El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Lógica del Amor

NO. 1008

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 27 DE AGOSTO DE 1871

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. 1 Juan 4: 19

 

Esta es una gran verdad doctrinal y, basándome en ella, yo podría predicar con mucha propiedad un sermón doctrinal cuya esencia pudiera ser la gracia soberana de Dios. El amor de Dios es, evidentemente, previo al nuestro: “él nos amó primero”. El texto establece muy claramente que el amor de Dios es la causa de nuestro amor, pues “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. Por tanto, remontándonos al tiempo antiguo, o más bien, antes de todo tiempo, cuando nos enteramos que Dios nos amó con un amor eterno, deducimos que la razón de Su decisión no es que nosotros le hayamos amado, sino que Él quiso amarnos. Sus razones, y Él tenía razones (pues leemos acerca del consejo de Su voluntad), son conocidas sólo por Él mismo, pero no se han de encontrar en alguna bondad inherente a nosotros o que fuera previsto que existiría en nosotros. Fuimos elegidos simplemente porque Él tendrá misericordia del que tenga misericordia. Él nos amó porque quiso amarnos. El don de Su amado Hijo, que fue una consecuencia directa de Su elección de Su pueblo, fue un sacrificio demasiado grande de parte de Dios para haber sido motivado en Él por alguna bondad en la criatura. No es posible que la piedad más sublime mereciera una bendición tan grande como fue el don del Unigénito. No es posible que algo en el hombre hubiera merecido la encarnación y la pasión del Redentor. Nuestra redención, como nuestra elección, se origina en el amor espontáneo de Dios. Y nuestra regeneración, en la cual somos hechos partícipes reales de las bendiciones divinas en Jesucristo, no fue de nosotros ni por nosotros. No fuimos convertidos porque nos inclinábamos ya en esa dirección, ni tampoco fuimos regenerados debido a que hubiese por naturaleza algo bueno en nosotros, antes bien, debemos enteramente nuestro nuevo nacimiento a Su poderoso amor, que trató eficazmente con nosotros haciéndonos pasar de muerte a vida y de las tinieblas a la luz. Nos hizo volver de la alienación de nuestra mente y de la enemistad de nuestro espíritu a esa deleitable senda de amor en la que ahora vamos viajando a los cielos. Como creyentes en el nombre de Cristo “no somos engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. La esencia del texto es que el espontáneo amor de Dios, nacido de Él mismo, ha sido el único medio de llevarnos a la condición de amarlo a Él. Nuestro amor por Él es como un mustio riachuelo que se apresura en su curso al océano porque de allí provino. Todos los ríos van a dar a la mar, pero sus aguas se originaron en ella: las nubes que fueron exhaladas por el poderoso océano fueron destiladas en lluvias y llenaron las corrientes. Allí se encuentra su causa primera y su origen primigenio, y, como si reconocieran la obligación, rinden a cambio un tributo a la fuente engendradora. El oceánico amor de Dios -tan vasto que ni siquiera el ala de la imaginación podría recorrerlo- envía sus tesoros de la lluvia de la gracia que caen en nuestros corazones y son como las dehesas del yermo; hacen que nuestros corazones se desborden y que la vida impartida fluya de regreso hacia Dios en arroyos de gratitud. Todas las cosas buenas son Tuyas, grandioso Dios. Tu bondad crea nuestro bien. Tu infinito amor por nosotros genera nuestro amor por Ti.

 

Pero, queridos amigos, yo confío que después de muchos años de instrucción en las doctrinas de nuestra santa fe, no necesito seguir por la trillada senda doctrinal, sino que puedo guiarlos por una senda paralela, en la que puede verse la misma verdad desde otro ángulo. Me propongo predicar un sermón práctico, y posiblemente esto sea más acorde con el sentido del pasaje y con la mente de su escritor, de lo que sería un discurso doctrinal. Veremos el texto como un hecho que hemos probado y comprobado en nuestra propia conciencia.

 

Bajo ese aspecto, el enunciado del texto es que: un sentido del amor de Dios por nosotros es la causa principal de nuestro amor a Él. Cuando creemos y sabemos y sentimos que Dios nos ama, nosotros lo amamos a cambio como un resultado natural. En la proporción en que nuestro conocimiento se incrementa, nuestra fe se fortalece y se profundiza nuestra convicción de que realmente Dios nos ama, y nosotros, desde la propia constitución de nuestro ser, somos constreñidos a entregar a cambio nuestros corazones a Dios. El discurso de esta mañana, por tanto, discurrirá en ese canal. Que Dios nos conceda que Su Santo Espíritu lo bendiga para cada uno de nosotros.

 

I.   Consideraremos de entrada LA NECESIDAD INDISPENSABLE DEL AMOR A DIOS EN EL CORAZÓN.

 

Hay algunas gracias que, en su vigor, no son absolutamente esenciales para la pura existencia de la vida espiritual, aunque son muy importantes para su sano crecimiento; pero el amor a Dios tiene que estar en el corazón, o de lo contrario no hay allí ninguna gracia de ningún tipo. Si alguien no ama a Dios, no es un hombre renovado. El amor a Dios es una marca que siempre está asentada sobre las ovejas de Cristo, pero nunca está asentada sobre nadie más.

