que decirles, pero ese tema es repetido
constantemente, y se les dice sin cesar que Jesucristo vino al mundo para
salvar a los pecadores, para que “todo aquel que en él cree, no se pierda, mas
tenga vida eterna”. A pesar de todo eso, muchos de ustedes han rehusado confiar
en Él hasta ahora; es para ustedes “Piedra de tropiezo, y roca que hace caer”,
y de esta manera hacen que la roca de la salvación sea un tropezadero para
ustedes. Si lo niegan les preguntaré: entonces, ¿por qué no lo aceptan como su
Salvador? ¿Por qué están enemistados en sus corazones con Él? Tal vez su
respuesta sea que ustedes no piensan en esas cosas. Entonces, ¿es esta su
conducta para con el Salvador agonizante, que ni siquiera van a pensar en Él?
¿Él no es nada para ustedes? ¿Desprecian Su sangre? Tal vez es que no
entienden; entonces seguramente en su caso debe ser una ceguera intencional del
entendimiento, pues la verdad ha sido expuesta ante ustedes tan claramente como podían expresarla las palabras, y
tampoco sé cómo podría haber hablado más claramente. Ustedes han rechazado
hasta ahora al Cristo que murió por los pecadores. ¿Se dan cuenta de lo que han
hecho? Yo desearía que Él subiera a este púlpito en este instante, para que
vieran a quién han despreciado. Véanlo con las rojas gotas que todavía relucen
en Su corona de espinas, con Su rostro magullado, con Su semblante marcado por
el dolor, con Sus ojos enrojecidos por las lágrimas, con Sus hombros surcados
por el látigo, con Sus manos y Sus pies perforados por los clavos, y con Su
costado atravesado por una lanza: ¡este es el Varón de dolores a quien han
rechazado! ¡Miren ahora a Aquel a quien traspasaron! ¿Pueden continuar con su
rechazo en Su presencia? ¿Todavía atrancarán su corazón para que no entre? ¿Le
dirán ahora en Su cara: “Hijo de Dios, que te desangras por el pecado del hombre,
no queremos confiar en Ti; Hijo del hombre, que mueres en vez de los pecadores,
no nos entregaremos a Ti”? Sin embargo, le han dicho eso en Su presencia, que
es real en todas partes, aunque el ojo o el oído no puedan discernirla. Con
esos ojos de fuego que disciernen desde el cielo todo lo que se hace en la
tierra, Él ha visto cómo rehúsan impúdicamente ser salvados por Él.
Ay, ahora tengo que
seguir adelante. Algunos no se han contentado con rechazar al Señor, sino que
han llegado hasta el punto de oponérsele, han convertido al Evangelio en un
tema de mofa y han tratado a Su pueblo con indignidad. Siempre me ha asombrado
que los hombres traten tan rudamente al manso y humilde Jesús y a Su agraciado
Evangelio. Hay algo tan tierno y tan manso en el Salvador que yo siento piedad en mi alma por el desventurado que tuvo el
corazón de golpearlo en el rostro, o que fue tan ruin como para insultar con
salivazos esa faz tan amada y tan afligida.
Una vez, durante el
saqueo de una ciudad, cuando la fiera soldadesca había comenzado una masacre
general, un niñito fue prendido por un rudo guerrero que estaba a punto de
matarlo, pero detuvo su mano cuando el pequeñito le dijo, lastimeramente, “Por
favor, señor, no me mate, soy tan pequeñito”. Me parece que los modales mansos
y gentiles del Salvador podrían ser un argumento similar para detener la mano
de la ira. ¿Quién podría hacerle daño al inofensivo Cordero de Dios? Perseguidor,
¿qué mal te ha hecho Jesús? Maldiciente, ¿qué ha dicho Él alguna vez que te
haya lastimado? ¿Cuándo te ha dicho una palabra ofensiva o te ha dado una
mirada indebida? Ah, debes tu vida a Su silencio; si te acusara, estarías
arruinado para siempre, y sin embargo, Él no te ha acusado con el Padre, sino
que le ha suplicado pidiendo tu indulto. Algunas veces en nuestras cortes
policiales habrás visto a un esposo inhumano que ha sido llevado delante del
magistrado por haber maltratado a la pobre e infeliz mujer que está ligada a Él
de por vida. El policía lo ha sorprendido en el propio acto de agresión, y el
pobre rostro enfermizo de la mujer muestra la evidencia de su brutalidad; a
duras penas se mantiene de pie, pues la crueldad del esposo ha puesto en
peligro su vida. Préstale mucha atención. El magistrado le pide que proporcione
una evidencia en contra de la criatura que la ha lesionado tan cruelmente. Ella
llora y sacude su cabeza, pero no dice ni una sola palabra. Se le pregunta:
“¿No te maltrató ayer?” Le toma un tiempo responder, pero no expresa ni una
sola palabra en contra del esposo a quien ama todavía aunque no haya nada
amable en él. Ella afirma que no soporta declarar en contra de su esposo, y que
no lo hará. Cuán dura piedra sería el corazón de ese hombre si no la amara
todos sus días a partir de aquel momento. Pero vean una noble contraparte. Allí
está el Señor a quien has injuriado por tus duras declaraciones y tus crueles burlas.
