El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Oración Razonada

NO. 1018

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 29 DE OCTUBRE, 1871

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Yo estoy afligido y menesteroso; apresúrate a mí, oh Dios. Ayuda mía y mi libertador eres tú; oh Jehová, no te detengas”. Salmo 70: 5.

 

Los jóvenes pintores, en la antigüedad, aspiraban a estudiar bajo la guía de grandes maestros. Habían llegado a la conclusión de que podían alcanzar más fácilmente la excelencia si eran admitidos en las escuelas de hombres eminentes. En nuestra época, los seres humanos están dispuestos a pagar grandes sumas de dinero para que sus hijos se conviertan en aprendices o pasantes de quienes desempeñan mejor sus oficios o profesiones; ahora bien, si alguno de nosotros quisiera aprender el arte y el misterio sagrados de la oración, sería bueno que estudie las producciones de los más grandes maestros de esa ciencia. No podría identificar a alguien que hubiera entendido mejor el arte de la oración que el salmista David. Sabía tan bien cómo alabar que sus salmos se han convertido en el lenguaje de los hombres devotos de todas las épocas; y sabía tan bien cómo orar que si captamos su espíritu y seguimos su forma de suplicar, habremos aprendido a implorar a Dios de una manera sumamente prevaleciente. Pongan ante ustedes, antes que nada, al Hijo de David y al Señor de David, el más poderoso de todos los intercesores y después de Él encontrarán que David es uno de los modelos más admirables a imitar.

 

Hemos de considerar nuestro texto, entonces, como una de las grandes producciones de un gran maestro en los asuntos espirituales, y vamos a estudiarlo pidiendo en todo momento que Dios nos ayude a orar de la misma manera.

 

En nuestro texto tenemos el alma de un hombre que razona con éxito en la oración bajo cuatro aspectos: en primer lugar, vemos al individuo confesando: “Yo estoy afligido y menesteroso”. En seguida, tenemos al individuo argumentando, pues convierte su pobre condición en un argumento, y agrega: “Apresúrate a mí, oh Dios”. En tercer lugar, pueden ver a un individuo urgido, pues clama: “Apresúrate”, y varía la expresión pero conserva la misma idea cuando dice: “No te detengas”. Y en cuarto lugar, se tiene la última visión de un individuo que se aferra a Dios, pues el salmista lo expresa de esta manera: “Ayuda mía y mi libertador eres tú”; de esta manera con ambas manos se sujeta de su Dios como para no dejarlo ir hasta obtener una bendición.

 

I.   Iniciando, entonces, vemos en este modelo de suplicación A UN ALMA QUE CONFIESA. El luchador se desviste antes de entrar en combate, y la confesión cumple la misma función para el hombre que está a punto de razonar con Dios. Alguien que corre en las pistas de la oración no puede esperar ganar, a menos que, por la confesión, el arrepentimiento y la fe, se despoje de todo peso de pecado.

 

Ahora bien, hay que recordar siempre que la confesión es absolutamente necesaria para el pecador cuando busca por primera vez al Salvador. Oh, buscador, no es posible que obtengas la paz para tu atribulado corazón mientras no hayas reconocido tu transgresión y tu iniquidad delante del Señor. Puedes hacer todo lo que tú quieras, sí, aun intentar creer en Jesús, pero descubrirás que la fe de los elegidos de Dios no está en ti, a menos que estés dispuesto a hacer una plena confesión de tu transgresión y a desnudar tu corazón delante de Dios. Usualmente no pensamos en realizar donativos de caridad a personas que no reconocen su necesidad; el médico no receta medicinas a quienes no están enfermos. Hay que realizar demasiadas obras necesarias en el mundo como para que emprendamos obras de carácter superfluo; y, ciertamente, vestir a quienes no están desnudos y dar de comer a quienes no están hambrientos es intentar realizar obras superfluas que no nos traerán ningún crédito. Dios no hará eso; ustedes han de estar vacíos antes de que puedan ser llenados por Él, y también deben confesar su vacío o de otra manera, con toda certeza, Él no vendrá a llenar a los que están llenos ni a levantar a los que ya están lo suficientemente elevados en su propia estima. El ciego, en los evangelios, tenía que sentir su ceguera y sentarse junto al camino mendigando; y si hubiese albergado alguna duda respecto a si era ciego o no, el Señor hubiera pasado de lejos. Él abre los ojos de aquellos que confiesan su ceguera, pero de otros dice: “Mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro pecado permanece”. A quienes son llevados a Él les pregunta: “¿Qué quieres que te haga?”, para que su necesidad sea declarada públicamente. Lo mismo ha de ser con todos nosotros: tenemos que hacer la confesión o no podremos ganar la bendición.

 

