El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
1008
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Nosotros le
amamos a él, porque él nos amó primero”. 1 Juan 4: 19
Esta es una gran verdad
doctrinal y, basándome en ella, yo podría predicar con mucha propiedad un
sermón doctrinal cuya esencia pudiera ser la gracia soberana de Dios. El amor
de Dios es, evidentemente, previo al nuestro: “él nos amó primero”. El texto
establece muy claramente que el amor de Dios es la causa de nuestro amor, pues
“Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. Por tanto, remontándonos
al tiempo antiguo, o más bien, antes de todo tiempo, cuando nos enteramos que Dios
nos amó con un amor eterno, deducimos que la razón de Su decisión no es que
nosotros le hayamos amado, sino que Él quiso amarnos. Sus razones, y Él tenía
razones (pues leemos acerca del consejo de Su voluntad), son conocidas sólo por
Él mismo, pero no se han de encontrar en alguna bondad inherente a nosotros o
que fuera previsto que existiría en nosotros. Fuimos elegidos simplemente
porque Él tendrá misericordia del que tenga misericordia. Él nos amó porque
quiso amarnos. El don de Su amado Hijo, que fue una consecuencia directa de Su
elección de Su pueblo, fue un sacrificio demasiado grande de parte de Dios para
haber sido motivado en Él por alguna bondad en la criatura. No es posible que
la piedad más sublime mereciera una bendición tan grande como fue el don del
Unigénito. No es posible que algo en el hombre hubiera merecido la encarnación
y la pasión del Redentor. Nuestra redención, como nuestra elección, se origina
en el amor espontáneo de Dios. Y nuestra regeneración, en la cual somos hechos
partícipes reales de las bendiciones divinas en Jesucristo, no fue de nosotros
ni por nosotros. No fuimos convertidos porque nos inclinábamos ya en esa
dirección, ni tampoco fuimos regenerados debido a que hubiese por naturaleza
algo bueno en nosotros, antes bien, debemos enteramente nuestro nuevo
nacimiento a Su poderoso amor, que trató eficazmente con nosotros haciéndonos
pasar de muerte a vida y de las tinieblas a la luz. Nos hizo volver de la
alienación de nuestra mente y de la enemistad de nuestro espíritu a esa
deleitable senda de amor en la que ahora vamos viajando a los cielos. Como
creyentes en el nombre de Cristo “no somos engendrados de sangre, ni de
voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. La esencia del texto
es que el espontáneo amor de Dios, nacido de Él mismo, ha sido el único medio
de llevarnos a la condición de amarlo a Él. Nuestro amor por Él es como un
mustio riachuelo que se apresura en su curso al océano porque de allí provino.
Todos los ríos van a dar a la mar, pero sus aguas se originaron en ella: las
nubes que fueron exhaladas por el poderoso océano fueron destiladas en lluvias
y llenaron las corrientes. Allí se encuentra su causa primera y su origen
primigenio, y, como si reconocieran la obligación, rinden a cambio un tributo a
la fuente engendradora. El oceánico amor de Dios -tan vasto que ni siquiera el
ala de la imaginación podría recorrerlo- envía sus tesoros de la lluvia de la
gracia que caen en nuestros corazones y son como las dehesas del yermo; hacen
que nuestros corazones se desborden y que la vida impartida fluya de regreso hacia
Dios en arroyos de gratitud. Todas las cosas buenas son Tuyas, grandioso Dios.
Tu bondad crea nuestro bien. Tu infinito amor por nosotros genera nuestro amor
por Ti.
Pero, queridos amigos,
yo confío que después de muchos años de instrucción en las doctrinas de nuestra
santa fe, no necesito seguir por la trillada senda doctrinal, sino que puedo
guiarlos por una senda paralela, en la que puede verse la misma verdad desde
otro ángulo. Me propongo predicar un sermón práctico, y posiblemente esto sea
más acorde con el sentido del pasaje y con la mente de su escritor, de lo que
sería un discurso doctrinal. Veremos el texto como un hecho que hemos probado y
comprobado en nuestra propia conciencia.
Bajo ese aspecto, el
enunciado del texto es que: un sentido
del amor de Dios por nosotros es la causa principal de nuestro amor a Él. Cuando
creemos y sabemos y sentimos que Dios nos ama, nosotros lo amamos a cambio como
un resultado natural. En la proporción en que nuestro conocimiento se
incrementa, nuestra fe se fortalece y se profundiza nuestra convicción de que
realmente Dios nos ama, y nosotros, desde la propia constitución de nuestro
ser, somos constreñidos a entregar a cambio nuestros corazones a Dios. El
discurso de esta mañana, por tanto, discurrirá en ese canal. Que Dios nos
conceda que Su Santo Espíritu lo bendiga para cada uno de nosotros.
