El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Desatar la Correa de Su Calzado

NO. 1044

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 31 DE MARZO DE 1872

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Viene uno más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado”. Lucas 3: 16.

 

No era tarea de Juan rodearse de seguidores sino dirigirlos a Jesús y él desempeñó su cometido muy fielmente. Su opinión del Maestro, de quien era el heraldo, era muy alta; lo reverenciaba como al ungido del Señor, como al Rey de Israel, y, por tanto, no estuvo tentado a erigirse como un rival. Se deleitaba en declarar: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe”. En su proceso de menguar, Juan usa la expresión de nuestro texto que fue registrada por cada uno de los evangelistas, con alguna pequeña variante. Mateo dice así: “cuyo calzado yo no soy digno de llevar”. Juan no era digno de ir por el calzado de su Señor. Marcos escribe: “A quien no soy digno de desatar encorvado la correa de su calzado”; y Juan lo expresa de manera muy parecida a Lucas. Esta acción de poner el calzado y de quitarlo y de guardarlo era una tarea que les correspondía usualmente a criados de baja categoría, y no era un deber que conllevara alguna reputación u honor; con todo, el Bautista sentía que sería un gran honor ser un criado de baja categoría del Señor Jesús. Juan sentía que el Hijo de Dios era tan infinitamente superior a él mismo, que sería honrado con sólo que se le permitiera ser el más humilde esclavo a Su servicio. No permitiría que se intentaran comparaciones entre Jesús y él. Sentía que no podía permitirse ningún cotejo ni por un instante. Ahora, esta honesta estimación de sí mismo como menos que nada en comparación con su Señor, ha de ser grandemente imitada por nosotros. Juan debe ser encomiado y admirado por esto, pero mejor aún, debe ser imitado cuidadosamente.

 

Recuerden que Juan no era un hombre inferior de ninguna manera. Entre todos los nacidos de mujer antes de su tiempo no había habido otro mayor que él. Juan fue motivo de muchas profecías, y su tarea era peculiarmente noble; fue el amigo del grandioso Esposo, y le presentó a la esposa elegida. Juan fue la estrella matutina del día del Evangelio, pero no consideraba ser ninguna luz en la presencia del Sol de Justicia a quien anunciaba. Juan no tenía un temperamento que cediera o se intimidara; no era ninguna caña sacudida por el viento; no era ningún hombre de hábitos cortesanos apropiados para el palacio del rey. No. Vemos en él a un Elías, a un hombre férreo, a un hijo del trueno; rugía como cachorro de león sobre su presa, y no se arredraba ante nadie. Algunos individuos son naturalmente tan mansos de espíritu -por no decir de mente débil- que naturalmente se subordinan erigiendo a otros como sus líderes. Tales individuos son propensos a errar, depreciándose. Pero Juan era todo un hombre; su alma grande sólo se inclinaba ante lo que fuera digno de homenaje; él era, en la fortaleza de Dios, como columna de hierro y como muro de bronce, un héroe por la causa del Señor, pero se sentaba en la presencia de Jesús como un niñito se sienta en la escuela a los pies de su maestro, y exclamaba: “A quien no soy digno de desatar encorvado la correa de su calzado”.

 

Recuerden, además, que Juan era un hombre dotado de grandes habilidades que son muy capaces de volver altiva a una persona. Él era un profeta, sí, y más que un profeta. Cuando se paraba a predicar en el desierto, su ardiente elocuencia pronto atraía a gente de Jerusalén y de todas las ciudades circunvecinas, y las riberas del Jordán veían a una vasta multitud de ávidos oyentes que se arremolinaba en torno al hombre vestido de pelo de camello. Miles se juntaban para escuchar la enseñanza de uno que no había sido criado a los pies de los rabíes, ni había sido instruido en la elocuencia a la usanza de las escuelas. Juan era un hombre de un lenguaje valiente, llano, elocuente y convincente; no era ningún maestro de segunda clase, sino un maestro en Israel, y sin embargo, no asumía aires de grandeza, antes bien, consideraba el lugar más humilde en el servicio del Señor como demasiado elevado para él. Noten, también, que no sólo era un gran predicador, sino que había sido muy exitoso no sólo atrayendo a las multitudes, sino bautizándolas. La nación entera sentía los efectos del ministerio de Juan, y sabía que era un profeta; los hacía oscilar de un lado a otro con sus celosas palabras de la misma manera que el trigo de otoño es agitado por el aliento del viento. Cuando un hombre siente que tiene poder sobre las masas de sus semejantes, es muy propenso a encumbrarse y a exaltarse desmedidamente, mas no así Juan. No había peligro que el Señor le confiara una notable popularidad y un gran éxito, pues, aunque tenía todos esos honores, los colocaba mansamente a los pies de Jesús y decía: “No soy digno de ser ni siquiera el último de los esclavos en la casa del Mesías”.