Permíteme que hable especialmente contigo que deseas encontrar la paz con Dios y la salvación por medio de Su preciosa sangre: harías bien en hacer tu confesión ante Dios de manera muy franca, muy sincera y muy explícita. Ciertamente no tienes nada que ocultar, pues no hay nada que puedas ocultar. Él ya conoce tu culpa pero quiere que la reconozcas, y, por tanto, te ordena que la confieses. Entra en los detalles de tu pecado en tu examen de conciencia secreto delante de Dios; despójate de todas las excusas y no intentes disculparte; di: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio”. Reconoce la maldad del pecado y pídele a Dios que te haga sentirla; no la trates como una nimiedad, pues no lo es. Para redimir al pecador del efecto del pecado Cristo mismo tuvo que morir, y a menos que tú seas liberado de ese pecado, has de morir eternamente. Por tanto, no juegues con el pecado; no lo confieses como si fuese una falta venial que no habría sido advertida si Dios no hubiese sido demasiado severo. Más bien esfuérzate por ver al pecado como Dios lo ve, como una ofensa contra todo lo que es bueno, como una rebelión contra todo lo que es amable; advierte que es una traición, una ingratitud, algo vil y ruin. No creas que puedas mejorar tu condición delante de Dios pintando tu caso con colores más brillantes que los que corresponden realmente. Ennegrécelo: si fuese posible ennegrécelo, pero eso no es posible. Cuando más sientes tu pecado todavía no lo has sentido ni la mitad; cuando lo confiesas más plenamente aún no conoces ni una minúscula fracción de él; pero, oh, reconócelo con franqueza hasta donde puedas hacerlo, y di: “He pecado contra el cielo y contra ti”. Reconoce los pecados de tu juventud y de tu madurez, los pecados de tu cuerpo y de tu alma, los pecados de comisión y omisión, los pecados en contra de la ley y las ofensas en contra del Evangelio; reconoce todo y ni por un momento trates de negar una sola porción del mal del que la ley de Dios, tu propia conciencia y Su Santo Espíritu te acusan justamente.

 

Y oh, alma, si quieres alcanzar la paz y la aprobación de Dios en la oración, confiesa el mal que tu pecado merece. Sométete a cualquier cosa que la justicia divina te sentencie a soportar; confiesa que el más profundo infierno es lo que mereces y confiésalo no sólo con tus labios, sino con tu alma. Que ésta sea la triste canción salida de lo más íntimo de tu corazón:

 

“Si la súbita venganza se apoderara de mi aliento

Tengo que declararte justo en la muerte;

Y, si mi alma fuese enviada al infierno,

Tu justa ley lo aprueba de buen grado”.

 

Si estás dispuesto a condenarte, Dios te absolverá; si estás dispuesto a poner la soga alrededor de tu cuello y a sentenciarte tú mismo, entonces Aquel que de otra manera te hubiese sentenciado, dirá: “Te perdono gracias al mérito de mi Hijo”. Pero no esperes nunca que el Rey del cielo perdone a un traidor si no está dispuesto a confesar y a abandonar su traición. Aun el padre más tierno espera que el hijo se humille cuando ha ofendido y no dejará de mostrarle el ceño fruncido mientras no haya dicho con lágrimas en los ojos: “padre, he pecado”. ¿Te atreves a esperar que Dios se humille ante ti, y acaso no sucedería eso si no te constriñera a humillarte ante Él? ¿Quieres que Él disimule tus faltas y tolere tus transgresiones? Él tendrá misericordia, pero a la vez es santo. Él está dispuesto a perdonar pero no a tolerar el pecado y, por esa razón, no puede permitir que seas perdonado si sigues acariciando tus pecados o si haces alarde diciendo: “No he pecado”. Apresúrate, entonces, oh buscador, apresúrate al propiciatorio, te lo ruego, con esto en tus labios: “Soy pobre y menesteroso, soy pecador, estoy perdido; apiádate de mí”. Tu oración comenzaría bien con un reconocimiento de esa naturaleza, y, por medio de Jesucristo, prosperarías en ella.

 

Amados oyentes, ese mismo principio se aplica a la iglesia de Dios. Estamos orando por una manifestación del poder del Espíritu Santo en esta iglesia, y, con el fin de orar exitosamente sobre este asunto, es necesario que hagamos unánimemente la confesión de nuestro texto: “Yo estoy afligido y menesteroso”. Debemos reconocer que somos impotentes para esto. La salvación es del Señor y nosotros no podemos salvar una sola alma. El Espíritu de Dios está atesorado en Cristo y debemos buscarlo en la grandiosa Cabeza de la iglesia. Nosotros no podemos mandar al Espíritu, y con todo, no podemos hacer nada sin Él. Él sopla de donde quiere. Tenemos que sentir esto profundamente y reconocerlo honestamente. Hermanos y hermanas míos, ¿no asentirán a esto de todo corazón en esta hora? ¿Puedo pedirles que renueven unánimemente la confesión esta mañana? Debemos reconocer también que no somos dignos de que el Espíritu Santo condescienda a obrar con nosotros y por medio de nosotros. No habría ninguna aptitud en nosotros para cumplir Sus propósitos, a menos que Él nos diera esa aptitud. Nuestros pecados muy bien podrían provocarle a dejarnos. Él ha luchado con nosotros, ha sido tierno con nosotros, pero bien podría irse y decir: “No voy a brillar más sobre esa iglesia, y no voy a bendecir más ese ministerio”. Hemos de sentir nuestra indignidad; será una buena preparación para elevar una oración sincera pues, observen, hermanos, que antes de bendecirla, Dios quiere que Su iglesia sepa que la bendición viene enteramente de Él. “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos”. La carrera de Gedeón fue sumamente notable. Comenzó con dos señales sobremanera instructivas. Yo creo que nuestro Padre celestial quiere que todos nosotros aprendamos la mismísima lección que le enseñó a Gedeón, y una vez que hayamos dominado esa lección nos usará para Sus propósitos. Ustedes recordarán que Gedeón puso un vellón de lana en la era, y en la mañana todo estaba seco alrededor del vellón y solamente el vellón estaba empapado. Dios había saturado de rocío solamente el vellón de tal manera que podía exprimirse, y su humedad no se debía a que había sido colocado en un lugar apropiado pues toda la otra tierra alrededor estaba seca. Él quiere que aprendamos que si el rocío de Su gracia llenara a cualquiera de nosotros con su humedad celestial, no sería por estar en el suelo de la era de un ministerio al que Dios bendice usualmente, o por estar en una iglesia que el Señor visita con Su gracia; antes bien, nos tiene que hacer ver que las visitaciones de Su Espíritu son los frutos de la gracia soberana del Señor y los dones de Su infinito amor y no algo que resulta de la voluntad del hombre ni por el hombre. Pero luego el milagro fue invertido, pues, tal como dice el señor Thomas Fuller: “Los milagros de Dios son susceptibles de ser volteados al revés y verse tan gloriosos de una manera como de la otra”. A la noche siguiente el vellón quedó seco y en toda la tierra alrededor hubo rocío pues los escépticos habrían podido decir: “Sí, pero un vellón atrae naturalmente la humedad, y si hubiera alguna humedad en el aire lo más probable es que fuese absorbida por la lana”. Pero, he aquí, en esta ocasión el rocío no estaba donde se hubiera esperado, aunque estaba depositado densamente en todo el suelo vecino. La piedra está empapada y el vellón está seco. Entonces Dios quiere que sepamos que Él no nos da Su gracia debido a alguna aptitud natural en nosotros para recibirla, y aun allí donde Él ha dado una preparación de corazón para recibirla, quiere que entendamos que Su gracia y Su Espíritu son sobremanera libres en la acción y soberanos en la operación, y que Él no está obligado a obrar según alguna regla elaborada por nosotros. Si el vellón está mojado, Él lo cubre de rocío, y eso no es porque sea un vellón, sino porque Él decide hacerlo. Él ha de recibir toda la gloria por toda Su gracia de principio a fin. Vengan entonces, hermanos míos, y vuélvanse discípulos de esta verdad. Consideren que toda buena dádiva y todo don perfecto han de venir del grandioso Padre de las luces. Nosotros somos hechura Suya y Él tiene que realizar todas nuestras obras en nosotros. La gracia no nos será otorgada por nuestra posición o condición; el viento sopla de donde quiere, y el Señor obra y nadie puede obstaculizarlo; pero si Él no obrase, la labor más poderosa y de mayor celo sería vana.