I. Consideraremos
de entrada
Hay algunas gracias que,
en su vigor, no son absolutamente esenciales para la pura existencia de la vida
espiritual, aunque son muy importantes para su sano crecimiento; pero el amor a
Dios tiene que estar en el corazón, o de lo contrario no hay allí ninguna
gracia de ningún tipo. Si alguien no ama a Dios, no es un hombre renovado. El
amor a Dios es una marca que siempre está asentada sobre las ovejas de Cristo,
pero nunca está asentada sobre nadie más.
Al reflexionar sobre
esta sumamente importante verdad, quiero que consideren el contexto del texto.
Encontrarán en el versículo séptimo de este capítulo, que el amor a Dios es
establecido como una indispensable señal
del nuevo nacimiento. “Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a
Dios”. Entonces no tengo ningún derecho a creer que soy una persona regenerada
a menos que mi corazón ame a Dios verdadera y sinceramente. Sería vano que yo,
si no amara a Dios, citara el certificado que registra una ceremonia eclesial y
dijera que eso me regeneró. Ciertamente no hizo eso, pues de otra manera se
habría presentado el resultado seguro. Si he sido regenerado, yo podría no ser
perfecto, pero sí puedo decir esto: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te
amo”. Cuando por la fe recibimos el privilegio de convertirnos en hijos de
Dios, recibimos también la naturaleza de hijos y con amor filial clamamos:
“¡Abba, Padre!” Esta regla no tiene ninguna excepción. Si un hombre no ama a
Dios, tampoco ha nacido de Dios. Muéstrenme un fuego sin calor y entonces
pueden mostrarme una regeneración que no produce amor a Dios, pues así como el
sol tiene que producir su luz, así un alma que por la gracia divina ha sido
creada de nuevo, tiene que poner de manifiesto su naturaleza mediante un
sincero afecto hacia Dios”. “Os es necesario nacer de nuevo” pero ustedes no
han nacido de nuevo a menos que amen a Dios. Cuán indispensable es entonces el
amor a Dios.
En el versículo octavo
se nos informa que el amor a Dios es una señal
de que conocemos a Dios. El verdadero conocimiento es esencial para la
salvación. Dios no nos salva en las tinieblas. Él es nuestra “luz y nuestra
salvación”. Somos renovados en
conocimiento a imagen del que nos creó. Ahora, “El que no ama, no ha
conocido a Dios; porque Dios es amor”. Todos ustedes han sido enseñados desde
el púlpito, todos ustedes han estudiado las Escrituras, todos ustedes han
aprendido de los eruditos, todos ustedes han recogido información de las
bibliotecas, pero todo eso no es ningún conocimiento de Dios en absoluto a
menos que amen a Dios, pues en la verdadera religión, amar y conocer a Dios son
términos sinónimos. Sin amor ustedes permanecen todavía en la ignorancia, una
ignorancia del tipo más infeliz y ruinoso. Todos los logros son transitorios,
si el amor no funge como sal para preservarlos. Cesarán las lenguas y la
ciencia acabará. Solo el amor permanece para siempre. Tienen que tener este
amor o serán necios para siempre. Todos los hijos de la verdadera Sion son
instruidos por el Señor, pero ustedes no son instruidos por Dios a menos que
amen a Dios. Vean, entonces, que estar desprovistos del amor a Dios es estar
desprovistos de todo verdadero conocimiento de Dios, y por tanto, de toda
salvación.
Además, el capítulo nos
enseña que el amor a Dios es la raíz del
amor a los demás. El versículo once dice: “Amados, si Dios nos ha amado
así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. Si nos amamos unos a otros,
Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros”. Ahora,
si alguien no ama a los cristianos, no es cristiano. Quien, estando en la
iglesia, no es parte de ella de alma y corazón, no es sino un intruso en la
familia. Pero como el amor a nuestros hermanos brota del amor a nuestro único Padre
común, es claro que tenemos que sentir amor a ese Padre, o de lo contrario,
fallaremos en una de las señales indispensables de los hijos de Dios. “Nosotros
sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos”; pero
no podemos amar verdaderamente a los hermanos a menos que amemos al Padre; por
tanto, si carecemos del amor a Dios, carecemos de amor a la iglesia, lo cual es
una marca esencial de la gracia.
Además, ateniéndonos al
sentido del pasaje, descubrirán por el versículo dieciocho que el amor a Dios
es un importantísimo instrumento de esa
santa paz que es una señal esencial de un cristiano. “Justificados, pues,
por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”,
pero donde no hay amor no hay tal paz, pues el miedo, que tiene tormento, turba
el alma; de aquí que el amor sea un compañero indispensable de la fe, y cuando
están juntos, el resultado es la paz. Donde hay un ferviente amor a Dios allí
está establecida una santa familiaridad con Dios, de donde fluyen la
satisfacción, el deleite y el descanso. El amor debe cooperar con la fe y echar
fuera al miedo, de tal manera que el alma puede tener arrojo delante de Dios.
