El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
1018
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Yo estoy
afligido y menesteroso; apresúrate a mí, oh Dios. Ayuda mía y mi libertador
eres tú; oh Jehová, no te detengas”. Salmo 70: 5.
Los jóvenes pintores, en
la antigüedad, aspiraban a estudiar bajo la guía de grandes maestros. Habían
llegado a la conclusión de que podían alcanzar más fácilmente la excelencia si
eran admitidos en las escuelas de hombres eminentes. En nuestra época, los
seres humanos están dispuestos a pagar grandes sumas de dinero para que sus
hijos se conviertan en aprendices o pasantes de quienes desempeñan mejor sus
oficios o profesiones; ahora bien, si alguno de nosotros quisiera aprender el arte
y el misterio sagrados de la oración, sería bueno que estudie las producciones
de los más grandes maestros de esa ciencia. No podría identificar a alguien que
hubiera entendido mejor el arte de la oración que el salmista David. Sabía tan
bien cómo alabar que sus salmos se han convertido en el lenguaje de los hombres
devotos de todas las épocas; y sabía tan bien cómo orar que si captamos su
espíritu y seguimos su forma de suplicar, habremos aprendido a implorar a Dios
de una manera sumamente prevaleciente. Pongan ante ustedes, antes que nada, al
Hijo de David y al Señor de David, el más poderoso de todos los intercesores y
después de Él encontrarán que David es uno de los modelos más admirables a
imitar.
Hemos de considerar nuestro
texto, entonces, como una de las grandes producciones de un gran maestro en los
asuntos espirituales, y vamos a estudiarlo pidiendo en todo momento que Dios
nos ayude a orar de la misma manera.
En nuestro texto tenemos
el alma de un hombre que razona con éxito en la oración bajo cuatro aspectos:
en primer lugar, vemos al individuo
confesando: “Yo estoy afligido y menesteroso”. En seguida, tenemos al individuo argumentando, pues
convierte su pobre condición en un argumento, y agrega: “Apresúrate a mí, oh
Dios”. En tercer lugar, pueden ver a un
individuo urgido, pues clama: “Apresúrate”, y varía la expresión pero
conserva la misma idea cuando dice: “No te detengas”. Y en cuarto lugar, se
tiene la última visión de un individuo
que se aferra a Dios, pues el salmista lo expresa de esta manera: “Ayuda
mía y mi libertador eres tú”; de esta manera con ambas manos se sujeta de su
Dios como para no dejarlo ir hasta obtener una bendición.
I. Iniciando,
entonces, vemos en este modelo de suplicación A UN ALMA QUE CONFIESA. El luchador
se desviste antes de entrar en combate, y la confesión cumple la misma función
para el hombre que está a punto de razonar con Dios. Alguien que corre en las
pistas de la oración no puede esperar ganar, a menos que, por la confesión, el
arrepentimiento y la fe, se despoje de todo peso de pecado.
Ahora bien, hay que
recordar siempre que la confesión es absolutamente necesaria para el pecador
cuando busca por primera vez al Salvador. Oh, buscador, no es posible que
obtengas la paz para tu atribulado corazón mientras no hayas reconocido tu
transgresión y tu iniquidad delante del Señor. Puedes hacer todo lo que tú
quieras, sí, aun intentar creer en Jesús, pero descubrirás que la fe de los
elegidos de Dios no está en ti, a menos que estés dispuesto a hacer una plena
confesión de tu transgresión y a desnudar tu corazón delante de Dios. Usualmente
no pensamos en realizar donativos de caridad a personas que no reconocen su
necesidad; el médico no receta medicinas a quienes no están enfermos. Hay que
realizar demasiadas obras necesarias en el mundo como para que emprendamos
obras de carácter superfluo; y, ciertamente, vestir a quienes no están desnudos
y dar de comer a quienes no están hambrientos es intentar
realizar obras superfluas que no nos traerán ningún crédito. Dios no hará eso;
ustedes han de estar vacíos antes de que puedan ser llenados por Él, y también
deben confesar su vacío o de otra manera, con toda certeza, Él no vendrá a
llenar a los que están llenos ni a levantar a los que ya están lo
suficientemente elevados en su propia estima. El ciego, en los evangelios,
tenía que sentir su ceguera y sentarse junto al camino mendigando; y si hubiese
albergado alguna duda respecto a si era ciego o no, el Señor hubiera pasado de
lejos. Él abre los ojos de aquellos que confiesan su ceguera, pero de otros
dice: “Mas ahora, porque decís: Vemos, vuestro pecado permanece”. A quienes son
llevados a Él les pregunta: “¿Qué quieres que te haga?”, para que su necesidad
sea declarada públicamente. Lo mismo ha de ser con todos nosotros: tenemos que
hacer la confesión o no podremos ganar la bendición.