 

Además, consideren también que Juan era un líder religioso y que tenía la oportunidad, si así lo hubiese querido, de convertirse en el líder de una poderosa secta. Evidentemente la gente estaba dispuesta a seguirle. Sin duda había algunos que no habrían seguido al propio Cristo si Juan no les hubiera pedido que lo hicieran, y si no hubiera testificado: “He aquí el Cordero de Dios”, y confesado una y otra vez, diciendo: “”Yo no soy el Cristo”. Leemos acerca de algunos que años después de que el Bautista muriera seguían siendo todavía sus discípulos, de tal forma que hubiera tenido la oportunidad de arrastrar consigo a muchos que se habrían convertido en sus seguidores y hacerse así de un nombre entre los hombres; pero él despreció eso; su elevado concepto de su maestro le impedía albergar cualquier deseo de un liderazgo personal, y rebajándose, no al lugar de un capitán de las huestes del Señor, sino al nivel de uno de los últimos soldados en el ejército, dice: “de quien no soy digno de desatar la correa de su calzado”. ¿Cuál creen ustedes que fue la razón de que Juan mantuviera una posición adecuada? ¿Acaso no fue porque tenía un enaltecido concepto de su Maestro, y sentía una profunda reverencia por Él? Ah, hermanos, debido a nuestra poca estimación de Cristo, es peligroso que el Señor nos confíe alguna posición que no sea la más baja. Yo creo que muchos de nosotros podríamos haber sido diez veces más útiles, sólo que no habría sido seguro que Dios nos permitiera que lo fuéramos; nos habríamos engreído, y, como Nabucodonosor, nos habríamos gloriado: “¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué?” Muchos individuos han tenido que pelear en la retaguardia y servir sólo un poco a su Señor y gozar tan sólo de un poco de éxito en ese servicio porque no dieron la suficiente reverencia a Cristo, no amaron a su Señor lo suficiente, y entonces el ego se habría entronizado sigilosamente para su propio perjuicio, para aflicción de la iglesia y para deshonra de su Señor. ¡Oh, que tuviésemos un alto concepto de Cristo y un bajo concepto de nosotros mismos! ¡Oh, que viéramos a Jesús como llenándolo todo en todo, y que fuéramos nosotros como menos que nada delante de Él!

 

Habiendo introducido así el tema, nuestro objetivo esta mañana es extraer una enseñanza de la expresión que Juan usó aquí y en otras partes, en relación a sí mismo y a su Señor: “De quien no soy digno de desatar la correa de su calzado”.

 

De esto yo deduzco, primero, que no se ha de prescindir de ninguna forma de santo servicio; en segundo lugar, que nuestra indignidad es evidente en presencia de cualquier tipo de obra santa; en tercer lugar, que esta indignidad nuestra, mientras más sentida, en vez de desanimarnos, debería estimularnos más bien a la acción, pues sin duda así operó en el caso de Juan el Bautista.

 

I.   Entonces, noten primero que NO DEBE PRESCINDIRSE DE NINGUNA FORMA DE SERVICIO SANTO. Desatar la correa del calzado de Cristo pudiera parecer algo muy trivial; pudiera parecer incluso que si un hombre de posición e influencia condesciende a realizar oficios que un siervo pudiera muy bien desempeñar, podría sufrir la pérdida de la autoestima. ¿Por qué habría de resignarme a hacer eso? Voy a aprender de Cristo; voy a distribuir pan entre la multitud por Cristo; voy a tener mi barca lista cerca de la costa para que Cristo predique desde ella, y voy a ir por el asno sobre el cual entrará cabalgando triunfante en Jerusalén; ¿pero qué necesidad habría de que el discípulo se convierta en un simple criado? Una pregunta como esa es silenciada aquí para siempre, y el espíritu que la dicta es censurado en la práctica. No hay nada deshonroso en un acto mediante el cual Jesús es honrado. Nada rebaja al hombre si honra a su Señor. No es posible que ninguna obra piadosa esté por debajo de nuestra dignidad; deberíamos saber más bien que el más ínfimo grado de servicio otorga dignidad al hombre que lo desempeña de todo corazón. Incluso la forma más insignificante y más oscura de servir a Cristo es más excelsa y elevada que lo que somos dignos de emprender.

 

Noten ahora que las pequeñas obras realizadas para Cristo, tales como llevar el calzado y desatar la correa, a menudo encierran más del espíritu infantil que las obras mayores. Afuera, en las calles, un compañero le hace un favor a otro y la acción realizada es amistosa; pero los actos filiales debes verlos dentro del hogar. Allí el muchacho no le presta dinero a su padre, ni hace negocios, y, sin embargo, en sus pequeños actos hay una mayor relación filial. ¿Quién es el que sale a encontrar al padre cuando el día ha concluido? ¿Y cuál es la acción que indica a menudo el amor de la niñez? Vean al niño que avanza tambaleándose con las pantuflas del padre y se lleva corriendo las botas una vez que el padre se las quita. El servicio es pequeño, pero es entrañable y filial, y encierra más afecto filial que el acto del siervo que trae la comida, que arregla la cama o que desempeña cualquier otro servicio más esencial. Le proporcionan un gran placer al pequeñito y expresan su amor. Nadie que no sea mi hijo o que no me ame en una medida parecida soñaría jamás en hacer de ese servicio su especialidad. La pequeñez del acto lo adapta a la capacidad del niño, y hay también algo en él que lo convierte en una expresión apropiada del afecto de un niño.

 

Lo mismo sucede con los pequeños actos hechos para Jesús. Con mucha frecuencia los hombres del mundo dan su dinero para la causa de Cristo entregando grandes sumas para caridad o para las misiones, pero son incapaces de llorar en secreto por los pecados de otros hombres, o de decir alguna palabra de consuelo a algún santo afligido. Visitar a una pobre mujer enferma, enseñar a un pequeñito, rescatar de la calle a un forastero, musitar una oración por los enemigos o susurrar una promesa a oídos de algún santo abatido, puede mostrar más la relación filial que edificar una hilera de casas de beneficencia o hacer una donación a una iglesia.