¡Oh, cristiano!, tú no
puedes tener la naturaleza de Dios implantada en ti por la regeneración, ni
tampoco puede revelarse en amor a los hermanos, ni puede florecer con las
hermosas flores de la paz y el gozo, a menos que tu afecto esté puesto en Dios.
Él ha de ser entonces tu sumo gozo. Deléitate asimismo en Jehová. Oh, amen al
Señor, ustedes, Sus santos. Oh, amen a Jehová, todos vosotros Sus santos.
Si buscamos nuevamente
en la epístola de San Juan y seguimos sus observaciones hasta el siguiente
capítulo y el tercer versículo, vemos también que el amor es la fuente de la verdadera obediencia. “Este
es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos”. Ahora bien, un hombre que
no obedece los mandamientos de Dios, evidentemente no es un verdadero creyente,
pues, aunque las buenas obras no nos salvan, con todo, siendo salvos, los
creyentes han de producir inevitablemente buenas obras. Si bien el fruto no es
la raíz del árbol, con todo, un árbol bien arraigado, a su tiempo producirá sus
frutos. Entonces, aunque el cumplimiento de los mandamientos no me hace un hijo
de Dios, siendo un hijo de Dios, seré obediente a mi Padre celestial. Pero no
puedo ser obediente a menos que ame a Dios. Una mera obediencia externa, un
decente reconocimiento formal de las leyes de Dios, no es obediencia a los ojos
de Dios. El Señor aborrece el sacrificio carente de corazón. Yo debo obedecer
porque amo, pues de lo contrario no he obedecido del todo en espíritu y en
verdad. Vean entonces que para producir los frutos indispensables de la fe
salvadora, tiene que haber amor a Dios, pues sin fe, esos frutos serían
irreales y verdaderamente imposibles.
Yo espero que no sea
necesario que prosiga con este argumento. El amor a Dios es tan natural para el
corazón renovado como es para el bebé el amor a su madre. ¿Quién necesita
razonar con un niño para que sienta amor? Si tienes la vida y la naturaleza de
Dios en ti, ciertamente buscarás al Señor. Así como la chispa, que contiene la
naturaleza del fuego, asciende a lo alto para buscar al sol, así el espíritu
nacido de nuevo busca a su Dios, de quien ha obtenido la vida. Escudríñense,
entonces, y vean si aman a Dios o no. Pongan sus manos sobre sus corazones y como
en presencia de Aquel cuyos ojos son como llama de fuego, respóndanle. Conviértanlo
en su confesor en esta hora. Respondan esta sola pregunta: “¿Me amas?” Yo confío
que muchísimos de ustedes serán capaces de decir:
“Sí, te amamos y te adoramos;
Oh, ansiamos gracia para amarte más”.
Todo esto fue necesario
para conducirnos al segundo paso de nuestro discurso. Que el Espíritu Santo nos
guíe en la prosecución del tema.
II. Ustedes
ven la importancia indispensable del amor a Dios. Conozcamos ahora
Observen, entonces, que
el amor a Dios no comienza en el corazón a partir de alguna admiración desinteresada
de la naturaleza de Dios. Yo creo que sólo después de haber amado a Dios porque
Él nos amó primero, podemos crecer en la gracia hasta el punto de amar a Dios
por lo que Él es. Yo supongo que es posible que experimentemos un estado de
corazón en el que nuestro amor se concentra en la hermosura de Dios en Su persona
misma; nosotros podemos llegar a amarle porque Él es sumamente sabio, poderoso,
bueno, paciente y todo aquello que es amable. Esto puede producirse dentro de nosotros
como la fruta propia de la madurez en la vida divina, pero nunca es el primer
manantial ni la fuente de gracia del amor en el corazón de alguien. Incluso el
apóstol Juan, el hombre que había mirado dentro del velo, que había visto la
gloria excelente más que nadie, que había apoyado su cabeza sobre el pecho del
Señor, que había visto la santidad del Señor y que había notado la inimitable
belleza del carácter del Dios encarnado, el propio Juan no dice: “Nosotros le
amamos a él, porque lo admiramos”, sino “Nosotros le amamos a él, porque él nos
amó primero”. Pues vean, hermanos, que si este tipo de amor que he mencionado,
que es llamado el amor de admiración desinteresada, le fuera exigido a un
pecador, yo no veo cómo podría entregarlo fácilmente.
Hay dos caballeros de
igual rango en la sociedad, y el uno no tiene ninguna obligación para con el
otro; ahora bien, ellos, estando en igualdad, pueden sentir fácilmente una
admiración desinteresada por el carácter del otro y un consiguiente afecto
desinteresado; pero yo, pobre pecador, por naturaleza hundido en el cieno,
lleno de todo lo que es maligno, condenado, reo de muerte, al punto de que mi
único merecimiento es ser arrojado en el infierno, estoy bajo tales
obligaciones para con mi Salvador y mi Dios, que sería vano que hablara de un
afecto desinteresado por Él, puesto que le debo mi vida y mi todo. Mientras no
haya captado los destellos de Su misericordia y de su clemencia para el
culpable, Su carácter santo, justo y recto no es amable en mi opinión, y le
tengo pavor a la pureza que condena mi inmundicia, y tiemblo ante la justicia
que me consumirá por causa de mi pecado. Oh, buscador, no conturbes tu corazón
con finas distinciones acerca del amor desinteresado, sino que tienes que estar
contento, como el amado discípulo, con amar a Cristo porque Él te amó primero.