Permíteme que hable
especialmente contigo que deseas encontrar la paz con Dios y la salvación por
medio de Su preciosa sangre: harías bien en hacer tu confesión ante Dios de
manera muy franca, muy sincera y muy explícita. Ciertamente no tienes nada que
ocultar, pues no hay nada que puedas ocultar. Él ya conoce tu culpa pero quiere
que tú la reconozcas, y, por tanto, te
ordena que la confieses. Entra en los detalles de tu pecado en tu examen de
conciencia secreto delante de Dios; despójate de todas las excusas y no
intentes disculparte; di: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo
malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y
tenido por puro en tu juicio”. Reconoce la maldad del pecado y pídele a Dios
que te haga sentirla; no la trates como una nimiedad, pues no lo es. Para
redimir al pecador del efecto del pecado Cristo mismo tuvo que morir, y a menos
que tú seas liberado de ese pecado, has de morir eternamente. Por tanto, no
juegues con el pecado; no lo confieses como si fuese una falta venial que no habría
sido advertida si Dios no hubiese sido demasiado severo. Más bien esfuérzate
por ver al pecado como Dios lo ve, como una ofensa contra todo lo que es bueno,
como una rebelión contra todo lo que es amable; advierte que es una traición,
una ingratitud, algo vil y ruin. No creas que puedas mejorar tu condición
delante de Dios pintando tu caso con colores más brillantes que los que
corresponden realmente. Ennegrécelo: si fuese posible ennegrécelo, pero eso no
es posible. Cuando más sientes tu pecado todavía no lo has sentido ni la mitad;
cuando lo confiesas más plenamente aún no conoces ni una minúscula fracción de
él; pero, oh, reconócelo con franqueza hasta donde puedas hacerlo, y di: “He
pecado contra el cielo y contra ti”. Reconoce los pecados de tu juventud y de
tu madurez, los pecados de tu cuerpo y de tu alma, los pecados de comisión y omisión,
los pecados en contra de la ley y las ofensas en contra del Evangelio; reconoce
todo y ni por un momento trates de negar una sola porción del mal del que la ley
de Dios, tu propia conciencia y Su Santo Espíritu te acusan justamente.
Y oh, alma, si quieres
alcanzar la paz y la aprobación de Dios en la oración, confiesa el mal que tu
pecado merece. Sométete a cualquier cosa que la justicia divina te sentencie a
soportar; confiesa que el más profundo infierno es lo que mereces y confiésalo no
sólo con tus labios, sino con tu alma. Que ésta sea la triste canción salida de
lo más íntimo de tu corazón:
“Si la súbita venganza se apoderara de mi aliento
Tengo que declararte justo en la muerte;
Y, si mi alma fuese enviada al infierno,
Tu justa ley lo aprueba de buen grado”.
Si estás dispuesto a
condenarte, Dios te absolverá; si estás dispuesto a poner la soga alrededor de
tu cuello y a sentenciarte tú mismo, entonces Aquel que de otra manera te
hubiese sentenciado, dirá: “Te perdono gracias al mérito de mi Hijo”. Pero no
esperes nunca que el Rey del cielo perdone a un traidor si no está dispuesto a
confesar y a abandonar su traición. Aun el padre más tierno espera que el hijo
se humille cuando ha ofendido y no dejará de mostrarle el ceño fruncido mientras
no haya dicho con lágrimas en los ojos: “padre, he pecado”. ¿Te atreves a
esperar que Dios se humille ante ti, y acaso no sucedería eso si no te
constriñera a humillarte ante Él? ¿Quieres que Él disimule tus faltas y tolere
tus transgresiones? Él tendrá misericordia, pero a la vez es santo. Él está
dispuesto a perdonar pero no a tolerar el pecado y, por esa razón, no puede
permitir que seas perdonado si sigues acariciando tus pecados o si haces alarde
diciendo: “No he pecado”. Apresúrate, entonces, oh buscador, apresúrate al
propiciatorio, te lo ruego, con esto en tus labios: “Soy pobre y menesteroso,
soy pecador, estoy perdido; apiádate de mí”. Tu oración comenzaría bien con un
reconocimiento de esa naturaleza, y, por medio de Jesucristo, prosperarías en
ella.