 

Al reflexionar sobre esta sumamente importante verdad, quiero que consideren el contexto del texto. Encontrarán en el versículo séptimo de este capítulo, que el amor a Dios es establecido como una indispensable señal del nuevo nacimiento. “Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios”. Entonces no tengo ningún derecho a creer que soy una persona regenerada a menos que mi corazón ame a Dios verdadera y sinceramente. Sería vano que yo, si no amara a Dios, citara el certificado que registra una ceremonia eclesial y dijera que eso me regeneró. Ciertamente no hizo eso, pues de otra manera se habría presentado el resultado seguro. Si he sido regenerado, yo podría no ser perfecto, pero sí puedo decir esto: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo”. Cuando por la fe recibimos el privilegio de convertirnos en hijos de Dios, recibimos también la naturaleza de hijos y con amor filial clamamos: “¡Abba, Padre!” Esta regla no tiene ninguna excepción. Si un hombre no ama a Dios, tampoco ha nacido de Dios. Muéstrenme un fuego sin calor y entonces pueden mostrarme una regeneración que no produce amor a Dios, pues así como el sol tiene que producir su luz, así un alma que por la gracia divina ha sido creada de nuevo, tiene que poner de manifiesto su naturaleza mediante un sincero afecto hacia Dios”. “Os es necesario nacer de nuevo” pero ustedes no han nacido de nuevo a menos que amen a Dios. Cuán indispensable es entonces el amor a Dios.

 

En el versículo octavo se nos informa que el amor a Dios es una señal de que conocemos a Dios. El verdadero conocimiento es esencial para la salvación. Dios no nos salva en las tinieblas. Él es nuestra “luz y nuestra salvación”. Somos renovados en conocimiento a imagen del que nos creó. Ahora, “El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor”. Todos ustedes han sido enseñados desde el púlpito, todos ustedes han estudiado las Escrituras, todos ustedes han aprendido de los eruditos, todos ustedes han recogido información de las bibliotecas, pero todo eso no es ningún conocimiento de Dios en absoluto a menos que amen a Dios, pues en la verdadera religión, amar y conocer a Dios son términos sinónimos. Sin amor ustedes permanecen todavía en la ignorancia, una ignorancia del tipo más infeliz y ruinoso. Todos los logros son transitorios, si el amor no funge como sal para preservarlos. Cesarán las lenguas y la ciencia acabará. Solo el amor permanece para siempre. Tienen que tener este amor o serán necios para siempre. Todos los hijos de la verdadera Sion son instruidos por el Señor, pero ustedes no son instruidos por Dios a menos que amen a Dios. Vean, entonces, que estar desprovistos del amor a Dios es estar desprovistos de todo verdadero conocimiento de Dios, y por tanto, de toda salvación.

 

Además, el capítulo nos enseña que el amor a Dios es la raíz del amor a los demás. El versículo once dice: “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros”. Ahora, si alguien no ama a los cristianos, no es cristiano. Quien, estando en la iglesia, no es parte de ella de alma y corazón, no es sino un intruso en la familia. Pero como el amor a nuestros hermanos brota del amor a nuestro único Padre común, es claro que tenemos que sentir amor a ese Padre, o de lo contrario, fallaremos en una de las señales indispensables de los hijos de Dios. “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos”; pero no podemos amar verdaderamente a los hermanos a menos que amemos al Padre; por tanto, si carecemos del amor a Dios, carecemos de amor a la iglesia, lo cual es una marca esencial de la gracia.

 

Además, ateniéndonos al sentido del pasaje, descubrirán por el versículo dieciocho que el amor a Dios es un importantísimo instrumento de esa santa paz que es una señal esencial de un cristiano. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”, pero donde no hay amor no hay tal paz, pues el miedo, que tiene tormento, turba el alma; de aquí que el amor sea un compañero indispensable de la fe, y cuando están juntos, el resultado es la paz. Donde hay un ferviente amor a Dios allí está establecida una santa familiaridad con Dios, de donde fluyen la satisfacción, el deleite y el descanso. El amor debe cooperar con la fe y echar fuera al miedo, de tal manera que el alma puede tener arrojo delante de Dios.

 

¡Oh, cristiano!, tú no puedes tener la naturaleza de Dios implantada en ti por la regeneración, ni tampoco puede revelarse en amor a los hermanos, ni puede florecer con las hermosas flores de la paz y el gozo, a menos que tu afecto esté puesto en Dios. Él ha de ser entonces tu sumo gozo. Deléitate asimismo en Jehová. Oh, amen al Señor, ustedes, Sus santos. Oh, amen a Jehová, todos vosotros Sus santos.

 

Si buscamos nuevamente en la epístola de San Juan y seguimos sus observaciones hasta el siguiente capítulo y el tercer versículo, vemos también que el amor es la fuente de la verdadera obediencia. “Este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos”. Ahora bien, un hombre que no obedece los mandamientos de Dios, evidentemente no es un verdadero creyente, pues, aunque las buenas obras no nos salvan, con todo, siendo salvos, los creyentes han de producir inevitablemente buenas obras. Si bien el fruto no es la raíz del árbol, con todo, un árbol bien arraigado, a su tiempo producirá sus frutos. Entonces, aunque el cumplimiento de los mandamientos no me hace un hijo de Dios, siendo un hijo de Dios, seré obediente a mi Padre celestial. Pero no puedo ser obediente a menos que ame a Dios. Una mera obediencia externa, un decente reconocimiento formal de las leyes de Dios, no es obediencia a los ojos de Dios. El Señor aborrece el sacrificio carente de corazón. Yo debo obedecer porque amo, pues de lo contrario no he obedecido del todo en espíritu y en verdad. Vean entonces que para producir los frutos indispensables de la fe salvadora, tiene que haber amor a Dios, pues sin fe, esos frutos serían irreales y verdaderamente imposibles.

