El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Una Gloriosa Predestinación

NO. 1043

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 24 DE MARZO DE 1872

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos”. Romanos 8: 29.

 

Habrán notado que Pablo ha estado exponiendo una experiencia interna y espiritual muy profunda en este capítulo. Ha escrito respecto al espíritu de servidumbre y al espíritu de adopción; respecto a las debilidades de la carne y a las ayudas del espíritu; respecto a la espera de la redención del cuerpo y a los gemidos que son indecibles. Era muy natural, entonces, que una profunda experiencia espiritual lo llevara a una clara percepción de las doctrinas de la gracia, pues una experiencia así es la única escuela en la que se aprenden eficazmente esas grandiosas verdades. Una falta de profundidad en la vida interior da cuenta de la mayoría de los errores doctrinales en la iglesia. Una sólida convicción de pecado, una profunda humillación por su causa, y un sentido de completa debilidad e indignidad conducen naturalmente a la mente a creer en las doctrinas de la gracia, mientras que la falta de profundidad en estos asuntos hace que el hombre se contente con un credo superficial. Esas enseñanzas que son llamadas comúnmente las doctrinas calvinistas son usualmente más amadas y mejor recibidas por quienes han experimentado mucho conflicto de alma, y que por esa razón, han aprendido la fuerza de la corrupción y la necesidad de la gracia.

 

Noten, también, que Pablo ha estado tratando en este capítulo acerca de los sufrimientos de este tiempo presente; y aunque por fe los considera como muy insignificantes comparados con la gloria que ha de ser revelada, nosotros sabemos que no eran insignificantes en su caso. Pablo era un hombre que había sufrido muchas tribulaciones. Por causa de Cristo iba de tribulación en tribulación y para servir a la iglesia nadaba a través de muchos mares de aflicción. Por tanto no me sorprende que en sus epístolas hablara a menudo sobre las doctrinas del conocimiento anticipado, de la predestinación y del amor eterno, porque constituyen un vigoroso reconstituyente para el espíritu desfalleciente. Para estar alegre pese a muchas cosas que de otro modo lo deprimirían, el creyente puede dirigirse a los incomparables misterios de la gracia de Dios, que son vinos purificados. Cuando el ser humano es sustentado por la gracia selectiva, aprende a gloriarse también en las tribulaciones y, fortalecido por el amor electivo, desafía el odio del mundo y las pruebas de la vida. El sufrimiento es la escuela de la ortodoxia. Muchos Jonases que ahora rechazan las doctrinas de la gracia de Dios, sólo necesitan ser introducidos en el vientre de la ballena para que clamen junto con el más ortodoxo creyente en la gracia libre: “La salvación es de Jehová”. Los prósperos profesantes que no hacen negocios en medio de las ondas y las olas, pudieran no darle mucha importancia al bendito anclaje del propósito eterno y del perdurable amor; pero quienes están “fatigados con tempestad, sin consuelo, piensan diferente”. Estas cuantas frases nos han de servir de prefacio. No las digo motivado por un espíritu de controversia, sino todo lo contrario.

 

Nuestro texto comienza con la expresión: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó”, y muchos sentidos le han sido asignados a estas palabras: “conocer antes”, aunque en este caso, hay un sentido que se hace más recomendable que cualquier otro. Algunos han pensado que significa simplemente que Dios predestinó a unos seres humanos cuya historia futura ya conocía de antemano. No podemos entender de esa manera el texto que estamos considerando, porque el Señor conoce de antemano la historia de todo ser humano, y de todo ángel y demonio. En lo que a la presciencia se refiere, cada ser humano es conocido de antemano, y sin embargo, nadie aseveraría que todos los hombres han sido predestinados a ser conformados a la imagen del Señor Jesús. Pero, se asevera adicionalmente que el Señor sabía de antemano quién llegaría a arrepentirse, quién creería en Jesús y quién perseveraría en una vida consistente hasta el fin. Esto está sobreentendido, pero un lector tendría que usar unos lentes de aumento muy potentes antes de ser capaz de descubrir ese sentido en el texto. Después de repasar cuidadosamente mi Biblia yo no percibo ninguna declaración de ese tipo. ¿Dónde están esas palabras que agregaste: “A los que supo de antemano que se arrepentirían, que creerían, y que perseverarían en la gracia”? No las encuentro ni en la versión en inglés ni en el original griego. Si pudiera leerlas de esa manera, el pasaje sería ciertamente muy fácil, y alteraría grandemente mis creencias doctrinales; pero, como no encuentro esas palabras ahí, les pido que me disculpen, pero no creo en ellas. Por sabia y aconsejable que sea una interpolación hecha por el hombre, no tiene ninguna autoridad para nosotros; nosotros nos inclinamos ante la santa Escritura, pero no ante glosas que pudieran elegir los teólogos para superponerlas en ella. El texto no hace ninguna alusión a ninguna virtud vista de antemano como tampoco  a ningún pecado visto de por anticipado, y, por tanto, nos vemos obligados a encontrarles otro significado a esas palabras. Encontramos que la palabra “conocer” es usada frecuentemente en la Escritura, no sólo para indicar conocimiento, sino también para indicar favor, amor y complacencia. Nuestro Señor Jesucristo les dirá a ciertas personas en el juicio: “Nunca os conocí”, y no obstante, en un sentido, las conocía, pues Él conoce a todo ser humano. Él conoce a los malvados así como a los justos. Pero ahí el significado es: “Nunca los conocí en el sentido de sentir alguna complacencia en ustedes o mirarlos con favor”. Vean también Juan 10: 14, 15, y 2 Timoteo 2: 19. En Romanos 11: 2, leemos: “No ha desechado Dios a su pueblo, al cual desde antes conoció”, donde el sentido evidentemente contiene la idea de amar de antemano, y así debe entenderse aquí. Aquellos a quienes el Señor miró con favor al verlos de antemano, a esos predestinó para que fueran hechos conformes a la imagen de Su Hijo. Ellos son, como lo expresa Pablo en su carta a los Efesios, “predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de Su voluntad”.