 

En los pequeños actos hechos para Cristo es bueno recordar siempre que es tan necesario hacer las cosas pequeñas como los actos más grandes. Si no son lavados los pies de Cristo, si Sus sandalias no son desatadas, Él podría sufrir y Sus pies pudieran estropearse, de tal forma que un viaje Suyo pudiera ser acortado y muchas aldeas pudieran perderse de la bendición de Su presencia. Lo mismo sucede con otras cosas de menor importancia. Hay tanta necesidad de las silenciosas intercesiones de los santos como de la predicación pública de la verdad de Dios delante de los miles de personas congregadas. Es tan necesario que los bebés aprendan sus pequeños himnos como que los monarcas sean reprendidos por el pecado. Recordamos la vieja historia de cómo se perdió la batalla debido a la ausencia de un solo clavo en una herradura, y pudiera ser que hasta ahora la iglesia hubiera perdido su batalla por Cristo debido a que alguna obra menor que debió hacerse para Jesús hubiere sido descuidada. No me sorprendería si resultara que muchas iglesias no han disfrutado de prosperidad porque mientras han prestado atención al ministerio público y a las ordenanzas visibles, han desatendido alguna utilidad menor. Más de un carruaje se malogra por falta de atención a la pieza clave. Un asunto muy insignificante hace que la flecha se desvíe del blanco. Enseñarle a un niño a cantar: “Tierno Jesús” y orientar su joven corazón al Redentor, pudiera parecer una menudencia, pero pudiera ser una parte sumamente esencial del proceso de esa agraciada obra de una educación religiosa por la cual el niño se convertirá posteriormente en un creyente, en un ministro y en un ganador de almas. Si omites esa primera lección pudiera ser que hubieras desviado una vida.

 

Tomen otro ejemplo. Una vez se anunció que un predicador iba a predicar en una oscura aldea pero luego se desató una terrible tormenta, y, aunque el predicador mantuvo su compromiso, descubrió que sólo había asistido una persona al lugar de reunión. Él le predicó a ese único oyente un sermón tan denodado como si la casa hubiese estado atestada. Años después se enteró de que había nuevas iglesias por todo el distrito, y descubrió que su único oyente de aquel día había sido convertido y se había constituido en el evangelista de toda esa región. Si hubiera declinado predicarle a aquel oyente solitario, cuántas bendiciones habrían sido retenidas. Hermanos, nunca dejen de desatar la correa del calzado de Cristo ya que no saben qué pudiera resultar de ello. El destino humano gira a menudo sobre una bisagra tan pequeña que es casi invisible. Nunca digan en su interior: “Esto es trivial”, pues no hay nada trivial para el Señor. No digan nunca: “Pero esto ciertamente pudiera omitirse sin mayores pérdidas”. ¿Cómo lo sabes? Si se tratase de tu deber, aquel que te asignó tu tarea sabía lo que hacía. No desatiendas en ninguna medida porción alguna de Sus órdenes, pues en todos Sus mandamientos hay consumada sabiduría, y sería sabio de tu parte obedecerlos aun hasta en las jotas y las tildes.

 

Además, las pequeñas cosas hechas para Cristo son a menudo las mejores pruebas de la verdad de nuestra religión. La obediencia en las cosas pequeñas tiene mucho que ver con el carácter de un siervo. Si contratas a una criada para tu hogar, sabes muy bien si es una buena o una mala sirvienta basándote en que los principales deberes del día son atendidos con seguridad: los alimentos serán cocinados, las camas serán arregladas, la casa será barrida y la puerta será atendida; pero la diferencia entre una criada que es la felicidad del hogar y otra que es su plaga, radica en un número de pequeños detalles que tal vez no puedas poner en un papel, pero que constituyen en gran manera la comodidad o la incomodidad doméstica, y por eso determinan el valor de una criada. Lo mismo sucede, creo yo, en la vida cristiana; yo no creo que la mayoría de nosotros aquí omitiríamos jamás los asuntos de más peso de la ley; como cristianos nos esforzamos por mantener la integridad y la rectitud en nuestras acciones, y procuramos ordenar nuestros hogares en el temor de Dios en los grandes asuntos; pero el espíritu de obediencia se manifiesta principalmente fijando la mirada en el Señor en los pequeños detalles; es visto en que tenemos puesta la mira en el Señor, como los ojos de las doncellas están puestos en sus amas para recibir las órdenes cotidianas acerca de este paso y de esa transacción. El espíritu que es realmente obediente desea conocer la voluntad de Dios respecto a todo, y si hubiese algún punto que al mundo le pareciera trivial, por esa misma razón el espíritu obediente dice: “Voy a atenderlo para demostrarle a mi Señor que aun en las minucias yo deseo someter mi alma a Su complacencia”. En las cosas pequeñas se encuentran los crisoles y las piedras de toque. Cualquier hipócrita vendría a la adoración dominical, pero no es cualquier hipócrita el que asistiría a las reuniones de oración o el que leería la Biblia en secreto, o el que hablaría privadamente de las cosas de Dios a los santos. Esta son cosas menores -así las juzgan ellos- y por eso las desatienden, y así se condenan ellos mismos. Donde hay una religión profunda hay amor por la oración; donde la religión es superficial, sólo importan los actos públicos de adoración. Descubrirán que lo mismo es válido en otras cosas. Un hombre que no es cristiano con toda probabilidad no te dirá una mentira descarada diciéndote que lo negro es blanco, pero no dudaría en declarar sin reparos que el beige es blanco. Pero el cristiano no recorrería ni la mitad del camino hacia la falsedad, es más, rehusaría avanzar aunque sólo fuera una pulgada sobre ese camino. Así como no te engañaría con dos mil libras esterlinas, tampoco te engañaría con la minucia de dos peniques. Así como no te robaría un codo, tampoco te robaría una pulgada. Lo genuino del cristiano se hace visible en lo pequeño; el sello del Salón de los Orfebres es un detalle muy pequeño, pero gracias a él se puede reconocer a la verdadera plata. Hay una vastísima diferencia entre el hombre que lleva con gusto el calzado de Cristo, y otro que no se quiere encorvar ante nada que considere que no está a su altura. Incluso un fariseo invitará a Cristo a su casa para que coma con él, pues está dispuesto a invitar a un gran líder religioso a su mesa; pero no es cualquiera el que está dispuesto a desatar encorvado la correa de Su calzado, pues ese mismo fariseo que hizo la fiesta no le llevó agua para que lavara Sus pies, ni le dio el beso de bienvenida; demostró la insinceridad de su hospitalidad olvidando los pequeños detalles. Me veo obligado a decir que Marta y María no olvidaron nunca desatar la correa de Su calzado, y que Lázaro nunca dejó de ver que Sus pies estuvieran lavados. Entonces, como cristianos al servicio de Cristo, les ruego que pongan la mira en las cosas oscuras, en las cosas que no son reconocidas por los hombres, en los asuntos que no conllevan honor, pues por esto será probado su amor.