 

Es muy significativo que antes que Cristo alimentara a la multitud, hizo que los discípulos realizaran un inventario de todas sus provisiones. Era bueno hacerles ver cuán desabastecida estaba la despensa pues, entonces, cuando las multitudes fueran alimentadas, no podían decir que la canasta los había alimentado ni que el muchacho lo hubiera hecho. Dios hará que sintamos cuán escasos son nuestros panes y cuán pequeños son nuestros peces y nos forzará a preguntar: “¿Qué es esta cantidad para tantos?” Cuando el Salvador mandó a Sus discípulos que echaran la red a la derecha de la barca y arrastraron en ella tal cantidad de peces a tierra, no obró el milagro mientras no hubieran confesado que habían trabajado toda la noche y que no habían pescado nada. Así les enseñaba que el éxito de su pesca dependía del Señor, y que no era su red, ni su forma de arrastrarla, ni su arte y su destreza de manejar sus barcos, sino que su éxito venía completa y enteramente de su Señor. Hemos de llegar a esto mismo y entre más pronto lo hagamos será mejor.

 

Antes de que los antiguos judíos guardaran la pascua, observen lo que hacían. Debían conseguir pan sin levadura, y debían comer el cordero pascual; pero no había pan sin levadura, ni cordero pascual, mientras no se hubieran purificado de la vieja levadura. Si tú tienes alguna vieja fortaleza y confianza en ti mismo, si tienes cualquier cosa que sea tuya propia, y está, por tanto, leudada, debe ser eliminada de inmediato; la despensa tiene que estar vacía antes de que pueda caber la provisión celestial, y cumplido eso, ya se puede guardar la pascua espiritual. Doy gracias a Dios cuando nos limpia. Bendigo Su nombre cuando nos lleva a sentir nuestra pobreza de alma como iglesia, pues entonces es segura la llegada de la bendición.

 

Tal vez otra ilustración nos muestre esto más claramente todavía. Contemplen a Elías junto a los sacerdotes de Baal en el Carmelo. La prueba escogida para decidir la elección de Israel era esta: ‘el Dios que respondiere por medio de fuego, ése sea Dios’. Los sacerdotes de Baal invocaron en vano la llama celestial. Elías está confiado en que descenderá sobre su sacrificio, pero también está seriamente decidido a conseguir que los falsos sacerdotes y que el pueblo vacilante no imaginaran que él mismo había producido el fuego. Resuelve dejar muy en claro que no hay ningún artificio humano, ninguna astucia o maniobra en el asunto. Debe ser notorio que la llama es del Señor y sólo del Señor. Recuerden la rigurosa instrucción del profeta: “Llenad cuatro cántaros de agua, y derramadla sobre el holocausto y sobre la leña. Y dijo: Hacedlo otra vez; y otra vez lo hicieron. Dijo aún: Hacedlo la tercera vez; y lo hicieron la tercera vez, de manera que el agua corría alrededor del altar, y también se había llenado de agua la zanja”. No podía haber allí fuegos latentes. Si hubiese habido combustibles o productos químicos con el propósito de producir fuego a la manera de los engañadores de la época, todos ellos se habrían mojado o dañado. Cuando nadie podía imaginar que el hombre pudiera hacer arder el sacrificio, entonces el profeta alzó sus ojos al cielo y comenzó a impetrar y cayó fuego de Jehová y consumió el holocausto, la leña, las piedras del altar y el polvo, y aun lamió el agua que había en la zanja. Viéndolo todo el pueblo, se postró y dijo: “¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!” Si el Señor tiene el propósito de bendecirnos grandemente en esta iglesia, podría enviarnos la prueba de derramar el agua una vez, dos veces y tres veces; podría desalentarnos, afligirnos, probarnos y abatirnos, hasta que todos vean que no es por el predicador, que no es por la organización, que no es por el hombre, sino que es enteramente por Dios, el Alfa y la Omega, que hace todas las cosas según el designio de Su voluntad.