 

No estoy ansioso por detenerme en asuntos controvertidos, sino por llegar al tema de mi sermón. El texto nos dice que el propósito de la predestinación es ser hechos conformes a Cristo; tenemos, en segundo lugar, que la predestinación es la fuerza impelente que permite alcanzar esa conformación; y tenemos, en tercer lugar, al Primogénito mismo quien es expuesto ante nosotros como el propósito final de la predestinación y de la conformación. “Para que ÉL sea el primogénito entre muchos hermanos”.

 

I.   Observen cuidadosamente, entonces, que EL SAGRADO PROPÓSITO DE LA PREDESTINACIÓN ES QUE SEAMOS HECHOS CONFORMES A CRISTO. No voy a hurgar ahora en la predestinación misma. Las cosas secretas pertenecen a Dios. Me parece que fue el obispo Hall quien dijo una vez: “yo le doy gracias a Dios porque no soy uno de Sus consejeros, pero soy de Su corte”. Si no puedo entender no voy a cuestionar, pues no soy Su consejero, pero voy a adorar y a obedecer, pues soy Su siervo. Ahora, hoy, en vista de que se nos enseña aquí el propósito de Su predestinación, nos corresponde a nosotros  trabajar arduamente para alcanzarlo, y bendecir a Dios porque ha puesto ante Sí tal propósito, y orar para que podamos ser partícipes de él. Esta es la situación. El hombre fue creado originalmente a imagen de Dios, pero por el pecado ha deformado esa imagen, y ahora los que nacemos en este mundo somos moldeados, no en la imagen celestial de Dios sino en la imagen terrenal del Adán caído. “Hemos traído” –dice el apóstol en la Primera Epístola a los Corintios- “la imagen del terrenal”. El Señor, en gracia ilimitada, ha resuelto que un determinado número a quien nadie puede contar, descrito aquí como “muchos hermanos”, será restaurado a Su imagen, en la forma particular en la que Su Hijo eterno la revela. Para este fin Jesucristo vino al mundo y portó nuestra imagen, para que nosotros, a través de Su gracia, podamos portar Su imagen. Él se hizo partícipe de nuestras debilidades y enfermedades para que podamos ser partícipes de la naturaleza divina en toda su excelencia y pureza. Ahora, por tanto, lo primordial a lo que nos está llevando el Señor a través de Su Espíritu, por Su providencia y por Su gracia, es a la semejanza del Señor del cielo. Él está transformando perennemente a los elegidos, eliminando la mancha del pecado, y moldeándolos de acuerdo al modelo perfecto de Su Hijo, Jesucristo, el segundo Adán, quien es el primogénito entre “muchos hermanos”.

 