Amados oyentes, ese
mismo principio se aplica a la iglesia de Dios. Estamos orando por una
manifestación del poder del Espíritu Santo en esta iglesia, y, con el fin de
orar exitosamente sobre este asunto, es necesario que hagamos unánimemente la
confesión de nuestro texto: “Yo estoy afligido y menesteroso”. Debemos
reconocer que somos impotentes para esto. La salvación es del Señor y nosotros
no podemos salvar una sola alma. El Espíritu de Dios está atesorado en Cristo y
debemos buscarlo en la grandiosa Cabeza de la iglesia. Nosotros no podemos
mandar al Espíritu, y con todo, no podemos hacer nada sin Él. Él sopla de donde
quiere. Tenemos que sentir esto profundamente y reconocerlo honestamente. Hermanos
y hermanas míos, ¿no asentirán a esto de todo corazón en esta hora? ¿Puedo
pedirles que renueven unánimemente la confesión esta mañana? Debemos reconocer
también que no somos dignos de que el Espíritu Santo condescienda a obrar con
nosotros y por medio de nosotros. No habría ninguna aptitud en nosotros para
cumplir Sus propósitos, a menos que Él nos diera esa aptitud. Nuestros pecados
muy bien podrían provocarle a dejarnos. Él ha luchado con nosotros, ha sido
tierno con nosotros, pero bien podría irse y decir: “No voy a brillar más sobre
esa iglesia, y no voy a bendecir más ese ministerio”. Hemos de sentir nuestra
indignidad; será una buena preparación para elevar una oración sincera pues,
observen, hermanos, que antes de bendecirla, Dios quiere que Su iglesia sepa
que la bendición viene enteramente de Él. “No con ejército, ni con fuerza, sino
con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos”. La carrera de Gedeón fue
sumamente notable. Comenzó con dos señales sobremanera instructivas. Yo creo
que nuestro Padre celestial quiere que todos nosotros aprendamos la mismísima
lección que le enseñó a Gedeón, y una vez que hayamos dominado esa lección nos
usará para Sus propósitos. Ustedes recordarán que Gedeón puso un vellón de lana
en la era, y en la mañana todo estaba seco alrededor del vellón y solamente el
vellón estaba empapado. Dios había saturado de rocío solamente el vellón de tal
manera que podía exprimirse, y su humedad no se debía a que había sido colocado
en un lugar apropiado pues toda la otra tierra alrededor estaba seca. Él quiere
que aprendamos que si el rocío de Su gracia llenara a cualquiera de nosotros
con su humedad celestial, no sería por estar en el suelo de la era de un
ministerio al que Dios bendice usualmente, o por estar en una iglesia que el
Señor visita con Su gracia; antes bien, nos tiene que hacer ver que las
visitaciones de Su Espíritu son los frutos de la gracia soberana del Señor y
los dones de Su infinito amor y no algo que resulta de la voluntad del hombre
ni por el hombre. Pero luego el milagro fue invertido, pues, tal como dice el
señor Thomas Fuller: “Los milagros de Dios son susceptibles de ser volteados al
revés y verse tan gloriosos de una manera como de la otra”. A la noche
siguiente el vellón quedó seco y en toda la tierra alrededor hubo rocío pues
los escépticos habrían podido decir: “Sí, pero un vellón atrae naturalmente la
humedad, y si hubiera alguna humedad en el aire lo más probable es que fuese
absorbida por la lana”. Pero, he aquí, en esta ocasión el rocío no estaba donde
se hubiera esperado, aunque estaba depositado densamente en todo el suelo
vecino. La piedra está empapada y el vellón está seco. Entonces Dios quiere que
sepamos que Él no nos da Su gracia debido a alguna aptitud natural en nosotros
para recibirla, y aun allí donde Él ha dado una preparación de corazón para
recibirla, quiere que entendamos que Su gracia y Su Espíritu son sobremanera
libres en la acción y soberanos en la operación, y que Él no está obligado a
obrar según alguna regla elaborada por nosotros. Si el vellón está mojado, Él
lo cubre de rocío, y eso no es porque sea un vellón, sino porque Él decide
hacerlo. Él ha de recibir toda la gloria por toda Su gracia de principio a fin.
Vengan entonces, hermanos míos, y vuélvanse discípulos de esta verdad.
Consideren que toda buena dádiva y todo don perfecto han de venir del grandioso
Padre de las luces. Nosotros somos hechura Suya y Él tiene que realizar todas
nuestras obras en nosotros. La gracia no nos será otorgada por nuestra posición
o condición; el viento sopla de donde quiere, y el Señor obra y nadie puede
obstaculizarlo; pero si Él no obrase, la labor más poderosa y de mayor celo
sería vana.
Es muy significativo que
antes que Cristo alimentara a la multitud, hizo que los discípulos realizaran
un inventario de todas sus provisiones. Era bueno hacerles ver cuán
desabastecida estaba la despensa pues, entonces, cuando las multitudes fueran
alimentadas, no podían decir que la canasta los había alimentado ni que el
muchacho lo hubiera hecho. Dios hará que sintamos cuán escasos son nuestros panes
y cuán pequeños son nuestros peces y nos forzará a preguntar: “¿Qué es esta
cantidad para tantos?” Cuando el Salvador mandó a Sus discípulos que echaran la
red a la derecha de la barca y arrastraron en ella tal cantidad de peces a
tierra, no obró el milagro mientras no hubieran confesado que habían trabajado
toda la noche y que no habían pescado nada. Así les enseñaba que el éxito de su
pesca dependía del Señor, y que no era su red, ni su forma de arrastrarla, ni
su arte y su destreza de manejar sus barcos, sino que su éxito venía completa y
enteramente de su Señor. Hemos de llegar a esto mismo y entre más pronto lo
hagamos será mejor.
Antes de que los
antiguos judíos guardaran la pascua, observen lo que hacían. Debían conseguir
pan sin levadura, y debían comer el cordero pascual; pero no había pan sin
levadura, ni cordero pascual, mientras no se hubieran purificado de la vieja
levadura. Si tú tienes alguna vieja fortaleza y confianza en ti mismo, si
tienes cualquier cosa que sea tuya propia, y está, por tanto, leudada, debe ser
eliminada de inmediato; la despensa tiene que estar vacía antes de que pueda
caber la provisión celestial, y cumplido eso, ya se puede guardar la pascua
espiritual. Doy gracias a Dios cuando nos limpia. Bendigo Su nombre cuando nos
lleva a sentir nuestra pobreza de alma como iglesia, pues entonces es segura la
llegada de la bendición.