 

De esta manera les he mostrado que para disfrutar de un exitoso tiempo de oración, lo mejor es comenzar con la confesión de que estamos afligidos y menesterosos.

 

II.   En segundo lugar, una vez que el alma se ha librado de todo el peso del mérito y de la autosuficiencia, procede a orar, y tenemos ante nosotros UN ALMA QUE RAZONA. “Yo estoy afligido y menesteroso; apresúrate a mí, oh Dios. Ayuda mía y mi libertador eres tú; oh Jehová, no te detengas”. El lector cuidadoso advertirá, sólo en este versículo, cuatro argumentos.

 

Sobre este tópico me gustaría comentar que es un hábito de Fe, cuando está orando, usar argumentos. Los simples decidores de oraciones que no oran del todo, olvidan razonar con Dios; pero, quienes quieren prevalecer presentan sus razones y sus sólidos argumentos y debaten la cuestión con el Señor. Los que juegan a las luchas sujetan aleatoriamente al contrincante por aquí y por allí, pero quienes están luchando realmente tienen una cierta manera de sujetar al oponente, un cierto modo de derribarlo, y reglas semejantes; actúan de acuerdo a un orden y a unas reglas. El arte de luchar de Fe es razonar con Dios y decir con santa intrepidez: “Te pido que sea así y así, por estas razones”. Oseas nos dice con respecto a Jacob en Jaboc: “Allí habló con nosotros”. Lo que entiendo es que Jacob nos instruyó por medio de su ejemplo. Ahora bien, los dos argumentos que Jacob utilizó eran un precepto de Dios y una promesa de Dios. Primero dijo: “Tú me dijiste: Vuélvete a tu tierra y a tu parentela”, que es como si dijera: “Señor, estoy metido en dificultades, pero yo he venido aquí obedeciéndote. Tú me dijiste que lo hiciera; entonces, puesto que Tú me mandaste venir aquí a meterme en los propios dientes de mi hermano Esaú que viene a mi encuentro como un león, Señor, Tú no podrías faltar a Tu palabra poniéndome en peligro y dejándome en él”. Ese era un razonamiento juicioso, y prevaleció con Dios. Entonces Jacob también blandió una promesa: “Y tú has dicho: Yo te haré bien”.

 

Es una manera magistral de razonar, entre hombres, cuando puedes retar a tu oponente con sus propias palabras; podrías citar a otras autoridades, y él podría responderte: “Niego su fuerza”; pero cuando citas las propias palabras del individuo mismo, lo aniquilas por completo. Cuando le recuerdas su propia promesa tiene dos opciones: o confiesa que es incumplido y voluble, o, sostiene que sigue siendo el mismo y que es fiel a su palabra, y entonces lo has atrapado, logras lo que quieras de él. Oh, hermanos, aprendamos a alegar así los preceptos, las promesas, y cualquier otra cosa que pudiese servirnos; pero tengamos siempre a mano algo que nos sirva de argumento. No consideren haber orado a menos que hayan argumentado, porque la argumentación es la médula misma de la oración. El que razona conoce bien el secreto de la prevalencia con Dios especialmente si argumenta la sangre de Jesús, pues eso abre la cerradura del tesoro del cielo. Muchas llaves sirven para abrir muchos candados, pero la llave maestra es la sangre y el nombre de Aquel que murió pero que resucitó, y que vive para siempre en el cielo para salvar perpetuamente.

 

Los argumentos de Fe son abundantes, y eso está muy bien, pues Fe está colocada en diversas situaciones y necesita de todos los argumentos. Fe tiene muchas necesidades, y contando con una excelente visión, percibe que hay argumentos que deben ser empleados en cada caso. Por tanto, no les diré todos los argumentos de Fe y sólo voy a mencionar unos cuantos, suficientes para hacerles ver cuán abundantes son. Fe aducirá todos los atributos de Dios. “Porque Tú eres justo, perdona a esta alma por quien murió el Salvador. Porque Tú eres misericordioso, borra mis transgresiones. Porque Tú eres bueno, revela Tu liberalidad a Tu siervo. Tú eres inmutable. Tú has hecho así y así a otros siervos Tuyos: haz igual conmigo. Tú eres fiel, ¿acaso puedes incumplir Tu promesa o puedes quebrantar Tu pacto?” Vistas correctamente, todas las perfecciones de la Deidad pueden convertirse en argumentos para Fe.

 

Fe argumentará intrépidamente todas las misericordiosas relaciones de Dios. Fe le dirá: “¿No eres Tú el Creador? ¿Desampararás la obra de Tus propias manos? ¿No eres el Redentor? Tú que redimiste a Tu siervo, ¿me desecharás?” Fe usualmente se deleita en echar mano de la paternidad de Dios. Este es generalmente uno de sus argumentos primordiales: cuando lo saca a relucir, gana la partida. “Tú eres un Padre, ¿y nos disciplinarás como si quisieras matar? Eres un Padre, ¿y no proveerás? Eres un Padre, ¿y no tienes compasión y no tienes entrañas de conmiseración? Eres un Padre, ¿y podrías negar lo que Te pide Tu propio hijo? Siempre que estoy impresionado con la majestad divina, y por lo mismo, tal vez un poco desanimado en la oración, encuentro que un remedio rápido y consolador es recordar que aunque Él es un gran Rey y que es infinitamente glorioso, yo soy Su hijo, y prescindiendo de quién sea el padre, el hijo puede ser siempre intrépido con su padre. Sí, Fe puede apelar a todas y cada una de las relaciones que Dios guarda para con Sus escogidos.