Observen ahora que esta conformación a Cristo consiste en varias cosas. Primero, hemos de ser hechos conformes a Él en cuanto a nuestra naturaleza. ¿Cuál era la naturaleza de Cristo, entonces, como divino? No debemos atisbar en ella, pero sabemos que Él era verdaderamente de la naturaleza de Dios. “Engendrado no creado”, dice el Credo de Atanasio, y dice, también, verazmente, “siendo de la misma sustancia con el Padre”. Ahora, aunque al momento de nuestra conversión somos nuevas criaturas, se dice de nosotros que también nos hizo “renacer para una esperanza viva”. Ser engendrados es algo más que ser creados: esta es una obra más personal de Dios, y lo que es engendrado está en una más íntima afinidad para con Él que lo que es solamente creado. Así como Cristo estuvo -como el unigénito del Padre- muy por encima de las simples criaturas, así también ser engendrados por Dios, en nuestro caso, significa mucho más de lo que incluso la primera creación perfecta podía implicar. En cuanto a Su humanidad, cuando nuestro bendito Señor vino a este mundo, experimentó un nacimiento que fue un tipo notable de nuestro segundo nacimiento. Nació en este mundo en un lugar muy humilde, en medio de unos bueyes y en un pesebre; sin embargo, no le faltaron los cánticos de los ángeles ni la adoración de las huestes celestiales. De igual manera, nosotros nacimos también del Espíritu sin que lo vieran ojos humanos; los hombres de este mundo no vieron ninguna gloria de ningún tipo en nuestra regeneración, pues no fue realizada mediante unos ritos místicos, ni se hizo con pompa sacerdotal. El Espíritu de Dios nos encontró en nuestra vil condición, y nos dio vida sin ningún despliegue externo. Sin embargo, en ese preciso instante, allí donde los ojos humanos no vieron nada, los ojos seráficos contemplaron unas maravillas de la gracia, y los ángeles en el cielo se regocijaron por un pecador arrepentido, y cantaron una vez más: “gloria a Dios en las alturas”. Cuando nuestro Señor nació, unos pocos espíritus escogidos saludaron Su nacimiento; una Ana y un Simeón estaban listos para tomar en sus brazos al niño recién nacido y para bendecir a Dios por Él; y de igual manera, hubo quien saludó nuestro nuevo nacimiento con muchas acciones de gracias; amigos y simpatizantes que habían estado atentos a nuestra salvación se alegraron cuando contemplaron en nosotros la verdadera vida celestial y alegremente nos tomaron en los brazos de la crianza cristiana. Tal vez, hubo alguien también que sufrió dolores de parto hasta que Cristo, la esperanza de gloria, fue formado en nosotros, y cuán feliz fue ese espíritu al ver que nacimos para Dios; cómo ponderó nuestro progenitor espiritual cada palabra agraciada que expresamos, y cómo dio gracias a Dios por las buenas señales de gracia que podían encontrarse en nuestra conversación. Entonces alguien peor que Herodes también buscó matarnos. Satanás estaba ansioso de que el recién nacido niño de la gracia muriese, y, por tanto, envió fieras tentaciones para eliminarnos; pero el Señor encontró un refugio para nuestra vida espiritual infantil y mantuvo vivo al niño. La simiente viva e incorruptible permaneció y creció en nosotros. Todos los que han nacido de nuevo han sido hechos conformes a la imagen de Cristo en el asunto de Su nacimiento, y ahora ustedes son partícipes de Su naturaleza. No es posible que nosotros seamos divinos y, no obstante, escrito está que somos hechos “participantes de la naturaleza divina”. Nosotros no podemos ser precisamente como Dios es, sin embargo, así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial, cualquiera que esa imagen sea. El nuevo nacimiento nos sella muy seguramente con la imagen de Cristo de la misma manera que nuestro primer nacimiento imprimió en nosotros un parecido con los padres de nuestra carne. Nuestro primer nacimiento nos dio humanidad; nuestro segundo nacimiento nos une con la Deidad. Así como fuimos concebidos en pecado al principio, y formados en maldad, así también, en la regeneración, nuestro nuevo hombre es renovado en el conocimiento según la imagen de Aquel que nos creó. El que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos.

 

Además, esta conformación a Cristo se da en la relación así como en la naturaleza. Nuestro Señor es el Hijo del Altísimo, el Hijo de Dios; y verdaderamente, amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser, pero sabemos que cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es. Jehová ha declarado que Él será un padre para nosotros, y que nosotros seremos Sus hijos y Sus hijas. Tan ciertamente como Jesús es un hijo, igual de cierto lo somos nosotros, pues el mismo Espíritu da testimonio de ambas cosas, según está escrito: “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” Cuando Jesús vino al mundo como el Hijo de Dios, no se dejó a Sí mismo sin testimonio. Su primera aparición pública, cuando se acercó a las aguas del bautismo, fue señalada por una voz proveniente de la excelente gloria que dijo: “Este es mi Hijo amado”, y por el Espíritu que descendió como paloma y vino sobre Él. Lo mismo sucede con nosotros. La voz de Dios en la palabra nos ha dado testimonio del amor de nuestro Padre celestial; y el Espíritu Santo ha dado testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Cuando nos atrevimos a dar un paso al frente por primera vez y a decir: “Estamos del lado del Señor”, algunos de nosotros recibimos señales sagradas de nuestra condición de hijos que no hemos olvidado, y muchas veces desde entonces hemos recibido sellos renovados de la adopción que hizo de nosotros el Grandioso Padre de nuestros espíritus. “El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo”, de tal manera que puede decir claramente con sus hermanos: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida”. Dios nos ha dado una plena seguridad, y un infalible testimonio y en todo esto nos regocijamos. Hemos creído en Jesús, y escrito está: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”.

 