Tal vez otra ilustración
nos muestre esto más claramente todavía. Contemplen a Elías junto a los
sacerdotes de Baal en el Carmelo. La prueba escogida para decidir la elección
de Israel era esta: ‘el Dios que respondiere por medio de fuego, ése sea Dios’.
Los sacerdotes de Baal invocaron en vano la llama celestial. Elías está
confiado en que descenderá sobre su sacrificio, pero también está seriamente
decidido a conseguir que los falsos sacerdotes y que el pueblo vacilante no
imaginaran que él mismo había producido el fuego. Resuelve dejar muy en claro
que no hay ningún artificio humano, ninguna astucia o maniobra en el asunto.
Debe ser notorio que la llama es del Señor y sólo del Señor. Recuerden la
rigurosa instrucción del profeta: “Llenad cuatro cántaros de agua, y derramadla
sobre el holocausto y sobre la leña. Y dijo: Hacedlo otra vez; y otra vez lo
hicieron. Dijo aún: Hacedlo la tercera vez; y lo hicieron la tercera vez, de
manera que el agua corría alrededor del altar, y también se había llenado de
agua la zanja”. No podía haber allí fuegos latentes. Si hubiese habido
combustibles o productos químicos con el propósito de producir fuego a la manera
de los engañadores de la época, todos ellos se habrían mojado o dañado. Cuando
nadie podía imaginar que el hombre pudiera hacer arder el sacrificio, entonces
el profeta alzó sus ojos al cielo y comenzó a impetrar y cayó fuego de Jehová y
consumió el holocausto, la leña, las piedras del altar y el polvo, y aun lamió
el agua que había en la zanja. Viéndolo todo el pueblo, se postró y dijo:
“¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!” Si el Señor tiene el propósito de
bendecirnos grandemente en esta iglesia, podría enviarnos la prueba de derramar
el agua una vez, dos veces y tres veces; podría desalentarnos, afligirnos,
probarnos y abatirnos, hasta que todos vean que no es por el predicador, que no
es por la organización, que no es por el hombre, sino que es enteramente por
Dios, el Alfa y
De esta manera les he mostrado
que para disfrutar de un exitoso tiempo de oración, lo mejor es comenzar con la
confesión de que estamos afligidos y menesterosos.
II. En
segundo lugar, una vez que el alma se ha librado de todo el peso del mérito y
de la autosuficiencia, procede a orar, y tenemos ante nosotros UN ALMA QUE
RAZONA. “Yo estoy afligido y menesteroso; apresúrate a mí, oh Dios. Ayuda mía y
mi libertador eres tú; oh Jehová, no te detengas”. El lector cuidadoso
advertirá, sólo en este versículo, cuatro argumentos.
Sobre este tópico me
gustaría comentar que es un hábito de Fe, cuando está orando, usar argumentos.
Los simples decidores de oraciones que no oran del todo, olvidan razonar con
Dios; pero, quienes quieren prevalecer presentan sus razones y sus sólidos
argumentos y debaten la cuestión con el Señor. Los que juegan a las luchas
sujetan aleatoriamente al contrincante por aquí y por allí, pero quienes están
luchando realmente tienen una cierta manera de sujetar al oponente, un cierto
modo de derribarlo, y reglas semejantes; actúan de acuerdo a un orden y a unas
reglas. El arte de luchar de Fe es razonar con Dios y decir con santa
intrepidez: “Te pido que sea así y así, por estas razones”. Oseas nos dice con
respecto a Jacob en Jaboc: “Allí habló con nosotros”. Lo que entiendo es que
Jacob nos instruyó por medio de su ejemplo. Ahora bien, los dos argumentos que
Jacob utilizó eran un precepto de Dios y una promesa de Dios. Primero dijo: “Tú
me dijiste: Vuélvete a tu tierra y a tu parentela”, que es como si dijera:
“Señor, estoy metido en dificultades, pero yo he venido aquí obedeciéndote. Tú me
dijiste que lo hiciera; entonces, puesto que Tú me mandaste venir aquí a
meterme en los propios dientes de mi hermano Esaú que viene a mi encuentro como
un león, Señor, Tú no podrías faltar a Tu palabra poniéndome en peligro y
dejándome en él”. Ese era un razonamiento juicioso, y prevaleció con Dios.
Entonces Jacob también blandió una promesa: “Y tú has dicho: Yo te haré bien”.
Es una manera magistral de
razonar, entre hombres, cuando puedes retar a tu oponente con sus propias
palabras; podrías citar a otras autoridades, y él podría responderte: “Niego su
fuerza”; pero cuando citas las propias palabras del individuo mismo, lo
aniquilas por completo. Cuando le recuerdas su propia promesa tiene dos
opciones: o confiesa que es incumplido y voluble, o, sostiene que sigue siendo
el mismo y que es fiel a su palabra, y entonces lo has atrapado, logras lo que
quieras de él. Oh, hermanos, aprendamos a alegar así los preceptos, las
promesas, y cualquier otra cosa que pudiese servirnos; pero tengamos siempre a
mano algo que nos sirva de argumento. No consideren haber orado a menos que
hayan argumentado, porque la argumentación es la médula misma de la oración. El
que razona conoce bien el secreto de la prevalencia con Dios especialmente si
argumenta la sangre de Jesús, pues eso abre la cerradura del tesoro del cielo.