¿Acaso no ves Su rostro todo magullado por tus lesiones? Y, sin embargo, Él no
te acusa con el Padre, sino que cuando abre Su boca para hablar a favor de los
pecadores, exclama: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Aquel
que continúa refiriéndose a Él o a Su causa de manera despreciativa tiene que
ser la ingratitud personificada. No hay caballerosidad, es más, no hay hombría
en el corazón que trata despreciativamente a alguien que no provoca ni se
venga.
Debo agregar, antes de
cerrar este punto, que algunos son ingratos con Cristo, de quienes, más que de
ningún otro, tal conducta no debió haber provenido. El texto dice: “A lo suyo
vino, y los suyos no le recibieron”. En este preciso lugar el Señor Jesús ha
venido a aquellos que parecían ser los Suyos. Tú, amigo, eras muy cercano a tu
madre, y ella, ahora en la gloria, era una amante ardiente del Salvador, y
cuando Jesús vino a ti, diría: “Este es el hijo de una de mis queridas amigas,
el hijo de una mujer cuyo corazón íntegro era mío; seguramente su hijo me amará
también”. Con todo, tú no le respondiste. Jesús ha venido a tu casa, y ha
encontrado allí a una esposa que lo ama ardientemente, y muy bien pudo haber
dicho: “Seguramente el esposo de mi sierva recibirá al amigo de su esposa”. No
obstante, tú le has cerrado la puerta. Posiblemente me dirija a alguna persona
inconversa que no sólo es un hijo de un padre cristiano, sino un hijo de uno de
los propios embajadores de Dios, y, sin embargo, él mismo es un enemigo de
Dios. Ciertamente los hijos de un ministro deberían ser del Señor, y con todo, hijos
e hijas de ministros se han contado entre los réprobos. No sé a qué se deba,
pero, tristemente, ese ha sido el caso con frecuencia. ¿Me estoy dirigiendo a
alguien así? Yo oro pidiendo que no seas más ingrato con el Dios de tu padre.
Sí, y hay algunas
personas aquí que hace algunos años se encontraban gravemente enfermas y al
borde de la tumba, y decían: “Si le agradara a Dios que nos levantemos de
nuevo, buscaremos al Señor”. Ustedes eran así en algún sentido “los Suyos” por
su propio voto voluntario; pero no lo han recibido. El Señor Jesús viene hoy de
nuevo a ustedes, y les muestra Sus manos y Su costado, y les pregunta por qué
razón han incumplido las promesas que le hicieron. Les pregunta que por qué no
aman al Salvador de su madre. Que por qué no les importa el Dios de su padre, y
qué es lo que los ha vuelto en contra Suya. Él les ha mostrado muchas buenas
obras, ¿y por cuál de ellas lo apedrean? Él está lleno de amor y de piedad y de
misericordia y de poder para salvar; ¿por qué razón lo rechazan? Que el Señor
nos conceda que estos llamados tengan poder en ustedes, por la voz del Espíritu
Santo.
III. Concluyo
respondiendo la pregunta: ¿QUÉ PASA ENTONCES? ¿Qué se deriva de todo esto?
Pues bien, primero,
valoremos los sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo. Nunca hemos de rebajar
nuestra estimación de los dolores corporales de Jesús pues fueron sin duda muy
grandes, pero después de todo, Sus sufrimientos mentales fueron mucho mayores,
y entre los más agudos de ellos debe de haber figurado el ser tratado siempre
con ingratitud por aquellos a quienes amó tanto. ¿Me dirijo ahora a algún
corazón tierno que ha derramado sangre por las puñaladas de la ingratitud, a una
madre con un hijo ingrato, a un amigo con un amigo traicionero? Ustedes saben
que nada hiere más que la ingratitud, y sin embargo, su Señor tuvo que
experimentarla día tras día. Él estuvo siempre muy ocupado en hacer todo en
favor de los hombres, y los hombres por otro lado estuvieron haciendo todo en
contra de Él. Cada día Él era como Sebastián, el mártir, que fue atado a un
árbol y fue convertido en un blanco para mil flechas. Los arqueros disparaban
agresivamente en contra suya y lo herían, pero el amor conservó su fuerza y así
permanece hasta el día de hoy.
Admiren a continuación el
amor del Salvador. Cuando un hombre es amable y amoroso, continuará siéndolo
mientras no se tope con viles retribuciones, y entonces será muy propenso a
indignarse y a detener el curso de su benevolencia. Cuando tratamos de
reconciliar a unas personas que han tenido diferencias entre sí, y cuando la
ingratitud ha sido la causa de esas diferencias, usamos fuertes argumentos.