Las acciones que nuestro Señor realizó, tanto para con Dios como para con el hombre, declararon que Él era el Hijo de Dios. Como un Hijo sirvió a Su Padre, y se podía ver la naturaleza de Dios en Él en Su profunda afinidad con Dios y en Su exacta imitación de Dios. Todo lo que Dios hubiera hecho en las mismas circunstancias, eso hizo Jesús. Por Sus actos se percibe de inmediato que Su naturaleza era divina. Sus obras daban testimonio de Él. Era muy claro perennemente que Él actuaba para con Dios como un hijo actúa para con su padre. Ahora, en la medida en que la determinación de Dios ha sido cumplida en nosotros, nosotros actuamos también con Dios como lo hacen los hijos con su amoroso padre, y mientras que los hijos de las tinieblas hablan de lo suyo, e igual que su padre, que es un mentiroso, dicen la mentira, e igual que su padre, que es un asesino, actúan guiados por la ira y la amargura, de igual manera los hijos de Dios dicen la verdad, pues Dios es veraz, y están llenos de amor, pues Dios es amor, y su vida es luz, pues su Dios es luz. Ellos sienten que deben actuar, en las circunstancias en las que se encuentran, como suponen que Jesús habría actuado, quien es el Hijo del siempre bendito Padre. Además, Cristo obró milagros de misericordia en favor de los hombres que demostraron que Él era el Hijo de Dios. Es verdad que nosotros no podemos hacer milagros; sin embargo, nosotros podemos realizar obras que nos identifican como hijos de Dios. Nosotros no podemos partir el pan y multiplicarlo, pero podemos distribuir generosamente lo que tenemos, y así, alimentando a los hambrientos, demostramos que somos hijos de nuestro Padre que está en el cielo; no podemos tocar a los enfermos y sanarlos, pero podemos cuidar a los enfermos, y así, en el amor demostrado por los que sufren, podemos comprobar que somos hijos del tierno y siempre compasivo Dios. Pero nuestro Señor nos ha dicho que haremos obras mayores que las Suyas, porque Él ha ido al Padre; y nosotros hacemos esas obras mayores. Podemos obrar milagros espirituales. ¿Acaso no nos podemos poner hoy junto a la tumba de algún pecador muerto, y decir: “¡Lázaro, ven fuera!”? ¿Y acaso Dios no ha hecho a menudo que los muertos resuciten a una palabra nuestra, por el poder de Su Espíritu? Hoy podemos predicar también el Evangelio de Jesucristo, desplegándolo alrededor nuestro como si fuera nuestro manto, y quien toca su orla ¿no será sanado también igual que cuando Jesús estaba entre los hombres? Si bien en este día no partimos peces ni pan de cebada, les traemos un mejor alimento; si bien en este día no podemos abrir los ojos de los hombres ni destapar sus oídos, con todo, en la enseñanza del Evangelio de Jesús, por el poder del Espíritu, el ojo mental es limpiado, y el oído del alma es también purificado, de tal manera que en todo hijo de Dios, en proporción a su trabajo tenaz por Cristo en el poder del Espíritu, las obras que hace dan testimonio de él en el sentido de que es un hijo de Dios. Su celo al realizarlas demuestra que tiene el espíritu de un hijo de Dios, y el resultado de esas obras demuestra que Dios obra en él como nunca lo haría en nadie excepto en Sus propios hijos. Así, tanto en las relaciones como en la naturaleza somos hechos conformes a la imagen de Cristo.

 

En tercer lugar, hemos de ser hechos conformes a la imagen de Cristo en nuestra experiencia. Esta es la parte del tema de la que nuestros pusilánimes espíritus a menudo rehúyen, pero si fuéramos sabios no sería así. ¿Cuál fue la experiencia de Cristo en este mundo? Ésa será la nuestra. Podemos resumirla como una relación con Dios, con los hombres, con el demonio y con todo mal.

 

¿Cuál fue Su experiencia con respecto a Dios? “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia”. Aunque sin pecado, no estuvo exento de sufrimiento. El primogénito de la familia divina fue castigado más severamente que cualquier otro miembro del hogar; fue herido de Dios y abatido hasta que, como clímax de todo, exclamó: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?” Oh, la amargura de ese grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Era el padre que estaba hiriendo al hijo primogénito; y, si ustedes y yo, hermanos, hemos de ser hechos conformes a la imagen del primogénito, aunque podemos esperar de Dios mucho amor paternal, también debemos calcular que se manifestará en disciplina paterna. ‘Si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos; pero, si son verdaderos hijos, hechos semejantes al primogénito, la vara hará que se duelan, y algunas veces se verán obligados a decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” “Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina?” Si somos predestinados a ser hechos conformes a la imagen de Su Hijo, el Señor nos ha predestinado a mucha tribulación y a través de ella heredaremos el reino.

 

A continuación inspeccionen la amada Cabeza del pacto en Su experiencia en relación a los hombres. “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”. “Despreciado y desechado entre los hombres”. Él dijo: “El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado”. Ahora, hermanos, en la misma proporción en que somos hechos conformes a la imagen de Cristo tendremos que hacer esto: “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio”, pues el discípulo, si es un verdadero discípulo, no es más que su Maestro, ni el siervo más que su Señor. Si al padre de familia llamaron Beelzebú, cuánto más a los de su casa llamarán con un título más oprobioso, si pudieran inventarlo. Los santos de Dios no han de esperar coronas donde Cristo encontró una cruz; no deben esperar cabalgar triunfantes a lo largo de esas calles que vieron al Salvador siendo llevado apresuradamente a la muerte de un malhechor. Hemos de sufrir con Él si queremos ser glorificados con Él. La comunión en Sus sufrimientos en necesaria para la comunión con Su gloria.

 

Luego, consideren la experiencia de nuestro Señor con respecto al príncipe del poder del aire. Satanás no era ningún amigo de Cristo, antes bien, encontrándolo en el desierto, vino a Él con este maldito “si”: “Si eres Hijo de Dios”. El diablo comenzó la batalla con ese ataque contra Su condición de Hijo. “Si eres Hijo de Dios”. Ustedes saben cómo lo acometió tres veces con esas tentaciones que tienden a ser altamente atractivas para la pobre humanidad, pero Jesús las venció a todas ellas. El archienemigo, el dragón antiguo, estaba mordisqueando siempre el talón de nuestro grandioso Miguel, que aplastó para siempre su cabeza. Estamos predestinados a ser hechos conformes a Cristo en ese sentido; la sutileza y la crueldad de la serpiente nos acometerán a nosotros también. Una cabeza tentada implica unos miembros tentados. Satanás nos ha pedido para zarandearnos como a trigo. Él atacó al Pastor y nunca cesará de afligir a las ovejas. Puesto que somos de la simiente de la mujer, tiene que haber enemistad entre nosotros y la simiente de la serpiente.