 

Respecto a las pequeñas obras, noten también que muy a menudo encierran un grado de comunión personal con Cristo que no es visto en una obra más grande. Por ejemplo, la obra que tenemos ante nosotros: desatar la correa de Su calzado, me pone en contacto con Él mismo, aunque sólo sea que toque Sus pies; y yo pienso que si se me permitiera decidir entre salir para echar fuera a los demonios y predicar el Evangelio y sanar a los enfermos, o quedarme con Él y desatar siempre la correa de Su calzado, yo preferiría esto último, porque el primer acto que realizó Judas fue ir con los doce y ver a Satanás caer del cielo como un rayo, pero pereció porque falló en los actos que entraban en contacto con Cristo: fue un ladrón teniendo la bolsa de Cristo, y fue un traidor besando a Cristo. El que no falla en cosas relacionadas personalmente con Cristo es el hombre confiable que tiene la evidencia de la justicia de corazón. No hubo nunca una mayor acción realizada bajo las estrellas que cuando la mujer rompió su frasco de alabastro de precioso ungüento y lo derramó sobre Él; aunque los pobres no se beneficiaron con eso, aunque ningún enfermo se restableció por eso, el acto fue realizado claramente para Él, y, por tanto, encerraba una peculiar dulzura. Con frecuencia acciones similares -debido a que no motivan a otras personas porque las desconocen y debido a que pudieran ser de escaso valor para sus prójimos- son menospreciadas, pero en vista de que son hechas para Cristo, están acompañadas de un encanto peculiar porque concluyen en Su bendita persona. Es cierto que no es otra cosa que desatar la correa del calzado, pero por otro lado, es Su calzado y eso ennoblece la acción.

 

Queridos compañeros cristianos, saben a qué me refiero aunque no pueda expresarlo en un lenguaje muy bueno esta mañana; quiero decir simplemente esto: que si hubiese algo pequeño que pudiera hacer por Cristo, aunque mi ministro no se entere al respecto, aunque los diáconos y los ancianos no lo sepan, y nadie más se entere; y si dejara de hacerlo nadie sufriría ninguna calamidad por ello pero, si lo hiciera, complacería a mi Señor y gozaría del sentido de haberlo hecho para Él, entonces voy a atenderlo, pues no es ninguna obra nimia si es para Él.

 

Además, en lo concerniente a esas agraciadas acciones que son poco estimadas por la mayoría de la humanidad, fíjense también que sabemos que Dios acepta nuestra adoración en las cosas pequeñas. Él permitía que Su pueblo llevara sus novillos, que otros llevaran sus carneros y que se los ofrecieran a Él; y esas eran personas con la suficiente riqueza como para poder ofrecer un tributo de sus manadas y de sus rebaños, pero también permitía que los pobres ofrecieran un par de tórtolas o dos palominos, y yo no he encontrado nunca en la palabra de Dios que Él le diera menos importancia a la ofrenda de las tórtolas que al sacrificio de los novillos. Yo sé también que nuestro siempre bendito Señor, mientras estuvo aquí, amó la alabanza de los niños. No llevaban consigo ni oro ni plata como los magos del oriente, pero proclamaban: “Hosanna”, y el Señor no estaba molesto con sus Hosannas, sino que aceptaba su alabanza infantil. Y recordamos que una viuda echó en el arca de la ofrenda dos blancas, que sólo eran un cuadrante, pero, debido a que era todo su sustento, Él no rechazó la ofrenda y más bien la registró para honra de ella. Nosotros estamos ahora muy familiarizados con el incidente, pero, aun así, es muy asombroso. ¡Dos blancas que son un cuadrante, ofrendadas al Dios infinito! ¡Un cuadrante que es aceptado por el Rey de reyes! Un cuadrante reconocido por Aquel que hizo los cielos y la tierra, que dice: “Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti, porque mío es el mundo y su plenitud”. ¡Dos blancas recibidas con placer por el Señor de todo! Era escasamente como una gota derramada en el océano, y sin embargo, Él lo consideraba como mucho. Por tanto, no midan las pequeñas acciones según los pesos y medidas humanos, sino calcúlenlas como lo hace Dios, pues el Señor tiene respeto por los corazones de Su pueblo. Él no considera tanto sus actos en sí mismos como los motivos por los que los realizan. Por tanto, valoren el desatar la correa del calzado del Salvador, y no desprecien el día de las cosas pequeñas.