Además, nuestro amor a
Dios no brota de un poder de la voluntad que decide por sí sola. Yo cuestiono
grandemente si hay algo en el mundo que lo haga, bueno o malo. Hay algunos que
erigen a la voluntad en un tipo de deidad que hace lo que quiere con tierra y
cielo; pero la voluntad no es en verdad un amo sino un siervo. Para el pecador,
su voluntad es un esclavo; y en el santo, aunque la voluntad ha sido puesta en
libertad, está todavía benditamente sometida a Dios. Los hombres no quieren
algo porque así lo quieran, sino porque sus afectos, sus pasiones, o sus
juicios influencian sus voluntades en esa dirección. Nadie puede ponerse de pie
y decir verdaderamente: “yo, imparcialmente y sin ayuda, resuelvo amar a Dios y
no amar a Satanás”. Tal lenguaje altivo y presumido demostraría que es un
mentiroso; ese hombre sería claramente un adorador de sí mismo. Un hombre sólo
puede amar a Dios cuando ha percibido algunas razones para hacerlo, y el primer
argumento para amar a Dios que influencia al intelecto de tal manera como para
cambiar los afectos, es la razón mencionada en el texto: “Nosotros le amamos a
él, porque él nos amó primero”.
Entonces, habiendo
colocado así al texto bajo una luz negativa, veámoslo ahora de una manera más
positiva.
Amados hermanos, es
cierto que la fe en el corazón siempre precede al amor. Primero creemos en el
amor de Dios por nosotros antes que amemos a Dios a cambio. Y, oh, cuán alentadora
verdad es esa. Yo pecador, no creo que Dios me ama porque yo siento que le amo,
sino que primero creo que Él me ama, pecador como soy, y entonces, habiendo
creído ese clemente hecho, llego a amar a cambio a mi Benefactor.
Buscadores, tal vez algunos
de ustedes se estén diciendo: “Oh, que pudiéramos amar a Dios, pues entonces
podríamos esperar misericordia”. Ese no es el primer paso. Su primer paso es
creer que Dios los ama, y cuando esa verdad está plenamente implantada en su alma
por el Espíritu Santo, brotará espontáneamente de su alma un ferviente amor a
Dios, así como las flores emiten de buena gana su fragancia bajo la influencia
del rocío y del sol. Todo hombre que hubiere sido salvado jamás tuvo que venir
a Dios, no como un amante de Dios, sino como un pecador, y tuvo que creer en el
amor de Dios hacia él como un pecador. Todos nosotros deseamos tomar dinero en
nuestros costales cuando vamos hambrientos a Egipto para comprar el pan de
vida; pero no ha de ser así, pues el pan del cielo nos es entregado
gratuitamente, y tenemos que aceptarlo gratuitamente, sin dinero y sin precio.
¿Dices tú: “No siento en
mi corazón ninguna emoción buena; no pareciera que poseo un buen pensamiento;
me temo que no tengo ningún amor a Dios del todo”? No permanezcas en la
incredulidad hasta sentir ese amor, pues si lo hicieras, nunca creerás en
absoluto. Tienes que amar a Dios, es cierto, pero nunca lo harás mientras no
creas en Él y no creas especialmente en Su amor según es revelado en Su
unigénito Hijo. Si vienes a Dios en Cristo, y crees este sencillo mensaje: “Dios
estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los
hombres sus pecados”, descubrirás que tu corazón va en pos de Dios. “Para que
todo aquel que en Jesucristo cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. ¿Crees
tú eso? ¿Puedes creer ahora en Jesús, esto es, puedes confiar en Él? Entonces,
Cristo murió por ti. Cristo, el Hijo de Dios, sufrió en tu lugar por tu culpa. Dios
entregó a la muerte a Su único Hijo por ti.
“Oh”, -dirá alguien- “si
yo creyera eso, ¡cómo amaría a Dios!” Sí, en verdad, lo amarías, y esa es la
única consideración que puede conducirte a hacerlo. Tú, un pecador, tienes que
recibir a Cristo como tu Salvador, y luego el amor a Dios brotará
espontáneamente en tu alma, como la hierba después de las lluvias. Amor con amor
se paga. El planeta refleja luz, pero, antes que nada, la recibe del sol. El
heliotropo voltea su rostro al astro del día, pero los rayos del sol lo
calentaron y lo arrullaron primero. Te volverás a Dios y te deleitarás en Dios
y te regocijarás en Dios, pero ha de ser porque antes que nada creíste y
conociste y confiaste en el amor de Dios por ti.