 

Y, en cuanto a todo mal, la vida entera de nuestro Señor fue una perpetua batalla. Él estuvo combatiendo contra el mal en los lugares altos y en los lugares bajos, el mal entre los sacerdotes y entre el pueblo, el mal vestido con un traje religioso, el mal en el fariseísmo, y el mal con el vestido de la filosofía en medio de los saduceos; lo combatió por doquier; Él era el enemigo de todo lo malo, de lo falso, de lo egoísta, de lo profano o de lo impuro. Y ustedes y yo tenemos que ser hechos conformes a Cristo en este respecto. Hemos de ser santos, inofensivos, sin mancha y separados de los pecadores. ‘Hijitos, vosotros sois de Dios, y el mundo entero está bajo el maligno’. Al elegirnos nos ha sacado del mundo para ser un linaje escogido, adversarios de todo mal sin que envainemos jamás la espada hasta que entremos en nuestro reposo. Entonces hemos de ser como Él en naturaleza, en relación y en experiencia.

 

En cuarto lugar, hemos de ser hechos conformes a Cristo Jesús en cuanto al carácter. Carecemos de tiempo y de capacidad para hablar de esto. Sólo oro para que el Espíritu de Dios haga que nuestras vidas hablen de ello. Él estaba consagrado a Dios; nosotros también lo estamos. El celo de la casa de Dios lo consumía; debería consumirnos también a nosotros. Él se ocupó en los negocios de Su Padre; así debemos ocuparnos siempre. Él era todo amor para el hombre; nos corresponde a nosotros ser lo mismo. Él era afectuoso y amable y tierno; tal como fue, así debemos ser nosotros en este mundo. No quebró la caña cascada, ni apagó el pábilo que humeaba; tampoco debemos hacerlo nosotros. Sin embargo, cuán severo fue en la denuncia de todo mal; así debemos serlo nosotros. La pureza, la santidad, la abnegación, y todas las virtudes deben resplandecer en nosotros tal como brillaron en Él. Ah, y bendito sea Dios porque brillarán también, por la obra del Espíritu. Nuestro texto no sólo habla de lo que debemos ser, sino de lo que seremos, pues somos predestinados a ser hechos conformes a la imagen del Hijo de Dios.

 

¡Hermanos míos, qué glorioso modelo! Contémplenlo, asómbrense ante él y bendigan a Dios por él. Ustedes no han de ser hechos conformes al más poderoso de los apóstoles; un día serán más puros de lo que fue Pablo o Juan mientras estuvieron aquí abajo; no han de ser hechos conformes al más sublime de los profetas, sino que serán semejantes al Señor de los profetas; no deben contentarse con su propia concepción de lo que es hermoso o amable, sino que a la concepción perfecta de Dios, encarnada en Su propio Hijo, es a la que serán llevados ciertamente por la predestinación de Dios.

 

Tan sólo una frase sobre otro punto. En quinto lugar, hemos de ser hechos conformes a la imagen de Su Hijo en cuanto a nuestra herencia, pues Él es heredero de todas las cosas, y ¿qué es lo que no heredaremos ya que todas las cosas son nuestras? Él es heredero de este mundo. “Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar; todo cuanto pasa por los senderos del mar”. Todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas al hombre, pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte; y en la persona de Cristo Jesús, en este día, nosotros -los hombres que somos hechos a Su imagen- tenemos dominio sobre todas las cosas, siendo hechos todos reyes y sacerdotes para Dios, y ordenados en Cristo Jesús a reinar con Él por los siglos de los siglos. “Y si hijos, también herederos”, dice el apóstol; por tanto, todo lo que Cristo tiene, lo tenemos nosotros, y aunque pudiéramos ser muy pobres y desconocidos, con todo, todo lo que pertenezca a Cristo, nos pertenece. “La riqueza de la tierra de Egipto será vuestra”, les dijo José a sus hermanos, y Jesús le dice a todo Su pueblo lo siguiente: “Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios”.

 

Debo concluir este punto –el tiempo pasa demasiado rápidamente esta mañana, disertando sobre este deleitable tema- observando que hemos de ser hechos conformes a Cristo en Su gloria. Vamos a pensar en nuestros cuerpos, ya que ese es un punto rodeado de consolación, puesto que Él cambiará nuestro vil cuerpo y lo hará semejante a Su cuerpo glorioso. Somos ahora semejantes a Adán en dolor y debilidad, y pronto seremos semejantes a él en la muerte, regresando a la tierra de donde fuimos tomados; pero resucitaremos a una mejor vida, y entonces llevaremos en gloria e incorrupción la imagen del segundo Adán, el Señor del cielo. Conciban la hermosura del Redentor resucitado. Hagan que su fe y su imaginación trabajen conjuntamente para que se figuren las indecibles glorias de Emanuel, Dios con nosotros, ahora que está sentado a la diestra del Padre. Así serán nuestras glorias y así de brillantes, en el día de la redención del cuerpo. Contemplaremos Su gloria, y estaremos con Él donde Él está y nosotros mismos seremos gloriosos en Su gloria. ¿Es Él exaltado? Ustedes también serán encumbrados. ¿Es Él un rey? Ustedes no carecerán de corona. ¿Es Él victorioso? Ustedes también portarán una palma. ¿Está Él lleno de gozo y regocijo? Así también el alma suya estará llena de deleites hasta el borde. Donde Él está estará todo santo dentro de poco.