 

II.   Ahora, hermanos y hermanas, en segundo lugar, deseo conducirlos a la consideración de NUESTRA PROPIA INDIGNIDAD, que ha de sentirse con certeza siempre que entramos en contacto con cualquier servicio cristiano real, en la práctica. Yo creo que el hombre que no hace nada en absoluto se considera a sí mismo un buen sujeto, como regla general. Descubrirán usualmente que los críticos más mordaces son aquellos que nunca escriben, y los mejores jueces de las batallas son aquellos que se mantienen a una prudente distancia de los cañones. Los cristianos del ‘orden de los guantes de seda’, que nunca hacen ningún intento por salvar almas, son maravillosamente veloces en decirnos cuándo somos demasiado rudos o demasiado frívolos en nuestro lenguaje; y detectan fácilmente si nuestros modos de actuar son irregulares o demasiado entusiastas. Tienen un olfato muy agudo para cualquier cosa que se asemeje al fanaticismo o al desorden. Por mi parte, me siento muy seguro cuando recibo las censuras de esos caballeros pues no estamos demasiado errados cuando ellos nos condenan. Tan pronto como una persona comienza seriamente a trabajar para el Señor Jesús, pronto se da cuenta de que es indigna del lugar más humilde en el servicio de alguien tan glorioso. Reflexionemos un minuto sobre este hecho.

 

Queridos hermanos y hermanas, cuando nosotros recordamos lo que solíamos ser, estoy seguro de que debemos sentirnos indignos de hacer lo más mínimo por Cristo. Ustedes saben cómo Pablo describe la impiedad de ciertos transgresores, y añade: “y esto erais algunos”. ¡Qué dureza de corazón exhibimos algunos de nosotros para con Dios! ¡Qué rebelión! ¡Qué obstinación! ¡Qué apagamiento de Su Espíritu! Vamos, si yo pudiera encorvarme para desatar la correa del calzado de ese pie que fue crucificado por mí, rociaría el agujero del clavo con mis lágrimas, y diría: “Salvador mío, ¿es posible que se me permita alguna vez tocar Tus pies?” Seguramente, el hijo pródigo, si alguna vez desató la correa del calzado de su padre, se diría: “Vamos, estas manos alimentaron a los cerdos, estas manos fueron mancilladas a menudo por las rameras; yo vivía en la inmundicia, y fui primero un juerguista y luego un porquero, y es un amor asombroso el que me permite servir ahora a un padre tan bueno”.

 

Los ángeles en el cielo envidiarían al hombre al que se le permite hacer la cosa más nimia para Cristo, y, sin embargo, ellos no pecaron nunca. Oh, qué favor es que nosotros, que estamos contaminados por el pecado, seamos llamados a servir al Salvador inmaculado.

 

Pero, entonces, otra reflexión viene a espaldas de la primera –nosotros recordamos lo que somos así como lo que éramos- y digo lo que somos, pues aunque hemos sido lavados en la sangre de Jesús, y hemos sido dotados de un nuevo corazón y de un espíritu recto, con todo, nos volvimos como arco engañoso pues la corrupción habita en nosotros. Algunas veces es un trabajo duro mantener siquiera un poco de fe, pues somos de una mente muy indecisa, muy inestable, muy caliente, muy fría, muy denodada y luego muy negligente; somos tan de todo excepto lo que deberíamos ser, que muy bien podemos asombrarnos de que Cristo nos permita hacer lo que es menos para Él. Si fuera a encerrarnos en prisión y fuera a mantenernos allí, en tanto que no nos ejecutara, estaría actuando con nosotros según la misericordia, y no estaría dándonos nuestro pleno merecimiento; y sin embargo, Él nos saca de la prisión, y nos pone a Su servicio, y por tanto, sentimos que somos indignos de realizar la acción más insignificante en Su casa.

 

Además, amados, aun sentimos que los pequeños servicios requieren un mejor estado de corazón del que a menudo tenemos. Yo estoy seguro de que el servicio de predicar el Evangelio aquí, pone a menudo ante mi vista mi indignidad mucho más de lo que de otra manera la vería. Si es una cosa agraciada ver la pecaminosidad de uno, doy gracias a Dios porque predico el Evangelio, pues me hace verla. Algunas veces venimos a predicar acerca de Jesucristo y lo glorificamos, y con todo, nuestro corazón no arde por Él y no lo valoramos debidamente; mientras que el texto sobre el que estamos predicando lo sienta sobre un trono excelso, nuestro corazón no lo está colocando allí; y oh, entonces pensamos que podríamos arrancar nuestro corazón de nuestro propio cuerpo, si pudiéramos liberarnos de las negras gotas de su depravación que impide que nos sintamos unidos con la gloriosa verdad que está ante nosotros. En otro momento, tal vez, tenemos que invitar a los pecadores y buscar llevarlos a Cristo, y eso requiere tanta simpatía que si Cristo estuviese predicando nuestro sermón lo regaría con Sus lágrimas; pero, nosotros lo predicamos con ojos secos, casi sin emoción, y luego azotamos a nuestro empedernido corazón porque no se conmueve y no podemos hacerlo sentir. Sucede exactamente lo mismo con otros deberes. Tal vez hayan sentido esto: “tengo que ir a dar mi clase esta tarde, pero no me siento bien, he estado abrumado toda la semana con afanes y mi mente no está a la altura ahora para cumplir con ese deber; yo espero amar a mi Señor, pero no estoy seguro si lo amo o no. Debo ser denodado acerca de estos chicos y chicas, pero como es muy probable que no seré denodado, me sentaré y cumpliré con mi tarea de enseñar como lo haría una lora, sin vida, sin amor”. Sí, entonces sientes dolorosamente que no eres digno de desatar la correa del calzado de tu Señor. Posiblemente irás esta tarde a visitar a un moribundo, y tratarás de hablarle acerca del camino al cielo. Él es un inconverso. Ahora bien, necesitas una lengua de fuego para hablar, pero, en vez de eso, tienes una lengua de hielo; sientes: “Oh, Dios, ¿cómo puede ser que me siente junto a ese lecho y piense en ese pobre hombre que estará en las llamas del infierno, tal vez, dentro de una semana, a menos que reciba a Cristo, y, no obstante, voy a tratar fríamente su condición tremendamente peligrosa como si fuese un asunto de la más nimia importancia?” Sí, sí, sí, hemos tenido que sentir cientos de veces que no somos aptos en nosotros ni por nosotros para nada. Si el Señor quisiera ayudantes en Su cocina, pudiera conseguir mejores personas que nosotros; y si Él necesitara a alguien para palear los desechos de Su casa, podría encontrar mejores hombres que nosotros para eso. Somos indignos de ser siervos de un tal Maestro.