“Oh”, -dirá alguien- “no
puede ser que Dios ame a un pecador desamorado, que el Ser puro ame al impuro,
que el Gobernador de todo ame a Su enemigo”. Escucha lo que Dios dice: “Mis
pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos…
como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que
vuestros caminos”. Tú piensas que Dios ama a los hombres porque son piadosos, pero
escucha esto: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros”. Piensa en esto: “Su gran amor con que
nos amó aun estando nosotros muertos en pecados”. Dios tiene amor en Su corazón
hacia aquellos que no cuentan con nada para amar. Él te ama, pobre alma, que
sientes que no eres del todo un objeto de amor; te ama a ti, que te lamentas
por tener un corazón de piedra que no se calienta ni se derrite con amor por
Él. Así dice el Señor: “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla
tus pecados; vuélvete a mí, porque yo te redimí”. Oh, que la clemente voz de
Dios esta mañana llame así a algunos de sus pobres seres descarriados para que
vengan y crean en Su amor por ellos, y que luego se arrojen a Sus pies para
convertirse en Sus siervos para siempre.
Hermanos, tengan la
seguridad de que en la proporción en que estemos plenamente persuadidos del
amor de Dios por nosotros, seremos movidos a amarlo a Él. No dejen que el
demonio los tiente a creer que Dios no los ama porque el amor de ustedes es
débil, pues si él pudiera de cualquier manera debilitar su fe en el amor de
Dios por ustedes, eliminaría o disminuiría el flujo de los arroyos que
alimentan la sagrada gracia del amor a Dios. Si yo lamento que no amo a Dios
como debería, esa es una lamentación santa; pero si yo, por tanto, concluyo que
el amor de Dios por mí es menor debido a eso, niego la luz porque mis ojos son
débiles, y me privo también del poder para crecer en el amor. He de pensar más
y más en la grandeza del amor de Dios por mí, conforme más y más vea mi
indignidad de ese amor; entre más pecador sea, he de ver más plenamente cuán
grande tiene que ser ese amor que abraza a un pecador como yo; y entonces, al
percibir un sentido más profundo de la misericordia divina, me sentiré más
obligado a la gratitud y más constreñido al afecto. Oh, anhelamos una gran ola
de amor que nos transporte al océano de amor.
Amados hermanos, observen
día a día los actos del amor de Dios por ustedes en el don del alimento y del
vestido, en las misericordias de esta vida, y especialmente en las bendiciones
del pacto que Dios les otorga, la paz que protege ampliamente sus corazones, la
comunión que se digna brindarles con Él mismo y con Su bendito Hijo, y las
respuestas que les concede a sus oraciones. Noten bien estas cosas, y si las
consideran cuidadosamente, y sopesan su valor, estarán acumulando el
combustible con que el amor alimenta su llama consagrada. En la proporción en
la que ven en cada buen don una nueva señal del amor de su Padre, en esa
proporción progresarán en la dulce escuela del amor. Oh, es un vivir celestial
gustar el amor de Dios en cada bocado del pan que comemos; es un vivir bendito
saber que respiramos una atmósfera purificada y hecha fragante por el amor
divino; saber que el amor nos protege mientras dormimos, pendiendo como una
cortina de seda en torno a nuestro lecho, y saber que el amor abre las pestañas
de la mañana para sonreírnos cuando despertamos. E incluso cuando estamos
enfermos, es el amor el que nos disciplina; cuando estamos empobrecidos, el
amor nos alivia de una carga; el amor da y el amor quita; el amor alienta y el
amor golpea. Estamos rodeados de amor, arriba, abajo, en torno nuestro, por
dentro y por fuera. Si reconociéramos eso, nos volveríamos como llamas de
fuego, ardientes y fervientes para con nuestro Dios. El conocimiento y la
observación son nodrizas admirables de nuestro amor infantil.
Y, ah, el alma se
enriquece en el amor a Dios cuando descansa en el pecho de la misericordia
divina. Ustedes que son sacudidos de un lado a otro por las dudas y por los
temores relativos a si son aceptos ahora o si perseverarán hasta el final,
difícilmente podrían adivinar los ardores del corazón que inflaman a esos
santos que han aprendido a arrojarse enteramente sobre Jesús y que conocen más
allá de toda duda Su amor inmutable. Ya sea que me hunda o nade, no tengo
ninguna esperanza excepto en Cristo, mi vida, mi todo.
“Yo sé que seguro con Él permanece,
Protegido por Su poder,
Lo que he depositado en Sus manos
Hasta la hora decisiva”.
Y en la medida en que yo
tenga esa confianza escritural y descanse en mi Señor, mi amor por Él embargará
todo mi corazón, y consagraré mi vida a la gloria del Redentor.