 

Fe, también, puede atosigar al cielo con las promesas divinas. No necesito extenderme aquí pues yo confío que ustedes hacen esto continuamente. Cuando puedan hacer ver al propio Señor la palabra Suya, por decirlo así, eso está muy bien. Este el argumento vencedor: “Haz conforme a lo que has dicho”. “Tú lo has dicho, y Tú has hecho que Tu promesa sea Sí, y Amén en Cristo Jesús para Tu propia gloria por nosotros, ¿y no la cumplirás? ¿Te retractarás de tu propia palabra? ¿Dejarás de cumplir Tu propia declaración? ¡Lejos de Ti el hacer tal, Señor!” Hermanos, necesitamos tener un mayor perfil de hombres de negocios y tener un mayor sentido común para con Dios al argumentar las promesas. Si acudieras a uno de los bancos ubicados en Lombard Street, y vieras que un hombre entra y coloca un cheque en la ventanilla y lo toma de nuevo y sale y nada más; si él hiciera eso varias veces al día, creo que pronto se girarían instrucciones al portero para que impidiera la entrada de aquel individuo, porque simplemente estaría desperdiciando el tiempo del cajero sin hacer nada que tuviera un propósito. Los citadinos que van al banco con fines serios presentan sus cheques, esperan a que se les entregue el dinero y luego se van, pero no sin antes haber concluido con su transacción. No presentan el cheque y hablan respecto a la excelencia de la firma y discuten la legalidad del documento, sino que necesitan que se les cambie el cheque, y no se contentan sin eso. Esas son las personas que son siempre bienvenidas en el banco y no las personas indecisas. Ay, una gran cantidad de personas juegan a orar, pues lo que hacen no es otra cosa que un juego. Digo que juegan a orar pues no esperan que Dios les dé una respuesta, y así son meras personas frívolas que se burlan del Señor. El que ora con la mentalidad de un hombre de negocios, diciendo en serio lo que dice, honra al Señor. El Señor no juega a prometer. Jesús no jugó a confirmar la palabra por medio de Su sangre, y nosotros no hemos de convertir a la oración en una burla orando con un espíritu que realmente no espera nada.

 

El Espíritu Santo lo toma con toda seriedad y nosotros debemos tomarlo también con toda seriedad. Tenemos que ir en busca de una bendición y no hemos de quedarnos satisfechos hasta que la hayamos conseguido tal como el cazador, que no se contenta con haber corrido muchas millas, sino hasta que ha conseguido una presa.

 

Fe, además, argumenta las proezas de Dios. Vuelve la mirada al pasado y dice: “Señor, Tú me libraste en tal y tal ocasión; ¿me fallarás ahora?”. Fe, también, toma su vida como un todo, y argumenta así:

 

“Después de tantas mercedes pasadas,

¿Permitirás que me hunda al final?”

 

“¿Me has traído hasta aquí para verme avergonzado al final?” Fe sabe cómo recobrar las antiguas misericordias de Dios y convertirlas en argumentos para pedir favores presentes. Pero el tiempo se nos agotaría si yo procurara mostrar siquiera fuera una milésima parte de los argumentos de Fe.

 

Algunas veces, sin embargo, los argumentos de Fe son muy singulares. Como en este texto, de ningún modo se conforma a la altiva regla de la naturaleza humana, pues argumenta lo siguiente: “Yo estoy afligido y menesteroso; apresúrate a mí, oh Dios”. Es como otra oración de David: “Perdona mi iniquidad, porque es grande”. No es una costumbre de los hombres impetrar de esa manera. Dicen: “Señor, apiádate de mí, pues no soy un pecador tan malo como otros”. Pero Fe lee las cosas bajo una luz más realista y basa sus argumentos en la verdad. “Señor, debido a que mi pecado es grande, y Tú eres un grandioso Dios, haz que Tu gran misericordia sea engrandecida en mí”.

 

Ustedes conocen la historia de la mujer sirofenicia; es un gran ejemplo de la ingeniosidad del razonamiento de Fe. Ella acudió a Cristo para suplicar por su hija, mas Él no le contestó ni una sola palabra. ¿Qué creen que dijo el corazón de ella? Bien, pensó para sí, “Está bien, porque no me lo ha negado; puesto que no ha dicho ni una sola palabra, no me ha rehusado nada”. Con esto a manera de aliento, comenzó a suplicar de nuevo. Esta vez Cristo le habló de una manera un tanto áspera, pero entonces su valeroso corazón dijo: “Por fin he logrado que me hable; pronto hará cosas para mí”. Eso también la alentó; y entonces, cuando Él la llamó “perrilla”, “ah” –razonó ella- “un perrillo es una parte de la familia, pues tiene algún vínculo con el amo de la casa. Aunque no toma alimentos de la mesa, obtiene las migajas que caen de la mesa, y así ahora te tengo a Ti, grandioso Señor, aunque yo sea una perrilla; la gran misericordia que te pido, grande como lo es para mí, es sólo una migaja para Ti; te imploro que me la concedas. ¿Podría dejar de conseguir su súplica? ¡Imposible! Cuando Fe quiere algo siempre encuentra la manera y conseguirá lo que quiere aunque todas las cosas anuncien la derrota.