 

Yo espero que no sea necesario que prosiga con este argumento. El amor a Dios es tan natural para el corazón renovado como es para el bebé el amor a su madre. ¿Quién necesita razonar con un niño para que sienta amor? Si tienes la vida y la naturaleza de Dios en ti, ciertamente buscarás al Señor. Así como la chispa, que contiene la naturaleza del fuego, asciende a lo alto para buscar al sol, así el espíritu nacido de nuevo busca a su Dios, de quien ha obtenido la vida. Escudríñense, entonces, y vean si aman a Dios o no. Pongan sus manos sobre sus corazones y como en presencia de Aquel cuyos ojos son como llama de fuego, respóndanle. Conviértanlo en su confesor en esta hora. Respondan esta sola pregunta: “¿Me amas?” Yo confío que muchísimos de ustedes serán capaces de decir:

 

“Sí, te amamos y te adoramos;

Oh, ansiamos gracia para amarte más”.

 

Todo esto fue necesario para conducirnos al segundo paso de nuestro discurso. Que el Espíritu Santo nos guíe en la prosecución del tema.

 

II.   Ustedes ven la importancia indispensable del amor a Dios. Conozcamos ahora LA FUENTE Y EL MANANTIAL DEL VERDADERO AMOR A DIOS. “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. El amor a Dios, doquiera que existe realmente, ha sido generado en el pecho por una convicción del amor de Dios por nosotros. Nadie ama a Dios antes de saber que Dios le ama, y todo creyente ama a Dios por esta razón primordial y principal: que Dios le ama. Se ha visto a sí mismo como alguien indigno del favor divino, y sin embargo, ha creído en el amor de Dios manifestado en el don de Su amado Hijo, y ha aceptado la expiación que Cristo hizo como una prueba del amor de Dios, y estando satisfecho ahora por el afecto divino por él, necesariamente ama a su Dios.

 

Observen, entonces, que el amor a Dios no comienza en el corazón a partir de alguna admiración desinteresada de la naturaleza de Dios. Yo creo que sólo después de haber amado a Dios porque Él nos amó primero, podemos crecer en la gracia hasta el punto de amar a Dios por lo que Él es. Yo supongo que es posible que experimentemos un estado de corazón en el que nuestro amor se concentra en la hermosura de Dios en Su persona misma; nosotros podemos llegar a amarle porque Él es sumamente sabio, poderoso, bueno, paciente y todo aquello que es amable. Esto puede producirse dentro de nosotros como la fruta propia de la madurez en la vida divina, pero nunca es el primer manantial ni la fuente de gracia del amor en el corazón de alguien. Incluso el apóstol Juan, el hombre que había mirado dentro del velo, que había visto la gloria excelente más que nadie, que había apoyado su cabeza sobre el pecho del Señor, que había visto la santidad del Señor y que había notado la inimitable belleza del carácter del Dios encarnado, el propio Juan no dice: “Nosotros le amamos a él, porque lo admiramos”, sino “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. Pues vean, hermanos, que si este tipo de amor que he mencionado, que es llamado el amor de admiración desinteresada, le fuera exigido a un pecador, yo no veo cómo podría entregarlo fácilmente.

 

Hay dos caballeros de igual rango en la sociedad, y el uno no tiene ninguna obligación para con el otro; ahora bien, ellos, estando en igualdad, pueden sentir fácilmente una admiración desinteresada por el carácter del otro y un consiguiente afecto desinteresado; pero yo, pobre pecador, por naturaleza hundido en el cieno, lleno de todo lo que es maligno, condenado, reo de muerte, al punto de que mi único merecimiento es ser arrojado en el infierno, estoy bajo tales obligaciones para con mi Salvador y mi Dios, que sería vano que hablara de un afecto desinteresado por Él, puesto que le debo mi vida y mi todo. Mientras no haya captado los destellos de Su misericordia y de su clemencia para el culpable, Su carácter santo, justo y recto no es amable en mi opinión, y le tengo pavor a la pureza que condena mi inmundicia, y tiemblo ante la justicia que me consumirá por causa de mi pecado. Oh, buscador, no conturbes tu corazón con finas distinciones acerca del amor desinteresado, sino que tienes que estar contento, como el amado discípulo, con amar a Cristo porque Él te amó primero.