Muchas llaves sirven para abrir muchos candados, pero la llave maestra es la
sangre y el nombre de Aquel que murió pero que resucitó, y que vive para
siempre en el cielo para salvar perpetuamente.
Los argumentos de Fe son
abundantes, y eso está muy bien, pues Fe está colocada en diversas situaciones
y necesita de todos los argumentos. Fe tiene muchas necesidades, y contando con
una excelente visión, percibe que hay argumentos que deben ser empleados en
cada caso. Por tanto, no les diré todos los argumentos de Fe y sólo voy a
mencionar unos cuantos, suficientes para hacerles ver cuán abundantes son. Fe
aducirá todos los atributos de Dios. “Porque Tú eres justo, perdona a esta alma
por quien murió el Salvador. Porque Tú eres misericordioso, borra mis
transgresiones. Porque Tú eres bueno, revela Tu liberalidad a Tu siervo. Tú
eres inmutable. Tú has hecho así y así a otros siervos Tuyos: haz igual
conmigo. Tú eres fiel, ¿acaso puedes incumplir Tu promesa o puedes quebrantar
Tu pacto?” Vistas correctamente, todas las perfecciones de
Fe argumentará
intrépidamente todas las misericordiosas relaciones de Dios. Fe le dirá: “¿No
eres Tú el Creador? ¿Desampararás la obra de Tus propias manos? ¿No eres el
Redentor? Tú que redimiste a Tu siervo, ¿me desecharás?” Fe usualmente se
deleita en echar mano de la paternidad de Dios. Este es generalmente uno de sus
argumentos primordiales: cuando lo saca a relucir, gana la partida. “Tú eres un
Padre, ¿y nos disciplinarás como si quisieras matar? Eres un Padre, ¿y no
proveerás? Eres un Padre, ¿y no tienes compasión y no tienes entrañas de
conmiseración? Eres un Padre, ¿y podrías negar lo que Te pide Tu propio hijo? Siempre
que estoy impresionado con la majestad divina, y por lo mismo, tal vez un poco
desanimado en la oración, encuentro que un remedio rápido y consolador es
recordar que aunque Él es un gran Rey y que es infinitamente glorioso, yo soy
Su hijo, y prescindiendo de quién sea el padre, el hijo puede ser siempre
intrépido con su padre. Sí, Fe puede apelar a todas y cada una de las
relaciones que Dios guarda para con Sus escogidos.
Fe, también, puede
atosigar al cielo con las promesas divinas. No necesito extenderme aquí pues yo
confío que ustedes hacen esto continuamente. Cuando puedan hacer ver al propio
Señor la palabra Suya, por decirlo así, eso está muy bien. Este el argumento
vencedor: “Haz conforme a lo que has dicho”. “Tú lo has dicho, y Tú has hecho
que Tu promesa sea Sí, y Amén en Cristo Jesús para Tu propia gloria por
nosotros, ¿y no la cumplirás? ¿Te retractarás de tu propia palabra? ¿Dejarás de
cumplir Tu propia declaración? ¡Lejos de Ti el hacer tal, Señor!” Hermanos,
necesitamos tener un mayor perfil de hombres de negocios y tener un mayor
sentido común para con Dios al argumentar las promesas. Si acudieras a uno de
los bancos ubicados en Lombard Street, y vieras que un hombre entra y coloca un
cheque en la ventanilla y lo toma de nuevo y sale y nada más; si él hiciera eso
varias veces al día, creo que pronto se girarían instrucciones al portero para
que impidiera la entrada de aquel individuo, porque simplemente estaría
desperdiciando el tiempo del cajero sin hacer nada que tuviera un propósito. Los
citadinos que van al banco con fines serios presentan sus cheques, esperan a
que se les entregue el dinero y luego se van, pero no sin antes haber concluido
con su transacción. No presentan el cheque y hablan respecto a la excelencia de
la firma y discuten la legalidad del documento, sino que necesitan que se les
cambie el cheque, y no se contentan sin eso. Esas son las personas que son
siempre bienvenidas en el banco y no las personas indecisas. Ay, una gran
cantidad de personas juegan a orar, pues lo que hacen no es otra cosa que un
juego. Digo que juegan a orar pues no esperan que Dios les dé una respuesta, y
así son meras personas frívolas que se burlan del Señor. El que ora con la
mentalidad de un hombre de negocios, diciendo en serio lo que dice, honra al
Señor. El Señor no juega a prometer. Jesús no jugó a confirmar la palabra por
medio de Su sangre, y nosotros no hemos de convertir a la oración en una burla
orando con un espíritu que realmente no espera nada.
El Espíritu Santo lo
toma con toda seriedad y nosotros debemos tomarlo también con toda seriedad.
Tenemos que ir en busca de una bendición y no hemos de quedarnos satisfechos hasta
que la hayamos conseguido tal como el cazador, que no se contenta con haber
corrido muchas millas, sino hasta que ha conseguido una presa.
Fe, además, argumenta
las proezas de Dios. Vuelve la mirada al pasado y dice: “Señor, Tú me libraste
en tal y tal ocasión; ¿me fallarás ahora?”. Fe, también, toma su vida como un
todo, y argumenta así:
“Después de tantas mercedes pasadas,
¿Permitirás que me hunda al final?”