Amados, yo deseo dejar
muy claro esto: que para sentir amor a Dios debemos recorrer el camino de la
fe. Esta no es en verdad una senda difícil o peligrosa, sino es una vereda que
fue preparada por la sabiduría infinita. Es un camino apropiado para los
pecadores, y los santos ciertamente deben andar también por ese camino. Si tú
quieres amar a Dios, no mires dentro de ti para ver si esta gracia o aquella
son lo que deben ser, sino mira a tu Dios, y lee Su eterno amor, Su amor
ilimitado, Su costoso amor que entregó a Cristo por ti; entonces tu amor se
empapará de vida fresca y de vigor.
Recuerden que siempre
que hay amor a Dios en el alma, ese es un argumento de que Dios ama a esa alma.
Yo me acuerdo de haber conocido a una mujer cristiana que me dijo que sabía que
ella amaba a Dios, pero que temía que Dios no la amara a ella. Ese es un miedo
tan ridículo que no le debería suceder jamás a nadie. Tú no amarías a Dios de
hecho y en verdad a menos que Él hubiere derramado Su amor en tu corazón en alguna
medida. Pero por otro lado, que no amemos a Dios no es un argumento concluyente
de que Dios no nos ame; de lo contrario el pecador tendría miedo de venir a
Dios. Oh, pecador desamorado, dueño de un corazón inerte y frío, la voz de Dios
te llama aun a ti para que vayas a Cristo. Incluso a quienes están muertos en
el pecado, Su voz les dice: “Vivan”. Mientras estás todavía envuelto en tu
sangre, y arrojado sobre la faz del campo, con menosprecio de tu vida, el Señor
de misericordia pasa junto a ti y te dice: “Vive”. Su poderosa soberanía sale
vestida con ropas de amor, y te toca a ti, que eres el pecador desagradable, el
desamorado, el depravado, el degradado, el que está enemistado con Dios, te
toca en toda tu alienación y te saca alzándote de allí y te hace que lo ames,
no por causa tuya, sino por causa de Su nombre y por causa de Su misericordia.
Tú no sentías ningún amor por Él, antes bien, todo el amor radicaba únicamente
en Él, y, por tanto, Él comenzó a bendecirte y continuará bendiciéndote por
todos los siglos, si tú eres un creyente en Jesús. En el pecho del eterno están
los profundos manantiales de todo amor.
III. Esto
nos conduce, en tercer lugar, a considerar por un momento
“Abrazado afectuosamente en el pecho del Padre,
Aceptado como un hijo de nuevo?”
Así será. ¿Acaso no
declara Él que es Dios y no cambia, y por eso no han sido consumidos? Encendidas
de nuevo están las llamas del amor en el pecho del rebelde cuando siente que
todo eso es verdad; entonces clama: “He aquí nosotros venimos a ti, porque tú
eres Jehová nuestro Dios”. Yo le suplico, entonces, a cualquiera de ustedes que
están conscientes de los graves descuidos del deber, y de los descarríos del
corazón, que no le pida a Moisés que lo lleve de regreso a Cristo; él conoce el
camino a las llamas del Sinaí, pero no a la sangre perdonadora del Calvario.
Vayan de inmediato al propio Cristo. Si acuden a la ley y comienzan a juzgarse
ustedes mismos, si tienen la idea de que tienen que cumplir una suerte de
cuarentena espiritual, que tienen que atravesar un purgatorio mental antes de
que puedan renovar su fe en el Salvador, están equivocados. Vengan tal como
están, malvados como son, endurecidos, fríos, muertos como se sienten estar,
acudan aun estando así, y crean en el amor ilimitado de Dios en Cristo Jesús.
Entonces vendrá el profundo arrepentimiento; entonces vendrá el quebrantamiento
de corazón; entonces vendrá el celo santo, el odio sagrado al pecado y la
purificación del alma de toda su escoria; entonces, en verdad, todas las cosas
buenas vendrán para restaurar a su alma, y para guiarlos en los senderos de la
rectitud. No busquen esas cosas primero; eso sería buscar los efectos antes de
la causa. La gran causa del amor en el rebelde restaurado tiene que ser todavía
el amor de Dios por él, a quien se aferra con una fe que no se atreve a soltar
su asidero.
“Pero”, -dirá alguien-
“pienso que es muy peligroso decirle al rebelde que crea en el amor de Dios,
pues seguramente sería una grave presunción que lo creyera”. No es nunca
presuntuoso que un hombre crea la verdad; si un enunciado es cómodo o incómodo,
la presunción no yace en el asunto mismo, sino en su falsedad. Voy a repetirlo:
no es nunca presuntuoso creer la verdad. Y esta es la verdad: que el Señor ama
todavía a Sus hijos pródigos, y ama todavía a Sus ovejas perdidas, y Él ideará
los medios para traer a Sus desterrados de regreso, para que no perezcan. “Si
alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el
justo”.