 

Además, nuestro amor a Dios no brota de un poder de la voluntad que decide por sí sola. Yo cuestiono grandemente si hay algo en el mundo que lo haga, bueno o malo. Hay algunos que erigen a la voluntad en un tipo de deidad que hace lo que quiere con tierra y cielo; pero la voluntad no es en verdad un amo sino un siervo. Para el pecador, su voluntad es un esclavo; y en el santo, aunque la voluntad ha sido puesta en libertad, está todavía benditamente sometida a Dios. Los hombres no quieren algo porque así lo quieran, sino porque sus afectos, sus pasiones, o sus juicios influencian sus voluntades en esa dirección. Nadie puede ponerse de pie y decir verdaderamente: “yo, imparcialmente y sin ayuda, resuelvo amar a Dios y no amar a Satanás”. Tal lenguaje altivo y presumido demostraría que es un mentiroso; ese hombre sería claramente un adorador de sí mismo. Un hombre sólo puede amar a Dios cuando ha percibido algunas razones para hacerlo, y el primer argumento para amar a Dios que influencia al intelecto de tal manera como para cambiar los afectos, es la razón mencionada en el texto: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”.

 

Entonces, habiendo colocado así al texto bajo una luz negativa, veámoslo ahora de una manera más positiva.

 

Amados hermanos, es cierto que la fe en el corazón siempre precede al amor. Primero creemos en el amor de Dios por nosotros antes que amemos a Dios a cambio. Y, oh, cuán alentadora verdad es esa. Yo pecador, no creo que Dios me ama porque yo siento que le amo, sino que primero creo que Él me ama, pecador como soy, y entonces, habiendo creído ese clemente hecho, llego a amar a cambio a mi Benefactor.

 

Buscadores, tal vez algunos de ustedes se estén diciendo: “Oh, que pudiéramos amar a Dios, pues entonces podríamos esperar misericordia”. Ese no es el primer paso. Su primer paso es creer que Dios los ama, y cuando esa verdad está plenamente implantada en su alma por el Espíritu Santo, brotará espontáneamente de su alma un ferviente amor a Dios, así como las flores emiten de buena gana su fragancia bajo la influencia del rocío y del sol. Todo hombre que hubiere sido salvado jamás tuvo que venir a Dios, no como un amante de Dios, sino como un pecador, y tuvo que creer en el amor de Dios hacia él como un pecador. Todos nosotros deseamos tomar dinero en nuestros costales cuando vamos hambrientos a Egipto para comprar el pan de vida; pero no ha de ser así, pues el pan del cielo nos es entregado gratuitamente, y tenemos que aceptarlo gratuitamente, sin dinero y sin precio.

 

¿Dices tú: “No siento en mi corazón ninguna emoción buena; no pareciera que poseo un buen pensamiento; me temo que no tengo ningún amor a Dios del todo”? No permanezcas en la incredulidad hasta sentir ese amor, pues si lo hicieras, nunca creerás en absoluto. Tienes que amar a Dios, es cierto, pero nunca lo harás mientras no creas en Él y no creas especialmente en Su amor según es revelado en Su unigénito Hijo. Si vienes a Dios en Cristo, y crees este sencillo mensaje: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados”, descubrirás que tu corazón va en pos de Dios. “Para que todo aquel que en Jesucristo cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. ¿Crees tú eso? ¿Puedes creer ahora en Jesús, esto es, puedes confiar en Él? Entonces, Cristo murió por ti. Cristo, el Hijo de Dios, sufrió en tu lugar por tu culpa. Dios entregó a la muerte a Su único Hijo por ti.

 

“Oh”, -dirá alguien- “si yo creyera eso, ¡cómo amaría a Dios!” Sí, en verdad, lo amarías, y esa es la única consideración que puede conducirte a hacerlo. Tú, un pecador, tienes que recibir a Cristo como tu Salvador, y luego el amor a Dios brotará espontáneamente en tu alma, como la hierba después de las lluvias. Amor con amor se paga. El planeta refleja luz, pero, antes que nada, la recibe del sol. El heliotropo voltea su rostro al astro del día, pero los rayos del sol lo calentaron y lo arrullaron primero. Te volverás a Dios y te deleitarás en Dios y te regocijarás en Dios, pero ha de ser porque antes que nada creíste y conociste y confiaste en el amor de Dios por ti.

 

“Oh”, -dirá alguien- “no puede ser que Dios ame a un pecador desamorado, que el Ser puro ame al impuro, que el Gobernador de todo ame a Su enemigo”. Escucha lo que Dios dice: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos… como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos”. Tú piensas que Dios ama a los hombres porque son piadosos, pero escucha esto: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. Piensa en esto: “Su gran amor con que nos amó aun estando nosotros muertos en pecados”. Dios tiene amor en Su corazón hacia aquellos que no cuentan con nada para amar. Él te ama, pobre alma, que sientes que no eres del todo un objeto de amor; te ama a ti, que te lamentas por tener un corazón de piedra que no se calienta ni se derrite con amor por Él. Así dice el Señor: “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados; vuélvete a mí, porque yo te redimí”. Oh, que la clemente voz de Dios esta mañana llame así a algunos de sus pobres seres descarriados para que vengan y crean en Su amor por ellos, y que luego se arrojen a Sus pies para convertirse en Sus siervos para siempre.