“¿Me has traído hasta
aquí para verme avergonzado al final?” Fe sabe cómo recobrar las antiguas misericordias
de Dios y convertirlas en argumentos para pedir favores presentes. Pero el
tiempo se nos agotaría si yo procurara mostrar siquiera fuera una milésima
parte de los argumentos de Fe.
Algunas veces, sin
embargo, los argumentos de Fe son muy singulares. Como en este texto, de ningún
modo se conforma a la altiva regla de la naturaleza humana, pues argumenta lo
siguiente: “Yo estoy afligido y menesteroso; apresúrate a mí, oh Dios”. Es como
otra oración de David: “Perdona mi iniquidad, porque es grande”. No es una
costumbre de los hombres impetrar de esa manera. Dicen: “Señor, apiádate de mí,
pues no soy un pecador tan malo como otros”. Pero Fe lee las cosas bajo una luz
más realista y basa sus argumentos en la verdad. “Señor, debido a que mi pecado
es grande, y Tú eres un grandioso Dios, haz que Tu gran misericordia sea
engrandecida en mí”.
Ustedes conocen la
historia de la mujer sirofenicia; es un gran ejemplo de la ingeniosidad del
razonamiento de Fe. Ella acudió a Cristo para suplicar por su hija, mas Él no
le contestó ni una sola palabra. ¿Qué creen que dijo el corazón de ella? Bien,
pensó para sí, “Está bien, porque no me lo ha negado; puesto que no ha dicho ni
una sola palabra, no me ha rehusado nada”. Con esto a manera de aliento,
comenzó a suplicar de nuevo. Esta vez Cristo le habló de una manera un tanto
áspera, pero entonces su valeroso corazón dijo: “Por fin he logrado que me
hable; pronto hará cosas para mí”. Eso también la alentó; y entonces, cuando Él
la llamó “perrilla”, “ah” –razonó ella- “un perrillo es una parte de la
familia, pues tiene algún vínculo con el amo de la casa. Aunque no toma
alimentos de la mesa, obtiene las migajas que caen de la mesa, y así ahora te
tengo a Ti, grandioso Señor, aunque yo sea una perrilla; la gran misericordia
que te pido, grande como lo es para mí, es sólo una migaja para Ti; te imploro
que me la concedas. ¿Podría dejar de conseguir su súplica? ¡Imposible! Cuando Fe
quiere algo siempre encuentra la manera y conseguirá lo que quiere aunque todas
las cosas anuncien la derrota.
Los argumentos de Fe son
singulares, pero permítanme agregar que sus argumentos son siempre correctos
pues, después de todo, es un alegato muy contundente afirmar que estamos
afligidos y que somos menesterosos. ¿Acaso no es ese el principal argumento
ante la misericordia? La necesidad es el mejor alegato frente a la
benevolencia, ya sea humana o divina. ¿Acaso no es nuestra necesidad la mejor
razón que pudiéramos blandir? Si quisiéramos que un médico acudiera rápidamente
a visitar a un enfermo le diríamos “¡doctor, no se trata de un caso común; el
paciente está al borde de la muerte, vaya a verlo, vaya rápidamente!” Si
quisiéramos que los bomberos de nuestra ciudad se apresuraran a apagar un
incendio, no deberíamos decirles: “Apúrense aunque sólo se trata de un pequeño
incendio”; por el contrario, les decimos que se trata de una casa vieja repleta
de materiales combustibles, y que corren rumores de que hay gasolina y pólvora
almacenadas en la propiedad; además, está ubicada cerca de un depósito de
madera, y hay muchas casitas de madera alrededor, y en poco tiempo tendremos a
media ciudad en llamas”. Pintamos el peor cuadro que podamos. Oh, que
tuviéramos sabiduría para poder ser igualmente sabios en la argumentación con
Dios para encontrar razones en todas partes, y encontrarlos especialmente en
nuestras necesidades.
Hace dos siglos se decía
que el oficio de la mendicidad era el más fácil de ejercer pero que era el peor
pagado. No estoy muy seguro de lo segundo en estos tiempos, pero ciertamente el
oficio de mendigo ante Dios es duro e indudablemente es el mejor retribuido en
el mundo. Es muy digno de notarse que los que piden limosna a los hombres,
tienen usualmente abundantes argumentos a mano. Cuando un hombre la está
pasando muy mal y se está muriendo de hambre, usualmente puede encontrar una
razón para pedir la ayuda de cualquier persona que pudiera proporcionársela.