 

Los argumentos de Fe son singulares, pero permítanme agregar que sus argumentos son siempre correctos pues, después de todo, es un alegato muy contundente afirmar que estamos afligidos y que somos menesterosos. ¿Acaso no es ese el principal argumento ante la misericordia? La necesidad es el mejor alegato frente a la benevolencia, ya sea humana o divina. ¿Acaso no es nuestra necesidad la mejor razón que pudiéramos blandir? Si quisiéramos que un médico acudiera rápidamente a visitar a un enfermo le diríamos “¡doctor, no se trata de un caso común; el paciente está al borde de la muerte, vaya a verlo, vaya rápidamente!” Si quisiéramos que los bomberos de nuestra ciudad se apresuraran a apagar un incendio, no deberíamos decirles: “Apúrense aunque sólo se trata de un pequeño incendio”; por el contrario, les decimos que se trata de una casa vieja repleta de materiales combustibles, y que corren rumores de que hay gasolina y pólvora almacenadas en la propiedad; además, está ubicada cerca de un depósito de madera, y hay muchas casitas de madera alrededor, y en poco tiempo tendremos a media ciudad en llamas”. Pintamos el peor cuadro que podamos. Oh, que tuviéramos sabiduría para poder ser igualmente sabios en la argumentación con Dios para encontrar razones en todas partes, y encontrarlos especialmente en nuestras necesidades.

 

Hace dos siglos se decía que el oficio de la mendicidad era el más fácil de ejercer pero que era el peor pagado. No estoy muy seguro de lo segundo en estos tiempos, pero ciertamente el oficio de mendigo ante Dios es duro e indudablemente es el mejor retribuido en el mundo. Es muy digno de notarse que los que piden limosna a los hombres, tienen usualmente abundantes argumentos a mano. Cuando un hombre la está pasando muy mal y se está muriendo de hambre, usualmente puede encontrar una razón para pedir la ayuda de cualquier persona que pudiera proporcionársela. Supongan que se tratara de una persona a la que ya le debiera mucho; entonces la pobre criatura argumentaría lo siguiente: “puedo pedirle de nuevo sin ningún riesgo pues él me conoce y ha sido siempre muy amable”. Si nunca antes le hubiese pedido a esa persona, diría: “nunca lo he molestado antes; no podría decirme que ya ha hecho todo lo que puede hacer por mí; tendré valor para comenzar con él”. Si es alguno de sus parientes, entonces le diría: “Seguramente tú me ayudarás en mi angustia, pues eres mi pariente”; y si fuese un extraño, le diría: “he experimentado frecuentemente que los extraños son más amables que los de mi propia sangre; ayúdame, te lo imploro”. Si les pidiera a los ricos, argumentaría que nunca echarían de menos lo que le dieran, y si les pidiera a los pobres aduciría que saben lo que la carencia significa y que está seguro que sentirán compasión de él en su gran angustia. Oh que estuviéramos siquiera la mitad de alertas para llenar nuestras bocas con argumentos cuando estamos delante del Señor. Cómo es posible que ni siquiera estemos despiertos a medias y que no parezca que tengamos despiertos nuestros sentidos espirituales. Que Dios nos conceda que podamos aprender el arte de argumentar con el Dios eterno, pues en eso se basará nuestra prevalencia con Él, gracias al mérito de Jesucristo.

 

III.   He de ser breve en el siguiente punto. Se trata de UN ALMA URGIDA: “Apresúrate a mí, oh Dios. Oh Jehová, no te detengas”. Muy bien podemos urgir a Dios si todavía no hemos sido salvados pues nuestra necesidad es urgente; estamos en constante peligro y ese peligro es del tipo más tremendo. Oh pecador, dentro de una hora, dentro de un minuto, pudieras estar donde la esperanza no puede visitarte jamás; por tanto, clama: “¡Apresúrate, oh Dios, a liberarme; apresúrate a socorrerme, oh Señor!” Tu caso no admite demoras; no tienes tiempo que perder; por tanto, ten urgencia pues tu necesidad es también urgente. Y recuerda que si realmente tienes un sentido de necesidad y el Espíritu de Dios está operando en ti, tú deberías tener urgencia y la tendrás. Un pecador ordinario se puede contentar con esperar, pero un pecador vivificado necesita misericordia ahora. Un pecador muerto se queda quieto, pero un pecador vivificado no puede descansar mientras el perdón no sea sellado en su alma. Si tienes urgencia esta mañana, me alegro de ello, porque tu urgencia, así confío, surge de la posesión de la vida espiritual. Cuando ya no puedas vivir más sin un Salvador, el Salvador vendrá a ti, y tú te regocijarás en Él.

 

Hermanos miembros de esta iglesia, tal como lo dije en otro punto, la misma verdad es válida para ustedes. Dios vendrá para bendecirlos y vendrá prontamente, cuando su sentido de necesidad se vuelva profundo y urgente. ¡Oh, cuán grande es la necesidad de esta iglesia! Nos enfriaremos, nos alejaremos de la santidad, nos volveremos mundanos, no habrá conversiones, nuestros números no aumentarán, habrá disminuciones, habrá divisiones, habrá males de todo tipo, Satanás se regocijará y Cristo será deshonrado, a menos que obtengamos una mayor medida del Espíritu Santo. Nuestra necesidad es urgente, y cuando sintamos esa necesidad cabalmente, entonces obtendremos la bendición que necesitamos. ¿Acaso dice algún espíritu triste: “Estamos en una condición tan mala que no podemos esperar una gran bendición?” Yo respondo que si fuésemos peores tal vez la obtendríamos más rápido. No quiero decir si realmente lo fuéramos, pero que si sintiéramos que somos peores estaríamos más cerca de la bendición. Cuando nos lamentamos porque estamos en una condición indebida, entonces clamamos más vehementemente a Dios y viene la bendición. Dios nunca rehusó ir con Gedeón porque no tuviera suficientes hombres valientes con él; más bien hizo una pausa porque el pueblo era demasiado numeroso. Los redujo de número de miles a centenas, y disminuyó todavía las centenas antes de darles la victoria. Cuando sientes que tienes que tener la presencia de Dios pero que no la mereces y cuando la conciencia de eso te abate hasta el polvo, entonces la bendición te será otorgada.