 

Hermanos, tengan la seguridad de que en la proporción en que estemos plenamente persuadidos del amor de Dios por nosotros, seremos movidos a amarlo a Él. No dejen que el demonio los tiente a creer que Dios no los ama porque el amor de ustedes es débil, pues si él pudiera de cualquier manera debilitar su fe en el amor de Dios por ustedes, eliminaría o disminuiría el flujo de los arroyos que alimentan la sagrada gracia del amor a Dios. Si yo lamento que no amo a Dios como debería, esa es una lamentación santa; pero si yo, por tanto, concluyo que el amor de Dios por mí es menor debido a eso, niego la luz porque mis ojos son débiles, y me privo también del poder para crecer en el amor. He de pensar más y más en la grandeza del amor de Dios por mí, conforme más y más vea mi indignidad de ese amor; entre más pecador sea, he de ver más plenamente cuán grande tiene que ser ese amor que abraza a un pecador como yo; y entonces, al percibir un sentido más profundo de la misericordia divina, me sentiré más obligado a la gratitud y más constreñido al afecto. Oh, anhelamos una gran ola de amor que nos transporte al océano de amor.

 

Amados hermanos, observen día a día los actos del amor de Dios por ustedes en el don del alimento y del vestido, en las misericordias de esta vida, y especialmente en las bendiciones del pacto que Dios les otorga, la paz que protege ampliamente sus corazones, la comunión que se digna brindarles con Él mismo y con Su bendito Hijo, y las respuestas que les concede a sus oraciones. Noten bien estas cosas, y si las consideran cuidadosamente, y sopesan su valor, estarán acumulando el combustible con que el amor alimenta su llama consagrada. En la proporción en la que ven en cada buen don una nueva señal del amor de su Padre, en esa proporción progresarán en la dulce escuela del amor. Oh, es un vivir celestial gustar el amor de Dios en cada bocado del pan que comemos; es un vivir bendito saber que respiramos una atmósfera purificada y hecha fragante por el amor divino; saber que el amor nos protege mientras dormimos, pendiendo como una cortina de seda en torno a nuestro lecho, y saber que el amor abre las pestañas de la mañana para sonreírnos cuando despertamos. E incluso cuando estamos enfermos, es el amor el que nos disciplina; cuando estamos empobrecidos, el amor nos alivia de una carga; el amor da y el amor quita; el amor alienta y el amor golpea. Estamos rodeados de amor, arriba, abajo, en torno nuestro, por dentro y por fuera. Si reconociéramos eso, nos volveríamos como llamas de fuego, ardientes y fervientes para con nuestro Dios. El conocimiento y la observación son nodrizas admirables de nuestro amor infantil.

 

Y, ah, el alma se enriquece en el amor a Dios cuando descansa en el pecho de la misericordia divina. Ustedes que son sacudidos de un lado a otro por las dudas y por los temores relativos a si son aceptos ahora o si perseverarán hasta el final, difícilmente podrían adivinar los ardores del corazón que inflaman a esos santos que han aprendido a arrojarse enteramente sobre Jesús y que conocen más allá de toda duda Su amor inmutable. Ya sea que me hunda o nade, no tengo ninguna esperanza excepto en Cristo, mi vida, mi todo.

 

“Yo sé que seguro con Él permanece,

Protegido por Su poder,

Lo que he depositado en Sus manos

Hasta la hora decisiva”.

 

Y en la medida en que yo tenga esa confianza escritural y descanse en mi Señor, mi amor por Él embargará todo mi corazón, y consagraré mi vida a la gloria del Redentor.

 

Amados, yo deseo dejar muy claro esto: que para sentir amor a Dios debemos recorrer el camino de la fe. Esta no es en verdad una senda difícil o peligrosa, sino es una vereda que fue preparada por la sabiduría infinita. Es un camino apropiado para los pecadores, y los santos ciertamente deben andar también por ese camino. Si tú quieres amar a Dios, no mires dentro de ti para ver si esta gracia o aquella son lo que deben ser, sino mira a tu Dios, y lee Su eterno amor, Su amor ilimitado, Su costoso amor que entregó a Cristo por ti; entonces tu amor se empapará de vida fresca y de vigor.

 

Recuerden que siempre que hay amor a Dios en el alma, ese es un argumento de que Dios ama a esa alma. Yo me acuerdo de haber conocido a una mujer cristiana que me dijo que sabía que ella amaba a Dios, pero que temía que Dios no la amara a ella. Ese es un miedo tan ridículo que no le debería suceder jamás a nadie. Tú no amarías a Dios de hecho y en verdad a menos que Él hubiere derramado Su amor en tu corazón en alguna medida. Pero por otro lado, que no amemos a Dios no es un argumento concluyente de que Dios no nos ame; de lo contrario el pecador tendría miedo de venir a Dios. Oh, pecador desamorado, dueño de un corazón inerte y frío, la voz de Dios te llama aun a ti para que vayas a Cristo. Incluso a quienes están muertos en el pecado, Su voz les dice: “Vivan”. Mientras estás todavía envuelto en tu sangre, y arrojado sobre la faz del campo, con menosprecio de tu vida, el Señor de misericordia pasa junto a ti y te dice: “Vive”. Su poderosa soberanía sale vestida con ropas de amor, y te toca a ti, que eres el pecador desagradable, el desamorado, el depravado, el degradado, el que está enemistado con Dios, te toca en toda tu alienación y te saca alzándote de allí y te hace que lo ames, no por causa tuya, sino por causa de Su nombre y por causa de Su misericordia. Tú no sentías ningún amor por Él, antes bien, todo el amor radicaba únicamente en Él, y, por tanto, Él comenzó a bendecirte y continuará bendiciéndote por todos los siglos, si tú eres un creyente en Jesús. En el pecho del eterno están los profundos manantiales de todo amor.