 

Esto basta en cuanto al sagrado propósito de la predestinación.

 

II.   Ahora, observen que LA PREDESTINACIÓN ES LA FUERZA IMPELENTE QUE PERMITE ALCANZAR ESTA CONFORMACIÓN. Esta verdad se divide así: es la voluntad de Dios la que nos hace conformes a la imagen de Cristo, más bien que nuestra propia voluntad. Ahora esa es nuestra voluntad, pero fue la voluntad de Dios cuando no era nuestra voluntad, y sólo se volvió nuestra voluntad cuando fuimos convertidos porque la gracia de Dios nos condujo a querer en el día de su poder. No podemos ser hechos semejantes a Cristo de mala gana; una voluntad anuente es esencial para llegar a ser semejantes a Cristo; una obediencia renuente sería desobediencia. Sin Dios no nos inclinaríamos naturalmente al bien, mas Dios es el que en nosotros produce así el querer como el hacer. Dios nos trata como hombres responsables e inteligentes, y no como piedra o metal. Él nos hizo agentes libres, y nos trata como tales. Ahora estamos dispuestos a ser hechos conformes a la imagen de Jesús, sí, y estamos más que dispuestos, estamos ansiosos y deseosos de serlo; pero aun así, la principal y primera fuerza motriz no estaba en nuestra voluntad, sino en Su voluntad, y hoy la fuerza inmutable de la que dependemos con suma confianza, no está en nuestra inconstante y débil voluntad, sino en la inmutable y omnipotente voluntad de Dios. La fuerza que nos está haciendo conformes a Cristo es la voluntad de Dios en la predestinación.

 

Y de igual manera, es más bien una obra de Dios que una obra nuestra. Hemos de trabajar con Dios en el proceso de ser hechos semejantes a Cristo. No hemos de ser pasivos como la madera o el mármol; hemos de ser seres que oran, vigilantes, fervientes, diligentes, obedientes, denodados, y creyentes, pero, aun así, la obra es de Dios. La santificación es una obra del Señor en nosotros. “Hiciste en nosotros todas nuestras obras”. Desde el principio, y en el presente, y hasta el final, “el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu”. No hay ninguna santidad en nosotros que fuera generada por nosotros mismos; nada bueno que proviniera de nuestra propia conformación. “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto”. “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria”. Aun así, cierto como es que somos agentes libres, con todo, el Señor es el alfarero y nosotros somos la arcilla en la rueda, y es Su obra, y no la nuestra, la que nos hace semejantes a Cristo. Si tocamos con nuestro dedo en cualquier punto de la vasija, se desfigura y pierde belleza. Es sólo donde la mano de Dios se ha posado que la vasija comienza a asumir la forma del modelo.

 

Por tanto, amados, toda la gloria ha de ser para Dios y no para nosotros. Es un gran honor para cualquier ser humano que sea semejante a Cristo; Dios no tiene la intención de que Sus hijos no tengan ningún honor, pues Él da honor a Su propio pueblo; pero, aun así, la verdadera gloria le corresponde a Él, puesto que Él nos ha hecho y no nosotros a nosotros mismos. ¿No podemos decir esta mañana con corazones agradecidos: “Por la gracia de Dios soy lo que soy”? ¿Y no sentimos que pondremos todos nuestros honores, cualesquiera que sean, a los pies Aquel que conforme a Su abundante misericordia nos predestinó para ser hechos conformes a la imagen de Su hijo?

 