Tenemos que decirle a la persona injuriada: “Has sido utilizada malamente, pero
esfuérzate para superarlo. Es cierto que tal ingratitud merece el abandono de
tu amabilidad, pero haz algo más de lo que los hombres ordinarios harían: amontona
ascuas sobre su ingrata cabeza”. El Salvador sabía que los hombres serían
crueles con Él, lo sabía todo de antemano, y cuando los hombres eran ingratos,
Él no simplemente oía sus palabras sino que leía en sus corazones, y sabía que
sus corazones se oponían todavía más a Él, y no obstante, nunca se apartó de Su
curso de amor, y siguió adelante a través de reproches y vergüenza y burlas y
todo tipo de malicia humana hasta que hubo consumado la redención de Su pueblo.
Admiren Su amor y que a cambio encienda el amor en ustedes.
Amados hermanos, vean a
continuación el extraordinario poder de la sangre perdonadora de Jesús. Jesús
puede quitar incluso este pecado escarlata de la ingratitud. Aunque a lo Suyo
vino, y los Suyos no le recibieron, con todo, a todos los que le recibieron les
dio potestad de ser hechos hijos de Dios, a todos los que creen en Su nombre.
¿Has rechazado a Jesús durante cincuenta años? Ven a Él incluso ahora, y Él
borrará tus pecados en un instante. ¿Han volado setenta años sobre tu cabeza
culpable y has permanecido sordo a todos los llamados de la misericordia? El
benévolo Salvador no ha agotado Su piedad. Si el Espíritu te atrae, lo
encontrarás tan dispuesto a recibirte ahora como lo hubiera hecho hace
cincuenta años. Admira la gracia que mantiene la invitación y la eficacia de la
sangre que es todavía capaz de limpiar.
Otra lección práctica es
que hemos de ver cómo debemos perdonar. Si alguien más me ha hecho daño, esa no
es una razón por la que yo deba hacerme daño. Tal vez no vean la aplicación de
esa afirmación. Bien, aquí está su explicación. Si he amado a un ser humano y
su única retribución es la crueldad, ¿he de hacerme daño dejando de amarlo?
Después de todo, sería un gran daño para mi corazón que me volviera duro. Si he
buscado el bien de un ser humano y él sólo me ha pagado con mal, no he de
permitir rebajarme a su nivel. He de buscar más bien remontarme más alto; y por
causa de su mal, he de buscar hacerle más bien, y entonces seré como Cristo,
pues Él hizo eso: cuando nuestro pecado abundó, sobreabundó Su gracia. En la
vida de nuestro Señor el pecado y el amor competían para ver quién habría de
ganar. El hombre pecó aún más y más, y Cristo amó aún más y más. En la cruz Él
amó hasta la muerte y ganó la batalla, y hoy la ingratitud humana está debajo
de los pies del victorioso Salvador; el amor ha vencido, y el pecado ha sido
aplastado bajo Sus pies. Oh, cristiano, combate en el mismo espíritu, y que el
Señor te ayude a ser más victorioso por medio de Aquel que te amó.
Amados hermanos y
hermanas, por último, juzguemos cómo hemos de vivir a la luz de este tema. Si hemos
sido desagradecidos hasta este momento, ¿seguiremos siéndolo por más tiempo? Es
más, de rodillas ahora, con un alma sincera, clamemos a Dios para que nos
inflame con algo del fuego que encendió al Salvador con un ardor sagrado por
nuestro bien. Entreguémonos a Él por completo. Exclamemos: “Atad víctimas con
cuerdas a los cuernos del altar”. Qué tipo de personas deberíamos ser puesto
que tanto le debemos a la gracia de Dios.
Y tenemos esta triste
reflexión: ¿qué será de aquellos que mueren después de haber vivido una vida de
constante ingratitud para con Cristo? Hasta para Su misericordia hay un límite,
pues la muerte cierra la puerta de oro del amor. Tan pronto como el impenitente
cierra sus agonizantes ojos, la justicia toma el lugar de la misericordia. Un
excelente escritor ha dicho bien que “la justicia divina es amor en llamas”, y
así es. Una vez que el amor se convierte en celos es cruel como el sepulcro, y
sus tizones son de enebro que tiene una flama sumamente vehemente. Puedes
despreciar a Aquel cuyos pies fueron traspasados, y rechazar al Salvador, cuyo
corazón fue abierto con la lanza, pero Él vendrá otra vez, no sé cuándo, pero
Su palabra es: “He aquí, yo vengo pronto”. Tengan cuidado, se los suplico, pues
en aquel día, esta será la palabra: “Mirad, oh menospreciadores, y asombraos, y
desapareced”. Esa mano perforada sostendrá una vara de hierro, y Él despedazará
a Sus enemigos como vasijas de alfarero. Sus pies traspasados estarán
recubiertos de luz, y de Su boca, que ahora ofrece promesas, saldrá una espada
de dos filos que herirá a Sus adversarios. “Honrad al Hijo, para que no se
enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de pronto su ira”. Él quiere perdonarlos
ahora; espera para ser clemente con ustedes ahora. La misericordia gobierna el
día ahora. Pero tan pronto como el sol de la misericordia descienda, la negrura
de las tinieblas permanecerá para siempre. ¡Oh, no provoquen al Señor! Que Su
misericordia haga volver sus corazones por el poder de Su siempre bendito
Espíritu, y para Él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Porción de
Traductor: Allan Román
7/Septiembre/2012
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