 

III.   Esto nos conduce, en tercer lugar, a considerar por un momento LA VIVIFICACIÓN DE NUESTRO AMOR. Es tristemente probable que haya en esta casa algunas personas que una vez amaron a Dios muy sinceramente, pero que han declinado ahora y se han vuelto aflictivamente indiferentes; el amor de Dios por nosotros nunca cambia, pero el nuestro se hunde con demasiada frecuencia a un nivel muy bajo. Tal vez algunos de ustedes se han tornado tan fríos en sus afectos que es difícil estar seguros de que alguna vez amaron a Dios. Pudiera ser que su vida se haya vuelto laxa como para merecer la censura de la Iglesia. eres un rebelde y te encuentras en una condición peligrosa; con todo, si hubiese en verdad vida espiritual en ti, desearás retornar. Te has extraviado como una oveja perdida, pero tu oración es: “Busca a tu siervo, porque no me he olvidado de tus mandamientos”. Ahora, noten bien que la causa que originó su amor es la misma que deberá restaurarlo. Tú fuiste a Cristo como un pecador al principio, y tu primer acto fue creer en el amor de Dios por ti cuando no había nada en ti que evidenciara amor. Recorre el mismo camino de nuevo. ¡No te detengas, mi querido hermano, para extraer el amor del pozo seco que hay dentro de ti! No creas posible que el amor vendrá a una orden tuya. Si un hombre diera toda la riqueza de su hogar a cambio de amor, sería totalmente menospreciada. Piensa en la gracia inmutable de Dios, y sentirás que la primavera del amor regresa a tu alma. El Señor aun reserva misericordia para el pecador y todavía espera para ser clemente. Él está tan dispuesto a recibirte ahora que has hecho el papel del hijo pródigo, como estuvo dispuesto a retenerte en el hogar en el seno de Su amor. Muchas consideraciones deberían ayudarte, a ti que eres un rebelde, a creer más en el amor de Dios de lo que lo has hecho anteriormente. Pues piensa qué amor ha de ser el que puede invitarte aun a retornar, a ti, que después de saber tanto, has pecado contra la luz y el conocimiento; a ti, que después de haber experimentado tanto, has demostrado la falsedad de tu profesión. Él habría podido talarte justamente, pues has estorbado la tierra lo suficiente. Ciertamente, cuando Israel se apartó de Dios, fue una clara prueba del amor de Dios cuando dijo misericordiosamente: “Dicen: Si alguno dejare a su mujer, y yéndose ésta de él se juntare a otro hombre, ¿volverá a ella más?” Bien, la respuesta en cada pecho es: “¡No!” ¿Quién amaría a una esposa que se hubiera degradado tanto? Pero así dice el Señor: “Tú, pues, has fornicado con muchos amigos; mas ¡vuélvete a mí!” Qué amor incomparable es este. Oye todavía más de estas clementes palabras, que encontrarás en el capítulo tercero de la profecía de Jeremías. “Vé y clama estas palabras hacia el norte, y dí: Vuélvete, oh rebelde Israel, dice Jehová; no haré caer mi ira sobre ti, porque misericordioso soy yo, dice Jehová, no guardaré para siempre el enojo”. “Convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová, porque yo soy vuestro esposo; y os tomaré uno de cada ciudad, y dos de cada familia, y os introduciré en Sion”. “Convertíos, hijos rebeldes, y sanaré vuestras rebeliones”. ¿Pueden oír estas palabras sin emoción? ¡Rebelde, te ruego que tomes las alas del amor de Dios para que con ellas vueles de regreso a Él! Pero oigo que preguntas: ¿Me recibirá todavía? ¿Seré una vez más:

 

“Abrazado afectuosamente en el pecho del Padre,

Aceptado como un hijo de nuevo?

 

Así será. ¿Acaso no declara Él que es Dios y no cambia, y por eso no han sido consumidos? Encendidas de nuevo están las llamas del amor en el pecho del rebelde cuando siente que todo eso es verdad; entonces clama: “He aquí nosotros venimos a ti, porque tú eres Jehová nuestro Dios”. Yo le suplico, entonces, a cualquiera de ustedes que están conscientes de los graves descuidos del deber, y de los descarríos del corazón, que no le pida a Moisés que lo lleve de regreso a Cristo; él conoce el camino a las llamas del Sinaí, pero no a la sangre perdonadora del Calvario. Vayan de inmediato al propio Cristo. Si acuden a la ley y comienzan a juzgarse ustedes mismos, si tienen la idea de que tienen que cumplir una suerte de cuarentena espiritual, que tienen que atravesar un purgatorio mental antes de que puedan renovar su fe en el Salvador, están equivocados. Vengan tal como están, malvados como son, endurecidos, fríos, muertos como se sienten estar, acudan aun estando así, y crean en el amor ilimitado de Dios en Cristo Jesús. Entonces vendrá el profundo arrepentimiento; entonces vendrá el quebrantamiento de corazón; entonces vendrá el celo santo, el odio sagrado al pecado y la purificación del alma de toda su escoria; entonces, en verdad, todas las cosas buenas vendrán para restaurar a su alma, y para guiarlos en los senderos de la rectitud. No busquen esas cosas primero; eso sería buscar los efectos antes de la causa. La gran causa del amor en el rebelde restaurado tiene que ser todavía el amor de Dios por él, a quien se aferra con una fe que no se atreve a soltar su asidero.