 

Por mi parte, hermanos y hermanas, yo deseo sentir un espíritu de urgencia dentro de mi alma cuando le suplico a Dios pidiéndole que el rocío de Su gracia descienda sobre esta iglesia. No soy tímido en esta materia pues yo tengo una licencia para orar. La mendicidad está prohibida en las calles, pero, delante del Señor yo soy un mendigo con licencia. Jesús habló: “sobre la necesidad de orar siempre, y no desmayar”. Ustedes desembarcan en las costas de otro país con la mayor confianza cuando llevan un pasaporte, y Dios ha emitido pasaportes para Sus hijos con los que pueden ir osadamente a Su propiciatorio. Él te ha invitado, te ha animado, te ha pedido que acudas a Él, y ha prometido que cualquier cosa que pidas en oración, creyendo, la recibirás. Ven, entonces, acude urgentemente, ven importunamente, ven con este argumento: “Estoy afligido y menesteroso; oh Dios mío, no te detengas”, y seguramente vendrá una bendición; no tardará. Que Dios nos conceda que podamos verla y darle la gloria por ello.

 

IV.   Lamento haber sido tan breve donde necesitaba extenderme más, pero debo concluir con el cuarto punto. Esta es otra parte del arte y del misterio de la oración: EL ALMA QUE SE AFERRA A DIOS. Ha razonado, y ha sentido la urgencia, pero ahora entra en un estrecho contacto; sujeta al ángel del pacto con una mano y le dice: “Ayuda mía”, y lo sujeta con la otra y le dice: “mi libertador eres tú”. Oh, esos benditos adjetivos posesivos: “mi”, esos poderosos adjetivos posesivos: “mi”. La dulzura de la Biblia radica en los pronombres posesivos, y aquel que recibe la enseñanza de usarlos como lo hacía el salmista, saldrá vencedor ante el eterno Dios. Ahora, pecador, yo le pido a Dios que seas ayudado a decirle esta mañana al bendito Cristo de Dios: “Ayuda mía y mi libertador eres tú”. Quizá te quejes por no poder ir tan lejos, pero, pobre alma, ¿tienes alguna otra ayuda? Si la tuvieses, entonces no podrías sujetar a dos ayudadores con la misma mano. “Oh, no” –dices- “no tengo ninguna ayuda en otra parte. No tengo ninguna esperanza excepto en Cristo”. Bien, entonces, pobre alma, como tu mano está vacía, esa mano quedó vacía a propósito para que con ella sujetes al Señor: ¡aférrate a Él! Dile: “Señor, voy a sujetarme a Ti como lo hiciera el pobre lisiado Jacob; yo no puedo ayudarme a mí mismo, y voy a aferrarme a Ti; no te dejaré, si no me bendices”. “Ah, eso sería demasiado osado”, dirá alguien. Pero el Señor ama la santa intrepidez en los pobres pecadores. Él querría que fueras más intrépido de lo que crees ser. La timidez que no se atreve a confiar en un Salvador crucificado no es santa. El murió con el propósito de salvar a los que son como tú; que haga lo que quiera hacer contigo, y confía en Él. “Oh” –dice alguien- “pero yo soy tan indigno”. Él vino a buscar y salvar a los indignos. Él no es el Salvador de los justos con justicia propia. Él es el Salvador de los pecadores. “Amigo de los pecadores” es Su nombre. ¡Tú que eres indigno, aférrate a Él! “Oh” –dirá alguien- “pero yo no tengo ningún derecho”. Bien, pero esa es precisamente la razón por la que debes aferrarte a Él, pues el derecho es para la corte de justicia, no para el salón de la misericordia. Yo te aconsejaría que no intentes demostrar tus derechos, pues no tienes ningún derecho excepto a ser condenado; pero tú no necesitas ningún derecho cuando tratas con Jesús. Nada hace que una persona caritativa rehúse dar limosna que un mendigo le diga: “tengo el derecho”. “No” –dice el dador- “si tú tienes derechos, anda y valídalos; yo no te daré nada”. Puesto que no tienes ningún derecho, tu reivindicación será tu necesidad; ese es todo el argumento que necesitas. Me parece oír que alguien dice: “Es demasiado tarde para que implore gracia”. No puede ser; eso es imposible. Mientras vivas y desees misericordia, no es demasiado tarde para que la busques. Recuerda la parábola del hombre que necesitaba tres panes. Te diré qué cruzó por mi mente cuando la leí: el hombre fue a su amigo a la medianoche; era tarde, ¿no es cierto? Vamos, su amigo pudo haberle dicho, como en efecto le dijo, que era demasiado tarde, pero con todo, el solicitante consiguió el pan después de todo. En la parábola ya era muy tarde; no podía ser más tarde pues si hubiera sido un poquito más tarde que la medianoche, habría sido temprano en la mañana del día siguiente, y por tanto, no hubiera sido tarde en absoluto. Era medianoche y no podía ser más tarde; y así, aunque fuera la medianoche misma en tu alma, con todo, ten buen ánimo, pues Jesús es un Salvador extemporáneo; muchos de Sus siervos son “como un abortivo”. Cualquier estación es la estación apropiada para invocar el nombre de Jesús; por tanto, no permitas que el demonio te tiente con el pensamiento de que pudiera ser demasiado tarde. Acude a Jesús ahora, acude de inmediato, y sujétate a los cuernos del altar con una intrépida fe, y di: “Sacrificio por los pecadores, Tú eres mi sacrificio. Intercesor de los que no tienen gracia, Tú eres mi intercesor. Tú que distribuyes dones a los rebeldes, distribúyeme dones, pues he sido un rebelde. Cuando aún éramos débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos. Así soy yo, buen Señor; que el poder de Tu muerte sea visto en mí para salvar mi alma”.