III.   Ahora debo abordar el tercer punto, y voy a hacerlo brevemente. Dulcemente se revela que el FIN ÚLTIMO DE TODO ESTO ES CRISTO. “Los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que ÉL –“para que ÉL”- Dios tiene siempre en mente algo para Él, Su bienamado Hijo. Él tiene el propósito de Su propia gloria en la gloria de Su amado Hijo; si Él nos bendice, el texto del domingo pasado sigue siendo válido: “No lo hago por vosotros”; es por causa de alguien más excelso, de alguien mejor de lo que somos nosotros, es “para que Él sea el primogénito”. Ahora, si entiendo el pasaje que estamos considerando, significa esto. Primero, Dios nos predestina para que seamos hechos semejantes a Jesús, para que Su amado Hijo sea el primero de un nuevo orden de seres, exaltado por sobre todas las demás criaturas, y más cercano a Dios que cualesquiera otros seres. Él era Señor de los ángeles, y los serafines y querubines obedecían Sus órdenes; pero el Hijo deseaba estar a la cabeza de una raza de seres que estuvieran más íntimamente unidos a Él que cualquier otro espíritu existente. No había ningún parentesco entre el Señor Jesús y los ángeles, pues ¿a cuál de los ángeles dijo el Padre jamás: “Mi Hijo eres tú”? Ellos por naturaleza son siervos, y Él es el Hijo, y esta es una sustancial distinción. El Hijo eterno deseaba una asociación con seres que fueran hijos como Él, con quienes Él tuviera una íntima relación, siendo semejante a ellos en naturaleza y en su condición de hijos, y, por tanto, el Padre ordenó que una simiente escogida por Él fuera hecha conforme a la imagen del Hijo, para que Su Hijo encabezara y fuera el principal en un orden de seres más íntimamente semejantes a Dios que cualquier otro. La serpiente le dijo a Eva: “Sabe Dios… que seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal”. Esa mentira contenía un residuo de verdad, pues por la gracia soberana nos hemos convertido en tales personas. No había criaturas obedientes de ese tipo en el mundo, sabiendo el bien y el mal, en los días de gloria del Edén. Los ángeles en el cielo habían conocido el bien, y sólo el bien, y preservados por la gracia, no cayeron; el espíritu malo había caído, y él conocía el mal pero había olvidado el bien, y era incapaz de elegirlo de nuevo; él ha sido proscrito para siempre de la esperanza de restauración. Pero aquí estamos nosotros, que sabemos tanto del bien como del mal; entendemos lo uno y también lo otro, y ahora ha sido engendrada en nosotros una naturaleza que ama la santidad y que no puede pecar, porque es nacida de Dios; hemos sido dejados como agentes libres, sí, somos más libres de lo que jamás fuimos, y sin embargo, en esta vida, y en la vida venidera, nuestra senda es como la de los justos cuyo brillo va en aumento hasta que el día es perfecto. Los ángeles no conocen el mal; nunca han tenido que luchar con el mal conocido y sentido en el interior; no han probado las sendas del placer pecaminoso, y por la gracia han sido apartados de ellas, de manera que con un íntegro propósito de corazón se aferran a la santidad perennemente. Jesús encabeza ahora una raza asediada pero victoriosa; agudamente tentada pero con la capacidad de vencer. Gozosa y alegremente será nuestro deleite para siempre hacer la voluntad del Padre. Para siempre con Cristo a nuestra cabeza, seremos los más cercanos al trono eterno; seremos los siervos más leales porque también somos hijos; los más firmemente apegados al bien, porque una vez conocimos la amargura del mal. Así como Cristo tuvo que beber la copa del sufrimiento por el pecado, nosotros hemos sorbido también de ella. Hemos conocido el horror provocado por la culpa, y, por esa razón, en el futuro seremos una raza más noble a lo largo de toda la eternidad, más libre para servir, y para servir a Dios de una manera más noble que cualesquiera otras criaturas en el universo. Entiendo que ése es el significado del texto: que el Señor quiere que Cristo sea el primero de un orden más noble de seres.

 

Pero, en segundo lugar, el propósito de la gracia es que haya algunos en el cielo con quienes Cristo pueda sostener una relación hermanable. Noten la expresión: “Muchos hermanos”; no que Él sea el primogénito entre ‘muchos’, sino entre “muchos hermanos”, que han de ser como Él mismo. Nuestro bendito Señor se deleita en la comunión; tal es la grandeza de Su corazón que no quiere estar solo en Su gloria, sino que quiere tener asociados en Su felicidad. Ahora hablo con aliento entrecortado. Dios puede hacer todas las cosas, pero yo no veo ninguna manera por la cual pudiera dar a Su unigénito Hijo seres que sean afines a Él mismo, excepto a través de los procesos que descubrimos en la economía de la gracia. He aquí seres que conocen el mal, y que conocen también el bien, seres que tienen infinitos compromisos, por lazos de amor y de gratitud, para elegir perdurablemente el bien, seres con una naturaleza tan renovada que siempre han de ser seres santos; y estos seres pueden tener comunión con el Dios encarnado en el sufrimiento como no pueden tenerla los ángeles; comunión en el castigo de la culpa como no pueden tenerla los ángeles; comunión en las angustias del corazón, en los conflictos, en los vituperios, y en el quebrantamiento de espíritu como no pueden tenerla los ángeles; y a ellos el Señor Jesús puede revelarles la gloria de la santidad, la bienaventuranza de la victoria sobre el pecado, y la dulzura de la benevolencia como sólo ellos pueden comprenderla. Los hombres renovados son hechos compañeros idóneos para el Hijo de Dios. Él se complacerá todavía más gozosamente porque ellos comerán el pan con Él en Su reino. Él estará gozoso cuando declare el nombre del Señor a Sus hermanos. Él se gozará en el gozo de ellos y se alegrará en la alegría de ellos.

 

Sin embargo, el texto quiere decir sin duda que ellos amarán y honrarán por siempre al propio Señor Jesucristo. Los hijos admiran al primogénito. En el oriente el primogénito es el rey y señor del hogar. Nosotros amamos ahora a Jesús, y lo consideramos nuestra cabeza y nuestro jefe. Una vez que lleguemos al cielo, cómo le amaremos y le adoraremos como a nuestro amado hermano mayor con quien tendremos la familiaridad más íntima y a quien le rendiremos la obediencia más reverente. Cuán gozosamente le serviremos, cuán extasiadamente le adoraremos. ¿No querríamos que nuestras voces fueran más fuertes hasta volverse como truenos, o como las muchas aguas? De lo contrario seguramente no seremos capaces de alabarle como quisiéramos. Si hubiese que realizar trabajos para Él en futuras edades, nosotros seríamos los primeros en ofrecernos como voluntarios para el servicio; si hubiese que pelear batallas en tiempos venideros contra otras razas rebeldes, si se requiriesen siervos para volar sobre los vastos dominios del infinito para llevar los mensajes de Jehová, ¿quién volará tan velozmente como nosotros lo haremos una vez que sintamos que en Sus atrios moraremos, no como meros siervos, sino como miembros de la familia real, siendo partícipes de la naturaleza divina y siendo los más cercanos a Dios mismo? Qué bienaventuranza es saber que Aquel que es “Dios verdadero de Dios verdadero”, y que se sienta en el trono eterno, es también de la misma naturaleza que la nuestra, nuestro pariente, que no se avergüenza de llamarnos hermanos ni siquiera entre las realezas de la gloria. ¡Oh hermanos, qué honores son los nuestros! ¿Quién de nosotros se cambiaría con Gabriel? No tendremos ninguna necesidad de envidiar a los ángeles, pues ¿qué son ellos sino espíritus ministradores, siervos en los salones de nuestro Padre? Pero nosotros somos hijos, e hijos no de un orden inferior, hijos no de un rango secundario como los hijos de Abraham nacidos de Cetura, o como el hijo de la esclava, sino que somos los Isaacs de Dios, nacidos según la promesa, herederos de todo lo que Él tiene, una simiente amada por siempre por el Señor. ¡Oh, qué gozo debe llenar nuestros espíritus esta mañana, ante la perspectiva que este texto revela y que la predestinación asegura!