 

El mismo sentimiento nace de otra manera. ¿Acaso no tenemos que confesar, hermanos y hermanas, al ver lo que hemos hecho por Cristo, que miramos demasiado al yo en nuestra conducta? Elegimos muy cuidadosamente nuestro trabajo, y nuestra selección es guiada por el instinto de respeto de nosotros mismos. Si se nos pide que hagamos lo que es agradable para nosotros, lo hacemos. Si se nos pide que asistamos a una reunión donde seremos recibidos con aclamación, si se nos pide que desempeños un servicio que nos hará subir en la escala social, o que nos destacará entre nuestros compañeros cristianos, vamos tras él como un pez tras una mosca; pero, supongamos que la obra nos acarreará vergüenza, supongamos que descubrirá ante el público nuestra ineficiencia antes que nuestra habilidad, entonces nos excusamos.

 

El mismo espíritu que Moisés sintió cuando el Señor lo llamó, está sobre muchos de nosotros. “Si tuviera que hablar por Cristo” –dice uno- “balbucearía y tartamudearía”. Como si Dios no hiciera a las bocas que tartamudean así como a las bocas elocuentes; y como si, cuando escogió a Moisés, no sabía qué se encontraría. Moisés tiene que ir y tiene que tartamudear por Dios, y glorificar a Dios tartamudeando, pero a Moisés no le gusta eso; y muchos, en casos similares, no tienen la gracia suficiente para ir a la obra del todo. Vamos, si yo no puedo honrar al Señor con diez talentos, ¿rehusaré servirle con uno? Si yo no puedo volar como un ángel de potentes alas a través del cielo, y no puedo hacer sonar la estridente trompeta como para despertar a los muertos, ¿rehusaré ser una abejita y recoger miel cumpliendo la orden del Señor? Sólo porque no puedo ser un leviatán, ¿rehusaré ser una hormiga? Qué locura y qué rebelión si somos tan perversos.

 

Y, si han realizado cualquier obra santa, ¿no han notado que el orgullo está listo para hacerse presente? Dios no puede dejarnos tener éxito en cualquier obra  sin que nos volvamos altivos. “¡Oh, cuán bien la hicimos!” No queremos que nadie diga: “Bien, eso fue hecho con mucha inteligencia, y muy bien, y muy cuidadosamente, y con mucha seriedad”, pues nosotros mismos nos decimos todo eso y agregamos: “sí, fuiste muy celoso respecto a ese trabajo, y has estado haciendo lo que muchísimas personas no habrían hecho, y no te has jactado tampoco de ello. No llamas a ningún vecino para que lo vea; lo has estado haciendo simplemente por amor a Dios, y, por tanto, eres un sujeto inusualmente humilde, y nadie puede decir que eres vano”. ¡Ay!, qué halago, pero verdaderamente “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso”. Nosotros no somos dignos de desatar la correa del calzado de Jesús porque, si lo hiciéramos, comenzaríamos a decirnos: “Qué grandes personas somos pues se nos ha permitido que desatemos la correa de las sandalias del Señor”. Si no se lo decimos a nadie más con mucha exultación, al menos nos lo decimos a nosotros mismos, y sentimos que, después de todo, somos algo y hemos de ser tenidos en gran reputación.

 

Hermanos míos, deberíamos sentir que no somos dignos de hacer la cosa más insignificante por Cristo, porque, cuando hemos descendido a lo más bajo, Jesús siempre va más abajo de lo que hemos ido nosotros. ¿Es poca cosa cargar Su calzado? ¿Cuál, entonces, fue Su condescendencia cuando lavó los pies de Sus discípulos? Aguantar a un hermano irritable, ser amable con él, y sentir: “voy a ceder ante él en todo porque soy un cristiano”, eso es ir muy abajo; pero por otro lado, nuestro Señor ha aguantado mucho más de nosotros. Él fue paciente con las debilidades de Su pueblo, y perdonó hasta setenta veces siete. Y suponiendo que estuviéramos dispuestos a tomar el lugar más bajo en la iglesia, aun así, Jesús tomó un lugar más bajo todavía del que pudiéramos tomar nosotros, pues Él tomó el lugar de la maldición: Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él. Algunas veces me he sentido dispuesto a llegar hasta las puertas del infierno para salvar a un alma; pero el Redentor fue más allá, pues Él sufrió la ira de Dios por las almas. Si hubiese algún cristiano aquí que fuera tan humilde que no tuviera pensamientos altivos acerca de sí mismo, sino que prefiriera ser el más pequeño entre sus hermanos y así demostrara su grado de gracia, con todo, mi querido hermano, no ocupas una posición tan baja como la que Él ocupó, pues Él “se despojó a sí mismo”, y tú no te has despojado de ti mismo por completo; y Él tomó forma de siervo, y se hizo obediente hasta la muerte, y tú no has llegado a eso todavía; e incluso a la muerte de cruz: a la muerte de un delincuente en el patíbulo, y tú no llegarás nunca a eso. ¡Oh, la condescendencia del admirable amor del Redentor! Compitamos, a partir de ahora, para ver cuán bajo podemos llegar lado a lado con Él, pero recuerden que cuando hayamos ido lo más abajo que podamos Él desciende todavía más abajo, de tal manera que podemos sentir verdaderamente que el lugar más bajo es demasiado alto para nosotros, porque Él ha ido todavía más abajo.