Recuerden aquí que el
poder motivante que atrae al rebelde de nuevo, es la cuerda del amor, el lazo
de un hombre, que lo hace sentir que tiene que regresar a Dios con llanto y
arrepentimiento porque Dios lo ama todavía. ¿Qué hombre entre ustedes esta
mañana tiene un hijo que le ha desobedecido y se ha apartado de él, y está
viviendo en la ebriedad y en toda manera de lascivia? Si le has dicho con ira
-de tal manera que no lo duda- que has borrado el nombre suyo de tu familia y
que no lo consideras más un hijo, ¿piensas que tu severidad lo inducirá a
regresar a ti en amor? Lejos de eso. Pero supón que en vez de ello, tú le
aseguras que todavía lo amas, que siempre hay un lugar en tu mesa para él, y un
lecho en tu hogar para él, sí, y mejor todavía, un cálido lugar para él en tu
corazón; y supón que viera tus lágrimas y oyera tus oraciones por él, ¿no le
atraería eso? Sí, ciertamente, si fuera un hijo.
Lo mismo sucede entre tu
Dios y tú, oh rebelde. Oye al Señor al tiempo que debate tu caso dentro de Su
propio corazón. “Mi pueblo está adherido a la rebelión contra mí; aunque me
llaman el Altísimo, ninguno absolutamente me quiere enaltecer. ¿Cómo podré
abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel? ¿Cómo podré yo hacerte como
Adma, o ponerte como a Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama
toda mi compasión. No ejecutaré el ardor de mi ira, ni volveré para destruir a
Efraín; porque Dios soy, y no hombre”. Ciertamente, si algo ha de traerte de
regreso, esto lo hará. “¡Ah!”, -dice el hijo descarriado- “mi padre amado me
ama todavía. Me levantaré e iré a él. No he de vejar a un corazón tan tierno.
Seré de nuevo su amoroso hijo”. Dios no les dice a ustedes, hijos pródigos que
una vez profesaron Su nombre: “ya no los reconozco como mis hijos, los he
desechado”, sino que dice: “todavía los amo; y por amor de mi nombre voy a
restringir mi ira para no cortarlos”. Vengan a su ofendido Padre, y descubrirán
que Él no se ha arrepentido de Su amor, sino que todavía habrá de abrazarlos.
IV. El
tiempo se agota, pero he de hablar un poco más, con tiempo o sin él, sobre el
cuarto punto: EL PERFECCIONAMIENTO DE NUESTRO AMOR A DIOS.
Amados, habemos unos
cuantos que sabemos mucho acerca de las profundidades del amor de Dios. Pero nuestro
amor es superficial. ¡Ah, cuán superficial! El amor a Dios es como un gran
monte. La mayoría de los viajeros lo avistan a la distancia, o recorren el
valle en torno a su base. Unos cuantos escalan hasta un descansadero ubicado en
alguna de sus elevadas estribaciones, desde donde ven una porción de sus
sublimidades. Por aquí y por allá algún viajero aventurero escala un pico menor
y mira al glaciar y a la elevada montaña a una distancia muy cercana. Más
escasos aún son aquellos que escalan el pináculo más alto y pisan la nieve
virgen.
Así es en
Ahora, fíjense bien,
puede ser difícil ascender tan alto, pero hay una ruta segura, y solo una, que
el hombre tiene que seguir si quiere alcanzar esa sagrada elevación. No es la
senda de sus obras, ni la vereda de sus propias acciones, sino ésta: “Nosotros
le amamos a él, porque él nos amó primero”. Juan y los apóstoles confesaron que
así habían obtenido su amor. Para el amor más sublime que haya resplandecido
jamás en algún pecho humano no hubo otra fuente que ésta: Dios amó primero que
el hombre. ¿No ven ustedes cómo es eso? Saber que Dios me ama echa fuera mi
temor atormentador acerca de Dios, y una vez que ese temor es expulsado, hay
espacio para un abundante amor a Dios. Cuando el miedo sale, el amor entra por
la otra puerta. Así que entre más fe en Dios haya, más espacio hay para el amor
que llena el alma.
Además, la sólida fe en
el amor de Dios conlleva un gran gozo; nuestro corazón se alegra, nuestra alma
está satisfecha como con meollo y grosura cuando sabemos que el corazón entero
de Dios late por nosotros tan fuertemente como si fuéramos las únicas criaturas
que hubiere creado jamás, y Su corazón entero nos envolviera. Este profundo
gozo genera el amor llameante del que acabo de hablar justo ahora.
Si el amor ardiente de
algunos santos toma a menudo la forma de admiración a Dios, esto surge de su
familiaridad con Dios, y esta familiaridad nunca la habrían disfrutado a menos
que hubieran sabido que Él era su amigo. Un hombre no podría hablarle a Dios
como a un amigo, a menos que conociera el amor que Dios siente por Él. Entre
más veraz y entre más seguro sea su conocimiento, más íntima será su comunión.