 

“Pero”, -dirá alguien- “pienso que es muy peligroso decirle al rebelde que crea en el amor de Dios, pues seguramente sería una grave presunción que lo creyera”. No es nunca presuntuoso que un hombre crea la verdad; si un enunciado es cómodo o incómodo, la presunción no yace en el asunto mismo, sino en su falsedad. Voy a repetirlo: no es nunca presuntuoso creer la verdad. Y esta es la verdad: que el Señor ama todavía a Sus hijos pródigos, y ama todavía a Sus ovejas perdidas, y Él ideará los medios para traer a Sus desterrados de regreso, para que no perezcan. “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”.

 

Recuerden aquí que el poder motivante que atrae al rebelde de nuevo, es la cuerda del amor, el lazo de un hombre, que lo hace sentir que tiene que regresar a Dios con llanto y arrepentimiento porque Dios lo ama todavía. ¿Qué hombre entre ustedes esta mañana tiene un hijo que le ha desobedecido y se ha apartado de él, y está viviendo en la ebriedad y en toda manera de lascivia? Si le has dicho con ira -de tal manera que no lo duda- que has borrado el nombre suyo de tu familia y que no lo consideras más un hijo, ¿piensas que tu severidad lo inducirá a regresar a ti en amor? Lejos de eso. Pero supón que en vez de ello, tú le aseguras que todavía lo amas, que siempre hay un lugar en tu mesa para él, y un lecho en tu hogar para él, sí, y mejor todavía, un cálido lugar para él en tu corazón; y supón que viera tus lágrimas y oyera tus oraciones por él, ¿no le atraería eso? Sí, ciertamente, si fuera un hijo.

 

Lo mismo sucede entre tu Dios y tú, oh rebelde. Oye al Señor al tiempo que debate tu caso dentro de Su propio corazón. “Mi pueblo está adherido a la rebelión contra mí; aunque me llaman el Altísimo, ninguno absolutamente me quiere enaltecer. ¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel? ¿Cómo podré yo hacerte como Adma, o ponerte como a Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión. No ejecutaré el ardor de mi ira, ni volveré para destruir a Efraín; porque Dios soy, y no hombre”. Ciertamente, si algo ha de traerte de regreso, esto lo hará. “¡Ah!”, -dice el hijo descarriado- “mi padre amado me ama todavía. Me levantaré e iré a él. No he de vejar a un corazón tan tierno. Seré de nuevo su amoroso hijo”. Dios no les dice a ustedes, hijos pródigos que una vez profesaron Su nombre: “ya no los reconozco como mis hijos, los he desechado”, sino que dice: “todavía los amo; y por amor de mi nombre voy a restringir mi ira para no cortarlos”. Vengan a su ofendido Padre, y descubrirán que Él no se ha arrepentido de Su amor, sino que todavía habrá de abrazarlos.

 

IV.   El tiempo se agota, pero he de hablar un poco más, con tiempo o sin él, sobre el cuarto punto: EL PERFECCIONAMIENTO DE NUESTRO AMOR A DIOS.

 

Amados, habemos unos cuantos que sabemos mucho acerca de las profundidades del amor de Dios. Pero nuestro amor es superficial. ¡Ah, cuán superficial! El amor a Dios es como un gran monte. La mayoría de los viajeros lo avistan a la distancia, o recorren el valle en torno a su base. Unos cuantos escalan hasta un descansadero ubicado en alguna de sus elevadas estribaciones, desde donde ven una porción de sus sublimidades. Por aquí y por allá algún viajero aventurero escala un pico menor y mira al glaciar y a la elevada montaña a una distancia muy cercana. Más escasos aún son aquellos que escalan el pináculo más alto y pisan la nieve virgen.

 

Así es en la Iglesia de Dios. Todo cristiano permanece bajo la sombra del amor divino; unos cuantos disfrutan y devuelven ese amor en un grado notable; pero hay unos cuantos –en esta época, tristemente, unos pocos- que alcanzan un amor seráfico, que ascienden al monte del Señor para estar allí donde el ojo del águila no se ha posado, y para caminar por el sendero que el cachorro del león no ha hollado nunca, por los lugares altos de una completa consagración y de un ardiente amor inextinguible.

 

Ahora, fíjense bien, puede ser difícil ascender tan alto, pero hay una ruta segura, y solo una, que el hombre tiene que seguir si quiere alcanzar esa sagrada elevación. No es la senda de sus obras, ni la vereda de sus propias acciones, sino ésta: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. Juan y los apóstoles confesaron que así habían obtenido su amor. Para el amor más sublime que haya resplandecido jamás en algún pecho humano no hubo otra fuente que ésta: Dios amó primero que el hombre. ¿No ven ustedes cómo es eso? Saber que Dios me ama echa fuera mi temor atormentador acerca de Dios, y una vez que ese temor es expulsado, hay espacio para un abundante amor a Dios. Cuando el miedo sale, el amor entra por la otra puerta. Así que entre más fe en Dios haya, más espacio hay para el amor que llena el alma.