 

Queridos amigos, poniendo estas cosas en un plano práctico, pudiera parecerles que hablarle a una sola persona respecto a su alma es un deber muy pequeño para cualquiera de ustedes. Si se les pidiera que predicaran a cien personas lo intentarían. Les pido solemnemente, en el nombre de Dios, que no permitan que el sol se ponga hoy sin que le hubieren hablado a un hombre o a una mujer respecto de su alma. ¿No harán eso? ¿Es demasiado insignificante para ustedes? Entonces debo ser claro con ustedes, y debo decirles que no son dignos de hacerlo. Háblenle hoy a un niñito acerca de su alma. No digan: “Oh, nosotros no les podemos hablar a los niños, no podemos rebajarnos a su nivel”. Que ningún pensamiento de esos ocupe alguna de nuestras mentes, pues aunque el trabajo fuese como desatar la correa del calzado del Maestro, debemos hacerlo. El santo Brainerd, cuando se estaba muriendo y ya no podía predicarles más a los indios, tenía junto a su lecho a un muchacho indio, y le enseñaba sus letras; cuando alguien entró, le comentó: “Le pedí a Dios que no me dejara vivir más tiempo del que pudiera ser útil, y así, como ya no puedo predicar más, estoy enseñándole a este pobre niño a leer la Biblia”. No debemos pensar nunca que nos estamos rebajando cuando enseñamos a los niños, pero si eso fuera rebajarse, rebajémonos.

 

Hay algunos de ustedes, tal vez, que tienen la oportunidad de hacer el bien a mujeres caídas. ¿Rehúyen un trabajo así? Muchos lo hacen. Sienten que pudieran hacer cualquier cosa menos hablarles a ese tipo de mujeres. ¿Es eso desatar la correa del calzado de tu Maestro? Es, entonces, un oficio honorable; inténtalo, hermano. No está por debajo de ti si lo haces por Jesús; está incluso por encima de los mejores de ustedes y no son dignos de hacerlo. Posiblemente haya cerca de tu casa un distrito de gente muy pobre. A ti no te gusta mezclarte con esa gente. Son sucios, y tal vez se han contagiado de alguna enfermedad. Bien, es una lástima que la gente pobre esté sucia tan a menudo, pero la soberbia es sucia también. ¿Dices: “yo no puedo ir allí”? ¿Por qué no? ¿Eres tú un caballero tan finísimo que tienes miedo de ensuciarte las manos? Entonces tú no desatarás la correa del calzado de tu Maestro. El Señor vivió en medio de los pobres, y fue aún más pobre que ellos pues no tenía dónde reposar Su cabeza. ¡Oh, qué vergüenza con ustedes, perversos y altivos siervos de un condescendiente y amoroso Señor! ¡Haz lo que te corresponde, y desata la correa de Su calzado sin demora! En vez de imaginar que vas a rebajarte haciendo ese trabajo para Jesús, yo te digo que te honraría; en verdad, no eres apto para eso, el honor es demasiado grande para ti, y corresponderá en suerte a mejores personas.

 

Todo se reduce a esto, amados: cualquier cosa que se pueda hacer por Cristo es demasiado buena para que nosotros la hagamos. ¡Se necesita que alguien cuide la puerta! ¡Se necesita que alguien limpie las callejuelas! ¡Se necesita que alguien enseñe a unos rudos harapientos! ¡Se necesita que alguien le pida a la gente que asista al lugar de adoración, y que los presentes cedan sus asientos, y que se pongan en el pasillo dejando que los visitantes se sienten! Bien, sea lo que sea, yo preferiría ser un guarda de la puerta en la casa del Señor, o el tapete para esa puerta, que ser contado entre los más nobles en las moradas de maldad. Lo que sea por Jesús, entre más bajo, mejor; lo que sea por Jesús, entre más humilde, mejor; lo que sea por Jesús. Entre más se hundan en las profundidades, entre más sumerjan los brazos hasta los codos en el lodo para encontrar preciosas joyas, entre más hagan eso, mejor. Este es el verdadero espíritu de la religión cristiana. No es remontarse para sentarse entre los coros de cantores, y cantar en un estilo grandioso, no es ponerse el atuendo y predicar con vestimentas sacerdotales, no es cumplir con llamativas e imponentes ceremonias, pues todo eso es Babilonia; sino desvestirse hasta quedarse en mangas de camisa para luchar la batalla por Cristo, y salir entre los hombres como un humilde obrero, resuelto a salvar a alguien por cualquier medio, esto es lo que su Señor quiere que hagan, pues esto es desatar la correa de Su calzado.