Hermanos amados, si
ustedes saben que Dios los ha amado, entonces se sentirán agradecidos; toda
duda reducirá su gratitud, pero cada grano de fe la incrementará. Entonces,
conforme avancemos en la gracia, el amor a Dios en nuestra alma excitará un
deseo de Él. Nosotros deseamos estar con los que amamos; contamos las horas que
nos separan de ellos; ningún lugar es tan feliz como aquel en el que
disfrutamos de su compañía. De aquí que el amor a Dios produzca un deseo de
estar con Él, un deseo de ser semejante a Él, un anhelo de estar con Él
eternamente en el cielo, y esto nos aparta de la mundanalidad, esto nos guarda
de la idolatría, y así tiene un efecto bendito muy santificante en nosotros,
produciendo ese elevado carácter que ahora es tan raro, pero que dondequiera
que existe es poderoso para el bien de la iglesia y para la gloria de Dios.
Oh, que tuviéramos
muchas personas en esta iglesia que alcanzaran la más excelsa plataforma de
piedad. Quiera Dios que tuviéramos un grupo de hombres llenos de fe y del
Espíritu Santo, fuertes en el Señor y en el poder de Su fuerza. Podría ayudar a
quienes aspiran a remontarse en la gracia que guardaran en mente que para cada
paso que dan para escalar tienen que usar la escalera que vio Jacob. El amor de
Dios por nosotros es el único camino para ascender al amor a Dios.
Y ahora debo dedicar un
minuto para poner a prueba esta verdad de mi texto. Yo prefiero que no me
escuchen tanto a mí como que escuchen a sus propios corazones y a la palabra de
Dios, un minuto, si son creyentes. ¿De qué hemos estado hablando? Del amor de
Dios por nosotros. Consideren un minuto este pensamiento: “Dios me ama; no solamente
me soporta y piensa en mí y me alimenta, sino que me ama. Oh, es algo muy dulce
sentir que contamos con el amor de una amada esposa, o de un amable esposo, y
hay mucha dulzura en el amor de un hijo afectuoso, o de una tierna madre; pero
pensar que Dios me ama, ¡eso es infinitamente superior! ¿Quién te ama? ¿Acaso Dios,
el Hacedor del cielo y de la tierra, el Todopoderoso, el Todo en todo, es quien
me ama? ¿Acaso Él? Si todos los hombres y todos los ángeles y todas las
criaturas vivientes que están delante del trono me amaran, no sería nada
comparado con esto: ¡el Infinito me ama! ¿Y a quién es que ama? A mí. El texto dice: “a nosotros”. “Nosotros
le amamos a él, porque él nos amó primero”. Pero este es el punto personal: Él
me ama a mí, a un don nadie cualquiera lleno de pecado, que merecería estar en
el infierno y que a su vez lo ama tan poco, Dios ME ama.
Amado creyente, ¿acaso
no te derrite eso? ¿No enciende eso a tu alma? Yo creo que la encendería si
realmente creyera eso. Tiene que hacerlo. ¿Y cómo me amó? Me amó tanto que por
mí entregó a Su Unigénito para que fuera clavado en el madero y llevado a
desangrarse y morir. ¿Y qué resultará de eso? Pues bien, debido a que Él me amó
y me perdonó, voy en camino al cielo y dentro de unos cuantos meses, días tal
vez, veré Su rostro y cantaré Sus alabanzas. Él me amó antes que yo naciera. Antes
que alguna estrella comenzara a brillar, Él me amó, y no ha cesado de hacerlo
todos estos años. Cuando he pecado Él me ha amado; cuando lo he olvidado, Él me
ha amado, y cuando en los días de mi pecado yo lo maldecía, Él todavía me
amaba, y Él me amará cuando mis rodillas tiemblen y mi cabello esté gris por la
edad, “y hasta las canas” Él transportará a Su siervo y lo llevará, y Él me
amará cuando el mundo esté ardiendo, y me amará por siempre y para siempre. Oh,
rumien este bendito pensamiento; consérvenlo en su lengua como un exquisito
bocadillo; esta tarde siéntense, si tienen tiempo disponible, y no piensen en
ninguna otra cosa sino en esta: Su gran amor con que los ama, y si no sienten
que su corazón rebosa palabra buena, si no sienten que su alma anhela
ardientemente a Dios, y no se inflama con fuertes emociones de amor por Dios,
entonces estoy muy equivocado. Esta es una verdad tan poderosa, y ustedes están
constituidos de tal manera como cristianos para que esta verdad obre en
ustedes, que si es creída y sentida, la consecuencia tiene que ser que ustedes
lo amarán porque Él los amó primero. Que Dios los bendiga, hermanos y hermanas,
por Cristo nuestro Señor. Amén.
Porción de
Traductor: Allan Román
1/Septiembre/2011
www.spurgeon.com.mx