Supongan que se tratara de una persona a la que ya le debiera mucho; entonces
la pobre criatura argumentaría lo siguiente: “puedo pedirle de nuevo sin ningún
riesgo pues él me conoce y ha sido siempre muy amable”. Si nunca antes le
hubiese pedido a esa persona, diría: “nunca lo he molestado antes; no podría
decirme que ya ha hecho todo lo que puede hacer por mí; tendré valor para
comenzar con él”. Si es alguno de sus parientes, entonces le diría:
“Seguramente tú me ayudarás en mi angustia, pues eres mi pariente”; y si fuese
un extraño, le diría: “he experimentado frecuentemente que los extraños son más
amables que los de mi propia sangre; ayúdame, te lo imploro”. Si les pidiera a
los ricos, argumentaría que nunca echarían de menos lo que le dieran, y si les
pidiera a los pobres aduciría que saben lo que la carencia significa y que está
seguro que sentirán compasión de él en su gran angustia. Oh que estuviéramos
siquiera la mitad de alertas para llenar nuestras bocas con argumentos cuando
estamos delante del Señor. Cómo es posible que ni siquiera estemos despiertos a
medias y que no parezca que tengamos despiertos nuestros sentidos espirituales.
Que Dios nos conceda que podamos aprender el arte de argumentar con el Dios
eterno, pues en eso se basará nuestra prevalencia con Él, gracias al mérito de
Jesucristo.
III. He
de ser breve en el siguiente punto. Se trata de UN ALMA URGIDA: “Apresúrate a
mí, oh Dios. Oh Jehová, no te detengas”. Muy bien podemos urgir a Dios si
todavía no hemos sido salvados pues nuestra necesidad es urgente; estamos en constante
peligro y ese peligro es del tipo más tremendo. Oh pecador, dentro de una hora,
dentro de un minuto, pudieras estar donde la esperanza no puede visitarte
jamás; por tanto, clama: “¡Apresúrate, oh Dios, a liberarme; apresúrate a
socorrerme, oh Señor!” Tu caso no admite demoras; no tienes tiempo que perder;
por tanto, ten urgencia pues tu necesidad es también urgente. Y recuerda que si
realmente tienes un sentido de necesidad y el Espíritu de Dios está operando en
ti, tú deberías tener urgencia y la tendrás. Un pecador ordinario se puede
contentar con esperar, pero un pecador vivificado necesita misericordia ahora.
Un pecador muerto se queda quieto, pero un pecador vivificado no puede descansar
mientras el perdón no sea sellado en su alma. Si tienes urgencia esta mañana,
me alegro de ello, porque tu urgencia, así confío, surge de la posesión de la
vida espiritual. Cuando ya no puedas vivir más sin un Salvador, el Salvador
vendrá a ti, y tú te regocijarás en Él.
Hermanos miembros de
esta iglesia, tal como lo dije en otro punto, la misma verdad es válida para
ustedes. Dios vendrá para bendecirlos y vendrá prontamente, cuando su sentido
de necesidad se vuelva profundo y urgente. ¡Oh, cuán grande es la necesidad de
esta iglesia! Nos enfriaremos, nos alejaremos de la santidad, nos volveremos
mundanos, no habrá conversiones, nuestros números no aumentarán, habrá
disminuciones, habrá divisiones, habrá males de todo tipo, Satanás se
regocijará y Cristo será deshonrado, a menos que obtengamos una mayor medida del
Espíritu Santo. Nuestra necesidad es urgente, y cuando sintamos esa necesidad
cabalmente, entonces obtendremos la bendición que necesitamos. ¿Acaso dice
algún espíritu triste: “Estamos en una condición tan mala que no podemos
esperar una gran bendición?” Yo respondo que si fuésemos peores tal vez la
obtendríamos más rápido. No quiero decir si realmente lo fuéramos, pero que si
sintiéramos que somos peores estaríamos más cerca de la bendición. Cuando nos
lamentamos porque estamos en una condición indebida, entonces clamamos más
vehementemente a Dios y viene la bendición. Dios nunca rehusó ir con Gedeón
porque no tuviera suficientes hombres valientes con él; más bien hizo una pausa
porque el pueblo era demasiado numeroso. Los redujo de número de miles a centenas,
y disminuyó todavía las centenas antes de darles la victoria. Cuando sientes
que tienes que tener la presencia de Dios pero que no la mereces y cuando la
conciencia de eso te abate hasta el polvo, entonces la bendición te será
otorgada.
Por mi parte, hermanos y
hermanas, yo deseo sentir un espíritu de urgencia dentro de mi alma cuando le
suplico a Dios pidiéndole que el rocío de Su gracia descienda sobre esta
iglesia. No soy tímido en esta materia pues yo tengo una licencia para orar. La
mendicidad está prohibida en las calles, pero, delante del Señor yo soy un
mendigo con licencia. Jesús habló: “sobre la necesidad de orar siempre, y no
desmayar”. Ustedes desembarcan en las costas de otro país con la mayor
confianza cuando llevan un pasaporte, y Dios ha emitido pasaportes para Sus
hijos con los que pueden ir osadamente a Su propiciatorio. Él te ha invitado,
te ha animado, te ha pedido que acudas a Él, y ha prometido que cualquier cosa
que pidas en oración, creyendo, la recibirás. Ven, entonces, acude
urgentemente, ven importunamente, ven con este argumento: “Estoy afligido y
menesteroso; oh Dios mío, no te detengas”, y seguramente vendrá una bendición;
no tardará. Que Dios nos conceda que podamos verla y darle la gloria por ello.