 

Quizás nuestro pensamiento más comprensivo con respecto a este texto es el siguiente. Dios estaba tan complacido con Su Hijo y vio tales hermosuras en Él, que resolvió multiplicar Su imagen. “Amado mío” –le dijo- “Tú serás el modelo a partir del cual voy a moldear a mi más noble criatura, por Tu causa voy a hacer que los hombres puedan compartir contigo, y los voy a atar a Ti con cuerdas de amor, y serán mis parientes más cercanos, y en todas las cosas serán semejantes a Ti”. He aquí que de la casa de moneda del cielo son enviadas piezas de oro de inestimable valor, y cada una lleva la imagen y la inscripción del Hijo de Dios. El rostro de Jesús es más amable para Dios que todos los mundos, Sus ojos son más resplandecientes que las estrellas, Su voz es más dulce que la bienaventuranza; por esa razón el Padre quiere que la belleza del Hijo sea reflejada en diez mil espejos en los santos hechos semejantes a Él y que Sus alabanzas sean cantadas por miríadas de voces de quienes le aman, porque Su sangre los salvó. El Padre sabía cuán feliz iba a ser Su Hijo al asociarse con sus elegidos, pues desde la antigüedad Sus delicias eran con los hijos de los hombres. Así como un pastor ama a sus ovejas, así como un rey ama a Sus súbditos, así a Jesús le encanta tener a Su pueblo en torno Suyo; pero más profundo es todavía este misterio, pues no es bueno que el hombre esté solo, y por esto deja el hombre a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos son una sola carne y lo mismo sucede con Cristo y Su iglesia. Él fue hecho semejante a ella para su salvación, y ahora ella es hecha semejante a Él para Su honor. ¿De qué manera podía el Padre dar más honra a Su Hijo que formando una raza semejante a Él, que serán los muchos hermanos entre quienes Él es el bienamado primogénito?

 

Ahora, hermanos, con estas palabras los enviaré a casa. Mantengan a su modelo frente a ustedes. Ven en lo que se han de convertir, por tanto, fijen siempre su mirada en Cristo. Ven lo que son predestinados a ser; propónganse lograrlo, propónganse lograrlo cada día. Dios obra, y obra en ustedes no para que se echen a dormir, sino para querer y hacer por Su buena voluntad. Hermanos, aflíjanse por sus fallas; cuando vean cualquier cosa en ustedes que no sea semejante a Cristo, laméntenlo, pues tiene que ser desechada, es un cúmulo de escoria que debe ser consumida; no pueden guardarla pues la predestinación de Dios no les permitirá que retengan nada con ustedes que no sea acorde con la imagen de Cristo. Clamen vigorosamente al Espíritu Santo para que prosiga Su obra santificadora en ustedes; suplíquenle que no esté vejado o contristado y, por tanto, que no detenga Su mano en alguna medida. Clamen: “Señor, derríteme, disuélveme como cera, y pon Tu sello en mí hasta que la imagen de Dios quede claramente estampada allí. Sobre todo, tengan mucha comunión con Cristo. La comunión es la fuente de la conformación. Vivan con Cristo y pronto crecerán como Cristo. Se dice de Aquiles, el más grande de los héroes griegos, que cuando era niño lo alimentaban con médula de león, y así se hizo valiente; aliméntense de Cristo y sean como Cristo. Por otro lado, se dice acerca del sanguinario Nerón que se volvió así porque fue amamantado por una mujer de una naturaleza feroz y bárbara. Si absorbemos nuestro nutrimento del mundo, seremos mundanos; pero, si vivimos de Cristo y moramos en Él, nuestra conformación con Él será fácilmente lograda, y seremos reconocidos como hermanos de esa bendita familia de la cual Jesucristo es el primogénito. Cómo desearía que cada quien aquí presente tuviera la participación que expresa el texto: lamento que algunos no la tengan, pues el que no cree en el Hijo no tiene vida, y por tanto no puede tener conformación con el Cristo viviente. Que Dios les conceda a todos ustedes ser creyentes en Cristo, ahora y para siempre. Amén y amén.

 

Porciones de la Escritura leídas antes del sermón: Romanos 8: 16-39

y 1 Corintios 15: 39-58.            

 

Traductor: Allan Román

25/Octubre/2012

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