 

Además, la sólida fe en el amor de Dios conlleva un gran gozo; nuestro corazón se alegra, nuestra alma está satisfecha como con meollo y grosura cuando sabemos que el corazón entero de Dios late por nosotros tan fuertemente como si fuéramos las únicas criaturas que hubiere creado jamás, y Su corazón entero nos envolviera. Este profundo gozo genera el amor llameante del que acabo de hablar justo ahora.

 

Si el amor ardiente de algunos santos toma a menudo la forma de admiración a Dios, esto surge de su familiaridad con Dios, y esta familiaridad nunca la habrían disfrutado a menos que hubieran sabido que Él era su amigo. Un hombre no podría hablarle a Dios como a un amigo, a menos que conociera el amor que Dios siente por Él. Entre más veraz y entre más seguro sea su conocimiento, más íntima será su comunión.

 

Hermanos amados, si ustedes saben que Dios los ha amado, entonces se sentirán agradecidos; toda duda reducirá su gratitud, pero cada grano de fe la incrementará. Entonces, conforme avancemos en la gracia, el amor a Dios en nuestra alma excitará un deseo de Él. Nosotros deseamos estar con los que amamos; contamos las horas que nos separan de ellos; ningún lugar es tan feliz como aquel en el que disfrutamos de su compañía. De aquí que el amor a Dios produzca un deseo de estar con Él, un deseo de ser semejante a Él, un anhelo de estar con Él eternamente en el cielo, y esto nos aparta de la mundanalidad, esto nos guarda de la idolatría, y así tiene un efecto bendito muy santificante en nosotros, produciendo ese elevado carácter que ahora es tan raro, pero que dondequiera que existe es poderoso para el bien de la iglesia y para la gloria de Dios.

 

Oh, que tuviéramos muchas personas en esta iglesia que alcanzaran la más excelsa plataforma de piedad. Quiera Dios que tuviéramos un grupo de hombres llenos de fe y del Espíritu Santo, fuertes en el Señor y en el poder de Su fuerza. Podría ayudar a quienes aspiran a remontarse en la gracia que guardaran en mente que para cada paso que dan para escalar tienen que usar la escalera que vio Jacob. El amor de Dios por nosotros es el único camino para ascender al amor a Dios.

 

Y ahora debo dedicar un minuto para poner a prueba esta verdad de mi texto. Yo prefiero que no me escuchen tanto a mí como que escuchen a sus propios corazones y a la palabra de Dios, un minuto, si son creyentes. ¿De qué hemos estado hablando? Del amor de Dios por nosotros. Consideren un minuto este pensamiento: “Dios me ama; no solamente me soporta y piensa en mí y me alimenta, sino que me ama. Oh, es algo muy dulce sentir que contamos con el amor de una amada esposa, o de un amable esposo, y hay mucha dulzura en el amor de un hijo afectuoso, o de una tierna madre; pero pensar que Dios me ama, ¡eso es infinitamente superior! ¿Quién te ama? ¿Acaso Dios, el Hacedor del cielo y de la tierra, el Todopoderoso, el Todo en todo, es quien me ama? ¿Acaso Él? Si todos los hombres y todos los ángeles y todas las criaturas vivientes que están delante del trono me amaran, no sería nada comparado con esto: ¡el Infinito me ama! ¿Y a quién es que ama? A mí. El texto dice: “a nosotros”. “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. Pero este es el punto personal: Él me ama a mí, a un don nadie cualquiera lleno de pecado, que merecería estar en el infierno y que a su vez lo ama tan poco, Dios ME ama.

 

Amado creyente, ¿acaso no te derrite eso? ¿No enciende eso a tu alma? Yo creo que la encendería si realmente creyera eso. Tiene que hacerlo. ¿Y cómo me amó? Me amó tanto que por mí entregó a Su Unigénito para que fuera clavado en el madero y llevado a desangrarse y morir. ¿Y qué resultará de eso? Pues bien, debido a que Él me amó y me perdonó, voy en camino al cielo y dentro de unos cuantos meses, días tal vez, veré Su rostro y cantaré Sus alabanzas. Él me amó antes que yo naciera. Antes que alguna estrella comenzara a brillar, Él me amó, y no ha cesado de hacerlo todos estos años. Cuando he pecado Él me ha amado; cuando lo he olvidado, Él me ha amado, y cuando en los días de mi pecado yo lo maldecía, Él todavía me amaba, y Él me amará cuando mis rodillas tiemblen y mi cabello esté gris por la edad, “y hasta las canas” Él transportará a Su siervo y lo llevará, y Él me amará cuando el mundo esté ardiendo, y me amará por siempre y para siempre. Oh, rumien este bendito pensamiento; consérvenlo en su lengua como un exquisito bocadillo; esta tarde siéntense, si tienen tiempo disponible, y no piensen en ninguna otra cosa sino en esta: Su gran amor con que los ama, y si no sienten que su corazón rebosa palabra buena, si no sienten que su alma anhela ardientemente a Dios, y no se inflama con fuertes emociones de amor por Dios, entonces estoy muy equivocado. Esta es una verdad tan poderosa, y ustedes están constituidos de tal manera como cristianos para que esta verdad obre en ustedes, que si es creída y sentida, la consecuencia tiene que ser que ustedes lo amarán porque Él los amó primero. Que Dios los bendiga, hermanos y hermanas, por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Juan 4: 1-5.            

 

 

 

Traductor: Allan Román

1/Septiembre/2011

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