IV. Lamento
haber sido tan breve donde necesitaba extenderme más, pero debo concluir con el
cuarto punto. Esta es otra parte del arte y del misterio de la oración: EL ALMA
QUE SE AFERRA A DIOS. Ha razonado, y ha sentido la urgencia, pero ahora entra
en un estrecho contacto; sujeta al ángel del pacto con una mano y le dice:
“Ayuda mía”, y lo sujeta con la otra y le dice: “mi libertador eres tú”. Oh,
esos benditos adjetivos posesivos: “mi”, esos poderosos adjetivos posesivos:
“mi”. La dulzura de
Oh, ustedes que han sido
salvados y, por tanto, que aman a
Cristo, quiero que ustedes, amados hermanos, como santos de Dios, practiquen
esta última parte de mi tema y que se aseguren de aferrarse a Dios en oración.
“Ayuda mía y mi libertador eres tú”. Como iglesia confiamos plenamente en el
poder de Dios y no podemos hacer nada sin Él; pero no tenemos la intención de
estar sin Él, y nos sujetaremos a Él firmemente. “Ayuda mía y mi libertador
eres tú”.
Hubo un muchacho en
Atenas, según una vieja historia, que solía jactarse de que él gobernaba a toda
Atenas y cuando le preguntaban cómo lo hacía, respondía: “Pues bien, yo gobierno
a mi madre, mi madre gobierna a mi padre, y mi padre gobierna la ciudad”. Aquel
que sabe dominar la oración gobernará el corazón de Cristo, y Cristo puede y
quiere hacer todas las cosas por Su pueblo, pues el Padre ha encomendado todas
las cosas en Sus manos. Tú puedes ser omnipotente si sabes cómo orar,
omnipotente en todas las cosas que glorifican a Dios. ¿Qué dice la propia
Palabra? “Eche mano de mi poder”. La oración mueve el brazo que mueve el mundo.
Oh, que recibamos gracia para sujetar al amor Todopoderoso de esta manera.
Necesitamos una oración que se amarre firmemente; una oración que realice más
jaloneos y agarrones, una oración luchadora que diga: “No te dejaré ir”. Ese
cuadro de Jacob en Jaboc bastará para que concluyamos. El ángel del pacto está
allí, y Jacob necesita una bendición de él, pero las negativas no le servirán a
Jacob. El ángel se esfuerza por escapar de él, y jalonea y lucha; puede hacer
eso, pero ningún esfuerzo suyo hará que Jacob relaje su agarre. Al final el
ángel pasa de la lucha ordinaria a herir a Jacob en el propio asiento de la
fuerza; y Jacob está dispuesto a perder su muslo y a perder sus miembros, pero
no dejará que el ángel se vaya. La fortaleza del pobre hombre se reduce bajo el
golpe que marchita, pero él sigue siendo fuerte en su debilidad: rodea con sus
brazos al hombre misterioso, y lo sujeta como con un abrazo mortal. Entonces el
otro dice: “Déjame ir, porque el día ya amanece”. Noten bien que no se lo quitó
de encima con fuertes sacudidas, sino que únicamente le dijo: “Déjame ir”; el
ángel no quiere hacer nada para lograr que lo suelte sino que deja que actúe
según su voluntad. El valiente Jacob exclama: “No, yo tengo un objetivo, estoy
resuelto a conseguir una respuesta a mi oración. No te dejaré ir si no me bendices”.
Ahora bien, cuando la iglesia comienza a orar, pudiera ser que al principio el
Señor haga como si quisiera seguir adelante y podríamos temer que no
recibiremos ninguna respuesta. Manténganse firmes, queridos hermanos. Sean
constantes e inamovibles a pesar de todo. Pudiera ser que más tarde, poco a
poco, vengan desalientos allí donde esperábamos un éxito rotundo; descubriremos
que algunos hermanos ponen obstáculos, que otros estarán dormitando y que otros
se entregarán al pecado; abundarán las almas rebeldes e impenitentes; pero no
hemos de desviarnos. Hemos de tener una mayor avidez. Y si llegase a suceder
que nosotros mismos nos descorazonemos y desalentemos y sintamos que nunca
antes habíamos estado tan débiles como ahora, no se preocupen, hermanos, manténganse
aferrados, pues cuando el músculo se encoge, la victoria está cerca. Sujétense
con una mayor fuerza que nunca. Sea esta nuestra resolución: “No te dejaré ir
si no me bendices”. Recuerden que mientras más demore en venir la bendición, más
rica será cuando llegue. Lo que se gana con presteza mediante una sola oración
es algunas veces solo una bendición de segunda clase; pero lo que es ganado
después de un estira y encoge desesperado y de muchos esfuerzos tremendos, es una
bendición plena y preciosa. Es siempre hermoso contemplar a los hijos de la
importunidad. La bendición que nos cuesta la máxima oración valdrá más. Si
somos perseverantes en la suplicación ganaremos una bendición más amplia y de
mayor alcance para nosotros mismos, para las iglesias, y para el mundo. Yo
quisiera que estuviera en mi poder motivarlos a todos
ustedes a una oración más ferviente; pero debo dejar eso al grandioso autor de
toda verdadera suplicación, es decir, al Espíritu Santo. Pedimos que obre en
nosotros poderosamente por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Porción de
Nota del traductor:
Impetrar: Solicitar una
gracia con encarecimiento y ahínco.
Traductor: Allan Román
22/Mayo/2013
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