 

III.   Y, ahora, nuestro último comentario será que TODO ESTO DEBERÍA ESTIMULARNOS EN VEZ DE DESANIMARNOS. Aunque no somos dignos de hacerlo, esa es la razón por la cual debemos apertrecharnos de la gracia condescendiente que nos honra con tal empleo. No digan: “No soy digno de desatar la correa de Su calzado, y, por tanto, voy a renunciar a predicar”. Oh, no, sino más bien prediquen con un mayor vigor. Juan así lo hizo, y a su predicación añadió la advertencia. Adviertan a la gente al tiempo que les predican. Háblenles del juicio venidero, y separen entre lo precioso y lo vil. Deberíamos desempeñar nuestro trabajo en todos los sentidos, sin omitir su parte más dolorosa, antes bien, completando todo aquello que Dios nos ha asignado. Juan fue llamado a testificar de Cristo; aunque se sentía indigno de hacerlo, no se arredró ante la obra. El oficio de toda su vida fue clamar: “¡He aquí, he aquí, he aquí el Cordero de Dios!” Nunca hizo ninguna pausa en ese clamor. También estuvo ocupado bautizando. Era el rito iniciatorio de la nueva dispensación, y allí estuvo Juan sumergiendo continuamente a cuantos creían. Nunca hubo un obrero más infatigable que Juan el Bautista; puso el alma entera en ello, porque sentía que no era digno de realizar la obra.

 

Hermanos y hermanas, si se quedan sin hacer nada, su sentido de indignidad será un triste obstáculo para ustedes; pero si el amor de Dios estuviera en sus almas, dirían esto: “Puesto que a pesar de hacer mi mejor esfuerzo lo hago mal, siempre me esforzaré al máximo. Puesto que cuando se hace lo más que se puede, eso se reduce a casi nada, haré siempre lo más que pueda”. Si pudiera darle toda mi riqueza a Él, y darle mi vida, y luego entregar mi cuerpo para ser quemado, sería un pequeño retorno por un amor tan admirable, tan divino, como el que he gustado; por tanto, si no puedo hacer todo eso, de cualquier manera, le daré al Señor todo lo que pueda, lo amaré todo lo que pueda, le suplicaré todo lo que pueda, hablaré acerca de Él todo lo que pueda, y difundiré Su Evangelio todo lo que pueda; y ninguna cosa pequeña voy a considerar que está por debajo de mí si Su causa lo requiere.

 

Hermanos, la vida de Juan fue dura, pues su alimento consistía en langostas y miel silvestre; sus ropas no eran las vestiduras delicadas que llevan los que viven en palacios, sino que se cubría con una áspera piel de camello; y así como su vida fue dura, su muerte fue dura también; su arrojo lo condujo a un calabozo, su valerosa fidelidad le ganó la muerte de un mártir. He aquí un hombre que vivió abnegadamente y murió dando testimonio de la verdad y de la justicia, y todo eso porque tenía una alta estimación de su Maestro. ¡Que nuestra estimación de Cristo crezca y aumente de tal manera que estemos dispuestos a cualquier cosa en la vida por Cristo e incluso a entregar nuestras vidas por causa de Su nombre!

 

Ciertos misioneros moravos, en los antiguos tiempos de la esclavitud, fueron a una de las islas de las Indias Occidentales para predicar, pero descubrieron que no se les podía permitir que enseñaran allí a menos que ellos mismos se volvieran esclavos; y así lo hicieron, se vendieron a la esclavitud para no regresar jamás, para poder salvar las almas de los esclavos. Nos hemos enterado de otro par de santos que de hecho se sometieron a ser confinados en un lazareto, para poder salvar las almas de los leprosos, sabiendo que si hacían eso, no se les permitiría salir jamás; fueron allí para ser contagiados de la lepra y para morir, si por hacer eso podían salvar almas. He leído respecto a uno, Tomé de Jesus, que fue a Berbería, entre los cristianos cautivos, y vivió y murió allí en el destierro y la esclavitud, para poder animar a sus hermanos y predicarles a Jesús.

 

Hermanos, nosotros no hemos alcanzado ese tipo de devoción; nos quedamos cortos de lo que Jesús merece. Le damos poco, le damos lo que nos avergüenza no darle. Con frecuencia le damos nuestro celo por un día o dos y luego nos enfriamos; de pronto despertamos y luego nos dormimos más profundamente. Hoy parecemos como si fuéramos a incendiar el mundo, y mañana apenas mantenemos nuestras lámparas despabiladas. En un momento hacemos votos de que vamos a empujar a la iglesia delante de nosotros y que vamos a arrastrar al mundo tras nosotros, y muy pronto nosotros mismos somos como los carros de Faraón, con las ruedas desprendidas, arrastrándonos muy pesadamente. ¡Oh, por una chispa del amor de Cristo en el alma! ¡Oh, por una llama viva del altar del Calvario, para que haga arder nuestra naturaleza con divino entusiasmo por el Cristo que se entregó por nosotros para que viviéramos! A partir de ahora, asuman en la solemne volición de su alma esta profunda resolución: “Voy a desatar la correa de Su calzado, voy a buscar las cosas pequeñas, las cosas insignificantes, las cosas humildes, y las voy a hacer como para el Señor y no para los hombres, y que Él me acepte así como también me ha salvado por Su sangre preciosa. Amén.

 

Porciones de la Escritura leídas antes del sermón:

Salmo 8; y Lucas 3: 1-22.

 

 

 

Traductor: Allan Román

8/Noviembre/2012

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