 

Oh, ustedes que han sido salvados y, por tanto,  que aman a Cristo, quiero que ustedes, amados hermanos, como santos de Dios, practiquen esta última parte de mi tema y que se aseguren de aferrarse a Dios en oración. “Ayuda mía y mi libertador eres tú”. Como iglesia confiamos plenamente en el poder de Dios y no podemos hacer nada sin Él; pero no tenemos la intención de estar sin Él, y nos sujetaremos a Él firmemente. “Ayuda mía y mi libertador eres tú”.

 

Hubo un muchacho en Atenas, según una vieja historia, que solía jactarse de que él gobernaba a toda Atenas y cuando le preguntaban cómo lo hacía, respondía: “Pues bien, yo gobierno a mi madre, mi madre gobierna a mi padre, y mi padre gobierna la ciudad”. Aquel que sabe dominar la oración gobernará el corazón de Cristo, y Cristo puede y quiere hacer todas las cosas por Su pueblo, pues el Padre ha encomendado todas las cosas en Sus manos. Tú puedes ser omnipotente si sabes cómo orar, omnipotente en todas las cosas que glorifican a Dios. ¿Qué dice la propia Palabra? “Eche mano de mi poder”. La oración mueve el brazo que mueve el mundo. Oh, que recibamos gracia para sujetar al amor Todopoderoso de esta manera. Necesitamos una oración que se amarre firmemente; una oración que realice más jaloneos y agarrones, una oración luchadora que diga: “No te dejaré ir”. Ese cuadro de Jacob en Jaboc bastará para que concluyamos. El ángel del pacto está allí, y Jacob necesita una bendición de él, pero las negativas no le servirán a Jacob. El ángel se esfuerza por escapar de él, y jalonea y lucha; puede hacer eso, pero ningún esfuerzo suyo hará que Jacob relaje su agarre. Al final el ángel pasa de la lucha ordinaria a herir a Jacob en el propio asiento de la fuerza; y Jacob está dispuesto a perder su muslo y a perder sus miembros, pero no dejará que el ángel se vaya. La fortaleza del pobre hombre se reduce bajo el golpe que marchita, pero él sigue siendo fuerte en su debilidad: rodea con sus brazos al hombre misterioso, y lo sujeta como con un abrazo mortal. Entonces el otro dice: “Déjame ir, porque el día ya amanece”. Noten bien que no se lo quitó de encima con fuertes sacudidas, sino que únicamente le dijo: “Déjame ir”; el ángel no quiere hacer nada para lograr que lo suelte sino que deja que actúe según su voluntad. El valiente Jacob exclama: “No, yo tengo un objetivo, estoy resuelto a conseguir una respuesta a mi oración. No te dejaré ir si no me bendices”. Ahora bien, cuando la iglesia comienza a orar, pudiera ser que al principio el Señor haga como si quisiera seguir adelante y podríamos temer que no recibiremos ninguna respuesta. Manténganse firmes, queridos hermanos. Sean constantes e inamovibles a pesar de todo. Pudiera ser que más tarde, poco a poco, vengan desalientos allí donde esperábamos un éxito rotundo; descubriremos que algunos hermanos ponen obstáculos, que otros estarán dormitando y que otros se entregarán al pecado; abundarán las almas rebeldes e impenitentes; pero no hemos de desviarnos. Hemos de tener una mayor avidez. Y si llegase a suceder que nosotros mismos nos descorazonemos y desalentemos y sintamos que nunca antes habíamos estado tan débiles como ahora, no se preocupen, hermanos, manténganse aferrados, pues cuando el músculo se encoge, la victoria está cerca. Sujétense con una mayor fuerza que nunca. Sea esta nuestra resolución: “No te dejaré ir si no me bendices”. Recuerden que mientras más demore en venir la bendición, más rica será cuando llegue. Lo que se gana con presteza mediante una sola oración es algunas veces solo una bendición de segunda clase; pero lo que es ganado después de un estira y encoge desesperado y de muchos esfuerzos tremendos, es una bendición plena y preciosa. Es siempre hermoso contemplar a los hijos de la importunidad. La bendición que nos cuesta la máxima oración valdrá más. Si somos perseverantes en la suplicación ganaremos una bendición más amplia y de mayor alcance para nosotros mismos, para las iglesias, y para el mundo. Yo quisiera que estuviera en mi poder motivarlos a todos ustedes a una oración más ferviente; pero debo dejar eso al grandioso autor de toda verdadera suplicación, es decir, al Espíritu Santo. Pedimos que obre en nosotros poderosamente por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Génesis 32 y Lucas 11: 1-13.

 

Nota del traductor:

 

Impetrar: Solicitar una gracia con encarecimiento y ahínco.          

 

 

 

Traductor: Allan Román

22/Mayo/2013

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